Zombie Island (9 page)

Read Zombie Island Online

Authors: David Wellington

Tags: #Terror, #Ciencia ficción

BOOK: Zombie Island
9.54Mb size Format: txt, pdf, ePub


Sharmutaada ayaa ku dhashay was!
—aulló ella, con la cara iluminada, exultante.

El hombre del cárdigan ni siquiera hizo una pausa. En el instante en que su mitad superior golpeó el suelo, comenzó a arrastrarse hacia Ifiyah otra vez. La comandante vació el resto de su cargador en el cuerpo, pero pasó por alto la cabeza. Antes de que tuviera la oportunidad de recargar, dos manos esqueléticas habían atenazado su rodilla y unos dientes rotos se le hundieron profundamente en el muslo.

Dos de las soldados apartaron el cadáver de la pierna de Ifiyah. Saltaron sobre la cabeza del muerto con los tacones de sus botas de combate hasta que no quedó más que grasa y fragmentos de hueso. Pero era demasiado tarde. Ifiyah se agarró la herida, se olvidó de su rifle y levantó la vista a sus subalternas en busca de ideas.

—Tenemos que encontrar un transporte sanitario de emergencias seguro —me dijo Ayaan—, y tú eres nuestro especialista en la región. —Yo estaba tan absorto en lo que le había sucedido a Ifiyah que no la había visto llegar y lancé un grito—. ¡Sácanos de aquí, Dekalb!

Asentí con la cabeza y miré al oeste por la Catorce. Sólo había unos cuantos viniendo a por nosotros desde allí.

—Que alguien lo desate —dije, señalando a Gary—. Es médico. Un
taketar.
Le necesitamos. —Hicieron lo que les dije. El hombre muerto alegó que no podía correr, así que designé a dos chicas para que cargaran con él. Si les disgustaba su misión, estaban muy bien entrenadas como para decirlo. Yo mismo cogí a Ifiyah —me alteró un poco comprobar que sólo pesaba un poco más que mi hija de siete años, Sarah— y nos pusimos en marcha a la carrera, abriéndonos paso por la Catorce, con las armas golpeándonos en la espalda. Esquivarnos a los muertos cuando trataron de darnos zarpazos. Una de las chicas resultó atrapada por un cadáver especialmente hábil, pero lo pateó en la cara y se libró de él.

Estaba sin aliento antes de haber recorrido una manzana de la avenida pero no me permití reducir el ritmo hasta que pasamos de largo un edificio cubierto de andamios y la calle se abrió en el cruce de Union Square. Entonces me di cuenta de que no tenía ni idea de adonde estaba yendo. Nos estábamos alejando del río y de la seguridad del barco. ¿Qué tipo de cobijo podíamos esperar de los muertos?

Capítulo 17

Di la orden de que nos detuviéramos y nos reunimos en torno a la estatua de Gandhi en la esquina de Union Square. Levanté la vista al sonriente rostro de bronce y me disculpé en silencio por rodearlo de un ejército de niñas armadas hasta los dientes. Me acordaba de cuando los niños de los hippies colocaban collares de flores alrededor del cuello del pacifista; ahora, lo único que quedaba eran alambres.

—Se comen las flores —comentó Gary. Bajé la vista y lo miré.

—¿Flores? —pregunté.

—Cualquier cosa viva. La carne es mejor y la carne viva todavía más, pero son capaces de roer la corteza de un árbol si es preciso. —Se acercó hasta un enorme roble inclinado y puso una mano sobre una de sus gruesas ramas. Ciertamente, faltaban trozos de corteza en forma de surcos paralelos en la madera.

—¿Por qué, maldita sea? ¿Por qué lo hacen?

Gary se encogió de hombros y se sentó bajo el árbol.

—Es una compulsión. No puedes resistirte durante mucho tiempo, el hambre se apodera de ti. Tengo una teoría… A ver, a estas alturas deberían de haberse podrido. Los cuerpos humanos se descomponen rápido. Ya deberían ser pilas de huesos y despojos, pero yo los veo bastante sanos.

