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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

A tres metros sobre el cielo (35 page)

BOOK: A tres metros sobre el cielo
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Luego van llegando todos, paulatinamente. Tocando el claxon y reduciendo gas. Algunos suben a la acera con la moto, otros la aparcan enfrente de la puerta metálica cerrada del Euclide. Babi baja de la moto de Step, se tira el pelo hacia atrás con la mano. En ese momento llega a su lado Pallina.

—Genial, ¿no?

—¿El qué?

—Bueno, que nos hayamos escapado así, en medio de la noche, sin pagar. Yo no lo había hecho nunca. Vamos, es demasiado divertido. Y, además, son simpáticos, ¿no?

—No. Yo no me he divertido para nada.

—Venga, por una vez…

—No es sólo una vez, lo sabes de sobra. Para ellos es una costumbre. No lo entiendes, Pallina. Es como si robaras. Comiendo sin pagar, tú has robado.

—¡Pues sí que…! Un plato de pasta y una cerveza. ¡El robo del siglo!

—Pallina, cuando no quieres entender algo no hay nada que hacer, ¿eh?

Repentinamente, una mano le da dos golpes no precisamente ligeros sobre el hombro: es Maddalena. Mastica chicle y la mira sonriendo.

—Mira que tú aquí no puedes venir.

—¿Por qué?

—Porque yo no quiero.

—No me parece que este sitio sea tuyo, así que no puedes prohibírmelo.

Babi se vuelve hacia Pallina dando por zanjada la discusión. Trata de iniciar una conversación cualquiera. Pero esta vez un violento tirón le obliga a darse la vuelta.

—A lo mejor no me has entendido. Tienes que irte. —Maddalena da una palmada sobre el hombro de Babi—. ¿Lo entiendes?

Babi suspira.

—Pero ¿se puede saber qué es lo que quieres de mí? ¿Quién te conoce? ¿Quién eres?

Maddalena alza el tono. Enrojece.

—Soy una que te va a partir la cara. —Luego se acerca y le grita a un palmo de la cara—. ¿Lo has entendido?

Babi hace una mueca de desprecio. A su alrededor, alguno se ha vuelto para mirar lo que está pasando. Poco a poco, la gente deja de hablar y les hace corro. Todos saben lo qué está a punto de suceder. También Babi lo sabe. Intenta zafarse de ella. Maddalena está cerca, demasiado.

—Oye, déjalo ya. No me gustan los escándalos.

—Ah, no te gustan, ¿eh? Entonces es mejor que te quedes en casa…

Maddalena avanza amenazadora. Babi extiende las manos y se las pone sobre los hombros tratando de mantenerla a una cierta distancia.

—Oye, ya te he dicho que no quiero discutir…

—¿Qué haces? —Maddalena mira la mano de Babi sobre su hombro—. ¿Me pones las manos encima? ¡Aparta enseguida esa mano de ahí!

Y asesta un fuerte golpe en el brazo de Babi.

—Está bien, me voy. ¿Step?

Babi se da la vuelta para buscarlo. Pero en ese preciso momento siente arder el pómulo derecho. Algo le ha golpeado. Se da la vuelta. Maddalena está frente a ella. Tiene los puños en alto, cerrados y desafiantes, y sonríe. Ha sido ella la que le ha pegado. Babi se lleva la mano a la mejilla. El pómulo está ardiendo y le hace daño. Maddalena le da una patada en la tripa. Babi retrocede. Maddalena le alcanza de refilón pero le hace igualmente daño. Babi se da la vuelta para marcharse.

—¿Adónde crees que vas, gilipollas?

Una patada desde detrás le da de lleno en el culo, empujándola hacia delante. Babi logra mantener el equilibrio. Tiene los ojos anegados en lágrimas. Sigue andando lentamente. A su alrededor siente el jaleo, caras que se ríen, otras que la miran en silencio, alguno la señala.

