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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, #Ciencia ficción

Zombie Island (32 page)

BOOK: Zombie Island
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Jack se quitó la pesada mochila de los hombros y la tiró al suelo, después me ayudó a hacer lo mismo. Abrió la cremallera de mi mochila y comenzó a sacar unos largos cilindros plateados con boquillas en los extremos, los típicos que se utilizan para almacenar aire comprimido. Yo no los había visto nunca.

—¿Qué son? —susurré, mi voz fue inaudible incluso para mí dentro del casco protector.

Jack levantó la vista. Su rostro, enmarcado por la visera de plástico, mostraba una calma total. —Hay un cambio de plan —dijo.

Capítulo 13

Los cuerpos se arqueaban y se empujaban, las espaldas retorcidas, las cabezas aplastadas contra el suelo por los pies que buscaban apoyo. Un millar de cadáveres avanzaba presionándose unos a otros con los brazos y las piernas, impulsándose hacia arriba; las extremidades de los de abajo se partían crujiendo como palos. La que estaba encima, una chica asiática con un peto rosa manchado de sangre, alargó la mano y tocó el remate del tejado del planetario. Una chica somalí, con la bayoneta encajada en la punta de su rifle, atravesó la cabeza de la chica como si fuera una piña. Cuando la muchacha retiró la bayoneta, la chica asiática rodó por el borde de la pirámide de muertos y se aplastó contra el asfalto de Central Park West. Un hombre con un traje de Armani que tenía una pernera descosida se abalanzó para coger su posición. Una de las somalí abrió fuego con una ametralladora del calibre 50 que estaba montada sobre un trípode, y de su cuerpo salieron despedidos trozos de carne podrida que llovieron sobre los cadáveres de debajo como una lluvia repugnante.

La inhumana pirámide no iba a funcionar. De modo que Gary volvió a su plan original y miró a través de los ojos del hombre muerto que estaba dentro de las ruinas del Museo de Historia Natural. Un pequeño escuadrón, que requería atención constante, había logrado abrirse camino a través de los escombros, trepando torpemente sobre las estatuas caídas y colándose por los huecos de las montañas de ladrillos rotos. Manchados de polvo rojo, con los ojos secándose en sus cuencas, tres de ellos se habían encaramado por un sector roto y retorcido del tendido de iluminación para acceder al cuarto piso. Gary los dejó valerse por sí mismos durante uno o dos minutos mientras trataba de organizar la pirámide, pero en ese espacio de tiempo, dos de sus exploradores muertos se las habían arreglado para volver al piso de abajo después de caerse por un balcón. Uno tenía las dos piernas rotas y había quedado inservible; por principio, Gary absorbió su vida. El otro no requería su atención: su cabeza se había empalado en una varilla que estaba al descubierto. El tercer y último muerto, que sí seguía en activo, se había detenido, incapaz de proseguir. Estaba casi inmóvil, con los brazos caídos a los lados, moviendo la cabeza adelante y atrás. Estaba tratando de procesar lo que tenía delante, una sombra que se cernía sobre él desde la fría oscuridad del museo: era una calavera lo bastante grande como para que pudiera meterse dentro, con dientes tan grandes como machetes de combate y unas cuencas oculares en la que cabía su cabeza.

