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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

'48 (24 page)

BOOK: '48
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—Está bien —dijo con frialdad—. He intentado comportarme de forma civilizada y seguiré haciéndolo. Tú puedes hacer lo que quieras, pero te advierto que la próxima vez que intentes algo contra mí me defenderé.

—Por favor, Wilhelm —rogó Muriel sin poder disimular su ansiedad—. Esto no es necesario.

—Eso es exactamente lo que intentaba decirle a Hoke —repuso Stern sin apartar los ojos de mí—. Yo estoy dispuesto a comportarme como un caballero. Él tendrá que decidir por sí mismo, pero ha rechazado la mano que le he tendido. Si hay problemas, nadie podrá decir que he sido yo quien los ha causado.

Potter volvió con dos vasos de whisky y me ofreció uno de ellos.

—Salud —dijo alegremente, como si no fuera consciente del enfrentamiento que acababa de tener lugar entre el alemán y yo.

—Gracias —respondí yo. Después cogí el vaso y lo incliné entre mis labios sin apartar los ojos de Stern. Hasta que oí una voz en el otro extremo del comedor.

—La cena casi está lista —anunció Cissie desde la puerta del salón Princesa Aída mientras se limpiaba las manos con un trapo de cocina—. Y, ahora, creo que me merezco un gin-tonic. —Tiró el trapo encima de algo que tenía detrás y se acercó a nosotros.

—Desde luego, te lo has ganado —afirmó Muriel. Después fue a prepararle la bebida a su amiga, supongo que encantada de escapar de la tensión que seguía latente entre Stern y yo—. Creo que yo también me tomaré uno.

El humo que llegaba desde el salón de al lado se mezclaba con el olor a cera, pero eso no nos aguó ni mucho menos la fiesta. Empezamos con una sopa de avena y seguimos con un asado de ternera cocinado con guisantes y judías de lata, y patatas y zanahorias de mi huerto. Sin duda, fue una de las mejores cenas, no, la mejor cena que había degustado en los últimos tres años. Cuando por fin nos acabamos el pudín, estábamos llenos hasta reventar.

Yo estaba sentado a la cabecera de la mesa por la sencilla razón de que ésa era la silla donde había dejado mi cazadora al llegar. A mi derecha se encontraba Cissie, que llevaba un vestido largo de color café que le quedaba un poco estrecho. Muriel se hallaba sentada a mi izquierda, aunque no hablé mucho con ella durante la cena. Parecía tensa, supongo que temerosa de que Stern y yo pudiéramos volver a enfrascarnos en una pelea. El alemán estaba sentado a su lado y Potter al lado de Cissie.
Cagney,
por su parte, se había tumbado a mis pies y dormía, con el estómago lleno y encantado con sus nuevos amigos, aunque, eso sí, le gruñía al alemán en señal de advertencia cada vez que se acercaba demasiado a él. En el otro extremo de la mesa, había una extraña criatura negra, casi exótica, sentada inmóvil y en silencio con una servilleta rosa alrededor del cuello. Muriel había hecho las presentaciones cuando nos sentamos a la mesa.

—Éste es
Kaspar
—había dicho—. Está aquí esta noche siguiendo una vieja tradición. Este salón era frecuentado por los miembros de un eminente club del que formaban parte caballeros de gran prestigio. Winston Churchill era uno de ellos. Los políticos solían cenar aquí con industriales y otros hombres influyentes cuando se reunía el parlamento. Como veis, hay sillas para que se sienten catorce personas en esta mesa. Cuando la mesa no estaba completa, si los asistentes sumaban trece, el número de la mala suerte, traían al gato
Kaspar,
le ataban una servilleta al cuello y le servían todos los platos.

