Read Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy Online
Authors: Eduardo Mendicutti
Tags: #Humor, #Erótico
—¡Sigue! —me gritó Dany, medio histérico.
—Ni loca.
—Son unos viciosos retorcidos, Rebecca —dijo él, pero se cubrió la cara con las dos manos y eso quería decir que daba por hecho que íbamos a pararnos, con los ángeles, en el merendero.
Porque era un merendero. Había unas cuantas mesas con banquetas alrededor, todo ello fabricado con troncos, y los álamos que daban la sombra parecían cumplir con su misión entre la paciencia y el aburrimiento. El todoterreno frenó con gran estrépito y mucha suficiencia, como queriendo demostrar que estaba sobrado de virtudes mecánicas y de protección divina, y los ángeles saltaron al suelo con una agilidad e inquietud que me hicieron comprender lo impacientes y orgullosos que se encontraban por cumplir con su cometido. Yo consideré apropiado detener mi coche suavemente, incluso con cierta imprecisión que transmitiera la deliciosa conmoción en que me hallaba, y no me afectó lo más mínimo que Dany se empeñase en hacer añicos, con alarmismos improcedentes, la magia del encuentro.
—En cualquier momento sacan las mordazas y las cadenas —dijo él.
—En cualquier momento nos trastornan —susurré yo.
Sonreían, se contoneaban, nos dirigían miradas muy prometedoras. Yo bajé del coche a sabiendas de que la felicidad que reflejaba mi rostro era muy convincente, aunque de pronto me entraron dudas sobre lo adecuado de mi vestimenta, quizá demasiado sobria y deslucida para una ocasión así, pero me obligué a confiar en que la pupila de un ángel estaría por lo menos tan traspasada como la de un embrión de santa, y que por lo tanto apreciarían no sólo mi belleza sino también mi elegancia interior. La mañana tenía esa luminosidad un poco marfileña que siempre me ha favorecido mucho.
—Bonita mañana, ¿verdad? —dijo el ángel con apariencia de domador madurito.
Qué sencillo, me dije: sin duda es el jefe de los ángeles, y se expresa como el portero de mi casa. A mí me falló el aliento, de lo emocionada que estaba, y sólo acerté a sonreír un poco más para adherirme a su opinión de que la mañana era preciosa.
—¿Vais al Gran Encuentro? —preguntó entonces el jefe de los ángeles, y reconozco que en ese instante perdí por completo el control de mi sonrisa de felicidad.
Íbamos al Gran Encuentro. En realidad, el ángel con apariencia de domador madurito lo había preguntado como si tal cosa, sin el menor énfasis, pero yo sabía dónde poner las mayúsculas y lo que eso significaba. El Gran Encuentro era mi meta, y gracias a la ayuda de los ángeles a lo mejor volvía a ser la meta de Dany, y allí estaban ellos para llevarnos en volandas, y yo empecé a estrujarme las manos como hacen las actrices malas y las criaturas sencillas cuando se les desbocan los nervios, y miré a Dany para hacerle partícipe de mi maravillosa descompostura, pero Dany ya había sido abordado con mucha decisión por otro ángel, éste con apariencia de dibujo de Tom de Finlandia.
—¿No nos conocemos? —le estaba preguntando en aquel momento el ángel—. Del Strong Center.
Sé lo que es el Strong Center: un antro de maricuelas con pretensiones de mujeres duras, y con el cuarto oscuro más grande de Europa. Dany puso cara de terror, lo que significaba que también él conocía perfectamente el sitio. Pero es una canallada condenar a alguien por su pasado, sobre todo si ha sido elegido para llegar adonde todo lo corporal se desvanece en la luz que limpia hasta lo más impresentable, y la prueba de que Dany se encontraba entre los elegidos allí la tenía: los ángeles no se enredaron con melindres hasta dar con él en un verdadero tugurio. Además, en lugares si no peores, si por lo menos tan inconvenientes, me había visto yo a lo largo de mi vida y allí estaba ahora, a dos pasos del Gran Encuentro. Dany, de todos modos, se puso a hacer aspavientos del tipo ¿pero por quién me ha tomado usted?, y el ángel parecía bastante guasón porque le miraba como diciéndole no te sofoques, hombre, que tarde o temprano se sabe todo.
