Abel Sánchez (2 page)

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Authors: Miguel de Unamuno

BOOK: Abel Sánchez
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¡Y lo que Helena le hacía sufrir!

—Cada vez la entiendo menos —solía decirle a Abel—. Esa muchacha es para mí una esfinge...

—Ya sabes lo que decía Oscar Wilde, o quien fuese: que toda mujer es una esfinge sin secreto;

—Pues Helena parece tenerlo. Debe de querer a otro, aunque este no lo sepa: Estoy seguro de que quiere a otro.

—¿ Y por qué?

—De otro modo no me explico su actitud conmigo...

—Es decir, que porque no quiere quererte a ti... quererte para novio, que como primo sí te querrá.

—¡No te burles!

—Bueno, pues porque no quiere quererte para novio, o más claro, para marido, ¿tiene que estar enamorada de otro? ¡Bonita lógica!

—¡Yo me entiendo!

—Sí, y también yo te entiendo.

—¿Tú?

—¿No pretendes ser quien mejor me conoce? ¿Qué mucho, pues, que yo pretenda conocerte? Nos conocimos a un tiempo.

—Te digo que esa mujer me trae loco y me hará perder la paciencia. Está jugando conmigo. Si me hubiera dicho desde un principio que no, bien estaba, pero tenerme así, diciendo que lo verá, que lo pensará... ¡Esas cosas no se piensan... coqueta.

—Es que te está estudiando.

—¿Estudiándome a mí? ¿Ella? ¿Qué tengo yo que estudiar? ¿Qué puede ella estudiar?

—¡Joaquín, Joaquín, te estás rebajando y la estás rebajando...! ¿O crees que no más verte y oírte y saber que la quieres y ya debía rendírsete?

—Sí, siempre he sido antipático...

—Vamos, hombre, no te pongas así...

—¡Es que esa mujer está jugando conmigo! Es que no es noble jugar así con un hombre, como yo, franco, leal, abierto... ¡Pero si vieras qué hermosa está! ¡Y cuánto más fría y más desdeñosa se pone más hermosa! ¡Hay veces que no sé si la quiero o la aborrezco más...! ¿Quieres que te presente a ella... ?

—Hombre, si tú...

—Bueno, os presentaré.

—Y si ella quiere...

—¿Qué?

—Le haré un retrato.

—¡Hombre, sí!

Mas aquella noche durmió Joaquín mal rumiando lo del retrato, pensando en que Abel Sánchez, el simpático sin proponérselo, el mimado del favor ajeno, iba a retratarle a Helena.

¿Qué saldría de allí? ¿Encontraría también Helena, como sus compañeros de ellos, más simpático a Abel? Pensó negarse a la presentación, mas como ya se la había prometido...

II

—¿Qué tal te pareció mi prima? —le preguntaba Joaquín a Abel al día siguiente de habérsela presentado y propuesto a ella, a Helena, lo del retrato, que acogió alborozada de satisfacción.

—Hombre, ¿quieres la verdad?

—La verdad siempre, Abel; si nos dijéramos siempre la verdad, toda la verdad, esto sería el paraíso.

—Sí, y si se la dijera cada cual a sí mismo...

—¡Bueno, pues la verdad!

—La verdad es que tu prima y futura novia, acaso esposa, Helena, me parece una pava real... es decir, un pavo real hembra... Ya me entiendes...

—Sí, te entiendo.

—Como no sé expresarme bien más que con el pincel...

—Y vas a pintar la pava real, o el pavo real hembra, haciendo la rueda acaso, con su cola llena de ojos, su cabecita...

—¡Para modelo, excelente! ¡Excelente, chico! ¡Qué ojos! ¡Qué boca! Esa boca carnosa ya la vez fruncida..., esos ojos que no miran... ¡Qué cuello! ¡Y sobre todo qué color de tez! Si no te incomodas...

—¿Incomodarme yo?

—Te diré que tiene un color como de india brava, o mejor, de fiera indómita. Hay algo, en el mejor sentido, de pantera en ella. Y todo ello fríamente.

