A por todas (13 page)

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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

BOOK: A por todas
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—¿Qué pasa?

Carmen miró los ojos de su marido. Esa mirada tierna, noble. No quería ensombrecerla ni entristecerla pero le parecía aún más triste seguir mintiéndole y fingiendo que todo estaba bien, que eran el matrimonio perfecto y modélico que siempre habían pretendido ser.

—Roberto —dijo casi en un susurro—. Creo que… —tragó saliva—. Creo que ya no estoy enamorada de ti.

Su primera reacción fue abrir más los ojos. Un ligero escalofrío de pánico pareció sacudirle. Él también tragó saliva antes de preguntar.

—¿Hay otro hombre?

Carmen casi puso los ojos en blanco ante la cuestión. Claro que él aún no podía saber lo absurda que le resultaba a ella esa pregunta.

—¡Por Dios, Roberto, claro que no! No creo que pudiese estar con otro hombre…

Aunque la frase, en principio, no parecía en absoluto reveladora de nada, a Roberto le debió encajar algo en su cabeza. En una milésima de segundo se le agolparon en la mente cientos de imágenes, situaciones, miradas, frases pronunciadas por su mujer. Cientos de cosas que se quedaron enganchadas en el subconsciente porque en su momento no creyó necesario prestarles atención. «No creo que pudiera estar con otro hombre» fueron las palabras que le faltaban para descifrar años de contraseñas.

—¿Hay una mujer, entonces? —preguntó casi afirmando luego de tomar aire. Era una conclusión lógica para él. Si no había otro hombre, tenía, por fuerza, que haber una mujer. Tenía que haber alguien detrás de todo.

Carmen sintió cómo le temblaba todo el cuerpo. Por un momento sintió miedo, un miedo que la paralizó.

—No, no hay otra mujer —respondió con gravedad. Pero no añadió nada después. No le dijo: «¿Pero qué tonterías dices? ¿Cómo va a haber una mujer? A mí no me gustan las mujeres». No dijo nada, con lo que le estaba dejando claro que «otra mujer» era tan válido como «otro hombre». Una posibilidad más a tener en cuenta.

—Pero podría haberla, ¿verdad? —le dijo con un extraño brillo en los ojos, Carmen casi juraría que estaba a punto de llorar.

No tenía sentido mentir. Él lo sabía. Ella sabía que él lo sabía. Los dos sabían finalmente qué era lo que estaba ocurriendo.

—Sí, Roberto, podría haberla. Ahora no la hay pero podría haberla algún día.

Roberto agachó la cabeza y apartó la mirada de ella por primera vez en toda la conversación. Lentamente fue apartando las sábanas y mantas que cubrían su cuerpo y se levantó de la cama.

—Está bien, no necesito saber más ahora —dijo apretando los dientes—. Me voy a dormir al otro cuarto. Mañana ya hablaremos con más calma.

Carmen no dijo nada. Roberto salió del dormitorio. Lo escuchó entrar en la habitación de invitados. La estrecha cama que allí había crujió levemente bajo su peso. Luego reinó el silencio. Cualquiera podría pensar que aquella noche ninguno de los dos pudo pegar ojo. Pero Carmen sí lo hizo. A los pocos minutos se quedó profundamente dormida. Y durmió a pierna suelta el resto de la noche hasta que al amanecer el llanto de su hijo la despertó para que pudiese dar comienzo su nueva vida.

Que Roberto se tomó bien la noticia sería mentir pero tampoco hizo de ella el drama que Carmen hubiera esperado. Hubo conversaciones, claro. Y discusiones, algunas incluso acaloradas. Pero Roberto tampoco podía engañarse a sí mismo y negar la evidencia de que él tampoco estaba enamorado ya de Carmen, aunque, a diferencia de esta, sí lo estuvo en otro momento.

La separación fue tranquila. Todo a medias y la custodia compartida, aunque resolvieron que Robertito se quedase con su madre. Vendieron el piso y cada uno comenzó a reconstruir su vida.