Unas chicas la miran preocupadas. El ruido del tráfico lejano. Luego ve a Step. Delante de ella. Inesperadamente, oye correr a sus espaldas. Es Maddalena. Cierra los ojos y agacha levemente la cabeza. Le va a pegar de nuevo. Siente que le tiran del pelo desde detrás, que casi la arrastran. Gira sobre sí misma para no caerse. Acaba corriendo con la cabeza gacha, tirada por Maddalena, por aquella furia que no deja de chillar y le llena de puñetazos la cabeza, el cuello, la espalda. Parece que le vaya a arrancar el pelo y un dolor atroz le llega hasta el cerebro haciéndole enloquecer. Trata de desasirse. Pero cada tirón es un pinchazo agudo más, un dolor desgarrador. Entonces se pone a correr hacia ella como si la estuviera persiguiendo. Babi extiende las manos y agarra su cazadora, empujándola con todas sus fuerzas, cada vez más cerca, más rápido, sin ver adónde va, sin entender. Se produce un fuerte ruido de hierro, de metal que retumba. Se ve repentinamente liberada. Maddalena ha ido a parar contra unas motos, se ha caído al suelo, arrastrando al hacerlo una SH 50 y un viejo Free. Y ahora está ahí parada mientras una rueda sucia, con los rayos oxidados, sigue girando, y un pesado chasis y un manillar le impiden moverse. Babi siente que la rabia se apodera de ella, como una marea, como una enorme ola de odio. Siente su cara congestionada, su respiración entrecortada, el dolor en el pómulo, su cabeza dolorida y, en un visto y no visto, se abalanza sobre ella. Empieza a golpearla dando patadas como un animal, irreconocible. Maddalena prueba a levantarse. Babi se inclina sobre ella y le asesta puñetazos, dándole en todas partes, chillando, arañándola, tirándole del pelo, dibujando sobre su cuello largas líneas irregulares de sangre. Dos manos fuertes la levantan por detrás. Babi se encuentra de repente dando patadas al aire, forcejeando para poder desasirse y poder volver a pegar, morder, hacer daño. Al alejarse, una última patada precisa, aunque no del todo intencionada, da de lleno en otra moto. Una SH 50 cae lenta junto a Maddalena, ya exhausta.

—Oh, mi moto —protesta un inocente.

Mientras la arrastran fuera de allí, Babi mira a la multitud. Ya no se ríen. La observan en silencio. Le abren paso. Se echa hacia atrás abandonándose a la persona que se la lleva. Y una risa nerviosa sale de su interior en dirección al cielo. Recuerda a aquella maleducada que presidía la mesa. Sigue riéndose cada vez más fuerte, pero no oye salir nada más de su boca.

El viento fresco le acaricia la cara. Cierra los ojos. La cabeza le da vueltas. El corazón le late con fuerza. Su respiración es entrecortada y arranques violentos de rabia, aún sin aplacar, la sacuden de cuando en cuando. Algo bajo ella se detiene. Está sobre la moto. Step la ayuda a bajar.

—Ven aquí.

Están sobre el puente de la avenida de Francia. Sube las escaleras. Se acerca a la fuente. Step moja su bandana y se la pasa por la cara.

—¿Va mejor?

Babi asiente con la cabeza. Step se sienta sobre el muro que hay allí cerca, con las piernas colgando abiertas. La mira risueño.

—¿Quién eras tú? ¿La que odia a los matones? ¿A los violentos? ¡Menos mal! Mira que si no te llego a apartar, habrías acabado por matar a esa desgraciada.

Babi da un paso hacia él, luego se echa a llorar. Repentinamente, de manera convulsiva. Como si algo se hubiera roto, un dique, una barrera, liberando aquel torrente de lágrimas y sollozos. La mira, abriendo las manos, sin saber muy bien qué hacer. Luego abraza aquellos pequeños hombros temblorosos.

—Venga, no llores. No es culpa tuya. Ella te provocó.

—Yo no quería pegarle, no quería hacerle daño. En serio… No quería.

—Sí, lo sé.

