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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (23 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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—Por aquí arranca la huella —dijo—. No hay más que seguirla derecho, hasta dar con el zanjón y la tabla oscilante. Desde allí se ven las luces de la casa, estoy seguro.

—¡Un corno! —gruñó entonces otra voz humorística y escéptica—. Me comeré el sombrero si ese macaneador no nos mete en el barro hasta la verija.

—¿Y qué? —arguyó irónicamente el de las piernas cortas—. Es el fango del arrabal: ¡un fango sagrado!

Sin recoger la burla de aquellas palabras, el hombre de la voz entre humorística y escéptica dibujó en el aire un ademán de resignación.

—En fin —dijo—, si no hay más remedio, ¡adelante! No nos vamos a podrir aquí toda la condenada noche.

E inició la marcha rumbo al cerco de tunas. Pero se volvió al instante y arrojó una mirada inquisitiva sobre sus taciturnos compañeros.

—¡Vientre de ballena! —exclamó—. ¿Dónde se nos han metido ahora ese astrólogo infecto y ese vate de porquería?

Los dos personajes tan groseramente calificados no estaban lejos, y era fácil distinguir sus perfiles oscuros a veinte pasos de la compañía: uno de ellos, el más notable, alzaba en la noche su estatura ciclópea, no con el orgullo insolente de la materia, sino con el tranquilo imperio de un saber que ha descifrado el enigma de los Tres Mundos; el otro, flaco y sin relieve, nada tenía de inaudito, como no fuera un aludo chambergo infundibuliforme de los que se usaban antaño para cubrir las testas piojosas de metáforas. ¿Qué hacían allá, el uno frente al otro, alejados del grupo aventurero en el instante mismo en que la ley de la solidaridad los reclamaba con urgencia? Es de saber que, poco antes, el hombre ciclópeo había olfateado en la sombra el triste olor de la cicuta, y que, transmitiendo esa novedad al del chambergo infundibuliforme, ambos habían salido en busca de la planta, husmeando el aire como lebreles. Ocurrió entonces que habiéndola encontrado, uno y otro se dieron a masticar la hoja mortífera, con lo cual un enjambre de reminiscencias clásicas acudió a sus memorias y ablandó sus corazones en un inesperado retoñar de la emoción antigua que hubo de llevarlos muy cerca de las lágrimas, sobre todo cuando la patética imagen de Sócrates irrumpió en el círculo de sus recuerdos. ¡Almas generosas! Habrán permanecido allí toda la noche, saboreando el agridulce misterio de la muerte, si un coro de voces destempladas no los hubiese llamado a la realidad de este mundo.

—¡Schultze! ¡Buenosayres! —urgían las voces—. ¡Hemos encontrado la brecha!

El astrólogo Schultze y Adán Buenosayres (que no eran otros los dos personajes de la cicuta) desandaron el trecho que los distanciaba de sus amigos. Cierta nerviosidad incontenible reinaba ya en el grupo ante la inminencia de la partida: unos escudriñaban la negrura, que les oponía delante su hermetismo de esfinge; otros volvían sus ojos a la metrópoli que desertaban y cuyas luces parecían guiñarles desde lejos. Y ciertamente, aquellos varones, porteños de origen o de vocación, se habían despedido largamente de la ciudad maravillosa: todos los boliches rústicos de la calle Colodrero, desde la de Triunvirato hasta la de Republiquetas; todos los almacenes rumorosos y las cantinas hospitalarias que ofrecen un mostrador de estaño a la sed y fatiga del caminante, habían recibido el adiós de aquellos héroes magnánimos cuya religiosidad no habría consentido nunca en emprender negocio aventurero alguno sin hacerse antes propicios a los dioses que habitan las alturas mediante una libación entusiasta de aguardiente catamarqueño, guindado montevidense, caña del Paraguay, zingani de Bolivia, grappa de Cuyo, pisco chileno y otros licores favorables a tan piadosa liturgia. Ya no les quedaba sino partir, y lo harían al instante, cierto es que con las piernas no del todo firmes y las lenguas un tanto estropajosas, mas con un valor sereno que nada ni nadie podría detener.