Era la calavera del Tyrannosaurus rex. El hombre muerto estaba tratando de discernir si era comida o un enemigo, o ambas cosas a la vez. Naturalmente, no era ninguna de las dos, ni siquiera tenía médula que chuparle de los huesos, ya que la calavera no era más que una réplica hecha con resina de polímero. Gary gruñó y tomó el control directo de las piernas y brazos del cadáver. Naturalmente, sus soldados siempre habían sido estúpidos, pero, por otra parte, no habían comido desde el día que Mael se apoderó de ellos. Como resultado, estaban perdiendo aptitudes ante las formas más malignas de decadencia física. Tenían los ojos blancos por la corrupción de los tejidos, los dedos agarrotados y contorsionados. Al forzar al hombre a ir a paso ligero, Gary estaba dañando sus tejidos vitales más allá de cualquier arreglo posible. En cuestión de horas ese receptáculo quedaría totalmente destrozado. «Es irrelevante», se dijo a sí mismo. Sólo lo necesitaba unos cuantos minutos más. De acuerdo con el plano del museo, el fondo de la sala de los dinosaurios saurisquios colindaba con el piso más alto del planetario. Si había alguna forma de subir al tejado, debía de estar en las proximidades. La penumbra dominaba la sala de los dinosaurios, pero no era una oscuridad total. Gary intentó relajar los ojos del cadáver, que empezaban a fallar, y percibir de dónde venía la luz. A base de ensayo y error, finalmente logró encaminar correctamente al hombre muerto: había un considerable agujero en la pared, una zona donde se habían caído los ladrillos y se había partido el yeso dejando pasar la luz del sol con un soplo de aire fresco. Gary hizo pasar el cuerpo que controlaba a distancia por el agujero y empujó. La carne del hombre muerto se enganchó en las tuberías rotas y vigas de madera y se desgarró, pero se aproximó, centímetro a centímetro, a la salida. Al fin, su cara emergió a la luz y, durante un momento, Gary se quedó con la visión en blanco mientras las pupilas de su enviado intentaban desesperadamente contraerse. Una vez recuperó la visión, bajó la vista y vio exactamente lo que quería ver: el tejado del planetario menos de un metro más abajo, tela asfáltica, ventiladores de respiración y niñas soldado somalíes. ¡Había logrado llegar! De inmediato, Gary trasladó su atención para llamar a centenares de tropas —no, millares— y las dirigió al Museo de Historia Natural. Su intención era sacar el máximo provecho a ese punto débil.

Después, regresó al cerebro dañado del explorador, sólo para ponderar la situación, y se encontró mirando de frente a una sonriente adolescente. Sujetaba una pequeña granada de mano, esférica y verde. Gary intentó que el hombre muerto se lanzara con los dientes a por su mano, pero no pudo impedir que ella le metiera la granada en la boca al muerto. Sintió su volumen esférico, el molesto peso en la boca. Podía notar su sabor metálico.

No le hacía falta quedarse para saber qué sucedería a continuación. Entonces, el hueco en la pared era inútil, las chicas lo mantendrían vigilado y podrían acabar sin problemas con todas las tropas que enviase por ese camino.

—¡Joder! —gritó, y se apartó de las murallas del
broch
. De regreso a su cuerpo por primera vez desde que había comenzado el asalto, bajó a zancadas la escalera, con las momias siguiéndolo a su espalda. Dejó al hombre sin nariz en el nivel de arriba para observar la batalla. Desanimado, continuó prestando atención a la lucha en la zona oeste, donde sus tropas caían de uno en uno, pero no le interesaban los pormenores. Ayaan no se iría a ninguna parte y él tampoco. Tan sólo necesitaba un momento para reflexionar.

Llegó a la planta principal de la torre y se dejó caer agradecido en la bañera de formaldehído. Últimamente, cada vez le costaba más moverse por sus propios medios, quizá pasaba tanto tiempo conectado al
eididh
que sus músculos se estaban atrofiando. Algo de lo que se encargaría cuando tuviera ocasión. Cuando eso hubiera acabado y pudiera…

PAM. PAAAM. PAAM

El polvo de los ladrillos cayó de las galerías superiores y salpicó su bañera como si fuera pimentón. Gary se sentó derramando agua por todas partes y se conectó en busca de información. El lado oeste del
broch
estaba coronado por una masa inmóvil de humo. El hombre sin nariz estaba sobre los tablones de madera de la galería superior, se había caído a causa de los impactos. Gary lo obligó a ponerse en pie y echar un vistazo.