Step le pone una mano bajo la barbilla. Recoge una diminuta lágrima salada, luego le levanta la cara. Babi abre los ojos, sorbiendo por la nariz, parpadeando, sonriendo y riéndose, aún nerviosa. Step se acerca lentamente a sus labios y la besa. Bajo la suya, su boca le parece más blanda de lo habitual, cálida y dócil, ligeramente salada. Ella se abandona buscando consuelo en aquel beso, dulcemente al principio, más y más fuerte después hasta que, desesperada, se esconde en su cuello. Y él siente entonces cómo se refugian en él sus mejillas mojadas, su piel fresca, sus pequeños sollozos.

—Ahora basta. —La aparta—. Venga, deja ya de llorar. —Step se sube al muro—. Si no dejas de llorar me tiro. En serio… —Da algunos pasos vacilantes sobre el borde de mármol. Abre los brazos tratando de mantener el equilibrio—. Entonces qué haces, paras o me tiro…

Muchos metros más abajo, el río tranquilo y oscuro, el agua teñida de negro por la noche, las orillas llenas de matorrales. Babi lo mira preocupada, sin dejar de sollozar.

—No hagas eso… por favor.

—¡Deja de llorar!

—No depende de mí…

—Entonces adiós…

Step da un salto y, gritando, se arroja al vacío. Babi corre hacia el borde del muro.

—¡Step!

No se ve nada, sólo el lento fluir del río arrastrado por su corriente.

—¡Buuu!

Step se asoma desde debajo del muro y la agarra al vuelo por la cazadora. Babi grita.

—Te lo habías creído, ¿eh?

La besa.

—Sólo me faltaba esto. Me ves así y me gastas incluso estas bromas.

—Lo he hecho adrede. Necesitabas un buen susto para olvidarlo todo.

—Eso es para el hipo.

—¿Y qué, acaso tú no tenías hipo? Venga, ven aquí.

La ayuda a saltar el muro. Están fuera del puente, sobre una pequeña cornisa. Bajo ellos, el río, un poco más allá, la Olimpica iluminada. Envueltos en la oscuridad y en el lento fluir de la corriente, se vuelven a besar. Apasionados, embargados de deseo. Él le levanta la camiseta y lleva las manos hasta sus senos, liberándolos. Luego se desabrocha la camisa y apoya su piel suave contra su pecho. Permanecen así, respirando su mutuo calor, escuchando sus corazones, sintiendo cómo el viento fresco de la noche acaricia la piel de ambos.

Más tarde, sentados sobre el borde del muro, contemplan el cielo y las estrellas. Babi está tumbada, ya serena, con la cabeza apoyada sobre las piernas de Step. Él le acaricia el pelo. En silencio. Babi ve una pintada.

—Tú no harías nunca algo así por mí.

Step mira en derredor. Un espray romántico ha salpicado una frase de amor: «Cervatilla, te amo.»

—Es verdad. Yo no sé escribir, lo dices tú.

—Bueno, podrías pedirle a alguien que lo hiciera por ti.

Babi echa hacia atrás la cabeza, sonriéndole al revés.

—Ja, ja… bueno, si yo lo hiciera, escribiría algo de ese tipo, me parece mucho más apropiado para ti.

Sobre una de las columnas que hay justo frente a ellos hay otra pintada: «Cathia tiene el segundo culo más bonito de Europa.» «segundo» ha sido añadido entre paréntesis. Step sonríe.

—Es una pintada mucho más sincera. Entre otras cosas, porque el tuyo es el primero. Babi baja rápidamente del muro y le da un pequeño puñetazo.

—¡Cerdo!

—¿Qué haces? ¿Me pegas también a mí? Por lo visto tienes ese vicio…

—No me gusta esa broma…

—Está bien, olvídala. —Step trata de abrazarla. Babi se escabulle—. ¿No me crees? Te lo prometo…

—Claro… ¡porque si no te pego!

Cuarenta y cuatro

—¿Alessandri?

—Presente.

—¿Bandini?

—Presente.