Y así fue como Carmen acabó visitando el colectivo. Tenía su piso, su vida, su trabajo y su hijo, y con todo eso en su sitio lo que le pedía el cuerpo era conocer a otras mujeres con las que entablar relación. No buscaba otro «matrimonio», sólo conocer gente y vivir acorde con lo que sentía.

Y ahí es donde aparezco yo.

Al poco de dejarse caer por el grupo, tras muchos coqueteos e insinuaciones, acabamos enrollándonos en uno de los bares de la Plaza de Chueca un par de semanas antes de Nochebuena.

—Bueno, chicas —anuncio de repente tras mirar la hora en mi reloj—. Nosotras nos vamos.

—¿Mañana curras? —me pregunta Alicia.

—No, hago puente. Pero tengo que ser una niña buena para que los Reyes Magos me traigan cositas —le digo con una sonrisita mientras me pongo en pie y cojo mi abrigo. Veo que Carmen me imita.

—Pues nada, nada —nos dice Sandra—. Sed buenas. Ya sabéis, nada de sexo después de medianoche, que si no os van a traer mucho carbón.

—Entonces a ti te traerán dos o tres toneladas —le espeto riendo—. Venga, ya nos vemos.

Acabamos de despedirnos y salimos del local. Nos quedamos un momento paradas en la acera mientras Carmen se coloca la bufanda en torno al cuello.

—Te quedas a dormir en mi casa, ¿no? —me pregunta.

—Claro —respondo yo sugerente acercándome a besarla.

—Pues venga, vamos a buscar al niño para llegar cuanto antes —dice resuelta acercándose al borde de la acera para parar un taxi.

Tardo un momento en reaccionar. ¡Coño! Me había olvidado por completo del crío. Ya se lo podía quedar el papá hasta que pase Reyes. Robertito es una monada, bien es cierto, pero en mis planes para esta noche sólo entraba la monada que lo trajo al mundo.

Carmen me llama desde la puerta de un taxi parado frente a nosotras. El conductor me mira con desdén. Le debe faltar el canto de un céntimo para gritarme que mueva el culo hasta el coche.

—Venga, Ruth —me apremia Carmen.

Nos metemos en el auto. Carmen le da al taxista una dirección del barrio de La Elipa, donde vive ahora Roberto. Mientras avanzamos entre el tráfico de una tarde de domingo, me voy convenciendo a mí misma de que no será demasiado grave tener al niño con nosotras esta noche. Al fin y al cabo, a esas edades duermen como lirones, ¿no? Pues eso, un bañito, la cena y a dormir como un angelito. Así mamá y su amiguita Ruth podrán hacer cosas de niñas mayores.

Llegamos a casa de Roberto. Un poco extrañada, veo cómo Carmen paga la carrera y me insta para que me baje del coche.

—¿Para qué has pagado? Te podía haber esperado mientras tú subes a por el niño. Luego nos va a costar un montón encontrar otro.

—Es que quiero que conozcas a Roberto —me dice encaminándose ya al portal.

—¿Qué? —pregunto casi al borde del alarido.

Carmen se detiene hasta que me pongo a su altura.

—Le he hablado de ti. Y dice que tiene muchas ganas de conocerte —me explica.

Mi estómago acusa enseguida la sensación de vértigo. Que ese tío quiera conocer a la tía que se tira a su ex mujer no me parece ni medianamente lógico, por muy buena relación que mantengan.

—¿Y qué le has contado tú de mí? —pregunto sin poder ocultar una incipiente expresión de pánico.

—No mucho, tranquila. Que nos conocimos en el colectivo y poco más —dice pulsando un botón en el tablero del portero automático.

Un ruido sordo nos indica que podemos abrir la puerta. Yo, por mi parte, no puedo ni abrir la boca mientras esperamos el ascensor. ¡Joder, que no llevamos ni tres semanas viéndonos! Mis padres estuvieron cuatro años pensando que Olga era mi simpática compañera de piso y Carmen me quiere presentar al padre de su hijo cuando nos acabamos de conocer, como quien dice. ¿Es que acaso espera recibir la bendición por su nueva vida bollo?

