3.096 días (6 page)

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Authors: Natascha Kampusch

Tags: #Relato, #Drama

BOOK: 3.096 días
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El secuestrador se quedó ante la puerta y esperó. Yo eché la llave y respiré profundamente. Pero el alivio duró sólo unos segundos: el cuarto de baño no tenía ventana, estaba atrapada. La única forma de salir de allí era por la puerta, tras la que no me podía esconder eternamente. Sobre todo porque para él sería muy fácil romperla.

Cuando al cabo de un rato salí del baño, el secuestrador me envolvió de nuevo en la manta: oscuridad, falta de aire. Me levantó por los aires y noté que bajaba varios escalones: ¿un sótano? Una vez abajo me dejó en el suelo, desplazó mi cuerpo un poco hacia delante dentro de la manta, volvió a cargar conmigo y siguió andando. Me pareció que transcurría una eternidad antes de que me depositara de nuevo en el suelo. Luego oí cómo se alejaban sus pasos.

Contuve la respiración y escuché con atención. No se oía nada en absoluto. A pesar de todo, tardé un rato en atreverme a deshacerme poco a poco de la manta. A mi alrededor reinaba la más completa oscuridad. Olía a polvo, el aire estaba extrañamente caliente. Sentí bajo mi cuerpo el suelo desnudo, frío. Me acurruqué y me eché a llorar. Pero en aquel silencio mi llanto sonaba de un modo tan extraño que me callé, muy asustada. No sé cuánto tiempo estuve allí tirada. Al principio intenté contar los segundos, los minutos. Veintiuno, veintidós…, susurraba calculando los segundos. Intenté sumar los minutos con los dedos. Pero me equivocaba todo el rato, ¡no podía ser! ¡Tenía que concentrarme, retener cada detalle! Pero enseguida perdí la noción del tiempo. La oscuridad, el olor, el asco que sentía…, todo aquello me cubría como un manto negro.

Cuando regresó el secuestrador traía una bombilla que enroscó en un casquillo que había en la pared. La luz deslumbrante que reinó al instante me cegó y no supuso ningún alivio: pues entonces pude ver dónde me encontraba. La estancia era pequeña y estaba casi vacía, las paredes estaban forradas de madera, un pequeño catre colgaba de unos ganchos en la pared. El suelo tenía un revestimiento claro. En un rincón había un váter sin tapa, y en una pared, un fregadero doble de acero inoxidable.

¿Es así el escondrijo secreto de una banda de criminales? ¿Un sex-club? Las paredes cubiertas de madera clara me recordaron a una sauna, y en mi mente empezaron a encadenarse una serie de ideas: sauna en el sótano, pedófilos, asesinos. Vi ante mí a hombres gordos, sudorosos, acosándome en aquel espacio tan pequeño. Para mí, todavía una niña, una sauna en el sótano era el sitio al que tales tipos atraían a sus víctimas para después abusar de ellas. Pero allí no había ni una estufa ni ninguno de esos cubos de madera que suele haber en una sauna.

El secuestrador me ordenó que me pusiera de pie, me situara a una cierta distancia de él y no me moviera. Luego empezó a desmontar el catre de madera y a desenroscar los ganchos de los que colgaba de la pared. Mientras tanto me hablaba en ese tono suave y tranquilizador que las personas, por lo general, reservan para sus mascotas. Que no debía tener miedo, que todo saldría bien si yo hacía lo que él me ordenaba. Me miraba como un amo orgulloso observa a su nuevo gato… o peor aún: como un niño contempla un juguete nuevo. Con una alegría anticipada, pero sin saber muy bien qué hacer con él.

Al cabo de un rato fue disminuyendo mi pánico y me atreví a hablarle. Le supliqué que me dejara marchar: «¡No le contaré nada a nadie! Si me sueltas ahora nadie se dará cuenta. Diré que me he escapado. Si no me retienes por la noche no te pasará nada». Intenté explicarle que estaba cometiendo un grave error, que me estarían buscando y que seguro que me iban a encontrar. Apelé a su sentido de la responsabilidad, le pedí compasión. Pero todo fue inútil. Me dejó bien claro que iba a pasar la noche en aquel zulo.