—¡Y tan fríamente!

—Nada, chico, que espero hacerte un retrato estupendo.

—¿A mí? ¿Será a ella?

—No, el retrato será para ti, aunque de ella.

—¡No, eso no, el retrato será para ella!

—Bien, para los dos. Quién sabe... Acaso con él os una.

—Vamos, sí, que de retratista pasas a...

—A lo que quieras, Joaquín, a celestino, con tal de que dejes de sufrir así. Me duele verte de esa manera.

Empezaron las sesiones de pintura, reuniéndose los tres. Helena se posaba en su asiento solemne y fría, henchida de desdén, como una diosa llevada por el destino. «¿Puedo hablar?», preguntó el primer día, y Abel le contestó: «Sí, puede usted hablar y moverse; para mí es mejor que hable y se mueva, porque así vive la fisonomía... Esto no es fotografía, y además no la quiero hecha estatua...» Y ella hablaba, hablaba, pero moviéndose poco y estudiando la postura. ¿Qué hablaba? Ellos no lo sabían. Porque uno y otro no hacían sino devorarla con los ojos; la veían, no la oían hablar.

Y ella hablaba, hablaba, por creer de buena educación no estarse callada, y hablaba zahiriendo a Joaquín cuanto podía.

—¿Qué tal vas de clientela, primito? —le preguntaba.

—¿Tanto te importa eso?

—¡Pues no ha de importarme, hombre, pues no ha de importarme...! Figurate...

—No, no me figuro.

—lnteresándote tú tanto como por mí te interesas, no cumplo con menos que con interesarme yo por ti. Y, además, quién sabe...

—¿Quién sabe, qué

—Bueno, dejen eso —interrumpió Abel—; no hacen sino regañar.

—Es lo natural —decía Helena— entre parientes... Y además, dicen que así se empieza.

—¿Se empieza, qué? —preguntó Joaquín.

—Eso tú lo sabrás, primo, que tú has empezado.

—¡Lo que vaya hacer es acabar!

—Hay varios modos de acabar, primo.

—Y varios de empezar.

—Sin duda. ¿Qué, me descompongo con este floreteo, Abel?

—No, no, todo lo contrario. Este floreteo, como le llama, le da más expresión a la mirada y al gesto. Pero...

A los dos días tuteábanse ya Abel y Helena; lo había querido así Joaquín, que al tercer día faltó a una sesión.

—A ver, a ver cómo va eso —dijo Helena levantándose para ir a ver el retrato.

—¿Qué te parece?

—Yo no entiendo, y además no soy quien mejor puede saber si se me parece o no.

—¿Qué? ¿No tienes espejo? ¿No te has mirado a él?

—Sí, pero...

—¿Pero qué...?

—Qué sé yo...

—¿No te encuentras bastante guapa en este espejo?

—No seas adulón.

—Bien, se lo preguntaremos a Joaquín.

—No me hables de él, por favor. ¡Qué pelma!

—Pues de él he de hablarte.

—Entonces me marcho...

—No, y oye. Está muy mal lo que estás haciendo con ese chico.

—¡Ah! ¿Pero ahora vienes a abogar por él? ¿Es esto del retrato un achaque?

—Mira, Helena, no está bien que estés así, jugando con tu primo. Él es algo, vamos, algo...

—¡Sí, insoportable!

—No, él es reconcentrado, altivo por dentro, terco, lleno de sí mismo, pero es bueno, honrado a carta cabal, inteligente, le espera un brillante porvenir en su carrera, te quiere con delirio...

—¿Y si a pesar de todo eso no le quiero yo?

—Pues debes entonces desengañarle.

—¡Y poco que le he desengañado! Estoy harta de decirle que me parece un buen chico, pero que por eso, porque me parece un buen chico, un excelente primo —y no quiero hacer un chiste—, por eso no le quiero para novio con lo que luego viene.

—Pues él dice...

