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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror

Zombie Nation (36 page)

BOOK: Zombie Nation
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Cuando la puerta de los pasajeros se abrió, el frío aire nocturno del desierto de Utah mordió la cara y las manos de Clark. Él lo ignoró y descendió a la oscuridad. Le hizo una señal al piloto y oyó el disparo de una bengala a quinientos metros más o menos. Uno de sus Humvees. Unos segundos más tarde el desierto se iluminó con la crepitante luz blanca que brillaba deslumbrante desde el techo abollado de la furgoneta abandonada.

El vehículo se estaba enfriando rápidamente con el aire nocturno. El motor chirriaba de tanto en tanto. Había montañas de cristales rotos alrededor de las ventanillas, pilas de espuma negra chamuscada por el fuego que continuaba en el interior. Clark bajó la vista y vio huellas en la arena que se dirigían al nordeste, la misma dirección en la que viajaba la furgoneta. Echó un vistazo a su alrededor, aprovechando la violenta luz de la bengala, y divisó algo. Parecía un cuerpo. Rezó por que la chica no hubiera muerto en el accidente.

Sacó un altavoz de su cinturón y lo puso en marcha.

—Nilla —dijo él, y el nombre viajó a toda velocidad por el desierto, rebotó en colinas a un kilómetro de distancia—. Nilla, sé que estás aquí, en alguna parte. Tienes que dejar de huir.

A su alrededor los vehículos se desplazaban tomando posiciones. Podían llegar a montar un perímetro bastante fuerte cuando se hubieran desplegado correctamente. Pero ¿qué importaba? Si ella se hacía invisible, podía pasar andando cualquier barricada que ellos establecieron.

—Nilla, sé que me tienes miedo. Sé que la última vez que nos encontramos fue traumática. Créeme, a mí también me marcó. —Un Stryker avanzó a su espalda y se detuvo. Los soldados se abrieron en abanico a su señal, rastreando el desierto. Un par de soldados con sus rifles M4 en alto se acercaron al cuerpo que él había divisado e hicieron una señal con el pulgar hacia abajo. Al menos no era la chica.

—Nilla. Sólo quiero detener esto. Detener la matanza, la violencia.

Uno de los soldados dio un grito. Saltó arriba y abajo cogiéndose el brazo. Clark estaba demasiado lejos para ver si había sangre o no, pero sabía qué significaba. El compañero de batalla del soldado se tiró al suelo e hizo un barrido con el rifle, pero la chica era invisible. Si ella era el enemigo, si estaba demasiado asustada para atender a razones, sería una simpleza por su parte matar a uno de sus hombres.

Tenía que zanjar esto antes de que nadie resultara herido. Se dio media vuelta para hacer la señal al Stryker y su arma secreta descendió por la escotilla trasera, escoltada por sus soldados más corpulentos. Al lado de ellos y sus pesados uniformes antibalas, la adolescente parecía aún más pequeña y más joven de lo que realmente era.

Los soldados la acompañaron hasta su lado y él la rodeó con un brazo por los hombros. Ésta sería la parte difícil.

—Nilla, estoy seguro de que recuerdas a Shar. No quiero herir a nadie. Pero lo haré si me veo obligado. —Desenfundó su pistola y colocó el cañón a unos centímetros de la frente de Shar. Le supuso un verdadero esfuerzo apuntar con un arma a un civil, pero lo consiguió.

—Por favor, Nilla —gritó ella. Se revolvió bajo su brazo y él la sujetó con más fuerza.

Nada. Otro soldado de Clark chilló, pero no porque hubiera sido atacado. Algo lo había rozado. ¿Estaba Nilla intentando escapar?

Clark amartilló la pistola. El sonido del percutor echándose atrás reverberó por todo el desierto.

—No —dijo alguien a menos de una docena de metros—. Por favor.

—Muéstrate —pidió Clark.

Ella lo hizo, no tanto materializándose como apareciendo repentinamente donde antes había estado mezclada con las sombras. Tenía un aspecto diferente del que Clark recordaba, más saludable, contra todo pronóstico, como si hubiera prosperado mientras el país sufría y moría.

Los soldados cayeron sobre ella como un equipo de rugby bien entrenado, inmovilizándole la cara y las manos, derribándola. Ella trató de hacerse invisible de nuevo, pero Clark se lo había advertido de antemano y no la dejaron escapar.

—Oh, Dios —exclamó Shar, apretándose contra él, con los brazos alrededor de su cintura.

—Lo has hecho muy bien —le dijo Clark. Bajó cuidadosamente el percutor de su pistola, atento a una descarga accidental a pesar de que el seguro estuviera puesto—. Te lo prometo, esto es lo último que te vamos a pedir.

—Sí. Vale —dijo Shar—. Sólo… no me hagáis ir en el mismo coche que ella, ¿vale? No quiero volver a estar tan cerca de ella.