Había algo que no me acababa de gustar sobre ese animal negro de más de un metro de altura. A lo mejor era la postura inclinada de la cabeza, o sus orejas puntiagudas o su cola sinuosa, como la de una serpiente, que giraba sobre sí misma hasta dibujar un círculo prácticamente completo, o su espalda arqueada, llena de unos garabatos que parecían algún tipo de escritura esotérica. No sé exactamente por qué, pero a medida que fue transcurriendo la velada, me di cuenta de que lo que me intranquilizaba era simplemente su presencia; había algo siniestro en esa criatura, como si fuera un presagio oscuro en vez de un amuleto de buena suerte. Ahora, mientras disfrutábamos del café, del brandy y de unos puros excelentes que Potter había encontrado en algún lugar del hotel con el precinto de la caja todavía intacto, la conversación volvió a girar en torno a
Raspar
.

—Cuando vi la figura sobre una repisa pensé que le daría un toque de distinción a la reunión —explicó Cissie, que también estaba bebiendo brandy. Después empezó a reírse y se tapó la boca con la mano, como si fuera una colegiala—. ¿Creéis que nos traerá suerte?

Yo preferí no decir nada. Fue Stern quien habló.

—Nunca he estado seguro de si un gato negro significa buena o mala suerte para los ingleses. En este caso creo entender que trae buena suerte, ¿no?

—Yo siempre he dicho que, si se cruza un gato negro en el camino de alguien, le traerá mala suerte —intervino Potter.

—Eso no es verdad —protestó Cissie—. Mi abuela siempre decía que un gato negro trae buena suerte.

—¿Pero eso no era en las bodas? —añadió Muriel.

—¡No! —gritaron Cissie y Potter al mismo tiempo.

—De todas formas, sólo somos cinco en esta mesa —dije yo mientras jugaba con el puro, haciendo dibujos con la columna de humo azul que ascendía hacia el techo.

—Qué observador eres.

Yo me encogí de hombros ante el sarcasmo de Cissie.

—En nuestro caso, lo del número no tiene importancia —afirmó Muriel mirando a su amiga—. Desde luego, estamos muy lejos del número fatídico. ¿Sobre qué creéis que hablarían en esas reuniones? Supongo que, con tantas personas importantes, como embajadores, políticos, dueños de periódicos y todos esos financieros, se debieron de tomar muchas decisiones importantes en esta mesa. Y, por cierto, ¿sabíais que no le estaba permitida la entrada a ningún miembro de la Iglesia? Ni siquiera…

—¿Qué importa ya todo eso? —Resultaba extraño que Potter interrumpiese a Muriel, pues a lo largo de la velada había dejado bien claro el respeto, casi rayano en la admiración, que le merecía el origen aristocrático de Muriel.

Pero, por lo visto, el whisky, el vino y el brandy habían podido más que la diferencia de clases. Algo de lo que yo, por otra parte, me alegraba—. Da igual lo poderosos que fueran o el dinero que tuvieran. Eso no los protegió de la Muerte Sanguínea. Y ahora los que estamos aquí somos nosotros. A nosotros no nos afectó la enfermedad. Todo su poder y su dinero no pudieron salvar ni a Neville Chamberlain ni a Jessie Matthews, ni a Ivor Novello ni a Herbert Morrison, ni al maldito Martin Bormann; perdonen mi vocabulario, señoritas. No se salvó ni Groucho Marx. ¿Es que no lo ven? —Levantó la mano y nos fue señalando uno a uno—. Lo único que importa es la sangre. Nosotros sobrevivimos por nuestra sangre. Nosotros somos especiales. Todos los demás… Todos los demás… —Parecía haberse olvidado de lo que iba a decir—. Pues eso, están muertos, acabados.

—Si piensa así, ¿por qué sigue patrullando las calles? —preguntó el alemán, que estaba inclinado hacia adelante, con un puro entre los dedos—. Si todos los demás están muertos, ¿por qué sigue haciendo su trabajo?

La pregunta no pareció agradar a Potter.

