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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

Zigzag (2 page)

BOOK: Zigzag
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En ocasiones, algo en ella causaba inquietud. No era nada concreto: quizá una forma de mirar, una luz perdida al fondo de sus pupilas castañas o el poso de sensaciones que dejaba en su interlocutor tras un breve intercambio de palabras. Era como si ocultara un secreto. Los que más la conocían —su colega el profesor Víctor Lopera; Noriega, el jefe del departamento— pensaban que quizá era preferible que Elisa nunca revelara aquel secreto. Hay personas que quizá no hayan representado nada en nuestra vida y de las que podemos albergar tan solo un par de recuerdos sin importancia, pero que, por una u otra razón, resultan inolvidables: Elisa Robledo era una de ellas, y todos deseaban que continuara siéndolo.

Una notoria excepción era Víctor Lopera, también profesor de física teórica en Alighieri y uno de los escasos verdaderos amigos de Elisa, que a veces se veía asaltado por la urgente necesidad de desentrañar su misterio. Víctor había experimentado varias tentaciones al respecto, la última el año anterior, en abril de 2014, cuando el departamento decidió dar a Elisa una fiesta sorpresa por su cumpleaños.

La idea había partido de Teresa, la secretaria de Noriega, pero todos los miembros del departamento se apuntaron, incluso algunos alumnos. Pasaron casi un mes preparándola, entusiasmados, como si la consideraran la manera idónea de penetrar en el círculo mágico de Elisa y tocar su evanescente superficie. Compraron velitas con el número treinta y dos, tarta, globos, un gran oso de peluche y algunas botellas de cava que aportó generosamente el jefe. Se encerraron en la sala de profesores, la decoraron con rapidez, corrieron las cortinas y apagaron la luz. Cuando Elisa llegó a la facultad, un oportuno conserje le indicó que había «reunión urgente». Los demás aguardaban en la oscuridad. Se abrió la puerta y la silueta de Elisa, titubeante, quedó dibujada en el umbral con su rebeca corta, su pantalón ceñido y su largo pelo negro. Entonces estallaron los aplausos y risas y se encendieron las luces mientras Rafa, uno de sus «aventajados alumnos», grababa el desconcierto de la joven profesora con una de esas cámaras de vídeo de última generación, apenas mayor que sus propios ojos.

La fiesta, por lo demás, fue breve y no sirvió ni mucho menos para penetrar en el «misterio Elisa»: hubo palabras emocionadas de Noriega, se oyeron las canciones usuales y Teresa agitó frente a la cámara una jocosa pancarta pintada por su hermano, que era dibujante, con las caricaturas de Isaac Newton, Albert Einstein, Stephen Hawking y Elisa Robledo compartiendo trozos del mismo pastel. Todo el mundo tuvo oportunidad de mostrar a Elisa su cariño y hacerle saber que la admitían de buen grado sin pedirle nada a cambio, salvo que continuara siendo el tentador misterio al que ya se habían acostumbrado. Elisa estuvo, como siempre, perfecta: con el grado justo de asombro y felicidad pintado en el rostro, hasta con cierta dosis de emoción ribeteando sus ojos. Contemplada en la grabación, con su espléndida forma física dibujada por la rebeca y el pantalón, habría podido pasar por una alumna más, o quizá la madrina de honor de algún gran acontecimiento..., o una estrella del porno con su primer Oscar en la mano, como susurraba Rafa a sus amigos en el campus: «Einstein y Marilyn Monroe por fin unidos en una sola persona», decía.

Sin embargo, un observador atento habría percibido en aquella grabación algo que no encajaba: el rostro de Elisa al principio, en el momento en que se encendieron las luces, era otro.

