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Authors: Natascha Kampusch

Tags: #Relato, #Drama

BOOK: 3.096 días
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Sólo de vez en cuando preguntaba alguien qué se me había perdido a mí en esos locales. A la mayoría no les sorprendía y se mostraban amables conmigo a su manera. «Mi niña grande», decía entonces mi padre muy reconocido, y me acariciaba la mejilla. Si alguien me daba caramelos o un refresco, siempre esperaba algo a cambio: «Dale un besito a tu tío. Dale un besito a tu tía». Yo me resistía a ese estrecho contacto con unos desconocidos a los que no perdonaba que robaran de mi padre una atención que me correspondía a mí. Esos viajes eran un cambio continuo: en un primer momento yo era el centro de atención, era presentada con orgullo y me daban un dulce, y al momento siguiente se ocupaban tan poco de mí que habría podido caer bajo las ruedas de un coche sin que nadie se diera cuenta. Esta alternancia de atención y abandono en un mundo lleno de superficialidad acabó afectando a mi autoestima. Aprendí a situarme en el centro de atención y a mantenerme en él el mayor tiempo posible. Hoy me he dado cuenta de que esa atracción por los escenarios, el sueño de ser actriz que desarrollé desde pequeña, no procedía de mí misma. Era una forma de imitar a mis extrovertidos padres… y un método para sobrevivir en un mundo en el que uno o bien era admirado o bien no se le tenía en consideración.

Esta alternancia de atención y abandono se trasladó poco después a mi entorno más próximo. El mundo de mi primera infancia se iba resquebrajando. Al principio las grietas eran tan pequeñas e inapreciables que podía ignorarlas y culparme a mí misma del mal ambiente. Pero luego las grietas se hicieron más grandes, hasta que todo el edificio familiar se derrumbó. Mi padre tardó en darse cuenta de que había tensado demasiado el arco y de que hacía tiempo que mi madre tenía intención de separarse. Siguió viviendo su grandiosa vida como rey del extrarradio, recorriendo los bares y comprándose coches cada vez más imponentes. Eran Mercedes o Cadillac con los que pretendía impresionar a sus «amigos». Para ello pedía dinero prestado. Incluso cuando me daba mi paga se cogía enseguida algunas monedas para comprar cigarrillos o tomarse un café. Avaló tantos créditos con la casa de mi abuela que fue embargado. A mediados de los años noventa había acumulado tantas deudas que la existencia de la familia peligraba. Mediante una conversión de la deuda mi madre se hizo cargo de las tiendas de la calle Pröbstelgasse y la urbanización Marco Polo. Pero las grietas iban más allá del aspecto puramente financiero. En algún momento mi madre se hartó de aquel hombre al que le gustaba mucho salir de juerga pero no sabía lo que era la confianza.

Mi vida cambió con la lenta separación de mis padres. En vez de ser mimada y atendida, me dejaron a un lado. Mis padres se pasaban horas discutiendo a voces. Uno se encerraba en el dormitorio mientras el otro seguía gritando en el cuarto de estar, y viceversa. Si yo les preguntaba con miedo qué pasaba, me metían en mi habitación, cerraban la puerta y seguían discutiendo. Allí me sentía encerrada y no entendía el mundo. Con la almohada sobre la cabeza, intentaba alejar los horribles gritos y trasladarme a mi anterior infancia libre de toda preocupación. Sólo lo conseguía a veces. No podía entender por qué mi padre, siempre tan alegre, ahora parecía tan desvalido y perdido y no se sacaba ya pequeñas sorpresas de la manga para hacerme reír. Su inagotable provisión de ositos de goma parecía haberse agotado de golpe.