Lo fulminé con la mirada.

—Vale, vale, lo siento. Por «sanos» me refiero a que están «de una pieza». Creo que cuando comen carne viva extraen algún tipo de fuerza o lo que sea de ella. Una especie de energía que los ayuda a aguantar.

—Tonterías —dije en voz baja. Miré a las chicas para ver si estaban de acuerdo conmigo, pero eran como estatuas. Se habían quedado en silencio, incapaces de asumir lo mucho que se habían complicado las cosas. Necesitaban que alguien les dijera qué hacer de inmediato. Con la comandante Ifiyah fuera de combate, no sabían a quién seguir.

Yo estaba en blanco. ¿Adónde iríamos? Nuestra única vía de escape estaba bloqueada. Podíamos refugiarnos en uno de los edificios, quizá en la librería Barnes & Noble que había al norte de Union Square. Por lo menos allí tendríamos mucho material de lectura con el que distraernos mientras nos moríamos lentamente de hambre. Había llegado hasta allí impulsado por la adrenalina, pero en ese momento…

No oímos a los muertos acecharnos. No hacían ruido. Apenas podíamos verlos través de los árboles del parque, pero de algún modo sabíamos que estábamos rodeados. Llamémoslo paranoia del campo de batalla. Quizá estábamos desarrollando un sexto sentido para los muertos. Di la orden de que subieran la escalera de piedra y se colocaran en la plaza propiamente dicha de Union Square, desde donde, quizá, podían ver un poco mejor. Cuando entramos en uno de los pabellones que había sobre los accesos al metro, las chicas levantaron los rifles por puro hábito.


Wacan… kurta…
—dijo Ifiyah suavemente. Algo sobre disparar a las cabezas. Parecía que no contaba con la fuerza necesaria para dar una orden de verdad. Le miré la pierna y comprobé que seguía sangrando profusamente. Llamé a Gary para que se acercara y se ocupara de ella. En su día, había sido médico. Bueno, un estudiante de medicina, eso bastaba. Me coloqué la mano para protegerme los ojos del sol y miré a lo lejos, al lado oeste del parque, en busca de cualquier signo de movimiento.

Lo hallé rápidamente. Había mucho que ver: docenas, quizá media centena de cadáveres se cernían sobre nosotros mientras esperábamos que hicieran su aparición. Pero ¿qué podíamos hacer? Estábamos a punto de caer, Una horda de cadáveres nos pisaba los talones. Su velocidad no superaba nuestro ritmo caminando, pero no necesitaban descansar y antes o después nos darían alcance. Había unos pocos delante de nosotros. Tan sólo teníamos que abrirnos paso luchando.

—Fathia —dije, dirigiéndome a la soldado que estaba a mi lado—. Allí, ¿los ves? ¿Están a tiro? Cada disparo tiene que contar.

Ella asintió y levantó la mira del rifle a la altura del ojo. Su disparo reverberó por todo el parque y cayó la rama de un árbol a lo lejos. Hizo otro disparo y vi a uno de los muertos estremecerse. Pero seguían viniendo. Ayaan fue la siguiente en entrar en acción, pero no obtuvo mejores resultados. En ese instante, hubiera dado cualquier cosa por unos prismáticos.

Se pusieron a la vista cerca de la estatua de Lafayette. Tipos grandes y calvos; no, cascos, llevaban algún tipo de casco. ¿Motoristas? Uno de ellos cargaba con un palo enorme o con un rifley, por un segundo, me imaginé la posibilidad de muertos armados. Fuera lo que fuese lo que tenía en la mano, lo soltó para alargar los brazos hacia nosotros aunque estuviera a más de cien metros de distancia. Aquellas cosas eran como misiles buscacarne, incapaces de mostrar el menor indicio de astucia o de servirse de algún subterfugio. Ansiaban de tal manera cogernos, que no podían hacer más que anhelar.