No sé cómo habría reaccionado si en aquel momento se me hubiera pasado por la cabeza que ese escondrijo iba a ser durante 3.096 noches mi refugio y mi cárcel a la vez. Cuando hoy vuelvo la vista atrás veo que el hecho de saber que tendría que pasar allí aquella primera noche puso en marcha un mecanismo que me pudo salvar la vida, pero que también resultaba muy peligroso. Una cosa era evidente: estaba encerrada en el sótano de un criminal que al menos ese día no me iba a liberar. Mi mundo sufrió una fuerte sacudida, la realidad quedó desplazada. Acepté lo que había ocurrido, y en vez de luchar contra la nueva situación con rabia y desesperación, me resigné. Un adulto sabe que pierde una parte de sí mismo cuando debe admitir hechos que antes de su aparición estaban lejos de su imaginación. La base en que se asienta la propia personalidad se resquebraja. Pero la única reacción correcta es adaptarse, ya que asegura la supervivencia. Un niño actúa de forma más intuitiva. Yo estaba asustada, no me defendí, sino que empecé a prepararme… en principio para una noche.

Todavía hoy me parece sorprendente cómo mi pánico cedió ante cierto pragmatismo. Lo deprisa que comprendí que mis súplicas no tenían sentido y que cualquier cosa que dijera le resbalaría a aquel desconocido. La forma tan instintiva en que me di cuenta de que tenía que aceptar la situación para resistir una noche interminable en aquel sótano.

Cuando el secuestrador hubo desenganchado el catre de la pared, me preguntó si necesitaba algo. Una situación absurda, como si yo fuera a pasar la noche en un hotel y hubiera olvidado mi neceser. «Un peine, un cepillo de dientes, pasta dentífrica y un vaso. Me vale el vaso de un yogur.» Yo funcionaba.

Me explicó que tenía que ir a Viena para traerme un colchón de su casa de allí.

«¿Es esa tu casa?», le pregunté, pero no obtuve respuesta. «¿Por qué no me puedes llevar a tu casa de Viena?»

Opinaba que era muy peligroso: paredes delgadas, vecinos escuchando, yo podía gritar. Le prometí que si me llevaba a Viena estaría callada. Pero no sirvió de nada.

En el instante en que abandonó la habitación andando de espaldas y cerró la puerta con llave toda mi estrategia de supervivencia se tambaleó. Habría hecho cualquier cosa para que se quedara o me llevara con él: cualquier cosa para no quedarme sola.

Me acurruqué en el suelo. Sentía las piernas y los brazos extrañamente entumecidos, la lengua se me pegaba al paladar. Mis pensamientos giraban en torno al colegio, como si estuviera buscando una estructura temporal que me proporcionara un apoyo que había perdido hacía mucho. ¿Qué clase estarían dando en ese momento? ¿Había pasado ya el recreo? ¿Cuándo se habían percatado de que yo no estaba? ¿Y cuándo iban a darse cuenta de que no iba a volver? ¿Informarían a mis padres? ¿Cómo iban a reaccionar?

Al pensar en mis padres se me inundaron los ojos de lágrimas. Pero no debía llorar. Tenía que ser fuerte, mantener el control. Los indios no conocen el dolor, y además: seguro que al día siguiente habría acabado todo. Y todo volvería a ir bien. Tras el shock sufrido por estar a punto de perderme, mis padres se reconciliarían y me tratarían con mucho cariño. Los vi ante mí, sentados todos a la mesa a la hora de comer, preguntándome con orgullo y admiración cómo había podido superar todo aquello. Imaginé el primer día en el colegio. ¿Se reirían de mí? ¿O celebrarían como un milagro que yo estuviera libre mientras que otros niños a los que les había ocurrido lo mismo acababan muertos en un lago o un bosque? Imaginé la escena triunfal —y también algo penosa— en la que todos se arremolinaban en torno a mí y me preguntaban incansables: «¿Te ha liberado la policía?». ¿Podría liberarme realmente la policía? ¿Cómo me iban a encontrar? «¿Cómo has podido escapar? ¿De dónde sacaste el valor para hacerlo?» ¿Tendría realmente valor para escapar?