Después de una discusión fuerte mi madre abandonaba la casa y tardaba varios días en volver. Quería demostrarle a mi padre lo que uno siente cuando no sabe dónde está su pareja. Para él pasar una o dos noches fuera de casa no era algo inusual. Pero yo era demasiado pequeña para entender lo que ocurría, y tenía miedo. A esa edad la noción del tiempo es distinta, la ausencia de mi madre se me hacía eterna. La sensación de abandono, de ser dejada a un lado, se asentó firmemente en mi interior. Y comenzó una fase de mi infancia en la que yo no encontraba mi lugar en la vida, en la que ya no me sentía querida. Y esa pequeña niña segura de sí misma se convirtió poco a poco en una persona insegura que dejó de confiar en su entorno más próximo.

En esa época tan difícil empecé a ir al jardín de infancia. Un paso con el que la determinación ajena que yo como niña no entendía alcanzó su punto culminante.

Mi madre me había matriculado en un centro privado que no estaba muy lejos de nuestra urbanización. Desde el principio me sentí incomprendida y tan poco integrada que empecé a odiar el jardín de infancia. Ya el primer día tuve una experiencia que fue la causa de todo. Estaba con los demás niños fuera, en el jardín, y descubrí un tulipán que me fascinó. Me agaché y lo acerqué con cuidado a mí para olerlo. La cuidadora debió de pensar que quería arrancarlo. Me golpeó la mano con un brusco movimiento. Yo grité enfadada: «¡Se lo voy a decir a mi madre!». Pero esa tarde comprobé que mi madre había dejado de respaldarme en cuanto delegó en otra persona. Cuando le conté el incidente —convencida de que me defendería y al día siguiente le reprocharía a la cuidadora su actuación—, se limitó a decirme que en el jardín de infancia había unas normas a las que atenerse. Y añadió: «Yo no me voy a meter, al fin y al cabo yo no estaba allí». Esta frase se convirtió en su respuesta habitual cada vez que tenía problemas con las cuidadoras. Y cuando le contaba que otros niños se metían conmigo, me decía de forma lapidaria: «Pues devuélveselo». Tuve que aprender a superar las dificultades yo sola. El tiempo que pasé en el jardín de infancia fue para mí muy duro. Odiaba las normas estrictas. Me repugnaba tener que echarme la siesta con los demás niños después de la comida aunque no estuviera cansada. Las cuidadoras hacían su trabajo de forma rutinaria, sin interesarse demasiado por nosotros. Con un ojo nos vigilaban mientras leían novelas y revistas, chismorreaban y se pintaban las uñas.

Tardé un tiempo en acercarme al resto de los niños; en medio de aquellos compañeros de mi misma edad me sentía más sola que nunca.

«En el caso de la enuresis secundaria los factores de riesgo están relacionados sobre todo con pérdidas en sentido amplio, como por ejemplo una separación, un divorcio, un fallecimiento, el nacimiento de un hermano, la pobreza extrema, la delincuencia de los padres, la privación, el abandono, la falta de apoyo en los niveles de desarrollo.» Así describe el diccionario las causas de un problema al que tuve que enfrentarme en aquel momento. Empecé a mojar la cama después de haber sido una niña precoz que enseguida dejó de necesitar pañales. La enuresis se convirtió en un estigma que condicionaba mi vida. La cama mojada fue el origen de continuas regañinas y burlas.

En las repetidas ocasiones en que mojaba la cama mi madre reaccionaba como era habitual en aquella época. Lo achacaba a una conducta caprichosa a la que se podía poner fin a la fuerza y con castigos. Me daba un azote y me preguntaba enfadada: «¿Por qué me haces esto?». Se ponía furiosa, reaccionaba con desesperación, no sabía qué hacer. Y yo seguía haciéndome pis en la cama cada noche. Mi madre compró sábanas impermeables y las puso en mi cama. Era una experiencia humillante. Yo sabía por las conversaciones de las amigas de mi abuela que los colchones de goma y las sábanas impermeables son utensilios para personas ancianas y enfermas. Yo, en cambio, quería que me trataran como a una niña mayor.