Dada, pues, la señal del avance, los siete hombres marcharon hacia el cerco de tunas. En él, y abierta en la espinosa maraña de los cactos, había una entrada o brecha lo suficientemente angosta para que sólo pasase un aventurero de perfil. A través de tan riesgoso camino se deslizó el guía: lo imitaron al punto el hombre de las piernas cortas y el de la voz humorística, seguidos a su vez por dos héroes que habían callado hasta entonces, el uno fortachón y bamboleante como un jabalí ciego, el otro de talla más que diminuta. Los cinco personajes así diseñados constituían la vanguardia del grupo: el astrólogo Schultze y Adán Buenosayres marchaban detrás.

Todos ellos habían cruzado la cerca y se internaban ya en el mismo campo de la aventura: bajo sus pies el terreno descendía suavemente y se acorazaba de un matorral agresivo que tendía púas o enristraba chuzos; pero los siete hombres no lo advertían quizá, tan poderosa era la exaltación de sus almas frente a esa noche argentina, pura en su lobreguez, apretada de carnes, que parecía fundir cielo y tierra, hombres y brutos en un solo bloque de oscuridad. Cansados muy pronto de quebrar sus miradas en la tiniebla de abajo, aquellos hombres no tardaron en remontarlas a las alturas. Entonces un pavor sagrado hizo latir sus corazones a la sola visión de las estrellas apiñadas en el cielo como los mil ojos de un Argos parpadeante: era un terror antiguo lo que llovía de lo alto, y un silencio en el cual parecía escucharse hasta el rumor con que los alambiques de la noche destilaban el rocío sobre la tierra. Y a partir de aquel instante una embriaguez telúrica enardeció a los expedicionarios: fue un loco desasirse de todas las ligaduras terrestres y una evasión del alma en lo maravilloso. ¡Ah!, los aventureros de Saavedra no sospechaban, en su exaltación, que a trescientos metros de allí lo sobrenatural espantaría sus ojos, cuando, al trasponer el abismo sobre la tabla oscilante, oyeran el tremendo croar de los sapos-cisnes.

El primero en dar muestras de aquel poético delirio fue Adán Buenosayres, el cual, deteniéndose bruscamente y reclamando silencio:

—¡Oigan! —exclamó de pronto—. ¡Escuchen!

Seis figuras inquietas lo rodearon al punto.

—¿Qué hay? —preguntaron algunas voces en son de alarma.

—¡Allá! —respondió Adán, tendiendo su brazo hacia el horizonte.—. ¡Oigan! ¡Es el canto del Río!

—¿Qué río? —gruñó el de la voz humorística.

—¡El Plata! —declamó Adán exaltado—. ¡El río epónimo, como diría Ricardo Rojas! ¡Ha erguido su torso venerable sobre las aguas: lleva la frente ceñida de camalotes, y entona una canción de barro, con la boca llena de barro, con las barbas chorreantes de barro!

Se oyó una risotada en la tiniebla. Pero el de la voz humorística lanzó un juramento brutal.

—¡Estamos fritos! —anunció—. ¡Se nos ha mamado el aeda!

Pero Adán insistía:

—El que no ha escuchado la voz del Río no comprenderá nunca la tristeza de Buenos Aires. ¡Es la tristeza del barro que pide un alma! ¡Es el idioma del Río!

No pudo continuar, porque se le atragantó una ola de llanto; y su cabeza rodó en el pecho de Schultze, atraída por la mano generosa del astrólogo (el mismo Schultze confesó después que había tenido la impresión clarísima de abrazar un aludo chambergo sollozante). Con el andar del tiempo fue a todos notorio que un reciente desengaño de amor había promovido esa noche tan inesperado fluir de lágrimas.

—El problema no está en el río —empezó a decir entonces el héroe de la talla diminuta—. Si evitamos las tentaciones más o menos líricas y abrimos los ojos...

Pero una mano fofa de molusco le tocó la espalda: era el hombre fortachón y bamboleante como un jabalí ciego.

—¡Alto ahí! —le dijo (y su aliento divulgó en la noche un fuerte olor de caña quemada)—. Entiendo que Buenosayres nos ofrecía una versión poético-alcohólico-sentimental del Río.