—¿Acaso tengo que dejar de cumplir con mi deber sólo porque las cosas hayan cambiado, por no tener órdenes que obedecer, mientras la Luftwaffe sigue dejando caer bombas sobre Londres? Ustedes, los alemanes, nunca comprendieron a los ingleses.

—Y ustedes, los ingleses, nunca comprendieron que no queríamos luchar contra Inglaterra. El Führer tenía una gran… afinidad con muchos ingleses —dijo, después de buscar la palabra apropiada.

—De muchos nada. —Cissie parecía estar a punto de tirarle el vino a la cara—. Es verdad que tenía una gran afinidad con cierto tipo de ingleses, con algunos miembros de nuestra clase gobernante, que pensaban que Adolf Hitler era un tipo simpático.

—Eso no es del todo correcto —contestó Stern con la misma suavidad con la que lo hubiera hecho Conrad Veidt—. Sin ir más lejos, muchos ciudadanos comunes de Inglaterra entendían la necesidad de enfrentarse al problema judío. Y creo que todas las clases sociales aceptaban nuestro derecho a asumir un papel protagonista en el gobierno de Europa.

—Eso sólo lo pensaban los fascistas.

—Por favor, no tiene sentido que discutamos entre nosotros. —A Muriel evidentemente no le gustaba la dirección que estaba tomando la conversación.

El alemán se plegó inmediatamente a los deseos de Muriel.

—No era mi intención causar desavenencias entre nosotros, pero tenéis que entender que yo también amaba a mi país y que he sufrido tanto con la guerra como cualquiera de vosotros.

Yo dejé la copa vacía sobre la mesa, tiré lo que quedaba del puro dentro de la copa y apoyé las manos sobre la mesa, con los puños cerrados.

—Claro que te comprendemos, «Viljelm». Te comportaste como un buen alemán, ¿verdad? Claro, como un buen nazi.

Stern me miró con desconfianza.

—Todos los alemanes no son… no eran nazis.

—Hoke —me advirtió Muriel.

—Es verdad —dije yo y me incliné hacia adelante—. Y tú personalmente no tuviste la oportunidad de luchar contra nosotros, ¿verdad? Como derribaron tu avión justo al principio de la guerra, no tenemos derecho a odiarte, ¿verdad? No tuviste tiempo para hacernos daño.

Stern me miró sin decir nada.

—Sí, claro. Te capturaron en abril de 1940, así que no tenemos por qué guardarte rencor. Claro, casi no participaste en la guerra.

Noté cómo
Cagney
se movía debajo de la mesa y pensé que debía de haber notado cómo aumentaba la tensión en el salón.

—Pero nos has mentido, «Viljelm». No querías que pensáramos mal de ti. Al menos no mientras siguieras necesitándonos. No mientras pudieras seguir utilizando a las chicas.

El poco color que ya de por sí tenía Muriel le desapareció de la cara; empezaba a darse cuenta de que la fiesta no iba a salir como ella había planeado.

—¿Qué estás insinuando, Hoke? —Stern también había dejado su copa de brandy sobre la mesa, aunque el puro seguía entre sus dedos. ¿Sería una mueca de desprecio lo que había en sus labios? ¿Sería odio lo que reflejaban sus ojos?

Sin levantar las manos de la mesa, apoyé la espalda contra la silla. Mi sonrisa estaba llena de tensión.

—Lo que estoy insinuando es que eres un hijo de puta mentiroso —le aclaré con aparente tranquilidad.

—¡Ya está bien! —Muriel se había levantado—. Ya es hora de que te empieces a comportar como un adulto, Hoke. Tu resentimiento contra Wilhelm no tiene ninguna razón de ser. Recuerda que te salvamos la vida el otro día. Y tú nos lo agradeces tratándonos con resentimiento. Nos tratas como si fuéramos una carga, un estorbo del que te encantaría deshacerte lo antes posible. ¿De verdad crees que…?

—Deja que diga lo que tenga que decir, Mu —la interrumpió Cissie reprimiendo la ira que sin duda sentía. Debajo de la mesa, se oyó un gruñido grave y prolongado.