Volvió a invadirme el pánico: no tenía ni idea de cómo salir de allí. En la televisión bastaba con «reducir» al secuestrador. Pero ¿cómo? ¿Tendría que matarle? Sabía que se puede morir de un navajazo en el hígado. Pero ¿dónde estaba el hígado exactamente? ¿Encontraría el sitio correcto? ¿Con qué le iba a apuñalar? ¿Sería capaz de hacerlo? ¿Matar a una persona, yo, una niña pequeña? No pude evitar pensar en Dios. ¿Estaba permitido matar a una persona en una situación así, cuando no se tiene otra solución? No matarás. Intenté recordar si en clase de religión habíamos hablado acerca de este mandamiento… y si en la Biblia había excepciones. No encontré ninguna.

Un ruido seco me hizo volver a la realidad. El secuestrador había regresado.

Traía consigo un colchoncillo de gomaespuma estrecho y delgado, de unos ocho centímetros de altura, y lo depositó en el suelo. Parecía una colchoneta del ejército o de una tumbona de jardín. Cuando me senté en él, escapó enseguida el aire contenido en el endeble material y noté el suelo duro bajo mi cuerpo. El secuestrador me trajo todo lo que le había pedido. Y además unas galletas. Galletas de mantequilla con una gruesa capa de chocolate encima. Mis galletas favoritas, que en realidad no debía comer porque estaba demasiado gorda. Había asociado esas galletas a un ansia irrefrenable y una serie de momentos humillantes, esa mirada cuando alguien me decía: «¡No irás a comerte eso ahora! ¡Ya estás bastante rolliza!». Esa vergüenza sentida cuando los demás niños se lanzaban sobre mí y me sujetaban la mano. Y esa sensación de placer vivida cuando el chocolate se derretía lentamente en mi boca.

Cuando el secuestrador abrió el paquete de galletas empezaron a temblarme las manos. Quería comérmelas, pero tenía la boca seca debido al nerviosismo y el miedo. Sabía que no podría tragar nada. Me sujetó el paquete debajo de la nariz hasta que cogí una y la troceé. Saltaron unos pequeños pedazos de chocolate que me metí en la boca. No pude comer nada más.

Al cabo de un rato el secuestrador se apartó de mi lado y se dirigió hacia mi mochila, que estaba tirada en un rincón. Cuando la cogió y se disponía a marcharse, le pedí que no se la llevara. La idea de perder los únicos objetos personales que me quedaban en aquel perturbador entorno me resultaba insoportable.

Me miró con una extraña expresión en el rostro: «Puedes haber escondido un transmisor para pedir ayuda —dijo—. ¡Quieres engañarme y hacerte la inocente! ¡Eres mucho más inteligente de lo que pretendes aparentar!».

Ese súbito cambio de actitud me inquietó. ¿Había hecho algo mal? ¿Y qué transmisor iba a tener yo en la mochila, en la que aparte de un par de libros y lápices sólo llevaba la merienda? En aquel momento no supe valorar ese extraño comportamiento. Hoy esa frase representa para mí el primer indicio de que el secuestrador era un paranoico y un enfermo mental. En aquellos tiempos no existían transmisores para tener a los niños localizados, e incluso hoy, cuando existe esa posibilidad, tampoco es algo muy habitual. Pero para el secuestrador existía el peligro real de que en el año 1998 yo hubiera escondido en mi mochila semejante aparato casi futurista. Tan real que en su delirio tenía miedo de que una pequeña niña pudiera destruir un mundo que sólo existía en su mente.

