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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

Zigzag (7 page)

BOOK: Zigzag
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A Elisa le hizo gracia aquella pirueta intelectual. Había pedido una Coca-Cola
light
y sostenía el vaso de plástico con una servilleta de papel buscando algún rincón tranquilo para beber y marcharse después. Distinguió a lo lejos a Víctor Lopera charlando con su amigo, el inefable Valente Sharpe, y otros de su especie. No le apetecía unirse en aquel momento a la Mesa Redonda de los Grandes Sabios, de modo que lo dejó para mejor ocasión. Bajó el terraplén y se sentó en el suelo de hierba, apoyando la espalda en el tronco de un pino.

Desde allí podía ver el cielo oscurecerse, y hasta un plano general de la luna alzándose en el horizonte. Estuvo contemplándola mientras bebía lentos sorbos de refresco. La atracción que experimentaba desde niña por los cuerpos celestes le había hecho desear al principio ser astrónoma, pero luego había descubierto que las simples matemáticas eran infinitamente más maravillosas. Las matemáticas eran algo cercano que ella podía manipular, la luna no. Con la luna solo podía embelesarse.

—Los antiguos decían que era una diosa. Los científicos dicen cosas menos bonitas sobre ella.

Al tiempo que oía la voz, pensó, sorprendida, que por segunda vez aquella tarde alguien a quien no conocía se dirigía a ella. Mientras se volvía para ver a su interlocutor, su cerebro emitía a toda velocidad un informe sobre la posibilidad más probable (¿y más
deseable
?). Pero se equivocaba: no era «Cuatro-Centésimas-Menos-Valente Sharpe» (¿cómo había podido imaginarlo?) sino otro joven, un chico alto y atractivo, de pelo castaño oscuro y ojos claros. Vestía camiseta y bermudas color caqui.

—Me refiero a la luna: estabas mirándola de una manera muy curiosa. —Llevaba una mochila que dejó en el césped mientras le tendía la mano—. Javier Maldonado. Ella es la luna. Y tú debes de ser Elisa Robledo. Vi tu foto en la revista de la facultad y ahora te encuentro aquí. Qué suerte. ¿Te importa que me siente?

A Elisa sí le importaba, más que nada porque el chico se había sentado ya, invadiendo su espacio personal y obligándola a echarse a un lado para que sus pies calzados con gruesas chanclas no la rozaran. Sin embargo, al mismo tiempo respondió que no. Estaba intrigada. Veía al joven sacar unos papeles de la mochila. Aquella forma de ligar le resultaba novedosa.

—Me he colado por la puerta de atrás —le confesó Maldonado con aires de secreto compartido—. En realidad, no soy de ciencias. Estudio periodismo en Alighieri, y nos han mandado elaborar un reportaje como trabajo especial de fin de curso. A mí, en concreto, me toca entrevistar a estudiantes de últimos cursos de física: ya sabes, hacerles preguntitas sobre su vida, sus estudios, qué hacen en su tiempo libre, cómo practican el sexo... —Quizá percibió la tranquila seriedad con que Elisa lo miraba, porque se detuvo de improviso—. Bueno, soy un gilipollas. El cuestionario es serio, de verdad. —Le mostró los papeles—. Os he elegido a vosotros porque sois famosos.

—¿A nosotros?

—Los estudiantes del cursillo de Blanes. Joder, dicen que sois el no va más de la física... ¿Te importaría responder a las preguntas de este aspirante a periodista?

—En realidad, pensaba irme ya.

De repente Maldonado adoptó una cómica postura de rodillas.

—Te lo suplico... Hasta ahora no he logrado que nadie acepte... Debo hacer este trabajo o no me querrán ni como redactor en las revistas del corazón... Peor aún: me obligarán a ir al Congreso de los Diputados a entrevistar a un político. Ten compasión. Juro que no te quitaré mucho tiempo... Sonriendo, Elisa miró el reloj y se levantó.

—Lo siento, pero el último autocar para Madrid sale dentro de diez minutos y no puedo perderlo.

