Zombie Island (21 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, #Ciencia ficción

BOOK: Zombie Island
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Capítulo 15

Gary se arrodilló en el barro de Riverside Park y miró al otro lado del río, al embarcadero de la calle Setenta y nueve. Todavía había unos barcos anclados allí, tenían los mástiles partidos y los cascos se mecían inertes sobre el agua. Una lancha ardía en medio de los demás, el humo acre que se desprendía del compartimiento del motor flotaba sobre la brisa nocturna hasta la inquieta nariz de Gary. Una embarcación, un enorme barco de vela de competición con la botavara cubierta parecía como si todavía estuviera en condiciones de navegar. Tenía dos grandes timones en la popa amarrados a la cubierta. Cada pocos segundos, una luz eléctrica se encendía en la proa. Alguien había izado una bandera norteamericana al revés en el mástil.

Mael estaba convencido de que había supervivientes en el amarradero. No sería difícil dar con ellos.

Gary se quitó los zapatos y se metió en el Hudson, el hombre sin nariz y la mujer sin rostro lo seguían pegados a él. Ambos se fueron al fondo como piedras mientras que Gary flotaba como un corcho sobre el agua. Se dio cuenta de que estaba aguantando la respiración. Soltó el aire —no lo necesitaba— y descendió hasta el fondo. El agua estaba fría, lo notaba a través de su gruesa piel, pero no le molestaba. También estaba oscuro, tan turbio y sombrío que apenas podía ver más que unos centímetros delante de su cara. Sería fácil perderse allí abajo. La poca luz de luna que penetraba a través de la superficie cambiaba y titilaba de tal forma que era prácticamente inútil. Distinguía las corrientes de limo que fluían ante él y también los contornos de chatarra acumulados durante siglos: coches antiguos, bidones de doscientos litros oxidados, montañas y montañas de bolsas de basura negras cerradas con alambres. Todo estaba recubierto de finas algas, frondas que se agitaban con el fluir del río. Cada paso que Gary daba requería un esfuerzo ingente, pero no cejaba. Sus pies se hundieron en el lecho del río, pero prosiguió en busca del ancla del barco de vela.

El hombre sin nariz emergió de la oscuridad a la derecha de Gary. El hombre muerto parecía estar más en su medio bajo el agua que en tierra firme, era una cosa blanca y carnosa con el pelo flotando y ropas andrajosas. De su camisa salían burbujas plateadas. Gary observó con desaprobación cómo su compañero cazaba un pez en las aguas negras y hundía sus dientes en él. Lo rodearon nubes de sangre que le ocultaron temporalmente de la vista.

El hombre sin nariz marchaba sin problemas. Después del botín del día el muerto viviente, que en su día había sido incapaz de alimentarse, había vuelto a actuar de acuerdo a su propia voluntad. La mujer sin rostro estaba haciendo progresos con más lentitud, pero al menos había logrado deshacerse de la fauna de insectos que había anidado en sus clavículas.

Todos estaban bien alimentados a las órdenes de Mael. Gary había descubierto que tenía verdadero talento para matar. Gozaba haciéndolo.

Su primera misión había sido una anciana refugiada en una casa de ladrillo en Harlem. Se había atrincherado en la segunda planta bloqueando la escalera con muebles rotos y pilas de revistas viejas. La parte más difícil había sido escalar sobre todos aquellos escombros. Cuando llegaron arriba, la encontraron en el baño, agachada detrás de un cesto de mimbre. Gary creía que lo asaltarían los reparos morales cuando ella suplicara por su vida, pero la realidad era que temblaba con tal violencia que era incapaz de articular palabra. No encontró dificultad alguna cuando la atacó, no hubo duda alguna por su parte, todo fue frío y mecánico hasta que lo asaltó el hambre; no habría podido contenerse aunque lo hubiera intentado.