Su papel en ese mundo cambiaba a la velocidad del rayo: en un momento dado quería hacerme el encierro en su sótano lo más agradable posible; al momento siguiente veía en mí —una niña pequeña que no tenía fuerza, armas ni transmisores— a un enemigo que quería atentar contra su vida. Yo me había convertido en víctima de un loco y en protagonista de una película que sólo existía en el mundo enfermo de su mente. Pero en aquel momento no era consciente de ello. No sabía nada de enfermedades mentales y trastornos paranoides que trasladan a la persona afectada a una nueva realidad. Le traté como a un adulto normal. Un adulto cuyas ideas y motivos yo, un simple niña, no comprendía.

Mis súplicas no tuvieron ningún éxito. El secuestrador cogió la mochila y se dirigió hacia la puerta. Esta se abría hacia dentro, y por el lado de la habitación no tenía picaporte, sino un pequeño pomo redondo que estaba tan suelto que uno se podría quedar con él en la mano en cualquier momento.

Cuando la puerta se cerró me eché a llorar. Estaba sola, encerrada en un sótano vacío en cualquier parte bajo tierra. Sin mi mochila, sin el bocadillo que mi madre me había preparado pocas horas antes. Sin las servilletas en que estaba envuelto. Era como si el secuestrador me hubiera arrebatado una parte de mí, como si hubiera roto los vínculos que me unían a mi madre y a mi vida anterior.

Me acurruqué en un rincón sobre el colchón y sollocé sin hacer ruido. Las paredes forradas de madera parecían estrecharse cada vez más, el techo se me caía encima. Mi respiración se hizo más rápida y superficial, apenas me entraba aire en los pulmones, el miedo me atenazaba con más fuerza. Era una sensación horrorosa.

Siendo ya adulta he reflexionado muchas veces acerca de cómo superé aquel momento. La situación era tan angustiosa que pude haberme desmoronado desde el primer instante de mi cautiverio. Pero la mente humana puede hacer lo inimaginable para engañarse a sí misma y retraerse, para no capitular ante una situación que no tiene ninguna lógica.

Hoy sé que en aquel momento tuve una regresión interior. Mi mente de niña de diez años se retrajo al nivel de una criatura de cuatro o cinco años. Una criatura que percibe el mundo como algo establecido; un mundo en el que los pequeños rituales de la vida diaria constituyen los puntos fijos que necesitamos para experimentar la normalidad. Para no desmoronarnos. Mi situación estaba tan alejada de todo aquello con lo que se podía contar que inconscientemente me retraje a ese nivel: me sentía pequeña, a merced del secuestrador y privada de toda responsabilidad. Ese hombre que me había encerrado allí abajo era el único adulto presente y, por ello, la persona con autoridad que sabría lo que había que hacer. Yo sólo debía cumplir lo que él dijera… y entonces todo iría bien. Entonces todo sería como era siempre: el ritual de irse a dormir, la mano de mi madre sobre la colcha, el beso de buenas noches y una persona querida que deja una pequeña luz encendida y sale de puntillas de la habitación.

Este retorno intuitivo a la conducta de un niño pequeño fue el segundo cambio importante de aquel primer día de encierro. Era el intento desesperado de crear una pequeña isla de intimidad en un callejón sin salida. Cuando el secuestrador regresó poco más tarde al sótano, le pedí que se quedara conmigo, que me arropara y me leyera un cuento antes de dormirme. Deseé incluso que me diera un beso de buenas noches, como hacía mi madre antes de entornar la puerta de mi dormitorio. Todo para mantener una ilusión de normalidad. Y él tomó parte en el juego. Sacó de mi mochila, que había dejado en algún sitio fuera del sótano, un libro de lectura con cuentos y relatos breves, me echó sobre el colchón, me tapó con una manta fina y se sentó en el suelo. Luego empezó a leer: «La princesa y el guisante, primera parte». Al principio no paraba de tartamudear, casi parecía avergonzado de leer en voz baja. Al final me dio un beso en la frente. Por un momento me sentí como si estuviera a salvo en la cama mullida de mi dormitorio. Incluso dejó la luz encendida.

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