—Vuelvo a sostener que el problema no está en el río —insistió el de la talla diminuta con una insolencia muy superior a la que su escaso volumen dejaba esperar.

—¡Y yo sostengo que mientes por la mitad de la barba! —le gritó el nombre fortachón, sin advertir que su oponente no la tenía.

Al oír aquel mentís anacrónico (reminiscencia, tal vez, de lecturas clásicas harto remotas), el hombre diminuto se agitó en la negrura como si hubiese recibido un latigazo.

—¿Que miento? —gruñó—. ¡Ahora voy a decirles cómo planteo yo el problema de Buenos Aires!

No consiguió hacerlo, porque el hombre de la voz humorística intervino aquí sonoramente.

—¡Atájenlo! —imploró en la tiniebla—. ¡Por el divino Saturno, por la sagrada noche, atájenme a ese petizo! ¿No ven que ya está oliendo a Espíritu de la Tierra? ¡El muy zorro va a encajarnos otra vez su condenada teoría!

Era un llamado al orden, una exhortación a la prudencia que todos entendieron; y más aún cuando el guía, que mordisqueaba nerviosamente una boquilla de treinta centímetros, les declaró sin ambages que no los había metido en aquel potrero de miércoles para que se dedicaran al macaneo libre, sino para que llevasen a cabo una gesta de la cual saldrían o apaleados o cubiertos de laureles. Por fortuna, las razones del uno y el otro alcanzaron su objetivo; y el grupo reanudó su marcha con intrepidez, mas embarcados en un mutismo que nada bueno prometía.

Entre aquellos héroes andaba uno que sólo por milagro no había intervenido aún en la disputa: era el hombre de las piernas cortas. Verdad es que mediante algunos rezongos hostiles y dos o tres risotadas orquestales había manifestado su presencia en el transcurso de la discusión; pero el hecho de que no hubiese terciado en la misma era señal indubitable de que algún genio nocturno lo había poseído recientemente, a no ser que (y era lo más creíble) todo fuese obra del aguardiente catamarqueño hacia el cual el hombre de las piernas cortas había manifestado esa noche una devoción rayana en el fanatismo. Pero, ya fuese una razón o la otra, el caso era que nuestro héroe comenzaba ya a despabilarse y a dar muestras inequívocas de agitación. Y lo más notable sucedió cuando el mencionado héroe se puso a distribuir cigarrillos entre sus camaradas, acto insólito que nadie le había visto realizar hasta entonces y que sumió al grupo en una consternación indecible.

—¿Será un sueño? —preguntó el de la voz humorística.

—¡Un milagro! ¡Un milagro! —respondieron los otros.

Lleno de humildad, el hombre de las piernas cortas atribuyó aquel milagro a una larguera de Mercurio, dios que, según dijo, lo asistía en sus perennes tribulaciones; confesado lo cual hizo arder un encendedor automático y dio fuego a su cigarrillo. Entonces, a la luz temblorosa de la llama, pudo verse algo de su semblante: cierta nariz en forma de pico de gavilán, dos orejas enormes y apantalladas, unos labios gruesos y sensuales, indicios todos que denunciaban en él a un hijo de aquella raza predilecta, un día, de Jehová, y aventada luego como un puñado de ceniza por haber teñido sus manos crueles en la sangre de un Dios. A decir verdad, el hombre de las piernas cortas era Samuel Tesler, insigne filósofo villacrispino.

En seguida, y sin detener la marcha, Samuel Tesler hizo brillar su encendedor ante cada uno de los rostros amigos; y fue así como las cuatro figuras todavía incógnitas salieron de su anonimato. Por orden riguroso de iluminación eran las que siguen: Luis Pereda, criollista teórico, llamado hasta poco antes «el hombre fortachón y bamboleante como un jabalí ciego»; Arturo Del Solar, criollista práctico, que a la sazón oficiaba de guía; Franky Amundsen,
speaker
y animador, conocido por «el de la voz humorística»; y el petizo Bernini, sociólogo al que veníamos llamando «el hombre de la talla diminuta».