—¿Queréis tomar con nosotros unas cervezas? —invitó, encantador, el ángel con apariencia de domador madurito.
Yo misma me sorprendí de lo recogidita que me salió la voz cuando dije:
—Si no hay más remedio… ¡Estoy tan ansiosa de llegar al Gran Encuentro!
—Hay tiempo, mujer —dijo el ángel—. No empieza hasta el jueves.
Seguramente puse cara de estupor, porque el ángel se sintió en la obligación de aclararme:
—Hoy es martes. De hecho, nosotros vamos a pasarnos antes por la abadía de San Servando. Esos frailes hacen el mejor cuero que hay en el mercado. Lo exportan a todo el mundo. En el coche llevo algún catálogo, por si os interesa.
Mi estupor no hacía sino aumentar. Por una parte, me admiraba que el Amado lo tuviese todo organizado con tanta precisión, sin duda porque en su infinita sabiduría tenía claro que yo no estaría madura para el éxtasis hasta el jueves, y por otro lado el hecho de que ese día el Gran Encuentro no hiciera sino empezar superaba todas mis expectativas: iba a ser un éxtasis de varias jornadas. No le encontraba sentido a que los ángeles apreciaran tanto el cuero que, al parecer, fabricaban los frailes de aquella abadía de San Servando, aunque bastaba con echarles un vistazo para comprender que el cuero era su material favorito a la hora de vestir su apariencia humana, pero hay firmas internacionales de primera línea que trabajan el cuero con verdadero primor, tanto en la confección como en el diseño, y a un ángel cabe suponerle un gusto menos artesanal y primitivo. Claro que tampoco yo era quién, por próximo que estuviera el Gran Encuentro, para censurar el atuendo de los ángeles.
Quitando al que tenía apariencia de domador madurito —y que daba perfectamente el tipo de esos cincuentones que parecen cuarentones y se visten como motoristas veinteañeros—, todos se ajustaban al modelo de soltero de treinta años, mandíbula cuadrada, nariz recta, pelo cortísimo y cuerpo de gimnasio. Había uno cuyas ganas de entrar en acción se le notaban en la forma nerviosa de mirar, en el repiqueteo constante de la pierna derecha y en el apetito con que se pasaba cada dos por tres la lengua por los labios, y además había que ver qué labios; llevaba una gorra de cuero negro muy calada y movía mucho la cabeza de un lado para otro, como si no estuviera seguro de por dónde le vendrían las instrucciones para demostrar de lo que era capaz, y de pronto me miró a mí y a mí me dio un calambrazo, pero se ve que yo no era su tipo, porque enseguida desvió la mirada, y al momento la dejó caer en Dany, y entonces sonrió.
—Ese ángel es tuyo —le dije a Dany, entre dientes, pero sin disimular lo más mínimo que me rompía de envidia.
La envidia ajena, y sobre todo la envidia de las amigas, levanta el ánimo mas desfondado y, sin embargo, Dany se hacía el atónito y el estrecho. Hizo como que buscaba algo a sus espaldas, evidentemente para evitar que el ángel leyese en sus labios cuando dijo:
—Es activo acérrimo.
—¿Es qué?
—Activo furibundo. Fíjate en la gorra. Y en el pañuelo que lleva en la muñeca izquierda.
Hablaba con la voz apagadísima y muy sobrecogida de entonación, como si nos acechara un peligro tremendo. La verdad es que al ángel inquieto la gorra le sentaba divinamente, porque tal como la llevaba, por entero caída sobre los ojos, le daba un toque de experiencia y confianza en sí mismo que le endurecía bastante la naturaleza angelical y aumentaba muchísimo su atractivo. En cuanto al pañuelo, era de color azul oscuro y lo llevaba atado con tanta fuerza que parecía que estuviera aliviándole un esguince. A Dany, tanto el color del pañuelo como el sitio donde lo llevaba le daban ansias.