—Si él te ha dicho otra cosa, no te ha dicho la verdad, Abel. ¿Es que voy a despedirle y prohibirle que me hable siendo como es mi primo? ¡Primo! jQué gracia!

—No te burles así.

—Si es que no puedo...

—Y él sospecha más, y es que se empeña en creer que puesto que no quieres quererle a él, estás en secreto enamorada de otro...

—¿Eso te ha dicho?

—Sí, eso me ha dicho.

Helena se mordió los labios, se ruborizó y calló un momento.

—Sí, eso me ha dicho —repitió Abel, descansando la diestra sobre el tiento que apoyaba en el lienzo, y mi— rando fijamente a Helena, como queriendo adivinar el sentido de algún rasgo de su cara.

—Pues si se empeña...

—¿Qué...?

—Que acabará por conseguir que me enamore de algún otro...

Aquella tarde no pintó ya más Abel. Y salieron novios.

III

El éxito del retrato de Helena por Abel fue clamoroso. Siempre había alguien contemplándolo frente al escaparate en que fue expuesto. «Ya tenemos un gran pintor más», decían. Y ella, Helena, procuraba pasar junto al lugar en que su retrato se exponía para oír los comentarios y paseábase por las calles de la ciudad como un inmortal retrato viviente, como una obra de arte haciendo la rueda. ¿No había acaso nacido para eso?

Joaquín apenas dormía.

—Está peor que nunca —le dijo a Abel—. Ahora es cuando juega conmigo. ¡Me va a matar!

—¡Naturalmente! Se siente ya belleza profesional... .

—¡Sí, la has inmortalizado! ¡Otra Joconda!

—Pero tú, como médico, puedes alargarle la vida...

—O acortársela.

—No te pongas así, trágico.

—¿Y qué voy a hacer, Abel, qué voy a hacer....?

—Tener paciencia...

—Además, me ha dicho cosas de donde he sacado que le has contado lo de que la creo enamorada de otro...

—Fue por hacer tu causa...

—Por hacer mi causa... Abel, Abel, tú estás de acuerdo con ella..., vosotros me engañáis...

—¿Engañarte? ¿En qué? ¿Te ha prometido algo?

—¿Y a ti?

—¿Es tu novia acaso?

—¿Y es ya la tuya?

Calló se Abel, mudándosele la color.

—¿Lo ves? —exclamó Joaquín, balbuciente y tembloroso—. ¿Lo ves?

—¿El qué?

—¿Y lo negarás ahora? ¿Tendrás cara para negármelo?

—Pues bien, Joaquín, somos amigos de antes de conocernos, casi hermanos...

—Y al hermano, puñalada trapera, ¿no es eso?

—No te sulfures así; ten paciencia...

—¿Paciencia? ¿Y qué es mi vida sino continua paciencia, continuo padecer?.. Tú el simpático, tú el festejado, tú el vencedor, tú el artista... Y yo...

Lágrimas que le reventaron en los ojos cortáronle la palabra.

—¿Y qué iba a hacer, Joaquín, qué querías que hiciese....?

—¡No haberla solicitado, pues que la quería yo...!

—Pero si ha sido ella, Joaquín, si ha sido ella...

—Claro, a ti, al artista, al afortunado, al favorito de la fortuna, a ti son ellas las que te solicitan. Ya la tienes pues...

—Me tiene ella, te digo.

—Sí, ya te tiene la pava real, la belleza profesional, la Joconda... Serás su pintor... La pintarás en todas posturas y en todas formas, a todas las luces, vestida y sin vestir....

—¡Joaquín!

—Y así la inmortalizarás. Vivirá tanto como tus cuadros vivan. Es decir; ¡vivirá, no! Porque Helena no vive; durará. Durará como el mármol, de que es. Porque es de piedra, fría y dura, fría y dura como tú. ¡Montón de carne... !

—No te sulfures, te he dicho.

—¡Pues no he de sulfurarme, hombre, pues no he de sulfurarme! ¡Esto es una infamia, una canallada!