El ascensor se detiene en la quinta planta. Al salir de él veo que la puerta de un piso está abierta. A través de ella sale un enjambre de voces irreconocibles en un primer momento, una barahúnda de televisión, niño chillando y adultos tratando de poner orden.

—¡Ya está aquí mamá, Robertito! —dice una voz femenina.

Al entrar en la casa tras Carmen una bofetada de calor, provocada por una calefacción demasiado alta, me recibe. En el salón nos encontramos con Robertito, que camina torpemente en pos de su madre, un hombre y una mujer a la que automáticamente supongo la novia de Roberto.

—Hola, Roberto —dice Carmen dando un casto y fraternal beso en la mejilla a su ex marido—. Hola, Maribel —añade con una amplia sonrisa acercándose a darle dos besos a la mujer.

A pesar del saludo de Carmen, las miradas de ambos se clavan indefectiblemente en mí.

—Tú debes de ser Ruth —me dice Roberto alcanzando mi posición en dos zancadas, cogiéndome por los hombros y plantándome dos (¿afectuosos, quizá?) besos en las mejillas—. Ya tenía yo ganas de conocerte. Mira —me dice señalándome a la mujer—, esta es Maribel, mi novia.

Me acerco para darle también a ella dos besos. Luego regreso a mi posición y observo la escena. Los tres se ponen a hablar del niño, lo que ha hecho y lo que no ha hecho, precauciones a tomar y toda clase de frases hechas para la ocasión. Me fijo en Roberto durante unos instantes. Es un tipo alto y atlético, fibroso. Y bastante guapo también. Se le ve tranquilo y natural ante la situación. A su novia también. Habla con Carmen como si fueran viejas amigas. No tengo mucha experiencia en este tipo de situaciones pero me resulta inaudita tanta normalidad. Hubiera esperado alguna mirada aviesa, quizá alguna indirecta y que nos despacharan rápidamente. Pero no. Bueno, la verdad es que también es preferible que sea así y no de la otra manera.

Carmen me tiende un bolso enorme de color azul pastel con montones de amorosos ositos estampados en la tela.

—Ten, sujétame esto un momento —me dice cogiendo ella misma dos bolsas más, igualmente enormes, y al propio niño en brazos.

Sujeto la bolsa como una autómata y espero por si hay alguna orden más que ejecutar.

—Bueno, nosotras nos vamos ya —anuncia Carmen—. Que no le quiero acostar muy tarde. El día de Reyes nos vemos en casa de mis padres, ¿vale? —le dice a Roberto dándole un nuevo beso en la mejilla.

Luego Roberto se vuelve a dirigir a mí.

—Bueno, Ruth —más besos—. Encantado de conocerte. Supongo que ya nos veremos otro día con más calma.

—Sí, claro —contesto yo con una bonita sonrisa de circunstancias—. Cuando queráis.

—Podríais veniros una noche las dos a cenar aquí —salta la tal Maribel.

Yo ya tengo los ovarios a la altura de la faringe.

—¡Oh, sí! Bueno, ya veremos. Yo suelo salir bastante tarde de currar muchos días —le digo intentando escapar como sea de cualquier tipo de compromiso.

—Ah, bueno, vale, tú tranquila. Estás en publicidad, ¿verdad? Ya nos ha contado Carmen que trabajas mucho.

Miro a Carmen que luce una sonrisa de orgullo que no asomó ni en la cara de mi padre el día que acabé la carrera.

—Yo soy agente de seguros —salta de nuevo la tal Maribel. Yo la miro con cara de preguntarle: ¿Y qué coño tendrá eso que ver con la publicidad salvo que las dos vendemos promesas que nunca cumplimos? Pero creo que no lo nota.

Cuando salgo, lo hago con la sensación de haber permanecido dentro del piso cinco horas en lugar de cinco escasos minutos.