—El otro al menos lo lleva blanco y en el bolsillo derecho.
El otro era el que parecía salido de una revista de dibujos de Tom de Finlandia, aquel señor que pintaba unos machazos con bultos enormes y músculos reventándoles por todas partes y a los que una que iba de tercera vedette en
Sabor a gloria
—el espectáculo que empezó a darme popularidad y categoría— era adicta profunda, aunque yo advertí enseguida que la condición angelical le daba al ángel finlandés una pátina de misteriosa dulzura que no estaba al alcance del mejor dibujante del mundo. La misteriosa dulzura se le notaba hasta de espaldas y, desde luego, en la finura de haber elegido un pañuelo blanco que le asomaba, con mucha gracia, del bolsillo culero del pantalón, a la derecha. En realidad, los siete ángeles ofrecían una sinfonía de pañuelos de colores, y uno lo llevaba gris, otro verde militar, otro rojo vivo, y dos lo llevaban púrpura, aunque uno en el bolsillo izquierdo del pantalón y el otro en el derecho.
—Hay que reconocer —le dije a Dany— que no les falta un detalle.
—Son fanáticos del cuero y de zurrarse —dijo él.
—Son ángeles con sentido del adorno y del color, sencillamente.
Y la mar de hospitalarios. Habían sacado del todoterreno una nevera portátil llena a rebosar de latas de cerveza, y un ángel con cara de boxeador olímpico las iba repartiendo ya abiertas y espumosas. No es por presumir, pero, cuando me la ofreció a mí, la cara se le iluminó. Me sentí de repente muy respetada, pero muy apetecida.
—Debajo de ese modelo tan sencillo —me dijo, mirándome de la cabeza a los pies— seguro que hay una dominatrix.
Un poco desconcertada me quedé, no voy a negarlo. Confiaba, por supuesto, en que una dominatrix fuese algo así como una criatura mística que sabe lo que se trae entre manos, pero consideré oportuno aclarar las cosas, así que le repliqué al ángel olímpico:
—Perdona: debajo de esta ropa tan sencilla lo que hay es una santa. Bueno, una santa en potencia. Que sea dominatrix o no sea dominatrix supongo que ya dependerá del tipo de santidad que más se adapte a mis características. Claro que si un ángel como tú me ve dominatrix, será que tengo madera. Eso sí, santa de levitar, por descontado.
—Yo levitaré contigo —dijo el ángel olímpico, y se permitió la encantadora travesura de utilizar un tono de voz que recordaba mucho al de un peón de albañil encima de un andamio.
Me subyugó. Pusiéronse mis ojos en blanco, coloqué mis dos manos cruzadas sobre el pecho, noté que por mis labios corría el cosquilleo de una serena pero muy in tensa felicidad, y me vi suspendida en lo más alto con la ayuda de mi ángel. La luminosidad de la mañana había pasado del marfileño al oro pálido y ligero, que es un tono que también me favorece una barbaridad. Eché de menos mi melena, que siempre ha tenido una tendencia natural a ondularse y mecerse en cuanto hubiera un soplo de brisa —y que habría flotado sobre mis hombros con unas tranquilas oleadas de mucho efecto—, pero en cambio estaba convencida de que mi cuello, a la vista, ofrecería una esbeltez y una perfección, pulidas por la entrega, envidiables. Los brazos del ángel olímpico eran fuertes, y yo me sentía segura y bien acomodada, sin la menor aprensión a pesar de hallarme a tan considerable altura, y aunque es verdad que noté que era presa del vértigo no fue ésa en absoluto una sensación desagradable, sino todo lo contrario, porque no era consecuencia de los metros que me separaban de la tierra firme, sino del salto tan espectacular que estaba dando hacia la cumbre de la bienaventuranza. Hacía una temperatura ideal, todo lo que nos rodeaba a mi ángel y a mí estaba en silencio, yo me veía a mí misma como una novia llevada en brazos por un padrino hercúleo escaleras arriba, camino de la alcoba donde me aguardaba el Amado, y lo cierto es que era como si volase sola, muy bien conjuntada con el ángel, a lo mejor porque una ya tiene práctica en dejarse llevar, bien en el baile, bien de «paquete» en una de esas motos descomunales en las que o te sincronizas del todo con el conductor, o la moto, el conductor y tú os la pegáis; una vez tuve un novio que venía a recogerme en una moto de ésas a la salida de la sala de fiestas en la que yo trabajaba entonces, y era como si acabara metiéndome dentro de él mientras íbamos a toda velocidad. Dentro del ángel iba yo, o el ángel dentro de mí, en aquel momento.
