1280 almas (7 page)

Read 1280 almas Online

Authors: Jim Thompson

Tags: #Intriga

BOOK: 1280 almas
12.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

Soltó una maldición y fue a ponerme la mano encima. Me quedé donde estaba, sonriéndole, y bajó la mano lentamente hasta dejarla junto al costado.

—Es la verdad, Ken —dije asintiendo—, así están las cosas. Lo único que puedes hacer es esperar. Esperar, en el caso de que alguien mate a los macarras, que nadie encuentre nunca los cadáveres.

Llegaba un tren.

Esperé hasta que se detuvo; y entonces, puesto que Ken parecía demasiado aturdido para subir, le ayudé a hacerlo.

—Otra cosa, Ken —dije, y se volvió para mirarme en el escalón—. Si yo fuera tú, me haría el simpático con Buck. Se me acaba de ocurrir la graciosa idea de que le caes un poco gordo, así que yo no hablaría mas de que vaya a picotear mierda de caballo con los pájaros.

Se dio la vuelta y subió a la plataforma.

Yo me fui al pueblo.

IX

Había pensado que era hora de hacer un poco de campaña política, ya que tenía un oponente tenaz que pedía un cambio. Pero pensé que bastaba por aquella mañana, después de las chulerías de Ken; de todas formas no tenía ningún programa en aquella ocasión.

En las veces anteriores siempre había hecho correr la voz de que estaba contra esto y contra aquello, contra cosas como las peleas de gallos, el whisky, el juego y demás. De este modo, la oposición pensaba que lo mejor era levantarse contra lo mismo, sólo que con un ímpetu dos veces mayor que el mío. Y entonces iba yo y abandonaba. Porque casi todos pueden hacer discursos mejores que los míos y cualquiera podría resultar más contundente en favor o en contra de una cosa. Y es que yo no he tenido nunca convicciones muy arraigadas respecto a nada. Ni las tengo.

Bueno, el caso es que cuando llegaba el momento de optar parecía que la gente se iba a quedar sin diversiones si se votaba a mis oponentes. Lo único que podía hacerse sin correr el riesgo de ser arrestado era beber gaseosa y besar como mucho a la propia esposa. Y a nadie le gustaba demasiado la idea, esposas incluidas.

Así las cosas, mi imagen mejoraba ante el pueblo. Era el típico caso del más vale malo conocido que bueno por conocer, porque lo único que había que hacer era oírme y mirarme un rato para darse cuenta de que yo no protestaba gran cosa contra nada, salvo contra el que dejaran de pagarme el sueldo, y de que mi cacumen no prometía grandes éxitos aún cuando me propusiera hacer algo. Me limitaría a dejar que las cosas fueran como siempre habían sido, porque no había demasiados motivos para cambiarlas. El caso es que cuando se contaban los votos, yo seguía siendo jefe de policía.

No digo que no hubiera cantidad de gente a quien yo no cayera bien. Había muchas personas, personas con quienes había compartido mi niñez y que sabían que yo era un tipo amable que siempre estaba dispuesto a hacer un favor por poco dinero y sin que se tuviese que perjudicar a terceros. Pero me parecía que ya no tenía tantos amigos como solía tener. Ni siquiera los muchos individuos a quienes había favorecido, casi todos, al parecer, se mostraban tan cordiales como antes. Parecían tenerme como inquina por no haberles castigado a gusto. Y realmente no sabía que hacer al respecto, porque no había cogido la costumbre de hacer nada, y no sabía qué hacer para que me eligiesen de nuevo. Pero sí sabía que tenía que hacer algo. Iba a tener que hacer algo o que pensar en alguna cosa completamente distinta de lo que ya había utilizado en el pasado. De lo contrario me quedaría sin trabajo cuando me derrotasen. Rodeé la esquina de la estación y giré por la calle mayor. Entonces di un paso atrás porque vi que había un corro de gente a unas dos manzanas calle arriba, gente que interceptaba el paso por la acera. Parecía que había pelea, así que lo mejor era que me perdiera de vista antes de que tuviera que detener a nadie y pudiera yo sufrir algún daño.