Se marcharon cuando acabaron, deteniéndose en la parada de tren de la calle Ciento veinticinco. La terminal y los andenes estaban abandonados, pero había un edificio adyacente con las ventanas y puertas cubiertas con tablones de madera y que estaba abandonado desde siempre, la fachada calcinada del edificio de oficinas de ladrillo estaba decorada con un elaborado escudo de armas. A un lado, medio colgaba una banderola que anunciaba la venta de ordenadores portátiles de segunda mano. Gary veía la luz del sol filtrándose por las ventanas del edificio desde los andenes, así como árboles entre las vigas del techo roto. También divisó una espiral de humo blanco saliendo desde lo alto del edificio; el humo desapareció tan pronto como lo vio. Alguien allí arriba había encendido un fuego y debía de haberlo apagado a toda prisa.

Los accesos al edificio a pie de calle llevaban décadas clausurados, pero entre los tres acabaron en un abrir y cerrar de ojos de retirar las maderas que tapaban una de las ventanas y golpearon el tablón con los hombros al unísono. En el interior había triángulos de luz que entraba desde el techo, que estaba tres pisos más arriba. El lugar había sufrido una explosión en su día, dejando un laberinto de tres dimensiones de palés rotos y vigas colgantes. Treparon hacia arriba, siempre hacia arriba, yendo de un tablón a otro a cuatro patas, cayéndose de espaldas cada vez que los tablones cedían, avanzando cuando resistían. Con la paciencia de los muertos, siguieron insistiendo y avanzando. Quien fuera que se había refugiado en el tejado podría haberles tirado escombros o haberles disparado en cualquier momento, pero cuando llegaron al último piso no se encontraron con ningún tipo de oposición.

Muy oportunamente, alguien había dejado una escalera de pintor bajo el agujero que daba al tejado. Atravesaron la tela asfáltica y emergieron a la claridad de la luz del día. Gary vio un cobertizo abierto hecho a mano sobre la última esquina estable del tejado. Cerca, ardían los rescoldos de una hoguera, coronada con una rata a la espera de ser asada. Oyó un crujido y el golpeteo de la grava cayendo a la calle. Al volverse se encontró con un hombre vivo sentado en el borde de una de las vigas del tejado, a un paso del fin. Parecía un vagabundo, tenía la cara cubierta de mugre, su ropa estaba desteñida y rota.

Gary avanzó un paso en dirección al hombre y éste saltó al vacío. Debió de pensar que eso era mejor que lo que Gary tenía previsto para él. Desde su punto de vista probablemente era un pensamiento acertado. El hombre sin nariz y la mujer sin rostro corretearon de vuelta a la calle para cogerlo antes de que pudiera levantarse. Gary se tomó su tiempo. Ya no era carne lo que quería, era la fuerza vital, la energía dorada de los vivos que lo podía fortalecer.

Cuatro horas más tarde estaba en el fondo del Hudson con las manos sobre la cadena del ancla del velero. Se prometió a sí mismo que no permitiría que esos supervivientes escaparan. Comenzó a trepar, una mano sobre la otra, sus subordinados lo seguían. Cuando volvió a sacar la cabeza a la superficie, alargó una mano y saltó a la cubierta del barco, chorreando agua por todas partes. Se puso de pie y notó cómo se balanceaba mientras la corriente mecía la embarcación. Había un camarote en medio de la cubierta, la escotilla estaba encastrada en la madera. Ése era su destino. Sin embargo, antes de que Gary tuviera oportunidad de recorrer la mitad de la distancia que lo separaba de la puerta, ésta se abrió y se asomó un ser humano vivo. Tenía en la mano lo que parecía ser una pistola de juguete. Era de color naranja brillante y tenía un cañón lo bastante ancho para disparar pelotas de golf.

La pistola emitió un fuerte sonido sibilante y la cubierta se llenó de humo. La mujer sin rostro bajó la vista hasta su abdomen donde un cilindro metálico silbaba y chisporroteaba. Tras un estallido de luz roja parecido al de un fuego artificial, explotó, lanzándole nuevamente al agua.

