Ahogada en llamas (31 page)

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Authors: Jesús Ruiz Mantilla

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Ahogada en llamas
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Pero no había manera de prestarle atención. Era necesario acercarse mucho porque, además, andaba ronco y hacía verdaderos esfuerzos por proyectar su voz de bajo barítono perjudicado por los elementos.

—¿Por qué perdimos Cuba? —preguntó Arcilla.

—¡Más alto! —gritó una vieja medio sorda, pero verdaderamente interesada en lo que había intuido por el enunciado inicial.

—Adiós… Ay madre —soltó un paisano con pinta de abuelo paciente a quien le han venido a jeringar la tertulia de cada tarde.

—¿Por qué perdimos Cuba? ¿Qué nos pasó? —insistía inútilmente Arcilla.

—¿Por qué? A ver… Si estaríamos onde tendríamos que estar no nos pasarían esas cosas —saltaba otro habitual de aquella esquina. Se había montado el debate.

—Pues yo digo que por falta de fe. Dios nuestro señor nos la arrebató de las manos por falta de fe —sentenció Arcilla.

—¡Mira tú! ¡Menudo listo! —le provocó una de las presentes.

—Nada. Así no hay manera. Me largo a otra parte —zanjó Arcilla, entre desorientado e indignado.

El colmo fue cuando otro paisanuco sin consideración le repitió lo que en cada esquina le soltaban desde su regreso.

—Eso, eso. Marcha por ahí, grillao. No me entra en la cabeza cómo es que andas por aquí otra vez. Pero ¿no te habías muerto?

Rafael Martín observaba el aire y el sonido de la calle desde su balcón de la casa donde se había instalado. Daba al centro de la plaza que algunos llamaban de Pombo, otros de Botín y la mayoría, simplemente, la plazuela. No se le escapaban jamás a esa hora los movimientos, las enciscadas, los gritos y el jolgorio cotidiano. Era una paleta de energía a la que resultaba difícil renunciar para un artista como él.

Llevaba unas cuantas semanas instalado allí. La casa que le había brindado su padre era la mejor de sus posesiones libres de inquilinos. Le gustó por la amplitud y por el emplazamiento: en el lugar más alegre de toda la ciudad. Aunque justo en esa época, aprovechar el pulso del aire libre se hacía duro. Cada día la oscuridad comía antes una esquina. Se recrudecía el otoño con un frío que muy probablemente suponía el preludio de un invierno crudo. Aunque fuera a estar bien iluminado, porque hacía nada que se había reconvertido el ya viejo alumbrado de la ciudad por lámparas eléctricas que proporcionaban tonos bien distintos a la noche. Lo que ya prendía en las casas desde hacía años salía a la calle.

Junto a la ventana de la plaza, Rafael procuraba pintar a diario aprovechando la luz natural. No se recluía. Prefería empaparse de sonidos, de luz cambiante, de vida a sus pies. Vivía solo. Puerto o Toñina se pasaban cada día a recoger y tratar de ordenar el insistente caos de su soltería. Podía concentrarse bien. Pero no renunciaba a salir a menudo y rodearse de unos y otros.

Por ejemplo, esa misma noche se acercaría al teatro Pereda con su cuñada Isabel. Enrique, como siempre, no podría llegar a tiempo. Ni saldría de él la idea tampoco. Se aburría en el teatro y la ópera. Así que él mismo se prestó a llevarla a disfrutar de una
Traviata
que representaban en la ciudad aquella semana. La recogería en Hernán Cortés, a poco más de dos manzanas de su casa, y después la llevaría del brazo al palco que la familia Martín tenía reservado todo el año.

La compañía de Rafael para Isabel era un lujo. Su cuñado sabía la intemerata de ópera, teatro, arte y literatura y lo explicaba con una pasión que ella no había conocido nunca. Costaba seguir aquellos argumentos en otros idiomas. Pero él le contaba al detalle lo que les ocurría a los cantantes por fuera y por dentro. Ella ponía su migaja de pan al análisis enjuiciando los ropajes y todo el mobiliario del decorado. Y él, para rematar, le explicaba de paso quién había cantado bien y quién mal. Toda una enciclopedia era el menor de los Martín.

A esas alturas, Isabel de la Hoz había echado por tierra todos los desprecios que había vertido Enrique sobre Rafael desde la primera vez que hablaron de su familia. Con cada uno de los habituales mantenía un trato exquisito, incluso con Carmen Revuelta. Pero a juzgar por lo que su marido le soltaba a la mínima sobre Rafael, dudaba antes de conocerle de que pudieran llegar a mantener una relación libre de aquellos prejuicios. La sensación que tenía de él era simple: que si era un piernas, un inútil, que si no había conocido lo que es la responsabilidad y no tenía en la cabeza más que musarañas, que si a saber el sablazo que le iba a endilgar a su padre ahora, aquí, a la sopa boba, sin oficio ni beneficio, y encima con la mejor casa de todo el patrimonio, que si era más conveniente que no se acercara mucho a los niños para no inculcarles malas influencias…