Así que empecé a retroceder hacia la esquina; pero de pronto, sin saber cómo, me recompuse y fui derecho al gentío.

No era realmente una pelea, como me había temido. Era sólo que Tom Hauck estaba dando una paliza a un tipo de color llamado tío John. Al parecer había salido Tom de la ferretería con una caja de cartuchos de escopeta, y tío John había tropezado con él o aquel con este. El caso es que los cartuchos habían caído a tierra y algunos habían rodado hasta la calzada llena de barro. Por esto se había lanzado sobre el tipo de color y se había puesto a darle.

Me puse entre ambos y dije a Tom que se detuviera.

Me pareció que la cosa tenía gracia porque Tom era el marido de Rose Hauck, la tía que se mostraba tan complaciente conmigo. Supongo que un tipo ve siempre la gracia en situaciones así; quiero decir su propia confusión, como si debiera dar el otro cuantas oportunidades pudiera. Aparte de esto, Tom era mucho más grande que yo —los tipos normales son siempre mayores que yo— y estaba un poco bebido.

Lo único que hacía Tom, más o menos, era empinar el codo e ir de caza. Rose, su mujer, se ocupaba de casi todo el trabajo de la granja cuando no estaba baldada a causa de las palizas de Tom. Tom solía asignarle los quehaceres domésticos antes de salir de caza. Estos eran más de lo que podían hacer un hombre fuerte y un muchacho, pero si Rose no los tenía hechos para cuando él volvía, se ganaba una paliza.

El caso es que puso su cara de borracho ante la mía y me preguntó que qué coño pretendía al interponerme en su camino.

—¿Quieres decirme que un blanco no puede pegar a un negro si quiere hacerlo? ¿Pretendes decir que hay una ley en contra?

—Bueno —dije—, yo no sé de esas cosas. No digo que la haya, pero tampoco digo que no. El caso es que hay una ley que prohíbe la alteración del orden y eso es lo que estás haciendo tú.

—¿Y qué hay de ese que me ha alterado a mí? ¿Qué me dices a esto, eh? ¡Un negro hediondo que casi me ha tirado de la acera y me ha volcado la caja de cartuchos!

—Bueno, mira, parece que hay división de opiniones al respecto —dije—. Porque puede dar la sensación de que has sido tú el que le has empujado, en vez de él a ti.

Tom aulló que cuál era la jodida diferencia. El deber del negro era observar a los blancos y cederles el paso.

—Pregúntale a cualquiera —dijo mirando a la muchedumbre congregada—. ¿No digo la verdad, amigos?

—Tienes razón, Tom —dijo uno, y se levantó un leve murmullo de conformidad. Un murmullo sincero a medias, porque a nadie le caía muy bien Tom, así tuvieran que ponerse de su lado contra un tipo de color.

Aunque me pareció que realmente la gente estaba de mi parte. Lo único que tenía que hacer era deslizar un tanto la cuestión y ponerla entre él y yo en vez de situarla entre un blanco y un negro.

—¿De dónde has sacado ese madero con que le has estado pegando? —dije—. Me parece que lo has arrancado de la acera.

—¿Y qué pasa? —dijo Tom—. No esperarás que utilice los puños con un negro.

—Mira, dejemos eso —dije—. La cuestión es que no tienes derecho a pegarle con una propiedad del municipio. Suponte que se rompe la tabla. ¿Que pasaría entonces? ¿Por qué tendrían que pagar una nueva los honrados contribuyentes de esta localidad? ¿Qué ocurriría si pasase alguien por aquí y metiese el pie en el agujero? Pues que los contribuyentes tendrían que pagar los daños.

Tom frunció el ceño, maldijo y miró al gentío. Apenas había una cara amable entre la muchedumbre. Así que maldijo otro poco y dijo que de acuerdo, que a la mierda con la tabla. Cogería los ramales de su caballo y atizaría a tío John con ellos.

—Ah, ah —dije—, eso sí que no. No en este momento por lo menos.