Nadie se fijó bien en este detalle porque, a fin de cuentas, a nadie le interesaba profundizar en las imágenes de un cumpleaños ajeno. Pero Víctor Lopera había sido capaz de percatarse del fugaz aunque importante cambio: cuando la habitación se iluminó, las facciones de Elisa no mostraban el aturdimiento propio de la persona sorprendida sino una emoción más compleja y violenta. Por supuesto, todo terminó en cuestión de décimas de segundo, y Elisa volvió a sonreír y a ser perfecta. Pero durante aquel mínimo lapso su belleza se había disuelto en otra clase de expresión. Los que vieron la grabación, salvo Lopera, se reían del «gran susto» que se había llevado. Lopera notó algo más. ¿Qué? No estaba seguro. Quizá desagrado ante lo que su amiga había considerado una broma sin gracia, o la irrupción de una timidez extrema, u otra cosa.

Quizá miedo.

Víctor, hombre inteligente y observador, fue el único que se preguntó qué era lo que había esperado encontrar Elisa en aquella habitación a oscuras. Qué clase de «gran susto» había pensado que le aguardaba en un principio, antes de que las luces se encendieran y se oyeran las risas y palmadas, en aquel lugar en sombras, aquella remota, bellísima, perfecta profesora Robledo. Hubiese dado cualquier cosa por saberlo.

Lo que estaba a punto de ocurrirle a Elisa aquella mañana en la clase, lo que iba a sucederle en apenas seis minutos en aquel recinto pacífico y clausurado, hubiese podido aportar más pistas a la curiosidad de Víctor Lopera, pero por desgracia éste no se hallaba presente.

Elisa se esforzaba en poner ejemplos que resultaran atractivos para las insulsas mentes de los hijos de buenas familias que constituían su alumnado. Ninguno de ellos se especializaría en física teórica, y ella lo sabía. Lo que querían era pasar a toda prisa por encima de los conceptos abstractos para aprobar las asignaturas y salir pitando con un título bajo el brazo que les permitiese acceder a los privilegiados puestos de la industria y la tecnología. Los porqués y los cómos, que habían constituido los enigmas básicos de la ciencia desde que el cerebro humano la inaugurara sobre la Tierra, les traían sin cuidado: querían resultados, efectos, dificultades a las que enfrentarse para obtener puntuación. Elisa intentaba modificar todo eso enseñándoles a pensar en las causas, en las incógnitas.

En aquel momento trataba de que sus alumnos visualizaran el extraordinario fenómeno de que la realidad posee más de tres dimensiones, quizá muchas más que el «largo-ancho-alto» observable a simple vista. La relatividad general de Einstein había demostrado que el tiempo es una cuarta dimensión, y la compleja «teoría de cuerdas», cuyas derivaciones constituían un reto para la física actual, afirmaba que existían al menos nueve dimensiones espaciales más, algo inconcebible para la mente humana.

En ocasiones, Elisa se preguntaba si la gente tenía la más ligera idea de todo lo que la física había descubierto. En pleno siglo XXI, en la así llamada «era de Acuario», al público general seguía interesándole los sucesos «sobrenaturales» o «paranormales», como si lo «natural» y lo «normal» fueran procesos ya conocidos, poco o nada misteriosos. Pero no hacía falta ver platillos volantes o fantasmas para comprobar que vivimos en un mundo sumamente perturbador, inabarcable incluso para la imaginación más desbocada, opinaba Elisa. Se había propuesto demostrárselo, al menos, a los quince alumnos de aquella modesta clase.

Comenzó con un ejemplo fácil y divertido. Depositó sobre el proyector una transparencia en la que había dibujado un esbozo de figura humana y un cuadrado.

—Este señor —explicó, señalando con el índice la figura vive en un mundo de solo dos dimensiones, largo y ancho. Ha trabajado muy duro durante toda su vida y ha ganado una fortuna: un euro... —Oyó algunas risas y supo que había logrado captar la atención de varios de aquellos quince pares de ojos aburridos—. Para que nadie se lo robe, decide guardarlo en el banco más seguro que existe en su mundo: un cuadrado. Este cuadrado tiene una sola abertura en un lado, por la cual nuestro amigo introduce el euro, pero nadie más, salvo él, podrá abrirla de nuevo.

Con un gesto rápido, Elisa sacó del bolsillo de sus vaqueros la moneda de un euro, que ya tenía preparada, y la depositó sobre el cuadrado de la transparencia.

