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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

'48 (23 page)

BOOK: '48
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Capítulo 13

Me había duchado y estaba tumbado en la cama, medio desnudo, con un vaso de whisky apoyado en el pecho y un cigarrillo en la otra mano, cuando alguien llamó a la puerta.

—Hoke… Soy yo, Muriel. ¿Puedo pasar?

Inspiré el humo, lo expulsé, levanté un poco la cabeza y bebí otro trago de whisky.

—¡Hoke!

Parecía impaciente. El picaporte de la puerta se movió.

Con un gruñido, me levanté de la cama, dejé el vaso sobre la mesilla y me puse los pantalones. Con el cigarrillo colgando de la comisura de los labios, corrí el pestillo y abrí la puerta unos centímetros.

Muriel se había cambiado de ropa. Llevaba una blusa holgada de color crema, pantalones marrones y el pelo recogido con un pasador. Estaba realmente atractiva. A decir verdad, lo estaba hasta cubierta de mugre, pero yo no dejé que eso me afectara.

—Has vuelto a pasar todo el día fuera —dijo. Yo permanecí en silencio—. ¿Puedo pasar un momento? —preguntó ella finalmente.

Me alejé de la puerta sin cerrarla, cogí una camisa del respaldo de una butaca y me la puse, pero no me molesté en abotonarla, pues tenía la esperanza de que la visita fuese corta. Me senté en el borde de la cama, cerca del whisky, y esperé. Muriel cerró la puerta después de entrar y se detuvo delante de mí.

—Supongo que no valdrá de nada preguntarte adonde has ido, ¿no? —dijo al tiempo que arqueaba las cejas, perfectamente dibujadas.

—Tenía cosas que hacer —fue mi respuesta.

—¿Por qué estás tan malhumorado, Hoke? La otra noche… —De repente cambió de idea, agitando una mano con exasperación.

¿Qué podía decirle yo? ¿Que el sentimiento de culpa me estaba carcomiendo, que sentía la presencia de Sally en cada rincón de la habitación? Sabía perfectamente que era una estupidez. Sally llevaba tres años muerta, pero yo seguía llorándola, seguía echando de menos la vida que podríamos haber compartido, el futuro que nos había sido negado. El mundo entero se había ido a la mierda, y yo estaba ocupado compadeciéndome de mí mismo. Me sentía culpable por haber sobrevivido a Sally, pero, sobre todo, por haberla traicionado. Era un sentimiento masoquista, irracional, pero cada vez que cerraba los ojos veía a mi joven esposa junto a mí, olía su perfume, oía sus susurros… Y, ahora, tenía los ojos cerrados.

Los abrí.

—La otra noche cometimos… cometí una equivocación. —Fue lo único que se me ocurrió decir, y realmente ni siquiera estaba seguro de si se lo estaba diciendo a Muriel o a alguien que ya hacía mucho tiempo que había muerto.

—¿Una equivocación? Por Dios santo, ¿es que todavía no te has dado cuenta de que vivimos en un mundo nuevo? La otra noche yo no te pedía amor, sólo consuelo, compasión. Estaba asustada. ¿Es que no lo entiendes?

O estaba intentando engancharme, me dije a mí mismo y me odié inmediatamente por mi cinismo. Le di una calada al cigarrillo. Estaba confuso, asqueado conmigo mismo. La rabia me carcomía por dentro.

—Está bien —dijo ella con resignación—. Da igual. —Estaba cansada de tratar de razonar conmigo y, realmente, no podía culparla por ello—. Sólo quería decirte que Cissie y yo vamos a preparar la cena en el salón Pinafore.

Miré a Muriel como si se hubiera vuelto loca.

—Tenemos que superar el pasado, Hoke. No tiene ningún sentido seguir odiando a alguien sólo porque es alemán. Por el amor de Dios, Stern no empezó la guerra. De hecho, casi ni participó en ella. ¡Por Dios santo, fue abatido y capturado en 1940! —De repente, su tono de voz cambió y me miró con ojos suplicantes—. Tenemos que aprender a olvidar y a perdonar. ¿Es que no lo entiendes? ¿Cómo si no vamos a empezar una nueva vida? Tenemos que encontrar un poco de orden entre todo este caos, y para eso es necesario que dejemos a un lado nuestros viejos rencores.

