1280 almas (12 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Intriga

BOOK: 1280 almas
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Pero no ocurrió nada de lo deseado. No se tiene suerte cuando hace falta.

Llegamos a la granja. Llevé el coche hasta el granero preguntándome cuanto obstaculizaría un tipo un agujero como el que yo iba a tener y en el sitio en que iban a hacérmelo. Me parecía que iba a quedar la mar de jodido en lo que más se necesitaba, así que bajé de la calesa con un humor de perros.

Ayudé a Rose a bajar y le di una palmada en el culo, por costumbre. Me incliné luego tras el guardabarros del vehículo para desenganchar la lanza, y el caballo se puso a removerse y a agitar el rabo mientras ya le decía «soo, criatura, sooo». Entonces se me ocurrió una idea.

Di un ceporrazo al caballo y éste pegó un brinco. Me lancé contra el guardabarros con el hombro por delante y armé un escándalo de mil diablos, como si el caballo me hubiera coceado. Salí entonces a la luz, quejándome y frotándome.

Rose llegó corriendo y me cogió de un brazo mientras yo daba traspiés medio doblado.

—¡Cariño, querido! ¿Te ha coceado ese penco de mierda?

—Precisamente donde tú sabes —gemí—. Nunca había sentido tanto dolor.

—¡Me cago en su madre! ¡Voy a coger una horca y lo voy a destripar!

—No, no, déjalo en paz —dije—. El caballo no lo ha hecho con intención. Ayúdame a engancharlo otra vez para que pueda volver a casa.

—¿A casa? En tu estado no vas a ir a ninguna parte —dijo—. Te voy a llevar a mi casa y no discutas.

Dije pero, oye, mira, no es necesario molestarse tanto.

—Me iré a mi casa y me echaré con unas cuantas toallas frías en el sitio y...

—Te vas a quedar aquí y ya veremos lo de las toallas en cuanto vea el daño que has recibido. Puede que necesites otra cosa.

—Pero escucha, querida, óyeme —dije—. Una cosa así es muy íntima. Es casi imposible que lo pueda arreglar una mujer.

—¿Desde cuándo? —dijo Rose—. Anda, vamos y deja de discutir. Apóyate en mí y vayamos despacio.

Hice lo que me decía. No podía hacer otra cosa.

Entramos en la casa. Me ayudó a entrar en el dormitorio, me tendió en la cama y se puso a desnudarme. Le dije que no hacía falta que me lo quitase todo porque el dolor estaba precisamente en la parte que cubría los calzoncillos. Dijo que no era ningún problema y que me encontraría mejor si me desnudaba del todo en vez de quedarme en paños menores; y que dejara de meterme en sus cosas.

Dije que el dolor era cosa mía y ella dijo que bueno, que mis cosas eran sus cosas y que en aquel momento mandaba ella.

Se inclinó sobre el sitio en que había recibido la coz, o en que al parecer la había recibido, enfocando la lámpara en aquel sentido para poder inspeccionarlo mejor.

—Mmmmm —dijo—. No veo moraduras, querido. Ni rasguños en la piel.

Dije que bueno, que dolía y que no sabía mas.

—No hace falta que se pegue muy fuerte en esa zona para que duela en cantidad.

—Veamos —dijo—, dime dónde te duele. ¿Te duele aquí, aquí, aquí,,.?

Lo hacía con un tacto la mar de suave, tan suave que no me habría hecho daño aún en el caso de que me doliera realmente. Le dije que apretara un poco más para estar seguro del lugar dolorido. Así que apretó, apretó un poco mas y me preguntó si me dolía aquí, allí y demás. Y yo soltaba un ¡oh! y un ¡ah! de vez en cuando. Pero no de dolor.

Ya no importaba lo de Amy; quiero decir el que hubiera estado con ella aquella noche. Estaba tan preparado como siempre y, por supuesto, Rose no tardó en advertirlo.

—¡Eh, oiga! —dijo—. ¿Qué le pasa a usted, caballero?

—¿Qué ocurre? —dije.

—Que me parece que ha habido una recuperación casi total.