—¿Y quién me lo va a impedir? ¿Qué coño quieres decir con que no en este momento?

—Quiero decir que tío John ya no esta aquí —dije—. Parece que se ha cansado de esperarte.

La boca de Tom se abrió en un espasmo y todo él pareció a punto de estallar. La gente se echó a reír porque tío John, cómo no, se había escabullido, y la cara que había puesto Tom era digna de verse.

Me maldijo; maldijo a la muchedumbre. Entonces montó en su yegua y se alejó espoleándola con tanta violencia que el animal gritaba de dolor.

Puse la tabla de la acera en su sitio. Robert Lee Jefferson, el propietario de la ferretería, me hizo una seña para que entrase. Lo hice y le seguí hasta la oficina del fondo, Robert Lee Jefferson era el fiscal del condado además de dueño de la tienda; el cargo no entorpecía su dedicación al negocio. Me senté y me dijo que había solucionado realmente bien el asunto con Tom Hauck y que Tom guardaría sin duda mucho respeto a la ley y el orden en lo sucesivo.

—Creo que lo hará todo el pueblo, ¿no, Nick? Todos los honrados contribuyentes que han comprobado tu forma de mantener el orden.

—Creo que quieres decir lo contrario de lo que has dicho —dije—. En otras palabras: ¿qué crees que debería haber hecho yo, Robert Lee?

—¡Bueno, deberías haber detenido a Hauck, naturalmente! ¡Tenías que haberle metido en chirona! Había sido feliz acusándole ante el tribunal.

—¿Y por qué podía haberle detenido? Seguro que no por haber atizado a un tipo de color.

—¿Por qué no?

—Vamos, vamos, Robert Lee —dije—. No lo dirás en serio, ¿verdad?

Bajó los ojos para posarlos en el escritorio y dudó un momento. —Bueno, puede que no. Pero podías acusarle de otras cosas. Por ejemplo, de estar borracho en un sitio público. O de cazar fuera de temporada. O de pegar a su mujer. O... bueno.

—Pero Robert Lee —dije—. Todo el mundo hace esas cosas. Por lo menos, lo hace mucha gente.

—¿Sí? No me he dado cuenta de que hayan pasado tantos por el banquillo.

—¡No voy a detener a todos, caramba! A casi todos.

—Estamos hablando concretamente de un individuo. De uno vulgar, de malos instintos, borracho, vago, infractor de la ley y que pega a su esposa. ¿Por qué no das ejemplo con él ante los demás hombres de esta calaña?

Dije que no lo sabía a ciencia cierta, ya que lo ponía de aquella manera. De veras, no lo sabía; pero lo pensaría, y si daba con una solución se lo comunicaría.

—Ya conozco la solución —dijo cortante—. Cualquiera que tenga un poco de seso la conoce. Eres un cobarde.

—Eh, tú, yo no lo diría tan aprisa —dije—. No digo que no sea un cobarde, pero...

—Si tienes miedo de afrontar tus responsabilidades solo, ¿por qué no te buscas un suplente? Los fondos del condado le pagarán.

—Pero si ya tengo un suplente —dije—: mi mujer. Myra es mi sustituto, de modo que puede hacer el trabajo oficinesco por mí.

Robert Lee Jefferson me miró con severidad.

—Nick —dijo—, ¿crees sinceramente que puedes seguir haciendo lo que has hecho hasta ahora? ¿En otras palabras, absolutamente nada? ¿Crees de veras que puedes seguir aceptando chanchullos y robando al municipio sin hacer nada por ganarte el sueldo?

—Bueno, no veo qué otra cosa puedo hacer si quiero continuar en el oficio —dije—. Yo tengo que hacer frente a todos los gastos de los que tipos como tú y el juez del condado no os preocupáis. Siempre estoy fuera, codeándome con cientos de personas, mientras que vosotros sólo veis a éste o a aquel de vez en cuando. Si hay un tipo que se mete en líos, pues yo soy el que tiene que acudir; a vosotros no os ven más que después. Si se necesita un dólar, se acude a mí. Todas las señoras de la iglesia acuden a mi para los donativos y...