—¿Una pistola de bengalas? —preguntó Gary en voz alta—. Mierda, ¿una pistola de bengalas? ¿Qué es lo siguiente? ¿Una pistola para dar la salida en las carreras?

—Dios —dijo el hombre vivo. Llevaba un forro polar azul con la cremallera subida hasta el cuello—. Puedes… puedes hablar. —Dejó la pistola de bengalas y levantó las manos, suplicante—. ¡Lo siento mucho! ¡Creía que eras uno de esas cosas muertas!

«Lo soy», pensó Gary, y se preparó para abalanzarse sobre el idiota. Pero antes de que pudiera ponerse en posición de ataque, el hombre corrió por la cubierta y se asomó por la borda, mirando las aguas turbulentas—. Dios santo, ¡qué he hecho! Tengo un salvavidas por alguna parte. ¿Sabe nadar? Gary miró hacia el agua. Divisó a la mujer sin rostro bajo la superficie, iluminada por la bengala, agitándose mientras se hundía hacia el fondo, luchando por sacarse la bengala de las entrañas—. Estará bien —dijo Gary, con el tono más amenazante que fue capaz de impostar desde su garganta empapada—. Por otra parte, tú…

—Oh. Estás muerto. —La cara del hombre vivo se puso pálida—. Pero puedes hablar. Ven bajo cubierta. Discutiremos, discutiremos esto como personas racionales. Por favor.

Gary sintió ganas de reír, pero se limitó a asentir con la cabeza. Descendió a las tripas del barco, dejando al hombre sin nariz a cargo de ayudar a la mujer sin rostro a volver a la cubierta cuando pudiera. Gary agachó la cabeza para atravesar una cocina de techo bajo y siguió a su guía hasta un estrecho camarote en la proa del barco.

—¿Quieres un café? —le preguntó, sirviéndose una taza de una pequeña cafetera eléctrica—. No, supongo que no. Por cierto, me llamo Phil, Phil Chambers, soy de… originalmente soy de Albany. Las cosas fueron mal por allí. Bajamos por el río con la esperanza de encontrar un lugar seguro… Saugerties fue pasto de las llamas y, ahora, la ciudad de Nueva York es esto, me refiero a que no hay ningún lugar al que ir salvo al Atlántico, a mar abierto. Éste es el final del recorrido.


—dijo Gary. Sólo le llevaría un momento matar a ese hombre. Un mordisco rápido en la garganta. Una laceración profunda en la carótida.

Chambers sacó unos mapas de un casillero y los extendió sobre la mesa.

Miró fijamente la taza, como si hubiera descubierto un bicho flotando dentro.

—Por favor, no lo hagas —suplicó—. Mis hijos están en la popa. No tienen a nadie más. Oh, Dios, no. No, no matarás también a mis hijos. Por favor.

Gary se acercó hasta que sintió el calor corporal del hombre. Chambers estaba temblando y apestaba a sudor. Gary lo agarró por el pelo de la nuca.

—Te lo suplico, tío. Te lo estoy suplicando. Te lo suplico.

Empezaron a rodar lágrimas de verdad por las mejillas del hombre. Gary las saboreó cuando clavó los dientes en su carne dócil.

Gary había pensado que sería difícil cuando suplicaran por sus vidas. Había sentido pavor cuando la anciana había empezado a balbucear. Pero resultó que no había ninguna diferencia.

Capítulo 16

Jack me miró por encima del hombro cuando me acerqué. Tenía a la chica — la que había llamado al gato y había sido atacada por el animal no muerto por ser cariñosa con él— detrás de una puerta de hierro en el hueco de una escalera. Tenía más pinta de hosca que de asustada.