Y no puedo decir cuánto duró aquel vuelo, porque no se me ocurrió comprobar la hora ni antes ni después. Sólo sé que, cuando aterricé, el ángel olímpico estaba sentado a mi vera, a la sombra de un álamo muy frondoso, y me miraba con cariño, pero con mucha curiosidad.
—¿Te pasa esto muy a menudo? —me preguntó. Parecía bastante asombrado, supongo que porque yo, de entrada y a palo seco, engaño mucho y no parezco ni la mitad de delicada de lo que soy, y me imaginaría incapaz de ser tan etérea.
—Con ángel, ha sido la primera vez —reconocí.
—Pues si vuelve a darte —dijo él, atentísimo—, yo en tu lugar iría al médico.
Estos ángeles de ahora están en todo, me dije; después de un arrebato místico, como después de dar la vuelta al mundo, conviene hacerse un chequeo.
El ángel, con apariencia de domador madurito vino hasta donde estábamos nosotros y dijo que ya era hora de irse. Me preguntó que si me encontraba bien, y le dije que maravillosamente.
—De todas maneras —le dijo al ángel olímpico—, no conviene que conduzca. Su coche lo llevará Ramón y tú, si no te importa, vas también con ellos. Iremos todos juntos hasta San Servando.
Los ángeles me ayudaron a incorporarme. Luego, cuando llegamos hasta mi coche, pude comprobar que Ramón era el ángel que parecía sacado de una revista de dibujos de Tom de Finlandia, y ya estaba al volante. Dany también se interesó mucho por mi estado y dijo que mi ángel y yo podíamos ir atrás, que él iría junto al conductor. Estuvo galantísimo, me abrió la puerta, esperó de pie hasta asegurarse de que yo estaba bien acomodada. Y, cuando se dio la vuelta y abrió la puerta delantera, me di cuenta de que él tampoco había perdido el tiempo: en el bolsillo de atrás del pantalón, a la derecha, Dany llevaba un pañuelo gris, otro rojo, otro azul y otro amarillo, y en la muñeca izquierda, amarrado como si se le hubiera salido un hueso, un pañuelo naranja que no sé por qué me recordó una pulsera de compromiso.
Entonces el ángel conductor tuvo un detalle muy humano y dijo:
—Andamos regular de gasolina.
Pero yo sabía que, para llevarnos a las últimas moradas, los ángeles no necesitaban en absoluto que el depósito de mi coche estuviese lleno de combustible.
La abadía de San Servando tiene planta cuadrada, muros altos y macizos, ventanas muy estrechas y pegadas a los techos —de modo que la vista no pueda dispersarse y remolonear en un paisaje de mirtos, lentiscos, acebuches, pinos piñoneros, encinas y coscojas—, y monjes de la orden de los Siervos de la Estricta Observancia que con sus sayales pardos, sus cíngulos de esparto, sus sandalias de cuerda trenzadas a mano y el pelo cortado al uno contribuyen a crear la atmósfera de austeridad y renuncia a los valores terrenales que tantos estragos han causado en el alma del hombre y la mujer modernos. Eso es lo que dice el pequeño tríptico, modestamente impreso a una tinta, que me llevé como recuerdo de aquel lugar, en el que había ángeles de todas las partes del mundo.