—¡Anda, la hostia! —dije—. Y justo después de un golpe tan duro en la economía. ¿No te parece que debemos celebrarlo?

—¿Pues qué te pensabas? —dijo—. Espera a que me quite la ropa y verás.

Después dormité un poco. No más de quince minutos, probablemente, porque había reposado mucho durante el día y no estaba realmente cansado.

Me desperté con Rose a mi lado pellizcándome el brazo, su voz un susurro de cagona:

—¡Nick! ¡Nick, despierta! Hay alguien ahí fuera.

—¿Qué? —murmuré, volviendo a ponerme de costado—. Bueno, pues que se quede fuera. Seguro que no quiere entrar.

—¡Nick! Está en el porche, Nick. ¿Qué... quién crees que pueda ser?

—Yo no oigo nada —dije—. Puede que sea solo el viento.

—No... ¡escucha! ¡Se oye otra vez!

Entonces lo oí; pasos suaves, precavidos, como de uno que anda de puntillas. Y con ellos un ruido sordo, como si arrastrase algo pesado por las escaleras.

—Ni... Nick. ¿Qué podríamos hacer?

Me incorporé y dije que iba a coger la pistola y echar un vistazo. Ella asintió, pero extendió una mano y me contuvo.

—No, querido. No parecería correcto que estuvieras aquí a estas horas. Las luces están apagadas y tu caballo desenjaezado.

—Solo echaré una miradita —dije—. No me dejaré ver.

—Pero pueden verte. Será mejor que te quedes aquí y guardes silencio. Yo iré.

Saltó calladamente de la cama y fue a la otra habitación sin hacer más ruido que una sombra. Yo estaba un poco nervioso, naturalmente, preguntándome quién o qué estaría en el porche, y qué tendría que ver aquello conmigo y con Rose. Pero tal como había encarado ella la situación, tomando la delantera y dejándome a mí en segundo plano, me tranquilicé bastante. Pensé en lo que Myra pensaba de Rose, que era una individua asustadiza y tímida, presta a sobresaltarse ante su propia sombra, y casi me eché a reír. Si se lo proponía, Rose podía plantar cara a un lince. Puede que se hubiera dejado sacudir por Tom, pero por supuesto aquello no había sido juego limpio.

Oí el chasquido de una llave en la puerta de fuera.

Me levanté y me quede sentado en el borde de la cama, listo para entrar en acción si se me llamaba.

Esperé conteniendo la respiración. Oí otro chasquido cuando Rose alzó el pestillo del cancel y acto seguido escuché el agudo gañido cuando la empujó. Entonces...

Era una casa pequeña, como ya he dicho. Pero entre ambos se alzaba a la sazón toda una estancia, tal vez de diez metros o más. A pesar de dicha distancia, no obstante, lo oí. El boqueo; el ruido amedrentado de su boca que tragaba aire.

En aquel momento lanzó un grito. Gritó y maldijo de una manera que no quisiera oír nunca más.

—¡Nick, Nick! El hijo de puta ha vuelto. ¡Ha vuelto el cabrón de Tom!

XIV

Eché mano de los pantalones, pero los camales estaban cruzados y dada la situación de Rose no quise entretenerme con ellos. No eran pantalones lo que yo necesitaba, ya que el puerco de Tom había vuelto. Por el contrario cogí la pistola con la seguridad de que sí necesitaba de ella, y corrí hacia la puerta.

Tropecé con una silla en la cocina y casi me di una leche contra la pared. Me enderecé y fui volando al porche. Vi entonces lo que pasaba y, aunque la cosa estaba mal, no estaba tan mal como había creído.

Lo que estaba allí no era Tom, sino el cadáver de Tom. Lo habían dejado en el porche, boca arriba, con la escopeta al lado. La barba le había crecido un poco, porque el pelo les sigue creciendo a los muertos durante un tiempo. Estaba cubierto de barro, y en mitad del cuerpo tenía un enorme agujero chorreando tripas. Tenía los ojos bien abiertos y miraban fijamente. La maldad había desaparecido de ellos, pero el miedo que había ocupado su lugar era mucho peor. Tuviera la muerte el aspecto que tuviese, estaba claro que a Tom no le había parecido nada bueno.