—Espera, Dekalb —dijo Jack—. Primero tengo que ver qué le ocurre. Asentí y me senté sobre una caja. Según un cartel pegado a la pared, estábamos en la última barrera de seguridad del andén número 7. Los túneles no se podían bloquear, así que los supervivientes habían sellado los andenes, limitando su territorio a las explanadas y los pasillos que las comunicaban, donde podían garantizar su seguridad. Shailesh me había contado que en realidad nunca habían visto a ningún no muerto en las vías, pero que Jack se negaba a arriesgarse.

La chica —su chapa identificativa ponía «HOLA, MI NOMBRE ES
Carly
»— había sido alejada del andén para ver si moría o no. Si no, podría regresar. Si moría, Jack le pegaría un tiro en la cabeza. En cualquier caso, Jack iba a pasar la noche a su lado.

Hizo lo que pudo, le pasó un botiquín de primeros auxilios entre los barrotes. Ella se aplicó mercromina en los brazos hasta que se le pusieron de color naranja.

—¿Has olvidado lo que te enseñé? —le recriminó Jack en un tono neutro. Como si sólo le estuviera preguntando algún dato práctico—. Nunca toques nada que haya estado en el exterior. No hasta que sea desinfectado.

—Parecía tan asustado, yo sólo quería… —Carly se encogió de hombros Tampoco es que importe. De todas formas, todos moriremos.

—No puedes ceder a esa actitud ahora. Especialmente ahora, cuando tenemos una oportunidad de verdad de salir de aquí. ¿No has oído lo del barco?

La chica me clavó la mirada. No había más que pura antipatía en sus ojos, un rechazo absoluto a conectar conmigo.

—¿Sí? Bueno, gracias por convertir mi muerte en una ironía más grande, abuelo.

—No hables así a los mayores —dijo Jack. No levantó la voz, pero su tono me puso la piel de gallina a mí—. ¿Me estás oyendo?

—Sí, señor. No me importa una mierda, señor. —Se dio media vuelta y empezó a alejarse de la puerta—. Ya he tenido suficiente —gritó—. Me voy a Brooklyn. —Fuera sólo había un tubo fluorescente encendido. La oscuridad se la tragó rápidamente.

Jack no la llamó. En cambio, se desplomó en el suelo de baldosas, con la espalda apoyada en la pared para poder vigilar la puerta. Recogió su SPAS-12 y se la puso sobre las rodillas. Se metió la mano en un bolsillo y sacó un cartucho, un proyectil de tungsteno de dos pulgadas y media, a menos que me equivocara.

—¿Qué posibilidades tiene? —pregunté.

—Basándome en lo que he visto, un noventa por ciento. Háblame, Dekalb. Cuéntame por qué sigues persiguiéndome mientras yo me limito a intentar hacer mi trabajo. —Esas palabras eran muy directas y vulnerables para haber salido de ese hombre. Era evidente que estaba sometido a mucho estrés. Pensé en dejarlo a solas y volver al día siguiente, pero intuía que todos sus días eran así.

—Enviaste a un par de personas al exterior hace unos días. Paul y Kev, creo. —Ray me había mencionado sus nombres cuando hablamos en la puerta.

Él asintió y abrió la recámara de su arma. Metió el cartucho y la cerró otra vez.

—Sí —confirmó.

—Así que no estáis atrapados aquí dentro. Podéis enviar gente al exterior cuando necesitáis, digamos, conseguir suministros o lo que sea. No digo que no sea peligroso, pero se puede hacer. Debes de conocer trucos para sobrevivir que nosotros desconocemos.

Sin apartar la vista de la puerta de rejas que tenía delante, levantó los extremos de la boca. No lo llamaría una sonrisa.

—Claro. Conocemos un truco genial. Se llama desesperación. Cuando tenemos el hambre suficiente, siempre hay alguien que se ofrece voluntario para salir y conseguir más comida. A veces, la gente se aburre y sale por su cuenta. Algunos incluso vuelven. Se nos está acabando todo, Dekalb. No sé si te has dado cuenta, pero el recurso del que más cortos andamos es de hombres solteros de dieciocho a treinta y cinco años. Son los que se ofrecieron voluntarios primero.

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