La Boi está pasando lista. Babi, sentada en su pupitre, controla preocupada su justificación. Ya no le parece tan perfecta. La Boi se salta un apellido. Una alumna que está en el aula y que tiene a gala su propia identidad se lo hace notar. La Boi se disculpa y después inicia de nuevo a pasar lista desde donde se ha equivocado. Babi se tranquiliza un poco. Con una maestra así es probable que su justificación pase inobservada. Cuando llega el momento, lleva el diario a la mesa junto a las otras dos alumnas que han faltado el día anterior. Se queda allí, de pie, con el corazón a mil por hora. Pero todo sale a pedir de boca.

Babi vuelve a su asiento y sigue el resto de la lección relajada. Le llega una nota. Pallina le sonríe desde su pupitre. La ha lanzado ella. Es un dibujo. Una muchacha tirada en el suelo y otra en pose de boxear. Arriba del dibujo, un gran título: «Babi III». Es la parodia de Rocky. Arriba está también el nombre de Maddalena con la palabra hortera entre paréntesis. Junto a la otra muchacha, en cambio, figura una frase: «Babi, sus puños son de granito, sus músculos de acero. Cuando llega ella toda la plaza Euclide tiembla y las horteras, finalmente, ponen pies en polvorosa.» Babi no puede por menos que echarse a reír.

Justo en ese momento suena el timbre. La Boi, después de haber recogido sus cosas con cierta dificultad, sale de la clase. La Giacci entra en ella antes de que a sus alumnas les dé tiempo a salir. Todas vuelven silenciosas a sus asientos. La profesora se dirige a su mesa. Babi tiene la sensación de que la Giacci, al entrar, mira a su alrededor como si estuviera buscando algo. Luego, al verla a ella, parece aliviada y esboza una sonrisa. Mientras se sienta, Babi piensa que se trata sólo de una sensación. Tiene que dejar de pensar en ello, se está obsesionando. En el fondo, la Giacci no tiene nada contra ella.

—¡Gervasi! —Babi se levanta. La Giacci la mira risueña—. Venga, venga, Gervasi. —Babi abandona su pupitre. Por lo visto era algo más que una mera sensación. En historia ya le han preguntado. La Giacci tiene algo contra ella—. Traiga también su cuaderno.

Al oír esa frase, el corazón le da un vuelco. Cree que se va a desmayar. La clase parece empezar a dar vueltas a su alrededor. Mira a Pallina. También ella ha palidecido. Babi, con el cuaderno en las manos, terriblemente pesado, insostenible casi, se acerca a la mesa. ¿Por qué quiere su libreta? Su mala conciencia parece no tener nada que sugerirle. De repente se enciende una pequeña luz. Puede que sólo quiera volver a controlar la nota firmada. Se aferra a esa esperanza, a esa improbable ilusión. Pone el cuaderno sobre la mesa.

La Giacci lo abre, sin quitarle ojo.

—Ayer no vino al colegio, ¿verdad?

Aquel pequeño hilo de esperanza se desvanece también.

—¿Puedo saber por qué?

—No me encontraba bien.

En ese momento se encuentra fatal. La Giacci se aproxima peligrosamente a la página de las justificaciones. Encuentra la última, la culpable.

—Imagino que ésta es la firma de su madre, ¿verdad?

La profesora le pone el cuaderno bajo los ojos. Babi mira su intento de imitación. Repentinamente, le parece terriblemente falso, increíblemente tembloroso, manifiestamente artificial. Un «sí» sale de sus labios, tan débil que apenas se puede oír.

—Qué extraño. Acabo de hablar con su madre por teléfono y no estaba al corriente de su ausencia. Menos aún de haber firmado algo. En estos momentos, viene hacia aquí. No parecía muy contenta. Usted ha acabado con este colegio, Gervasi. Será expulsada. Una firma falsa, en caso de ser denunciada a quien corresponde como tengo la intención de hacer, supone la expulsión definitiva. Qué lástima, Gervasi, podría haber sacado una buena nota en la selectividad. Tendrá que esperar al año que viene. Tenga.

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