McDougall era un científico, un científico de verdad. No cabe duda de que puedo fiarme de sus notas. Los ratones del grupo de control han llegado al inevitable resultado negativo, mientras que los del grupo experimental… han sufrido algunos efectos secundarios menores, dermatitis, pérdida de pelo, pero eso es esperable con la radiación (aunque no se trate de un tipo de radiación que Roetgen o Curie podrían reconocer). Pero están vivos, maldita sea, todavía están vivos. Esto podría ser algo. O no. Intenta mantener la actitud científica: enjabonar, aclarar, repetir. [Notas de laboratorio, 18/01/04]

Le dieron una muda de ropa limpia y le dejaron darse una larga ducha de agua caliente. Le dieron de comer un par de hamburguesas que le sirvieron en una bandeja marrón biodegradable. También se comió la bandeja cuando nadie miraba. Una soldado con su traje antidisturbios se ofreció a arreglarle el pelo y prestarle su maquillaje si quería. Ella declinó la oferta. Todos eran muy amables y agradables y nunca se acercaban a menos de dos metros.

La mantuvieron encadenada a la pared en todo momento.

Ella no sabía adónde la habían llevado, pero se hacía una vaga idea. La tuvieron con los ojos vendados, amordazada y con las extremidades inmovilizadas todo el camino hasta su base, pero un vistazo a la pintura descascarillada de las paredes, la incontable sucesión de puertas cerradas, las ventanas estrechas de cristal de seguridad sugerían que estaban o en un hospital psiquiátrico o en una prisión. Había abrazaderas y argollas para cadenas en todas las salas, correas en todas las camas. Las cámaras de seguridad acechaban en las esquinas y todas las puertas eran dobles, de manera que tenían que pedir permiso para que las abrieran dos veces al día, cada vez que se trasladaban de una habitación a otra.

Al final la encerraron en una sala de personal y la dejaron allí. Había dos mesas de cafetería de formica que ocupaban casi por completo la habitación y sólo dejaban espacio para una estrecha barra de metal cromado. La moqueta tenía quemaduras anaranjadas y trozos de plástico endurecido allí donde los ocupantes anteriores habían tirado sus cigarrillos, fusionando las fibras sintéticas. Fluorescentes con forma de herradura zumbaban sobre su cabeza desde un techo de cielo raso de color blanco roto. Detrás de la barra alguien había clavado una línea de letras de madera:

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Había un cartel de neón de Coors cerca de la puerta. En una esquina del techo un detector de movimiento hacía ruido y activaba una luz verde cada vez que ella se levantaba de la silla y merodeaba por la habitación. Al final, estuvo lo bastante aburrida para hacer un experimento. Hizo acopio de toda su energía y se plantó en medio de la habitación, casi invisible, agitando los brazos.

Clic. La luz verde parpadeó un poco, pero se encendió con fuerza y claridad un momento después. Estaba claro que su único truco no la sacaría de esa habitación.

Una puerta se abrió en el otro extremo de la sala, cerca de la barra. El gilipollas al mando, el que le había preguntado su nombre hacía tanto, tanto tiempo, el que había afirmado que mataría a Shar si tenía que hacerlo, entró. Parecía que tenía un palo metido en el culo. Tenía pinta de sacar a diario el susodicho palo, limpiarlo y volver a meterlo.

Se sentó en una de las mesas de cafetería, al menos a dos metros de ella, y puso su gorra en la silla de al lado. La miró sin decir ni una palabra. Había traído un maletín con él; lo puso sobre la mesa y abrió los cierres.

—¿Bebes, Nilla? Tenemos una selección de cervezas para elegir. También bebidas sin alcohol.

Nilla le devolvió la mirada. Si iba a tratarla como un animal de zoo, que la partiera un rayo si hablaba con él. Quería conectar con la personalidad que tenía antes, la oscura Nilla que veía a los humanos como comida y encontraba el fin del mundo irónicamente divertido; pero esa Nilla había desaparecido. No, ella había echado por tierra ese papel cuando había demostrado que Shar le importaba lo suficiente para intentar salvar su vida.

Pero no se lo iba a poner fácil. Apretó los labios en una dura línea y no se movió. Trató de parecer tan muerta como era posible. El mundo la odiaba, la gente como este hombre se había desviado de su camino para demostrarlo. Se negaba a permitir que vieran si le importaba o no.

—Yo no soy un gran bebedor —le contó él—. Pero me gusta bajar aquí de vez en cuando. Es bonito. Alegre. Me permite olvidar durante unos minutos lo que está pasando ahí fuera. Toda la gente muriendo. Los padres perdiendo a sus hijos. Los niños asustados. Estoy intentando detener la epidemia, y haré todo lo que esté en mi mano para acercarme a ese objetivo. Pero a veces necesito relajarme. Alejarme y fingir que todo eso no existe.

Nilla notaba que se le estaban secando los ojos, pero se negó a parpadear.

Él se puso de pie y sacó algo de su maletín. Se acercó a ella, vacilando sólo cuando llegó al radio en que podía morderlo. Ella alargó la mano bajo la mesa y cogió la cadena que la anclaba a la pared. Él depositó un trozo de grueso papel sobre la mesa, delante de ella.

Con un movimiento de muñeca golpeó la cadena contra la parte de abajo de la mesa, haciendo un ruido como el de un disparo. Le enseñó los dientes, abrió los ojos exorbitadamente. Siseó.