Sintióse abatido y calló, como si le faltaran palabras para la violencia de su pasión.

—Pero ven acá, hombre —le dijo Abel con su voz más dulce, que era la más terrible— y reflexiona. ¿Iba yo a hacer que te quisiese si ella no quiere quererte? Para novio no le eres...

—Sí, no soy simpático a nadie; nací condenado.

—Te juro, Joaquín...

—¡No jures!

—Te juro que si en mí solo consistiese, Helena sería tu novia, y mañana tu mujer. Si pudiese cedértela...

—Me la venderías por un plato de lentejas, ¿no es eso?

—¡No, vendértela, no! Te la cedería gratis y gozaría en veros felices, pero...

—Sí, que ella no me quiere y te quiere a ti, ¿no es eso?

—¡Eso es!

—Que me rechaza a mí, que la buscaba, y te busca a ti, que la rechazabas.

—¡Eso! Aunque no lo creas; soy un seducido.

—¡Qué manera de darte postín! ¡Me das asco!

—¿Postín?

—Sí, ser así, seducido, es más que ser seductor. ¡Pobre víctima! Se pelean por ti las mujeres...

—No me saques de quicio, Joaquín...

—¿A ti? ¿Sacarte a ti de quicio? Te digo que esto es una canallada, una infamia, un crimen... ¡Hemos acabado para siempre!

Y luego, cambiando de tono, con lágrimas insondables en la voz:

—Ten compasión de mí, Abel, ten compasión. Ve que todos me miran de reojo, ve que todos son obstáculos para mí... Tu eres joven, afortunado, mimado; te sobran las mujeres... Dejame a Helena, mira que no sabré dirigirme a otra... Déjame a Helena...

—Pero si ya te la dejo...

—Haz que me oiga; haz que me conozca; haz que sepa que muero por ella, que sin ella no viviré...

—No la conoces...

—¡Sí, os conozco! Pero, por Dios, júrame que no has de casarte con ella...

—¿Y quién ha hablado de casamiento?

—¿Ah, entonces es por darme celos nada más? Si ella no es más que una coqueta... peor que una coqueta, una...

—¡Cállate! —rugió Abel y fue tal el rugido, que Joaquín se quedó callado, mirándole.

—Es imposible, Joaquín; ¡contigo no se puede! ¡Eres imposible!

Y Abel marchóse.

«Pasé una noche horrible —dejó escrito en su Confesión Joaquín— volviéndome a un lado y otro de la cama, mordiendo a ratos la almohada, levantándome a beber agua del jarro del lavabo. Tuve fiebre. A ratos me amodorraba en sueños acerbos. Pensaba matarles y urdía mentalmente, como si se tratase de un drama o de una novela que iba componiendo, los detalles de mi sangrienta venganza, y tramaba diálogos con ellos. Parecíame que Helena había querido afrentarme y nada más, que había enamorado a Abel por menosprecio a mí, pero que no podía, montón de carne al espejo, querer a nadie. Y la deseaba más que nunca y con más furia que nunca. En alguna de las interminables modorras de aquella noche me soñé poseyéndola y junto al cuerpo frío e inerte de Abel. Fue una tempestad de malos deseos, de cóleras, de apetitos sucios, de rabia. Con el día y el cansancio de tanto sufrir volvióme la reflexión, comprendí que no tenía derecho alguno a Helena, pero empecé a odiar a Abel con toda mi alma y a proponerme a la vez ocultar ese odio, abonarlo, criarlo, cuidarlo en lo recóndito de las entrañas de mi alma. ¿Odio? Aún no quería darle su nombre, ni quería reconocer que nací, predestinado, con su masa y con su semilla. Aquella noche nací al infierno de mi vida.»

IV

—Helena —le decía Abel—, ¡eso de Joaquín me quita el sueño...,

—¿El qué?

—Cuando le diga que vamos a casamos no sé lo que va a ser. Y eso que parece ya tranquilo y como si se resignase a nuestras relaciones...

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