Maldonado se levantó también. En su rostro, no carente de encanto según Elisa, flotaba una expresión maliciosa que la divirtió.
Seguro que se cree muy guapo.

—Oye, mira, hagamos un trato: tú respondes algunas preguntas y yo te llevo en coche hasta tu casa. Hasta tu misma casa, palabra de honor.

—Gracias, pero...

—No te apetece, claro. Te comprendo. A fin de cuentas, acabamos de conocernos. Pues a ver qué te parece esto. Hoy te hago unas cuantas preguntas, y solo si tú quieres continuamos otro día, ¿vale? No te quitaré más de cinco minutos. Llegarás a tiempo para tomar ese autocar.

Elisa seguía sonriendo, entre intrigada y divertida. Iba a decir que aceptaba cuando Maldonado habló otra vez.

—Esto sí te parece bien, ¿eh? Pues venga.

Le indicaba el mismo lugar del que acababan de levantarse.
Puedo escuchar durante cinco minutos las preguntas que tenga que hacerme
, se dijo.

En realidad, escuchó durante más tiempo y habló durante mucho más aún. Pero no podía culpar a Maldonado, que, lejos de jugar sucio, se mostraba amable y atento. Hasta le recordó, en el momento oportuno, que ya habían pasado los cinco minutos.

—¿Lo dejamos? —preguntó.

Elisa se detuvo a considerar la otra opción. Le resultaba insoportable la idea de marcharse de aquella especie de pequeño edén campestre para introducirse en el horrendo autocar de regreso. Además, a lo largo de los últimos meses había estado viviendo en el interior de su cerebro, y ahora que empezaba a hablar con alguien (alguien que la respetaba como persona, no como simple alumna brillante o simple chica atractiva) descubría hasta qué punto lo necesitaba. «Aún tengo un rato», dijo. Maldonado volvió a interrumpir las preguntas poco después para advertirle que iba a perder el autocar. Aquella cortés preocupación le agradó. Le dijo que siguieran adelante. Él no volvió a recordárselo.

Elisa se sentía muy bien charlando. Había respondido preguntas sobre su deseo de estudiar física, el ambiente en su facultad, su curiosidad inagotable por la naturaleza... Maldonado la dejaba expresarse a placer, al tiempo que tomaba breves apuntes. En un momento dado dijo:

—No encajas en la imagen que tengo de un científico, tía. Para nada.

—¿Y qué imagen tienes de un científico? Maldonado sopesó la pregunta.

—Un tío bastante feo.

—Te aseguro que también los hay guapos, y algunos son tías —sonrió ella. Pero, por lo visto, ahora llegaba el momento de la seriedad, porque él no siguió la broma.

—Hay otra cosa que me intriga de ti. Eres la primera de tu promoción, tienes asegurada una beca en el mejor lugar del mundo, tu futuro laboral te sonríe... Por si fuera poco, acabas de terminar la carrera y podrías..., no sé, dormir veinte horas seguidas, escalar los Alpes... Pero no has dudado en presentarte a una prueba de admisión putísima para obtener una de las veinte plazas del curso de dos semanas de David Blanes... Digo yo que Blanes tiene que valer la pena.

—Mucho. —Los ojos de. Elisa se iluminaron—. Es un genio.

Maldonado escribió algo.

—¿Le conoces personalmente?

—No, pero admiro su trabajo.

—Se lleva a parir con la mayoría de las universidades públicas de este país, ¿lo sabías? Ya ves: ha tenido que organizar su curso en una privada...

—Estamos rodeados de envidiosos —admitió Elisa—. Sobre todo en lo que respecta al mundo científico. Pero también es verdad que, según dicen, el carácter de Blanes es especial.

—¿Te gustaría hacer la tesis con él?

—Ya lo creo.

—¿Nada más? —dijo Maldonado.

—¿Qué?

—Te he preguntado si te gustaría hacer la tesis con él y me has respondido: «Ya lo creo». ¿No tienes nada más que decir?

—¿Qué más quieres que diga? Tú me has hecho una pregunta y yo la he respondido.