—Nuestro amigo se siente tranquilo con sus ahorros guardados en ese banco: nadie, absolutamente nadie, puede penetrar por ningún lado del cuadrado... Es decir, nadie de su mundo. Pero yo puedo robarlo con facilidad a través de una tercera dimensión, imperceptible para los habitantes de ese universo plano: la
altura
. —Mientras hablaba, Elisa quitó la moneda y sustituyó la transparencia por otra que mostraba otro dibujo—. Os podéis imaginar lo que sucede con el pobre hombre cuando abre el cuadrado y comprueba que sus ahorros han desaparecido... ¿Cómo han podido robarle, si el cuadrado estuvo
cerrado
todo el tiempo?

—Qué mala leche —murmuró un joven desde la primera fila, de pelo cortado a cepillo y gafas de colores, provocando risas. A Elisa no le importaban aquellas risas ni la aparente falta de concentración: sabía que se trataba de un ejemplo muy simple, irrisorio para estudiantes de alto nivel, pero deseaba precisamente eso. Quería abrir todo lo posible la puerta de entrada, porque sabía que luego solo unos pocos alcanzarían la salida. Extinguió las risas hablando en otro tono, mucho más suave.

—Igual que este señor no puede siquiera imaginar cómo han robado su dinero, nosotros tampoco concebimos la existencia de más de tres dimensiones a nuestro alrededor. Ahora bien —añadió, acentuando cada palabra—, este ejemplo muestra de qué manera esas dimensiones pueden afectarnos, incluso provocar acontecimientos que no dudaríamos en calificar de «sobrenaturales»... —Los comentarios ahogaron sus palabras. Elisa sabía qué les ocurría.
Creen que estoy adornando la clase con toques de ciencia-ficción. Son alumnos de física, saben que les estoy hablando de la realidad, pero no pueden creerlo
. Entre el bosque de brazos alzados escogió uno—. ¿Sí, Yolanda?

La que levantaba la mano era una de las pocas alumnas que tenía en una clase donde predominaba el género masculino, una chica de largo pelo rubio y grandes ojos. A Elisa le agradó que fuese la primera en intervenir seriamente.

—Pero ese ejemplo tiene truco —dijo Yolanda—: la moneda es tridimensional, posee cierta altura, aunque muy pequeña. Si hubiese estado dibujada en el papel, como debería haber estado, no habrías podido robarla.

Se levantó una oleada de murmullos. Elisa, que ya tenía preparada una respuesta, fingió cierta sorpresa para no defraudar la indudable agudeza de la estudiante.

—Una buena observación, Yolanda. Y totalmente cierta. La ciencia se hace con observaciones así: aparentemente sencillas pero muy sutiles. No obstante, si la moneda hubiese estado dibujada en el papel, igual que el hombre y el cuadrado... yo habría podido borrarla. —Las risas le impidieron proseguir durante unos segundos: exactamente cinco.

Sin que ella lo supiera, ya solo quedaban doce segundos para que toda su vida saltara por los aires.

El gran reloj de la pared opuesta a la pizarra marcaba imparable aquel último tiempo. Elisa lo contempló indiferente, sin sospechar que la larga manecilla que barría el círculo horario había iniciado la cuenta atrás para destruir para siempre su presente y su futuro.

Para siempre. Irrevocablemente.

—Lo que quiero que entendáis —continuó, moderando las risas con un gesto, ajena a nada que no fuera la sintonía que había establecido con sus alumnos— es que las diferentes dimensiones pueden afectarse entre sí, no importa cómo. Os pondré otro ejemplo.

Había pensado en un principio, mientras preparaba la clase, que el siguiente símil lo dibujaría en la pizarra. Pero entonces vio el periódico plegado sobre la mesa de la tarima. Cuando tenía clase, compraba el periódico en el quiosco que había a la entrada de la facultad y lo leía al terminar, en la cafetería. Se le ocurrió que quizá los alumnos comprenderían mejor el nuevo ejemplo bastante más difícil, si usaba un objeto.

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