—Ése. —Señalé al más adelantado, y se oyeron tres disparos seguidos. Uno debió de hacer diana: vi saltar chispas de su casco. Aunque apenas se inmutó Me sobresalté al darme cuenta de lo que teníamos ante nosotros. Policías antidisturbios.

Claro. Los saqueos proliferaron en los primeros días de la Epidemia. El pánico cundió entre la población. Naturalmente, se recurrió a los antidisturbios para mantener el orden. Y, como es lógico, algunos de ellos sucumbieron.

—Inténtalo otra vez —dije, y las dos dispararon a la vez. El ex policía giró sobre sí mismo mientras llovían balas sobre su cabeza. Cayó al suelo, y yo suspiré aliviado.

Entonces, lentamente, se levantó otra vez.

—El casco… debe de ser blindado —dijo Ayaan. Dios, debía de tener razón. Sólo un tiro en la cabeza podía acabar con los muertos vivientes, y estos cadáveres en particular llevaban cascos antibalas.

¿Qué demonios podíamos hacer? Las chicas continuaron disparando.

Sabía que estaban desperdiciando munición, pero ¿qué otra cosa podíamos hacer? Apuntaban a la cara, pero los cascos tenían visores que los protegían.

—Da las órdenes —dijo una de las chicas, mirándome—. Ahora estás al mando. Así que da las órdenes.

Me froté la mejilla con furia mientras miraba a mí alrededor. Había un Virgin Megastore en el lado sur del parque. Recuerdo que fui allí la última vez que había estado en Nueva York, y me parecía recordar que tenía sólo un par de entradas. Aunque nos llevaría un rato entrar y atrincherarnos allí. Tiempo con el que no contábamos si no podíamos detener a esos
xaaraan.

—Disparad a las piernas —sugerí—, si no pueden caminar… —Pero los antidisturbios también debían llevar protecciones antibalas en el cuerpo.

La horda de muertos que se aproximaba por la Catorce cada vez estaba más cerca. Los ex antidisturbios estaban a unos cincuenta metros.

Capítulo 18

Los antidisturbios muertos estaban sólo a cuarenta metros de nosotros. Ya los divisábamos con claridad: los uniformes acolchados, los cascos con viseras de plástico que dejaban ver su piel cianótica. Avanzaban a trompicones como si sus músculos se hubieran agarrotado y tuvieran la misma flexibilidad que la madera seca. Sus pies se deslizaban por el suelo, buscaban el equilibrio que estaba claro que no les sobraba.

—No se detendrán —me dijo Gary—. No se detendrán nunca.

No me hacía mucha falta ese dato. Ifiyah, la comandante herida de las niñas soldado que me rodeaban, había cometido el error de tratar a los muertos vivientes como a cualquier otra fuerza enemiga. Ella había intentando derrotarlos con fuego abierto sostenido desde una defensa organizada. Había confiado en que podía matarlos a todos. Pero, sencillamente, no había balas suficientes en el mundo.

Ayaan disparó otra vez y reventó la bota de un policía. Éste se tambaleó y estuvo a punto de caer, pero no lo derribó. La única parte vulnerable de su cuerpo, la cabeza, estaba protegida por un casco que el rifle relativamente lento AK-47 no podía traspasar.

Yo lo sabía mejor que nadie. Ése bien podía haber sido uno de los problemas que yo tenía que resolver cuando me estaba formando en la ONU. A 710 metros por segundo —casi dos veces la velocidad del sonido a nivel del mar en un día despejado— las balas podían impactar con gran fuerza sobre esos cascos, pero la malla protectora de Kevlar del interior de los mismos dispersaba esa fuerza. Era el tipo de información que se esperaba que un inspector de armamento de la ONU supiera. Que el objetivo estuviera vivo o no nunca fue una variable a tener en cuenta.