Con todo, tened por seguro que no era un espectáculo agradable. Nada que pudiera llevarse el primer premio en un concurso de tíos guapos. La vieja Descarnada había pintado a Tom Hauck con sus auténticos colores, y la verdad es que no era un retrato muy favorecedor.

Realmente, no podía culpar a Rose de sentirse como se sentía. Cualquier mujer habría hecho lo mismo si hubiera visto volver al marido a las tantas de la noche y con la pinta de Tom. Tenía derecho a armar un alboroto, aunque no era cosa que solucionase nada ni que me ayudase particularmente a pensar. Cosa que, obviamente, tenía necesidad de hacer y en seguida. Así que la rodeé con un brazo e intenté calmarla.

—Tranquilízate, querida, tranquilízate. No es para tanto, aunque...

—Maldito seas, por qué no lo mataste? —se apartó de mi de un envión—. ¡Me dijiste que habías matado al hijo de puta!

—Y lo hice, cariño. No parece que esté vivo ahora, ¿verdad? Y no podría estar más muerto si...

—Entonces, ¿quién lo ha traído? ¡Qué cochino bastardo lo ha hecho? Si cojo al hijo de puta...

Se puso a mirar a su alrededor con los ojos dilatados como si escuchara algo. Me puse a decir que también yo quería atrapar al tipo, porque no sabía el motivo de aquello. Rose me dijo que cerrase la puerca bocaza.

—Pero, cariño —dije—, ésa no es forma de hablar. Tenemos que tranquilizarnos y...

—¡Allí! —gritó señalando con el dedo—. ¡Allí está! ¡Ese es el hijo de puta que lo ha hecho!

Saltó del porche y echó a correr. De estampida por la vereda que iba de la casa a la carretera. Su blanco cuerpo desnudo se perdió en la oscuridad. Dudé, preguntándome si no debería ponerme los pantalones cuando menos, y entonces me dije que qué hostia y eché a correr tras ella.

No podía ver a lo que Rose había visto. Apenas podía ver nada tan oscuro estaba. Pero sí oí una cosa: el chirriar de las ruedas de un carromato y el blando pateo de los cascos de un caballo en la embarrada vereda.

Seguí corriendo hasta que cesaron chirrido y pateo, y vi el blanco cuerpo de Rose. Oí entonces que volvía a gritar y a maldecir, ordenando que bajara del carromato a quienquiera que estuviese en él.

—¡Baja, negro mamón! ¡Baja, muerto de hambre! ¿Cómo se te ha ocurrido traerme al hijoputa de mi marido?

—Seña Rose. Por favor, seña Rose. Yo... —era la voz suave y asustada de un hombre.

—¡Yo te enseñaré, hijo de puta! ¡Ya te enseñaré yo! ¡Te voy a despellejar tu negro culo hasta que se te vean los huesos!

Cuando llegué peleaba por soltar una correa de los jaeces. La hice a un lado y ella me miró con ojos frenéticos mientras señalaba con dedo tembloroso al tipo que estaba junto al carromato.

Era tío John, el fulano de color de quien ya he hablado. Estaba en pie, con las manos medio levantadas; en la tiniebla, sus ojos asustados parecían completamente blancos. Había apartado la mirada, naturalmente, porque a un tipo de color se le podía matar por mirar a una blanca desnuda.

—¡Él, él lo hizo! —Rose se puso a gritar—. ¡Él fue quien trajo al hijoputa, Nick!

—Bueno, vamos, estoy seguro de que no quería ofender a nadie —dije—. ¿Qué tal, tío John? Hermosa noche.

—Gracias, señó Nick, estoy bien, gracias. —La voz le temblaba de miedo—. Si, tié usté razón, es una noche hermosa.

—¿Serás hijoputa? —gritaba Rose—. ¿Por qué lo trajiste? ¿Por qué se te ocurrió que podíamos querer a ese cochino bastardo?