Una de las chicas tenía un lanzagranadas a propulsión: la misma arma que Dekalb había utilizado contra los policías antidisturbios muertos. Estaba apuntando directamente al
broch.
Las granadas propulsadas aparecieron en el campo visual de Gary como mortales balones de fútbol girando en el aire, dejando un rastro totalmente recto de vapor blanco.

PAAAAAAAAAAAM.

Gary se había puesto furioso mientras convocaba más tropas —¡a la mierda todos!— y las enviaba hacia el museo. Acabaría con eso al instante, fuera como fuese. Si tenía que echar abajo el planetario con la fuerza bruta de un millón de hombres muertos, lo haría. Si tenía que despedazar el lugar él mismo, lo haría. Ordenó a su gigante que avanzara a zancadas entre la marea de muertos, sus largas piernas lo propulsaban adelante mucho más de prisa de lo que el resto podía caminar. Dio orden a la mujer sin rostro para que se convirtiera en sus ojos, había comido recientemente, de modo que sus globos oculares no deberían de estar nublados por la podredumbre. ¡Maldita sea, esto no iba a durar!

El ejército de muertos estaba rodeando el planetario en hileras de cien individuos, empujaban con los hombros el edificio hasta que comenzaban a caer unos sobre otros, cuando Gary oyó el disparo con sus propios oídos. Su atención volvió a sus propios sentidos de inmediato.

Ese ruido procedía del interior del
broch.

Capítulo 14

Jack tuvo que trabajar a la luz de un puñado de luces químicas. Nos quitamos los trajes de seguridad para trabajar con más facilidad; yo esperé, paciente, sus órdenes. Abrió la enorme mochila que yo había llevado hasta el interior de la fortaleza de Gary y extrajo un par de paquetes plateados con pegatinas de advertencia impresas en letra muy pequeña. Le eché un vistazo a los paquetes, pero no tenía ni idea de qué estaba mirando. Además de los cilindros metálicos de gas había unas ordenadas pilas de componentes electrónicos y unos ladrillos de algo que parecía blando de color blanco apagado. Me percaté de lo que faltaba: pistolas. Allí no había armas de fuego. Ni pistolas, ni rifles de asalto, ni escopetas. Tampoco lanzagranadas, rifles de mira telescópica o metralletas.

Tampoco había machetes. El machete de combate que llevaba sujeto a la pernera de mi traje era la única arma que encontré. Abrí la cremallera de la mochila de Jack creyendo que él se habría ocupado de cargar con todo el armamento porque no confiaba en que yo no me disparara en un pie (una afirmación justa, si era lo que realmente había estado pensando). Pero no. Alargó un brazo y frenó mi mano.

—Yo descargaré eso —dijo él.

—¿Estás preparado para contarme qué estamos haciendo? —le dije con cautela.

—No —respondió.

Auténtico estilo de Jack. Sólo no, negativo, mmm… Sacó el teléfono de la red Iridium de mi mochila y lo dejó en el suelo antes de comprobar, probablemente por tercera vez, que estaba configurado para vibrar y no sonar. Era casi seguro que no tendría cobertura a través de todas esas paredes de piedra, pero no iba a arriesgarse.

—Empieza a pasarme esos ladrillos, de uno en uno, muy lentamente —dijo, señalando mi mochila.

Saqué uno. Parecía de polvo, como una pastilla de jabón a punto de desmigajarse, y estaba envuelto en una fina capa de plástico similar al film de cocina. Noté una hendidura en el ladrillo en el lugar por donde lo había cogido con el pulgar, pero a Jack no pareció importarle. Le quitó el plástico y, después, tomó uno de los cilindros de gas comprimido y cubrió el exterior del cilindro con la sustancia con aspecto de masilla extendiéndola con mucho cuidado. Mientras trabajaba con ella, la sustancia perdió su consistencia granulosa y se tornó elástica y maleable.