La sonrisa de Stern era igual de fría y tensa que la mía.

—¿Por qué me provocas, Hoke? ¿Porque eres un hombre intolerante que no puede aceptar la idea de que, después de todo, Alemania no perdiera la guerra? ¿Porque, cuando parecía que estaba derrotado, el Tercer Reich consiguió la victoria con un arma tan brillantemente letal que ha alterado el destino del mundo? ¿Es porque no puedes aceptar que las tornas cambiasen?, ¿porque no puedes aceptar que los norteamericanos, con su complejo arsenal y su gran número de efectivos, y los británicos que, admitámoslo, no eran más que una potencia agotada bailando al son que tocaban sus amos yanquis, fueran derrotados en el último momento por un ejército al que ellos creían haber vencido? ¿Es por eso por lo que me odias? ¿Es por eso por lo que me llamas mentiroso? ¿Acaso no es esto lo que esperabas que dijera, Hoke? ¿No es éste el tipo de lenguaje fascista que querías oír de mí? ¿Acaso no es ésta tu idea de cómo piensa y habla un alemán?

Muriel y Cissie miraban boquiabiertas a Wilhelm Stern, sin poder creer lo que estaban oyendo. Potter, con los ojos rojos y los párpados caídos, abrió la boca un momento, pero no consiguió decir nada.

Mi sonrisa había desaparecido.

—No —contesté por fin—, no es por eso por lo que te llamo mentiroso. Es por algo que dijiste cuando estábamos en el túnel del tranvía. Dijiste que habías Visto perros hambrientos como ésos merodeando por las ruinas de las calles bombardeadas de Berlín.

Cuando Stern se dio cuenta de su error, de su estúpido error, le cambió la expresión de la cara.

—Te llamo mentiroso porque la RAF no empezó a bombardear Berlín hasta agosto de 1940, cuatro meses después de que te capturaran, según la mentira que nos contaste la otra noche —continué diciendo.

Volví a inclinarme sobre la mesa. Sentía una furia intensa, una ira tan falta de piedad como los claros ojos del alemán.

—¿Qué misión te trajo realmente a Inglaterra, «Viljelm»? Debía de ser algo bastante sucio si has tenido que mentirnos. Sí, había muchos como tú en Inglaterra. Pretendían ser polacos, holandeses, checos o belgas que buscaban asilo político entre nosotros, pero realmente eran espías y saboteadores. ¿Cuál de las dos cosas eras tú, «Viljelm»? ¿Tenías que sabotear alguna fábrica de municiones? A lo mejor fue así como te hiciste esas cicatrices en el cuello, mientras detonabas la carga de explosivos. Dinos, «Viljelm», ¿eras un saboteador o un espía?

No sé de dónde la sacó, pero, de repente, Stern me estaba apuntando con una pistola. Había dejado una mano, la que sostenía el puro, deliberadamente a la vista sobre la mesa para coger el arma con la otra mientras yo hablaba. Yo no le había devuelto la pequeña pistola con la que había apuntado a
Cagney,
así que debía de haber cogido ésta durante su excursión de ese mismo día. Podía haberla encontrado en una comisaría de policía, o entre la ropa de algún cadáver, o incluso allí, en el hotel; no era difícil encontrar un arma.
Cagney
se levantó debajo de la mesa, y todos pudimos oír su gruñido.

—No pretendo luchar contigo, Hoke —me informó el alemán—. La pistola es sólo para protegerme, pero tampoco voy a quedarme cruzado de brazos si tú me atacas.

Más actividad debajo de la mesa. Era
Cagney,
abriéndose camino entre las piernas y las sillas. De repente, apareció al lado de Stern, mostrando las fauces con un profundo gruñido que parecía salir de lo más hondo de su garganta. Pero no estaba mirando al alemán, sino hacia la puerta que había al fondo del comedor.

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