—¡Rose! —dije—. ¡Rose! —y los ojos de tío John sufrieron un calambre.

—Por favor, seña Rose —dijo como si rezara.

Había visto mucho, mucho más de lo que convenía ver. Y estaba claro que no quería oír nada que pudiera lamentar. Rose volvió a escapárseme y abrió la boca para gritar de nuevo: tío John quiso taparse los oídos con las manos. Porque sabía que no le convenía. Oía cosas y sabía que yo me daba cuenta.

—¡Es insoportable, Nick! ¡Vas y matas al muy hijoputa y ahora este bastardo nos lo trae!

Le di en toda la boca. Ella se giró y se me tiro encima con las uñas por delante. La cogí del pelo, la levanté en el aire y le aticé una leche doble, con la palma y el dorso.

—¿Te enteras? —dije, dejándola en el suelo—. Ahora cierra el pico y vuelve a la casa o te daré la mayor paliza que hayas recibido en tu vida.

Se llevó la mano a la cara. Se miró, dándose cuenta entonces de que estaba desnuda. Sufrió un escalofrió y quiso cubrirse con las manos, al tiempo que miraba asustada a tío John.

—Ni... Nick. ¿Qué... qué vamos a hacer?

—Anda, haz lo que te he dicho —le empujé hacia la casa—. Tío John y yo arreglaremos esto.

—Pe... pero, ¿por qué lo habrá hecho?

—También he pensado en ello —dije—. Andando ahora y no te preocupes por nada.

Vaciló y al momento echó a correr por la vereda. Esperé hasta asegurarme de que se había ido realmente, y entonces me volví hacia tío John.

Le sonreía y él se esforzó por devolverme la sonrisa. Pero le castañeteaban tanto los dientes que no pudo hacerlo.

—Bueno, no tengas miedo, tío John —dije—. No tienes que temer nada de mí. Siempre te he tratado bien, ¿no? ¿No he hecho siempre por ti lo mejor?

—Si, sí, claro que si, señó Nick —dijo con angustia—, y yo siempre me he portado bien con usté, ¿verdá, señó Nick? ¿No es verda? ¿No he sido un negro bueno para usté?

—Claro, claro —dije—. Creo que tienes razón.

—Si, si, señó Nick. Siempre que los negros malos se meten en líos, yo voy y se lo cuento a usté. Si roban un pollo o juegan a los dados o se emborrachan o hacen todo lo que hacen los negros malos, yo siempre voy a contárselo a usté, ¿verdá que sí?

—Claro, claro —dije—, creo que también tienes razón en eso y no lo he olvidado, tío John. Pero, ¿qué harías en este caso?

Tragó saliva, se atragantó y reprimió un gemido.

—Señó Nick, no diré nada de... de lo de esta noche. Sinceramente, señó Nick, no diré nada a nadie. Así que déjeme ir y... y...

—Toma, claro que te dejo —dije—. No te estoy reteniendo, ¿verdad?

—¿Lo... lo dice de verda, señó Nick? ¿De verdá no esta cabreao conmigo? ¿Puedo irme a casa para tener la bocaza cerrada por siempre jamás?

Le dije que claro que podía irse. Pero que yo me sentiría muchísimo mejor si me contara antes cómo se le había ocurrido llevarnos el cadáver de Tom Hauck.

—Si no lo haces a lo mejor me pongo a sospechar de ti. Puede que hasta me figure que has hecho algo malo y que quieres ocultarlo.

—¡No, que va, señó Nick! Si yo no he hecho nada malo. Quería hacer una cosa buena y entonces me confundí, tonto de mi, y... y... ay, señó Nick! —se tapo la cara con las manos—. No me trate mal... tío John no sabía ná y... y... por favor no me mate, señó Nick. Por favor no mate al viejo John.

Le palmee la espalda y le deje llorar un minuto.

Entonces le dije que sabía que no había hecho nada malo, así que no tenía por qué pensar que yo iba a hacérselo a él. Pero que le estaría muy reconocido si me contaba lo que había pasado.

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