Se acercó al escritorio, apoyó la espalda contra el mueble, y me miró fijamente con los brazos cruzados.

—Ya es hora de que los que hemos sobrevivido pongamos un poco de orden en nuestras vidas. ¿Qué otra alternativa tenemos? ¿La anarquía? ¿El caos?

Subí las piernas a la cama y apoyé la espalda en el cabecero. Muriel estaba hablando en serio. El planeta se estaba consumiendo y ella estaba hablando de ley y orden. Apoyé la mano con la que sujetaba el cigarrillo sobre la rodilla y la miré con dureza.

—¿Es que no ves que todo ha acabado? —Su ceguera realmente me sorprendía—. ¿Es que no ves que ya no queda nada de nuestra civilización? Por Dios santo, Muriel, ¿es que no te das cuenta de que no tenemos futuro?

—Estamos vivos, maldita sea. Y hay muchos otros como nosotros, listos para empezar de nuevo. Sólo necesitamos a alguien que nos lidere. Las cosas pueden ser mejores que antes. Podemos aprender de nuestros viejos errores.

Puede que Muriel tuviera razón. Alguien tenía que volver a poner las cosas en marcha. De hecho, probablemente estuviera ocurriendo en otras partes del mundo; seguro que estaba ocurriendo. ¿Y por qué no iba a ocurrir también allí, en la que había sido una de las ciudades más importantes del mundo? Observé a Muriel con nuevos ojos. Era una chica menuda, casi frágil, pero, desde luego, tenía determinación, un temple de acero que supongo habría heredado de sus padres. Quién sabe. De pequeño, yo había leído infinidad de historias que describían a los miembros de las clases altas de Inglaterra como personas de carácter y con grandes propósitos en la vida. Aunque mi madre me había advertido repetidamente de lo contrario, en ese momento creí vislumbrar esas cualidades en Muriel. Había visto la típica actitud flemática de los ingleses en muchos pilotos de la RAF, así que no me sorprendió descubrir ese mismo rasgo en la hija de un lord. Por supuesto, era una visión romántica de los ingleses, o al menos de su aristocracia, pero yo había encontrado pruebas más que suficientes para respaldarla desde que había llegado a Inglaterra y, mirando a Muriel, apoyada contra el escritorio al otro lado de la habitación, con esa determinación en su gesto, pensé que esa chica podría tener las agallas necesarias para llevar a cabo esa ingente labor. Pero también me di cuenta de otra cosa: mi cinismo no tenía cabida en esa visión del futuro. Pero eso no era razón para desanimarla. Por mí, podía hacer lo que quisiera.

—¿Vendrás a la cena, Hoke? —Su tono era más suave y su cuerpo parecía menos tenso—. Stern y Potter han despejado algunas de las salas de abajo. También han saqueado las despensas del hotel. Hemos instalado una cocina provisional en un comedor privado al lado del salón Pinafore. Además, Wilhelm ha traído dos magníficos hornillos de queroseno.

—¿Ha salido del Savoy? —La idea no me gustaba nada.

—Todos hemos salido. ¿Qué esperabas que hiciéramos? ¿Quedarnos aquí todo el día esperando a que volvieras? Yo he ido al apartamento de mi padre en Kensington.

—¿Sola? Pero ¿cómo se te ha ocurrido hacer eso?