—Joder, cielo, podías haberme avisado antes, por lo menos —es lo único que le digo mientras bajamos en el ascensor.

Pero luego en casa no todo es tan sencillo como niño-bañera, niño-cena y niño-cama a dormir y callar para que Ruth y su mami puedan jugar. No, qué va. La mamá entra en casa apurada seguida de su chica. El niño se ha cagado en el trayecto en taxi y despide una peste que ni la mofeta de los Looney Toones. La chica de mamá suelta una de las bolsas, se quita el abrigo y luego sujeta al niño por los sobacos, manteniéndolo a una prudente distancia de seguridad, mientras la mamá se quita el abrigo también y se remanga el jersey para ponerse manos a la obra. Se va hacia el baño, mete una bañerita azul dentro de la bañera y comienza a llenarla de agua. Coge al niño de las manos de su chica justo cuando a esta ya se le estaban cargando los brazos de sostenerlo. Le quita la ropa y la chica, previendo el espectáculo, se vuelve hacia el salón porque no tiene estómago suficiente para ver defecaciones infantiles. Pero tiene que volver porque la mamá le pide que compruebe si el agua está caliente. La chica mete la mano en la bañera y está diciendo que el agua está bien justo cuando la mamá entra en el baño y la ve. «Con la mano, no, tonta. Tienes que meter el codo.» La hace a un lado y lo comprueba ella misma. Mete al niño dentro de la bañera y comienza a lavarle. La chica se va al salón a encenderse un cigarrillo. Vuelve al baño y observa desde el quicio de la puerta los avances de la madre sobre el cuerpo del niño, cómo este chapotea en el agua salpicando todo, cómo la mamá, casi empapada, juega con el niño y con el montón de juguetitos que flotan alrededor de él entre la espuma. «No fumes delante del niño, por favor, Ruth», le dice la mamá descubriendo por el rabillo del ojo el cigarrillo humeante que sostiene entre sus dedos. Avergonzada, se va a la cocina a disfrutar de su adicción. Allí descubre unos folletos de comida rápida y los estudia detenidamente al tiempo que termina su dosis de nicotina y alquitrán. Vuelve al salón, coge su móvil —no hay llamadas perdidas ni mensajes— y pide una pizza. Cuando lo hace ve que la mamá sale del baño con el niño en brazos envuelto en una inmensa toalla y se lo lleva al dormitorio. La chica se levanta del sofá y encamina sus pasos hacia allí. «He pedido una pizza», le informa. «Ah, vale, bien», le contesta la mamá sin mirarla. La chica observa cómo el niño es embadurnado de crema y espolvoreado con talco a partes iguales. La mamá le pone un pañal limpio y lo enfunda en un pijama de una sola pieza. Luego le peina el fino cabello de su cabeza con un cepillo de cerdas suaves. El niño mira a la chica metiéndose los dedos en la boca. Las pestañas largas enmarcando unos ojos acuosos, brillantes tras el baño.

«Anda, cielo, quédate con él mientras le preparo la cena», le dice la madre depositando al bebé en los brazos de la chica que, esta vez sí, lo sostiene contra su pecho. Se sienta con él en el sofá del salón. Desde allí oye trajinar a la mamá en la cocina. Le hace algunas monerías al niño que responde con una risa gutural primero y estallando en llanto después. «Ya voy, mi niño. Ya va mamá con la cena.» El niño sigue llorando cuando la mamá regresa al salón. Lo coge del regazo de la chica, lo sienta en una sillita alta y se pone a darle cucharaditas de papilla. Un cuarto de papilla cae en chorretones por la cara del niño hasta llegar al babero, otro cuarto acaba en la cara y la ropa de la mamá. La mitad de otro cuarto se desparrama por la bandeja de la sillita. Incluso algunos grumos de papilla alcanzan a la chica —sentada a más de dos metros de distancia—, lo que la lleva a pensar cuánto habrá acabado en el estómago del crío y si tal cantidad será suficiente para alimentarlo.

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