Pero aquello no acababa. Mi madre me despertaba por la noche para sentarme en el váter. Si a pesar de todo yo mojaba la cama, me cambiaba las sábanas y el pijama sin dejar de maldecir. A veces me despertaba por la mañana seca y muy orgullosa, pero ella ponía fin a mi alegría enseguida: «¿Es que no te acuerdas de que esta noche he tenido que cambiarte otra vez? —gruñía—. ¡Mira el pijama que llevas puesto!». Eran reproches a los que no podía hacer frente. Me castigaba con su desprecio y sus burlas. Cuando una vez le pedí unas sábanas de Barbie ella se rió de mí, al fin y al cabo las iba a mojar enseguida. Me moría de vergüenza.

Finalmente empezó a controlar el líquido que bebía. Yo siempre había sido una niña con mucha sed, que bebía mucho y con frecuencia. Pero a partir de entonces empezó a regularme estrictamente la cantidad de líquido que ingería. Durante el día podía beber poco; por la tarde, nada en absoluto. Cuanto más se me prohibían el agua y los zumos, mayor era mi sed, hasta que no pude pensar en nada más. Cada trago y cada paso por el baño eran observados y comentados, pero sólo cuando estábamos solas. ¡Qué iba a pensar la gente!

En el jardín de infancia la enuresis adquirió una nueva dimensión. Empecé a hacerme pis también durante el día. Los niños se reían de mí y las cuidadoras los animaban y me ridiculizaban de nuevo delante del grupo. Pensaban que las burlas me llevarían a controlar mejor mi vejiga. Pero la cosa empeoraba con cada humillación. Ir al cuarto de baño y coger un vaso de agua era para mí un tormento. Se me obligaba a hacerlo cuando no quería y se me impedía cuando lo necesitaba con urgencia. Pues en el jardín de infancia debíamos pedir permiso si queríamos ir al cuarto de baño. En mi caso esa pregunta siempre merecía un comentario: «Acabas de ir. ¿Por qué tienes que ir otra vez?». Y al contrario: me obligaban a ir al baño antes de las excursiones, las comidas o la siesta, y me vigilaban. En cierta ocasión en que las cuidadoras sospechaban que me había hecho pis me obligaron a enseñarles las bragas delante de todos los niños.

Cada vez que salía de casa con mi madre, ella llevaba una bolsa con ropa para cambiarme. Esa bolsa hacía que aumentaran mi vergüenza y mi inseguridad. Pues los adultos contaban con que yo me iba a hacer pis. Y cuanto más contaban con ello y más me regañaban y se burlaban de mí más razón tenían. Era un círculo vicioso del que tampoco pude salir durante mis años en el colegio. Seguí siendo una niña siempre sedienta de la que se burlaban y a la que humillaban porque mojaba la cama.

Tras dos años de discusiones y algunos intentos de reconciliación, por fin mi padre se marchó definitivamente. Yo tenía entonces cinco años, y la pequeña niña alegre se había convertido en un ser inseguro y reservado, al que ya no le gustaba su vida y que protestaba por ello de formas diferentes. Unas veces me encerraba en mí misma, otras empezaba a gritar, vomitaba y me daban horribles espasmos de dolor e incomprensión. Sufrí una gastritis que me duró varias semanas.

Mi madre, que estaba muy afectada por la separación, me transmitió su forma de hacer frente a la situación. Al igual que ella se tragaba su dolor y su inseguridad y seguía adelante con valentía, también me exigía a mí que aguantara. Le costaba admitir que yo, una niña pequeña, no estuviera en condiciones de hacerlo. Si le parecía que yo era demasiado emocional, reaccionaba con agresividad ante mis arrebatos. Me reprochaba que me compadeciera de mí misma y o bien me prometía recompensas o bien me amenazaba con castigos si no paraba.