—Es el gran problema de la mente de los físicos —se lamentó el joven mientras anotaba algo—. Os tomáis las preguntas al pie de la letra. Lo que quería saber era qué es lo que vende Blanes para que todo el mundo quiera comprarlo. O sea... Ya sé que dicen que es un sabio de la hostia, candidato al Nobel, que si se lo dan sería el primer Nobel de Física español en toda la historia del puto premio... Todo eso lo sé. Lo que me gustaría saber es de qué va su rollo, ¿entiendes? El curso se titula... —Examinó uno de los papeles y leyó con dificultad—: «Topología de las cuerdas de tiempo en la radiación electromagnética visible»... La verdad, por el título no saco mucho en claro.

—¿Quieres que te explique toda la física teórica en una sola respuesta? —rió Elisa.

Maldonado pareció tomarse en serio la oferta.

—Adelante —dijo.

—Bien, veamos... Trataré de resumir... —Elisa se sentía cada vez más en su elemento. Le gustaba explicar todo lo que le gustaba entender—. ¿Te suena la teoría de la relatividad?

—Sí, de Einstein. «Todo es relativo», ¿no?

—Eso no lo dijo Einstein sino Sara Montiel —rió Elisa—. La teoría de la relatividad es algo más complicada que eso. Pero lo que quiero decir es que resulta exacta en casi todas las situaciones, menos en el mundo de los átomos. En ese mundo es más exacta otra teoría llamada cuántica. Son las más perfectas creaciones intelectuales que el ser humano ha concebido jamás: entre ambas podemos explicar
casi
toda la realidad. Pero el problema es que necesitamos
ambas
. Lo que es válido en la escala de una no lo es en la de la otra, y viceversa. Y eso es un gran problema. Desde hace años los físicos están intentando que las dos teorías coincidan en una sola. ¿Me explico?

—Algo así como los dos partidos mayoritarios de este país, ¿no? —aventuró Maldonado—. Los dos tienen defectos pero nunca coinciden en nada.

—Algo así. Bueno, pues una de las teorías que más papeletas tiene para lograr que coincidan es la teoría de cuerdas.

—Jamás había oído hablar de ella. ¿De «cuerdas», dices?

—También se la llama de «supercuerdas». Es una teoría de enorme complejidad matemática, pero viene a decir algo muy sencillo... —Elisa buscó a su alrededor y cogió la servilleta de papel bajo su vaso. Mientras hablaba la dobló por la mitad y alisó el borde plegado con sus dedos largos y firmes. Maldonado la miraba con atención—. Según la teoría de cuerdas, las partículas que forman todo el universo, ya sabes, electrones, protones... Todas esas partículas, o las partículas que las componen, no son bolitas, como nos enseñaron en el colegio, sino cosas alargadas como cuerdas...

—Cosas como cuerdas... —meditó Maldonado.

—Sí, muy finas, porque su única dimensión sería la longitud. Pero con una propiedad especial. —Elisa levantó las manos sosteniendo la servilleta entre ambas de manera que el borde plegado quedara frente a los ojos de Maldonado—. Dime qué ves.

—Una servilleta.

—Ése es el gran problema de la mente de los periodistas: os fiáis demasiado de las apariencias. —Elisa sonrió, burlona—. Olvídate de lo que
crees que es
. Dime tan solo qué crees que estás
viendo
.

Maldonado entornó los párpados observando el fino borde que le mostraba Elisa.

—Un... Una línea... Una recta...

—Muy bien. Desde tu punto de vista, podría ser una cuerda, ¿verdad? Un hilo. Pues la teoría dice que las cuerdas que forman la materia solo parecen cuerdas miradas desde
cierto punto de vista...
Pero si las miramos desde otra posición... —Elisa hizo girar la servilleta ante los ojos de Maldonado y le mostró el rectángulo de la cara superior— ... esconden otras dimensiones, y si pudiéramos desenrollarlas, o «abrirlas»... —desdobló la servilleta del todo hasta convertirla en un cuadrado— ... podríamos ver muchas dimensiones más.