Él no se sobresaltó, lo cual tenía que reconocer que la sorprendió. Movió las aletas de la nariz, pero no se sobresaltó. No perdió el tiempo en apartarse hasta la mesa más alejada, pero no se sobresaltó.

Había conocido a tanta gente débil. Él no era uno de ellos.

—Por favor, mira la fotografía que tienes delante. No dispongo de tanto tiempo como me gustaría, así que si puedes dejar los jueguecitos, lo agradecería. Mira la fotografía y dime qué ves.

Ella lo miró a él, no a la fotografía. Al final, él suspiró.

—El lugar que sale en la fotografía es el origen. La epidemia. En un par de días encabezaré un equipo de asalto y vamos a tomarlo. Quizá lo volemos. Me gustaría pensar que será suficiente para acabar con esto. Me gustaría contar con cierta seguridad y espero que tú puedas facilitármela. ¿Reconoces el lugar de la fotografía?

«Vale —pensó—. Dale un centímetro y a ver cuánto toma». Bajó la vista. Nunca había visto el lugar de la fotografía. No significaba nada para ella. Parecía un conjunto de edificios de una sola planta, demasiado grandes para ser casas, quizá se trataba de pabellones de caza o algo así, en lo alto de una montaña. Había figuras extrañas, parecían animales, tal vez reptiles, desperdigadas alrededor de los edificios. Esculturas. Esculturas de dinosaurios entre cimas nevadas.

Montañas de cimas nevadas…, el fuego.

Miró de nuevo.

Destacaba un terreno semicircular perfecto alrededor de los edificios porque estaba vacío. A partir de un determinado límite la fotografía estaba llena de cuerpos. Miles de ellos, cuerpos muertos, de pie, mirando adelante. Era como si los no muertos se hubieran reunido para asaltar los edificios pero una fuerza mágica los mantuviera alejados.

Un lugar en lo alto de las montañas. Un hombre culpable. Un fuego que prendería el mundo en llamas.

Jason Singletary había visto esta fotografía. O había visto lo que mostraba. Había intentado transmitirle su visión.

—¿Dices que comenzó aquí? ¿Cómo? —preguntó ella.

—No lo sabemos. Estoy reuniendo información de todas las fuentes que he podido localizar, incluyéndote a ti. Ahora mismo veo en tu cara que lo reconoces. Cuéntamelo.

Había una frialdad definida en su voz, pero Nilla no sabía qué contarle.

—No he estado nunca allí. No sé qué te encontrarás. Pero…

Era su turno de esperar sin hablar.

—Creo que se supone que debo ir allí. Quizá tú debes llevarme allí. Soy la única que puede hacerlo. —Singletary había sido muy claro en este punto.

—Entiendo.

—No, escucha, he sido elegida para esto. Quizá fui creada para esto, no lo sé… —Valoró la posibilidad de hablarle sobre Singletary y Mael Mag Och, pero sabía que sonaría descabellado. Se alteró mientras pensaba en sus opciones. Cogió la cadena y se puso de pie abruptamente—. Tienes que llevarme allí, o déjame marchar e iré yo misma.

Él asintió y luego, rápida y metódicamente, cerró su maletín con dos clics.

Ella se sentía como si hubiera estado sonámbula. No, se sentía como si hubiera tenido una pesadilla, un sueño en el que había olvidado algo terriblemente importante, algo que tenía que hacer y que había olvidado y se estaba haciendo imperativo. Cuando Singletary había intentado decírselo ella había estado distraída, anhelaba tanto averiguar su nombre. Ahora se dio cuenta de que debería haber prestado más atención.

—Tienes que dejarme marchar —dijo ella.

—De ningún modo. —Él se puso en pie y fue hasta la puerta—. Vi lo que les hiciste a esos hombres en la cueva Jukebox. No volverás a ser libre, no si yo puedo impedirlo.

No pegó un portazo a su espalda, pero era como si lo hubiera hecho. Nilla la miró, la puerta, durante un buen rato. Después dio un tirón a la cadena, tratando de soltarse.

De ningún modo.

Le llevaron otra comida, chuletas de cerdo, un poco más tarde. Ella se las comió, por supuesto, pero en realidad no sabían a nada. Todavía estaba chupando los pequeños trozos de carne gris y rosácea que tenía entre los dientes cuando apagaron las luces.

«Oh, Dios —pensó—. Luces fuera». No quería estar sentada en la oscuridad toda la noche. Los soldados no sabían que ella no dormía. O quizá lo sabían y sólo querían torturarla, obligarla a acatar el horario humano normal de noche y día. Pero luego las luces de emergencia se encendieron, un par de lánguidas bombillas halógenas empotradas en una esquina del techo.

Nilla se puso en pie e intentó llegar a la puerta, intentando avisar a sus captores de que algo iba mal. Sin embargo, la cadena no le permitía llegar.

Hola, muchacha,
dijo Mael, asustándola. Miró a su izquierda. Él estaba agachado sobre una de las mesas. Desnudo, peludo, tatuado. Parecía fuera de lugar en el Olde English Pub, por decirlo con suavidad.

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