Nada de todo aquello, ninguna de sus patochadas y ataques sin reservas sobre su cuñado creía a esas alturas Isabel. Había tenido esos días ocasión de conocerle a fondo, de ver lo cariñoso y espontáneo que se mostraba con los niños. En dos tardes le adoraban. Jugaba con ellos como uno más, les enseñaba a pintar, se tiraba al suelo, les trataba como iguales, sin parafernalias, ni protocolos. Isabel de la Hoz había comprobado su capacidad de juicio, las etapas más interesantes de su vida, disfrutando de sus relatos en los mejores círculos de Europa y Madrid. Hablar con un hombre así suponía observar con ojos reales y apasionados el aspecto del resto del mundo, todo aquello a lo que la ciudad era ajena. Se había reído como pocas veces en casa de su suegro con él a la mesa y había comprobado cómo el patriarca Martín rejuvenecía a su lado, empachado por preguntas y curiosidades fascinantes. Generalmente eran don Diego y ella quienes atendían a sus anécdotas en las sobremesas. Enrique rápidamente se retiraba, igual que Carmen Revuelta, que se iba a su centro evangelista a meterse en esas campañas raras con vistas a ampliar el voto de las mujeres.

No hacía falta ser muy perspicaz para comprender lo que le ocurría a su marido con respecto a Rafael. No se atrevía a verbalizarlo con claridad sobre su mente, pero tampoco resultaba fácil identificarlo con una palabra. Un vocablo que siempre llevaba en su seno el peligro permanente, quizás la desgracia, si no se controlaba como es debido. Aquellas reservas exageradas no eran más que pura envidia. Envidia de no haber sabido aprovechar oportunidades mundanas. Envidia por el encanto, por la proximidad y la complicidad que el menor conseguía instantáneamente con su padre. No había operación millonaria de nivel que se le pudiera igualar. Tampoco resultaba del todo justo, pero sí perfectamente comprensible. Al fin y al cabo, los afectos no dependen de nada material. Nadan a capricho y, si prenden, saltan de uno a otro como el agua que riega el campo.

Pero sí había algo que la capacidad de una mujer inteligente podía conseguir y estaba en su mano. Ella bien podía servir de puente para restablecer una relación carcomida por años de separación y desconocimiento mutuo entre los dos. Por parte de Rafael no habría ningún inconveniente, estaba segura. Sería mucho más fácil transformar en cariño el desprecio encubierto en amplias sonrisas del menor que reconvertir en respeto la inquina de su marido hacia Rafael. Pero no había que rendirse de partida. Sus intenciones no podían ser mejores. Aquella noche, cuando regresaran a casa, le preguntaría abiertamente qué opinaba de su hermano mayor. Sobre eso, actuaría.

Rafael, por su parte, encontraba en Isabel de la Hoz una compañía atenta y sofisticada. En su profundo conocimiento de todo lo que era su familia, a su regreso, muchas veces se preguntó a sí mismo cómo era posible que aquel encanto de mujer, curiosa, inquieta, sensible, resistiera al lado del baúl con ojos de su hermano, junto a esa estatua amorfa e incapaz de mostrar cariño. Los niños eran sin duda un aliciente. Sería una pena que acabasen arrastrados en la narcotizante noria de aquella ciudad, mediatizados por las mínimas perspectivas de su padre. Pensó también que no debía meterse.

No solía dar el paso de buscar la compañía de su cuñada, pero ella sí. Tampoco parecía el caso aquella noche.
La Traviata
resultaba una de sus debilidades. Si había algo que le fascinaba en esta vida era la ópera italiana y, en concreto, Verdi. Para él representaba todo un tratado de las pasiones humanas. Fue Rafael quien propuso el plan también, en su fuero interno, consciente de que sus armas de seducción en ese campo se convertían en algo letal. Al mismo tiempo, no pretendía impresionar a nadie. Menos a su cuñada, con todo lo que aquello supondría en el carácter de Enrique. ¿O sí? Tal vez dentro de sí, raptado por algún impulso nada noble, efectivamente concebía el deseo de seducir a su espléndida cuñada. Es posible que muy en el fondo albergara así una tendencia hacia la venganza fría, servida con cara de niño bueno pero ejecutada con un cálculo escalofriante. Los años habían edificado en él, muy probablemente a su pesar pero sin que pudiera evitarlo tampoco, una peligrosa tendencia al donjuanismo. No le gustaba porque conocía profundamente la inmoralidad de aquel icono. Pero con igual magnetismo le atraía. Desde Zorrilla hasta Tirso de Molina y por supuesto en la visión de Mozart y Lorenzo da Ponte, le autoseducía. En su caso, conocía el punto de partida de ese poco aconsejable espejo del alma. Temía haber sido arrastrado hacia él por culpa de sus hermanos, cuando le separaron la última vez de quien todavía era su verdadero amor. El día en que de nuevo le desgajaron de Marina.