—Qué pasada. —Maldonado parecía impresionado, o quizá fingía muy bien—. ¿Y se han descubierto ya esas dimensiones?

—Ni de coña —dijo Elisa mientras arrugaba la servilleta y la introducía en el vaso—. Para «abrir» una cuerda subatómica hacen falta máquinas con las que todavía no contamos: aceleradores de partículas de gran potencia... Pero ahí es donde intervienen Blanes y su teoría. Según Blanes, existen ciertas cuerdas que se pueden «abrir» a baja energía: las del tiempo. Blanes ha demostrado matemáticamente que el tiempo está formado por cuerdas, como cualquier otra cosa material. Pero las cuerdas del tiempo sí pueden abrirse con la energía de los aceleradores actuales. Lo que ocurre es que es muy difícil llevar a cabo el experimento.

—O sea, traducido a cosas prácticas... —Maldonado se volvía loco escribiendo—. Eso significaría... ¿viajar en el tiempo? ¿Retroceder al pasado?

—No: los viajes al pasado son pura ciencia-ficción. Están prohibidos por las leyes básicas de la física. No hay marcha atrás posible, lo siento. El tiempo solo puede ir hacia delante, hacia el futuro. Pero si la teoría de Blanes fuera correcta, existiría otra posibilidad... Podríamos abrir las cuerdas de tiempo para
ver el pasado
.

—¿Ver el pasado? ¿Te refieres a... ver a Napoleón, a Julio César...? Eso sí que suena a ciencia-ficción, colega.

—Te equivocas. Eso sí que es
muy
posible. —Ella lo miró con expresión divertida—. No solo posible: normal. Vemos el pasado remoto todos los días.

—Quieres decir en las películas viejas, en las fotos...

—No: ahora mismo estamos viéndolo. —Rió ante la expresión de él—. En serio. ¿Qué te apuestas?

Maldonado miró a su alrededor.

—Hombre, algunos profesores están viejecillos, pero... —Elisa reía negando con la cabeza—. ¿Hablas en serio?

—Muy en serio. —Alzó la mirada y Maldonado la imitó. Había anochecido. Un tapiz cristalino refulgía en el cielo negro—. La luz de esas estrellas tarda millones de años en llegar a la Tierra —explicó ella—. Puede que ya no existan, pero nosotros seguiremos viéndolas durante mucho tiempo... Cada vez que miramos al cielo de noche retrocedemos millones de años. Podemos viajar en el tiempo con solo asomarnos a una ventana.

Durante un momento ninguno de los dos habló. Los sonidos y luces de la fiesta habían dejado de existir para Elisa, que se hallaba mucho más pendiente del grandioso, abovedado silencio de catedral que la cubría. Cuando bajó la vista y miró a Maldonado se dio cuenta de que él había sentido lo mismo.

—La física es bonita —dijo ella en un leve murmullo.

—Entre otras cosas —repuso Maldonado mirándola.

Continuaron las preguntas, aunque a un ritmo más lento. Luego él le propuso hacer un alto para comer, a lo cual ella no rehusó (se había hecho tarde y tenía hambre). Maldonado se puso en pie de un salto y se dirigió a la barra del bar.

Mientras lo aguardaba, Elisa contempló el ambiente con despreocupación. Los últimos coletazos de la fiesta perduraban en la dulce temperatura de verano, sonaba una arcaica canción de Umberto Tozzi y aquí y allá grupos de estudiantes y profesores charlaban animadamente bajo las farolas encendidas. Entonces se percató del hombre que la estaba observando. Era un tipo completamente anodino. Se hallaba de pie sobre la plataforma inferior del terraplén. Su camisa a cuadros de manga corta y su pantalón bien planchado no resultaban llamativos. En su fisonomía solo destacaban el pelo entrecano y un, eso sí, más que generoso bigote gris. Sostenía un vaso de plástico y bebía de vez en cuando. Elisa supuso que sería un profesor, pero no charlaba con los otros colegas ni parecía estar haciendo otra cosa.

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