Cumplida su obra iluminante, Samuel Tesler mató la luz de su encendedor; y la noche volvió a cerrarse, más apretada que nunca. ¡Gran Dios! Fue aquel instante de avasalladora tiniebla el que se le ocurrió elegir al filósofo para soltar su risotada. Y fue, justamente, al oírla cuando los aventureros temblaron por primera vez.

—¿De qué se ríe ahora el israelita? —preguntó Franky Amundsen no del todo seguro.

—¿Fue una risa? —dudó Pereda—. Me pareció un graznido de carancho.

Franky aseguró que se trataba de una risa humana, siempre que —según dijo— el israelita no se hubiese trocado, a favor de la noche y sin aviso previo, en un avechucho de rapiña; metamorfosis no difícil, por otra parte, ya que la estructura de su nariz le adelantaba la mitad del trabajo. Pero el filósofo villacrespense conservaba su forma, de la cual, por una increíble autosugestión, se sentía más que medianamente satisfecho.

—Venía riéndome solo —declaró— al pensar en las miserias del oído terrestre. No hace diez minutos un pobre sentimental, borracho de mitología y de algo peor, ha intentado hacernos creer que oía la voz del río.

—¿Se refiere a mí? —cacareó Adán en la tiniebla.

—¡Silencio! —dijo Franky—. El israelita tiene la palabra.

—Lo que tiene —replicó Adán con voz aguardentosa— es una tranca de padre y señor nuestro.

Al oír acusación tan injusta el filósofo dejó escapar una mezcla de hipo y de risa.

—¿Y por qué no? —dijo—. Así como Anaxágoras era un sobrio entre los ebrios, yo soy un ebrio entre los sobrios.

—¡Bien, hijo mío! —exclamó Franky abrazando a Samuel—. ¡Esa confesión te honra! El aguardiente catamarqueño es el elixir de la sinceridad.

—¿Quién habla del aguardiente catamarqueño? —le replicó Samuel, bastante picado—. Yo me refiero a una embriaguez más alta: la de Dionisos.

Pero Adán Buenosayres había montado en cólera, y forcejeaba ya entre los brazos de Schultze, asegurándole que haría en el judío un escarmiento memorable.

—¡Déjenme! —gritaba con aire de matón—. ¡Esto hay que arreglarlo ahora mismo!

—¡Un debilitado mental! —dijo Samuel con desprecio—. Sólo a un debilitado mental se le ocurre meter al río de la Plata en una figuración mitológica. ¡Bah! Un río muerto: un cóctel de agua y barro.

Al oír tan condenables palabras la indignación más viva se apoderó de los aventureros.

—¡Epa, epa! —tronó Pereda en tono de amenaza.

—¡Maldición! —gimió Franky—. ¡Ha insultado al padre Río!

—¿Qué ha dicho? —vociferó Adán—. ¡Un momento! ¡Yo le voy a enseñar a ese trompeta!

La discordia reinaba otra vez en el grupo, y Del Solar maldecía la hora en que Franky Amundsen había embarcado a ese par de locos en la aventura de Saavedra. Lleno de gravedad Franky alegaba que sólo el deseo de instruirse lo había movido a solicitar la compañía de aquel poeta neo-sensible y de aquel filósofo estupendo, cuyas borracheras, más aparentes que reales, acababan de abrir ante sus ojos un vasto panorama de ciencia ignota. En cuanto a Luis Pereda, que venía estudiando los pormenores del conflicto Buenosayres-Tesler sobre la base de un criterio rigurosamente criollista, se inclinaba ya por un duelo a cuchillo entre ambos campeones, aunque no desconocía —según dijo— la dificultad de conseguir tales armas en aquel sitio y a esa hora; pero no tardó en advertir que, dado el caso, los dos taitas podían batirse a cortaplumas (y él mismo llevaba uno de cabo de hueso que ponía generosamente a disposición de cualquiera), pues agregó que no se necesitaba llegar a la muerte de uno de los rivales, ya que un
barbijo
tradicional o un corte de oreja a oreja le parecía más que suficiente para lavar el honor de un cristiano, así tuviera dos dedos de roña encima.

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