Mi rabia ante una situación que yo no entendía se fue dirigiendo, así, contra la única persona que me quedaba tras la marcha de mi padre: mi madre. Más de una vez me sentí tan furiosa con ella que decidía marcharme. Metía un par de cosas en mi bolsa de gimnasia y me despedía de ella. Pero ella sabía que no llegaría más allá de la puerta, y se limitaba a hacer un comentario sobre mi conducta con un guiño de ojos: «¡Vale, pórtate bien!». En otra ocasión recogí todas las muñecas que me había regalado y las amontoné en el pasillo, para que viera que estaba firmemente decidida a excluirla del pequeño reino de mi habitación. Pero, naturalmente, estas maniobras contra mi madre no aportaron ninguna solución al verdadero problema. Con la separación de mis padres yo había perdido las referencias de mi mundo y ya no podía apoyarme en las personas que hasta entonces habían estado siempre a mi lado.

El desprecio que sufrí fue destruyendo poco a poco mi autoestima. Cuando se piensa en la violencia contra los niños, se tiene la visión sistemática de fuertes golpes que producen lesiones corporales. Yo no experimenté nada de eso en mi infancia. Fue más bien una mezcla de opresión verbal y bofetadas ocasionales «a la vieja usanza» que me hacían ver que, como niña, yo era más débil. No era la rabia ni un frío cálculo lo que movía a mi madre, sino más bien una agresividad que le salía disparada como un rayo y enseguida se diluía otra vez. Me pegaba cuando se sentía agobiada o cuando yo había hecho algo mal. Odiaba que me quejara, le hiciera preguntas o cuestionara alguna de sus explicaciones: todo eso me hacía ganarme otra bofetada.

En esos tiempos y en ese entorno no era inusual tratar así a los niños. Al contrario: yo tenía una vida mucho más «fácil» que muchos otros niños del barrio. En el patio se veía a menudo a madres que gritaban a sus hijos, los tiraban al suelo y les golpeaban. Mi madre no habría hecho eso nunca, y el hecho de que me diera una bofetada fue considerado siempre algo normal. Nadie intervino jamás, ni siquiera cuando me golpeaba en la cara en público. Pero en general mi madre era demasiado «señora» para exponerse al riesgo de que la vieran pegándome. La violencia visible era algo propio de las demás mujeres de nuestra urbanización. Yo, por mi parte, estaba obligada a limpiarme las lágrimas o refrescarme las mejillas antes de salir de casa o de bajarme del coche.

Pero al mismo tiempo mi madre intentaba lavar su mala conciencia con regalos. Competía abiertamente con mi padre para comprarme los vestidos más bonitos o salir conmigo de excursión los fines de semana. Pero yo no quería ningún regalo. En esa fase de mi vida lo único que necesitaba era alguien que me diera su apoyo incondicional y su cariño. Y mis padres no estaban en condiciones de hacerlo.

Un acontecimiento que tuvo lugar durante mi etapa escolar demuestra hasta qué punto yo había interiorizado en esa época que no podía esperar ninguna ayuda por parte de los adultos. Tenía entonces unos ocho años y había ido con mi clase a pasar una semana en una granja escolar en Estiria. Yo no era una niña muy deportista, y apenas me atrevía a participar en los violentos juegos con los que los demás niños pasaban el tiempo. Pero al menos quería hacer un intento en el parque infantil.

El dolor me atenazó el brazo cuando me caí de las barras por las que estaba trepando. Quise incorporarme, pero el brazo me falló y me caí de espaldas. Las risas alegres de los niños que jugaban a mi alrededor en el parque infantil llegaban apagadas hasta mis oídos. Quería gritar, las lágrimas rodaron por mis mejillas, pero no dije absolutamente nada. Sólo cuando una compañera se acercó a mí le pedí en voz baja que llamara a la profesora. La niña fue corriendo a buscarla, pero la profesora la mandó de vuelta para que me dijera que si quería algo tendría que ir yo misma a pedírselo.

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