En el lado este del parque —nuestro flanco más expuesto— oí un grito, y al volverme, vi a una de las chicas haciéndome señas con la mano. La había enviado allí para echar un vistazo y su señal significaba que teníamos una horda —un auténtico ejército de no muertos— cruzando la Sexta Avenida, a menos de dos manzanas de nuestra posición. A su velocidad media de paso, cinco kilómetros por hora (la velocidad media de un ser humano vivo caminando es de seis kilómetros y medio por hora, pero los muertos tienden a entretenerse), eso nos daba como máximo diez minutos antes de que llegaran hasta nosotros. Tal vez —sólo tal vez— podíamos acabar con los ex antidisturbios cuando los tuviéramos más cerca, pero hacerlo hubiera llevado tiempo, un tiempo que no teníamos.

No tenía nada en lo que apoyarme excepto mi formación, así que seguí haciendo cálculos mentales. No importaba lo inútiles que fueran.

Los ex policías estaban a treinta metros cuando finalmente espabilé. Las chicas seguían disparando infructuosamente. Todavía seguían practicando una guerra de guerrillas. Las tácticas de la guerra de guerrillas dan por hecho que el oponente responde con decisiones lógicas a las acciones. Los muertos no sabían nada de lógica. Tenía que hacer algo disparatado, verdaderamente perturbador.

Las chicas habían descargado su armamento extra en una pila a los pies de la estatua de Gandhi, una ironía que ignoré por el momento. No estaba seguro de nada de lo que pensaba, excepto que necesitaba armarme. El AK-47 que me habían entregado en el barco tenía el cañón curvado como resultado del uso desesperado que había hecho del arma como palanca en el hospital. Necesitaba una nueva arma si iba a luchar.

Nunca había disparado un arma con intención de herir a nadie. Me sabía de memoria las especificaciones, estructuras y estadísticas, pero nunca había disparado ni una pistola en combate. Ni siquiera me fijé en el arma que cogí. Sabía de forma abstracta que era una pieza rusa antiblindaje, un RPG-7V. Recordaba que había leído el manual de instrucciones. Sabía cómo cargar una granada por el extremo posterior del cañón y cómo apoyar el resto del tubo sobre el hombro. Tenía conocimientos suficientes para quitar la tapa del mecanismo de visualización y para cerrar un ojo y mirar por el visor con el otro. Alineé la retícula con el casco del policía muerto más próximo. Después apunté más abajo, a los pies. Apreté el gatillo. Sabía cómo hacerlo aunque no hubiera utilizado esa arma en particular antes.

Los muertos estaban a veinte metros de distancia.

Un cono de chispas y fuego de casi un metro salió por el extremo del cañón y Fathia dio un salto gritando: el humo le había quemado la mejilla. La granada salió disparada. No hubo retroceso. Aparté el tubo vacío de mi ojo observé la granada propulsada por cohete desaparecer en una columna de humo blanco. Se movía con lentitud, como si estuviera suspendida en el aire. Vi cómo se desplegaban unas aletas en la cola, se estabilizó notablemente en el aire y corrigió su trayectoria. Observé cómo impactaba en el suelo, justo delante del hombre muerto que iba a la cabeza.

Un breve destello de cegadora luz blanca fue tragado al instante por una nube gris que se hinchó rápidamente, transformándose en furiosos tentáculos de humo. Los escombros caían del cielo, estaban por todas partes: esquirlas de cemento, trozos de césped, una mano amputada. Hizo mucho menos ruido del que yo esperaba. Nos bañó una oleada de brisa caliente que onduló los pañuelos de las chicas, y tuve que parpadear para evitar que me entrara arenilla y polvo en los ojos.

El humo se dispersó y vi un cráter de un metro rodeado de cuerpos destrozados, extremidades arrancadas, huesos al aire que apuntaban acusatoriamente al cielo. Un par de ex policías todavía se movían, tenían espasmos, pero seguían arrastrándose hacia nosotros con los dedos rotos en todas las direcciones. La mayoría estaban caídos, inmóviles, en la acera, víctimas de la metralla y el shock hidrostático.

Other books

Extinct by Ike Hamill
The Gifting by Katie Ganshert
Paris Dreaming by Anita Heiss
Meeting at Infinity by John Brunner
Assata: An Autobiography by Assata Shakur