—¿De verdad eres tan bruto, Hoke, o sólo intentas parecerlo? Quería visitar mi casa. ¿Tan raro te parece eso? Después de todo, ésa fue la razón por la que decidimos volver a Londres. Quería volver a ver mis fotografías, mis diarios y, sí, también mis joyas. Cosas que me gustaría guardar para recordar tiempos mejores. Y mi ropa. Mi propia ropa. Sí, ya sé que puedo coger toda la ropa que quiera de cualquier tienda de moda de Knightsbridge, pero quería volver a ponerme mi ropa de siempre. ¿De verdad te cuesta tanto comprenderlo? Cissie habría hecho exactamente lo mismo si hubiera tenido una casa a la que ir. Como no la tiene, se ha quedado aquí para ir preparándolo todo.

—Pero… —insistí, aunque me di por vencido casi antes de empezar—. Está bien. ¿Cómo has ido a casa de tu padre?

Muriel sonrió por primera vez desde que había entrado en la habitación.

—Tenía pensado coger algún coche abandonado que todavía funcionara. Pero, al final, fui en una bicicleta que encontré en una tienda. Chirriaba sin parar y a las ruedas les faltaba aire, pero pensé que en bicicleta sería más fácil pasar entre todos esos coches abandonados.

—¿Sabes adonde fue Stern?

—Ya te he dicho que ha traído unos hornillos magníficos. Supongo que debió de sacarlos de alguna tienda. Potter también ha estado fuera. Lo más probable es que saliera a apagar algún fuego o en busca de alguna bomba sin explosionar. Ya sabes que está un poco chiflado. —Muriel se acercó al pie de la cama—. ¿Por qué estás tan pensativo, Hoke? ¿Qué te preocupa ahora?

—La ciudad es peligrosa.

—¿Te refieres a los Camisas Negras? No vi a ninguno. Pero, claro, Londres es muy grande. De todas formas, estoy segura de que piensan que acabaron con nosotros en el metro.

Quién sabe. Desde luego, era posible que Hubble creyera que habíamos muerto. De ser así, la idea de haber perdido a cuatro valiosos donantes de sangre lo estaría volviendo loco. Casi sentí pena por el pobre lunático que le hubiera dado la noticia de que habían prendido fuego a la estación de metro. Si realmente fuera así, si Hubble realmente creyera que habíamos muerto… Ahora que caía en ello, durante los dos últimos días no había visto a ningún Camisa Negra. Aunque eso no era tan extraño; como había dicho Muriel, la ciudad era muy grande. Además, yo siempre evitaba las avenidas principales. En cualquier caso, era una buena noticia. Muriel aprovechó la ocasión que le brindaba mi sonrisa.

—¿Entonces vendrás?

Yo no contesté.

—¿Vendrás a nuestra pequeña celebración? —insistió ella.

—¿Qué celebráis?

—Estar vivos. ¿Te parece poco?

A veces me parecía demasiado, pero no dije nada.

—Está bien, iré. Pero no te hagas ilusiones sobre mi relación con el alemán.

—Lo único que te pido es que te comportes civilizadamente con Wilhelm.

Habían llenado de velas cada rincón del salón Pinafore y del comedor privado, hasta el punto de que más que en un hotel parecía que estuviéramos en algún lugar sagrado. Además, habían colocado estratégicamente dos o tres lámparas de queroseno. Detrás las gruesas cortinas, la luz del sol empezaba a debilitarse. La cubertería y la vajilla colocadas sobre la larga mesa del comedor reflejaban las cálidas llamas de las velas, al igual que los paneles de madera de cedro que revestían las paredes y la columna central. Tenía que admitir que la atmósfera era muy agradable. Era un escenario de lujo para una cena, una evocación de otros tiempos mejores.

Me detuve en el umbral de la puerta, con
Cagney
a mi lado, olfateando el olor de la comida.

Muriel estaba hablando con el alemán al lado de la gran chimenea vacía que había al fondo del comedor. Realmente, formaban una pareja elegante. Ella tenía el pelo recogido hacia un lado con una pequeña peineta y llevaba puesto un vestido largo de una brillante y fina tela plateada con un gran escote y mangas largas y ajustadas. Él vestía un elegante traje de color oscuro con un pañuelo blanco, probablemente de seda, asomando en el bolsillo de la chaqueta y una corbata gris oscura que resaltaba contra la camisa blanca. Desde luego, se habían esmerado. Menos mal que Potter, que de repente apareció por una puerta que había a mi izquierda, seguía llevando su mono azul. Aunque, eso sí, parecía que lo había cepillado un poco y, al menos, había dejado el casco en su habitación.