—Nick...

—Un mes antes de las elecciones tengo que organizar fiestas cada noche. Y una detrás de otra. Tengo que comprar regalos cuando nace una criatura y tengo que...

—¡Nick! ¡Nick, escúchame! —Robert Lee alzó una mano—. No tienes que hacer todas esas cosas. La gente no tiene por qué esperar que tú las hagas.

—Puede que no tengan por qué hacerlo —dije—. Te lo admito. Pero lo que se tiene derecho a esperar y lo que se espera no es exactamente lo mismo.

—Limítate a hacer tu trabajo, Nick. Y hazlo bien. Demuestra a los demás que eres honrado, valeroso y trabajador, y no tendrás que hacer nada mas.

Negó con la cabeza y dije que no podía.

—No puedo, sencillamente, Robert Lee, y ésta es la cuestión.

—¿No? —se arrellanó en la silla—. ¿Y por qué no puedes, si puedo preguntártelo?

—Hay un par de motivos —dije—. En primer lugar, no soy realmente valiente ni trabajador ni honrado. En segundo lugar, los electores no quieren que lo sea.

—¿Y cómo se te ha ocurrido pensar eso?

—Me eligen, ¿no? Y siguen eligiéndome.

—Es una idea bastante buena —dijo Robert Lee—. Puede que confíen en ti y te tengan simpatía. No han hecho más que darte oportunidades para que hagas las cosas bien. Y lo mejor será que les satisfagas cuando antes, Nick —se adelantó y me dio un golpecito en la rodilla—. Te digo esto como amigo. Si no te espabilas y cumples con tu obligación, perderás y te destituirán.

—¿Crees de veras que Sam Gaddis es tan fuerte, Robert Lee?

—Si lo es, Nick. Ni más ni menos. Sam es precisamente todo lo que tú no eres, si me permites hablar así, y cae bien a los electores. Lo mejor que puedes hacer es menearte, porque si no te bajará los pantalones.

—Ya, ya —dije—. ¡Ya! ¿Te importa que use tu teléfono, Robert Lee?

Dijo que no y llamé a Myra. Le dije que iba a ir a casa de Rose Hauck para ayudarle en sus quehaceres domésticos y que Tom no le diera una paliza en cuanto volviera. Myra dijo que estaba muy bien pensado, porque ella y Rose eran muy buenas amigas —tal creía por lo menos— y que estuviera con ella el tiempo que hiciera falta.

Colgué. Robert Lee Jefferson me miraba como si yo estuviera loco de remate.

—Nick —dijo sacudiendo las manos—, ¿has escuchado lo que te he dicho? ¿Esa es tu idea de cumplir con tu obligación? ¿Ir a la granja de Hauck a trabajar?

—Pero es que Rose necesita ayuda —dije—. Y no me dirás que obro mal al querer ayudarla.

—¡Pues claro que no! Es magnífico que quieras hacerlo; esa es una de tus partes buenas, que siempre quieres ayudar a los demás. Pero... pero... —suspiró y sacudió la cabeza con cansancio—. Ay, Nick, ¿no lo entiendes? Tu misión no consiste en hacer este tipo de cosas. No se te paga para esto. Y tienes que hacer aquello por lo que te pagan, porque de lo contrario Sam Gaddis te vapuleará.

—¿Me vapuleará? —dije—. Ah, vamos, dices en las elecciones.

—¡Pues claro que me refiero a las elecciones. ¡De que coño puedo hablar, si no?

—Bueno, he estado pensando en ello —dije—. He estado pensando mucho en ello, Robert Lee, y creo que he enfocado el asunto desde una perspectiva que acabará con el viejo Sam.

Other books

A Little Dare by Brenda Jackson
One to Count Cadence by James Crumley
The Island of Last Truth by Flavia Company, Laura McGloughlin
All She Wanted (2) by Nicole Deese
The Girl with Ghost Eyes by M.H. Boroson
The Sign by Khoury, Raymond
The Tender Flame by Anne Saunders