Había visto eso antes. Era bastante común y lo bastante barato para figurar habitualmente en los arsenales de los países más desarrollados. Por no mencionar los campos de entrenamiento de terroristas.

—Eso es Semtex, ¿verdad?

Jack me fulminó con la mirada.

Tonto de mí, creí que estaba enfadado porque había utilizado el nombre europeo.

—Perdón. C-4. Explosivo plástico. Vas a volar a Gary por los aires.

—Algo por el estilo. —Volvió a su trabajo. Colocó una nueva carga alrededor de un segundo cilindro.

Tenía que saberlo. Cogí uno de los cilindros. Tenía una pegatina borrosa cerca de la boquilla en la que había dos símbolos. Uno era un triángulo con un tubo de ensayo roto. Del punto de ruptura salían vapores. El otro símbolo era una calavera y dos tibias cruzadas.

Los paquetes plateados contenían dos jeringuillas autoinyectables de atropina. Parte de los primeros auxilios en caso de una fuga de armas químicas.

—¿Qué hay en esos cilindros? ¿Gas sarín? —pregunté en voz muy, muy baja.

—VX. —Resopló como si yo hubiera ofendido su orgullo profesional—. Tiene una dosis letal al cincuenta por ciento de diez miligramos, por inhalación o vía cutánea.

Una dosis letal de una cienmilésima parte de un gramo. Sólo hacía falta una gota minúscula. Sabía muchísimo más sobre dosis letales al cincuenta por ciento y tasas de exposición cutánea versus exposición inoculada de lo que hubiera querido. Esa sustancia era mi peor pesadilla cuando trabajaba como inspector de armamento. Había sido la peor pesadilla de cualquiera si alguien hubiera estado tan loco como para usarla. Incluso Sadam Hussein había utilizado agentes nerviosos mucho menos peligrosos que el VX cuando estaba intentado masacrar a los kurdos. Era un invento de los ingleses. Se lo habían vendido a Estados Unidos a cambio de los planos de la bomba atómica. Así de letal era.

—Los militares lo intentaron todo cuando estalló la Epidemia —me contó Jack—. Corría el rumor de que iban a destruir Manhattan con armas nucleares, pero supongo que no pudieron conseguirlo. Pero sí probaron a gasear Spanish Harlem. Esto es todo lo que queda de los activos que trajeron para ese proyecto.

—¿Utilizaron agentes nerviosos contra los muertos vivientes? —pregunté incrédulo. Supongo que si hubiera estado en su lugar, también habría probado todo lo que tuviera al alcance de la mano, pero eso era exagerado—. ¿Y… funcionó?

—Debería. Un tipo muerto es poco más que un sistema nervioso capaz de caminar y el VX es un agente nervioso. Produce un cortocircuito en el ciclo de acetilcolina. Debería haber funcionado.

Evidentemente no había funcionado. Como mucho, los militares sólo consiguieron eliminar a cualquier superviviente que estuviera atrincherado en el vecindario mientras los muertos salían indemnes. Las cosas que hacemos con las mejores intenciones… Negué con la cabeza. —Entonces, no has venido para matar a Gary.

Jack metió la mano en su mochila y sacó una pistola, una Glock 9 milímetros. No me estaba apuntando, no me amenazó en ningún momento. Con mucho cuidado, y con el cañón apuntando a la pared en todo momento, la depositó en el suelo.

—Te hablé una vez sobre mi plan de contingencia. Sobre que pensaba en matarlos mientras dormían. —Continuó colocando las cargas alrededor de los cilindros. No hice nada. Recordaba bastante bien lo que me había dicho. Por entonces me había asustado, pero, en ese momento, me asustó aún más porque sabía que lo decía en serio—. Dekalb —prosiguió—, no hay esperanzas para un intento de rescate. Sencillamente, no se puede hacer. He repasado un millón de hipótesis y no hay forma de que nosotros dos salgamos con vida.

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