—La comida estará en un momento, hijo —dijo al verme. Después apuntó con el pulgar hacia la puerta por la que había salido y me dedicó una amplia sonrisa, mostrándome sus dientes amarillentos—. Pero todavía tenemos tiempo para tomarnos un reconstituyente. ¿Qué prefiere tomar?

Yo fruncí el ceño.

—Albert quiere decir un
apéritif
—intervino Muriel al tiempo que sonreía al viejo vigilante. Después se volvió hacía mí y me dedicó la misma sonrisa. Parecía un poco nerviosa.

Me acerqué a ellos, con
Cagney
trotando delante de mí. El perro no paraba de mover el rabo, previendo el festín. Desapareció por la puerta, detrás de Potter, y no tardamos en oír la exclamación de bienvenida con la que fue recibido por Cissie. Me preocupaba que el chucho volviera a acostumbrarse a la presencia de otros humanos; no quería que perdiese su habitual cautela, pues eso podría resultar peligroso, para él y para mí.

—Estamos usando el salón Princesa Aída como cocina —explicó Muriel, y yo recordé que todos los comedores privados de este piso tenían nombres de montajes de Gilbert y Sullivan—. Cissie está acabando de preparar la cena, y yo debería ir a ayudarla para que no se enfade conmigo. —Bebió un trago de su copa de vino y me miró de arriba abajo—. Gracias por cambiarte de camisa.

Busqué un indicio de sarcasmo en su mirada, pero ella apartó los ojos. Yo tenía los pantalones un poco arrugados, las botas bastante sucias y la vieja cazadora de cuero colgando del brazo con el Colt en la funda cosida al forro. La camisa limpia pertenecía al montón que había cogido hacía tiempo del escaparate roto de una tienda de ropa de caballeros en la calle Regent. Era la primera vez que me la ponía. Supongo que no hubiera estado de más ponerme una corbata, pero las corbatas nunca habían sido mi fuerte, ni siquiera en tiempos de paz. Muriel se acercó a mí.

—¿Qué quieres tomar? —me preguntó, pero de nuevo apartó la mirada—. ¿Un gin-tonic? ¿Vermut? ¿Jerez? Tenemos un amplio surtido de bebidas.

—Un whisky no me vendría mal.

—Una sabia decisión —comentó Potter con aprobación—. Yo también me tomaré uno. —Se acercó a una pequeña mesa redonda llena de botellas y se frotó las manos mientras estudiaba la amplia selección de bebidas alcohólicas—. Delicioso —le oí murmurar al ver una botella de su marca favorita.

—Hoke…

Era el alemán, que se acercaba a mí con cierta cautela. Antes de volverme hacía él, colgué la cazadora en el respaldo de una de las sillas que había alrededor de la mesa, doblándola de tal manera que resultara fácil sacar el Colt de su funda.

—No tiene sentido que sigamos comportándonos como si fuéramos enemigos —dijo Stern, un poco más relajado, pero todavía con cierta aprehensión—. Durante la guerra, yo no era más que un mero soldado que cumplía órdenes, igual que tú. No pretendo hacerte ningún daño y espero que tú tampoco quieras hacérmelo a mí. Éramos soldados que luchábamos por nuestros respectivos países, pero todo eso ya ha pasado. No podemos seguir viviendo así. Tenemos que conseguir vivir en paz. Como se suele decir, lo pasado, pasado está. —Y, una vez dicho esto, me ofreció la mano.

Pero a mí no me agradaba la idea de estrechar la mano de alguien a quien iba a matar antes o después, así que desdeñé su oferta. Sus pálidos ojos se endurecieron durante un instante, pero luego sonrió al tiempo que apartaba la mano.

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