Aquello le producía inquietud. Sabía que no debía intentar ni forzar nada, que su encanto natural podía destruir sin esfuerzos cualquier voluntad por férrea que fuera. Aun así dio el paso. Podía imaginarse además —y disfrutaba con ello— la mala cara que le habría puesto Enrique a su mujer cuando le anunció que acudiría con él a la ópera. Era más que probable que dejara de hablarle un tiempo, más de lo habitual. Sonreía maliciosamente ante eso, aunque inmediatamente después se arrepentía. Pero no daba un paso atrás. Quizás era peor. Quizás renunciar a llevarla después de haberla invitado dejara un resquicio a dar que pensar sobre oscuras intenciones.

Aquella noche la recogió una hora antes de la representación. Isabel de la Hoz bajó las escaleras hacia el portal abrigada y sin dejar descubrir el vestido que había elegido para su noche de ópera: un deslumbrante y modernísimo modelo negro de seda, adornado con un collar de perlas largo que realzaban en conjunto todas las curvas su figura de dama elegante y ávida de calle, de aire, de evento social. Por el camino, Rafael le fue contando los avatares de Violeta Valery y Alfredo Germont. Le habló de Verdi, le tradujo el título. Un amor apasionado. Una mujer libérrima arrastrada a una entrega sin precio, a un sacrificio, al regalo de su felicidad.

—En español viene a ser algo así como «la perdida».

—Vaya —contestó ella.

—Ella es una de las mujeres más apasionantes a las que se puede cantar. Pero hay que hacerlo bien. Es muy difícil.

—¿Por qué será que a los hombres a menudo os gustan esos tormentos?

—No nos gustan nada. Os fascinan más a vosotras.

—¿Ah, sí?

—Comprobado.

—¿Cómo que comprobado?

—Algún día te lo contaré. O quizás después, cuando me digas qué opinas sobre lo que vamos a ver.

Desde que al teatro Principal se lo comieron las llamas al menos diez años antes, no se había vuelto a dar ópera más o menos decente en la ciudad. Los parroquianos tenían que conformarse con las bastas representaciones del salón Pradera, un teatrillo sin importancia. Por no hablar de los bodrios que proponían en el Variedades o el Apolo, nada acordes con el señorío que requería una ciudad así. Lejos quedaban los tiempos en los que la Porcell había cantado
Norma
o en los que aquellos virtuosos ejecutaban títulos de Rossini con el público entusiasmado. Los más aficionados se desplazaban hasta Oviedo o Bilbao y ahora querían convertir aquello en otro centro lírico norteño. Les sobraba afición y también auténticos depredadores sociales con ganas de gastarse el dinero en la entrada. Sólo les faltaba un teatro decente y el Pereda empezaba a serlo. No tenía nada que envidiar al Arriaga, ni al Campoamor de las ciudades vecinas. Qué va. Cabían casi 1.800 personas: un auténtico coliseo. Lo malo era el sitio. Allí, justo, pegado a la nueva barriada adonde habían ido a parar pescadores de baja calaña en el Río de la Pila. Pero hasta eso podía pasar.

Si bien había zascandileado ya por las calles y los bajos fondos en su regreso, aquélla fue la primera salida de topete de Rafael. Llevaba a Isabel de la Hoz del brazo y fue saludando conocidos que se quedaban mirándole extrañados: «¿Será? ¿No será?» Se encontró a amigos del colegio, vecinos, conocidos de años. Más gente que Isabel. Ella era la asidua. Rafael fue la sorpresa aquella noche para muchos, sobre todo quienes maliciosamente pensaban lo bien que lucían como pareja. Mucho más que con su hermano. Las amigas de ella creían presenciar el milagro de la metamorfosis y no dejaban de extrañarse del carácter, la planta y el encanto del menor de los Martín.

Milagros Bezanilla, tan deslenguada como siempre, no aguantó y se lo preguntó aparte.

—Isabelita, ven un momento.

—Dime, Milagros, ¿qué ocurre?

—Oye, sol, ¿no es éste el que anduvo medio liado con su hermanastra?

Milagros Bezanilla era un encanto, pero la mayoría de las veces se tomaba unas confianzas que te hacían arder la cara del sonrojo.

—Ay, por Dios, qué cosas dices. Calla, mujer. Nunca hubo nada de eso —contestaba muy digna Isabel de la Hoz sin tener la menor idea de lo que estaba hablando. Con ello demostraba que para restituir el honor de la familia nadie como ella.

—No, si no digo nada. Pero vamos, yo también hubiese perdido el oremus con esta pieza. ¡Madre mía, santísima! Te lo digo yo.

—Calla, boba. Me voy, que empieza.

—Luego nos vemos.

Milagros Bezanilla se quedó un rato más merodeando por la entrada, saludando aquí y allá y esparciendo maldades. La de Rafael fue una pequeñez frente a la que le soltó a otra amiga que se encontró nada más dejar a Isabel.

—Menuda familia de truhanes. Porque lo del cura es que no tiene nombre: amancebao que anda con la rubia esa toda lumia que va a limpiarle la casa y otras cosas. Aquí todo se sabe. Te lo digo en serio: a mí, ése no me confiesa.

Isabel y Rafael Martín sobrevivieron a las miradas y a los comentarios venenosos como pudieron. Disfrutaron de la ópera, pese a que el tenor no les convenció.

—¿El cantante era malo o es que el pobre Alfredo es imbécil?

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