Read Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy Online
Authors: Eduardo Mendicutti
Tags: #Humor, #Erótico
Dany, por lo visto, me vio de pronto tan embelesada y tan metida dentro de mí que hasta llegó a zarandearme para que volviese al estado ordinario, mientras repetía mi nombre en todos los tonos posibles. Imagino que resultó muy llamativo y muy chocante, pero no sirvió de nada. Y es que yo me había enredado, con mis pálpitos secretos y con mis vestidos y adornos interiores, en otros jardines más frondosos y otros brazos más dulces y mullidos.
Juan era un ejemplar de lo mas corriente. Lo más bonito que tenía eran los ojos o, mejor dicho, la mirada, porque los ojos en sí mismos tampoco tenían nada de particular, pero salía de ellos una mezclita de descaro y necesidad que enganchaba mucho. Cuando lo vi estaba tomándose en la barra de un bar de medio pelo un tinto de verano, con un poco de ensalada campera como tapa, y leía un periódico deportivo con tanta aplicación que daba hasta un poco de risa. Seguramente aparentaba más años de los que tenía, no le había prestado a su pelo el cuidado suficiente y se estaba quedando calvo de una forma nada elegante, era más bajo que yo y se veía a simple vista que le sobraban algunos kilos y le faltaba experiencia con las mujeres. Me fijé en él porque yo por aquellos días, con las prendas de mujer recién estrenadas y con las secuelas físicas y psíquicas de la cirugía diluyéndose a buen ritmo en mi nueva personalidad después de haber pasado ratos muy malos y haberme enfrentado a dudas muy difíciles, me fijaba en cualquier hombre que se pusiera a tiro. ¿Con quién tendría yo la suerte o la desgracia de estrenarme? Eso era algo que no se me iba de la cabeza desde que me dieron el alta en el hospital —porque hasta aquel momento, y desde que salí del quirófano, yo había sido por encima de todo una convaleciente de una intervención muy delicada, con todas las molestias y todos los agobios propios de quien sale de un trance de ese tipo, pero sin apuros de más por la clase tan particular de operación en la que acababa de jugarme el porvenir—, y la verdad es que estaba decidida a que fuera así: un estreno.
—Un agua mineral sin gas —pedí, y sé perfectamente cómo hay que pedir en un bar de medio pelo una consumición tan incolora, inodora e insípida.
—Marchando una reserva del noventa y seis —canturreó, con una guasa bastante patosa, el mamarracho barrigón, amarillento y aspaventoso que estaba detrás de la barra.
No había más clientes en aquel momento que el ejemplar corriente y aficionado al fútbol y una servidora. El levantó la vista del periódico, miró al de la barra, me miró a mí y sonrió. Le faltaba una de las primeras muelas de arriba del lado izquierdo, que era el que yo le veía, pero la mella no la encontré desagradable, porque parecía más una travesura que un deterioro cochambroso. Como ya estábamos a mediados de junio, llevaba un lacoste seguramente falso y unos tejanos ratoneros, aunque tengo que reconocer que el polo lo rellenaba hasta conseguir un efecto sabroso por donde esas prendas hay que rellenarlas —las mangas, los hombros y la línea de los pechos, con los pezones empujando hacia afuera como ternerillos a la hora de nacer—, mientras que por el estómago, el sitio más traicionero, lucía una holgura tranquilizadora, y el tejano se le ceñía a los muslos con una seguridad muy apetecible. Pensé que de pie sin duda perdería un poco, pero ya resultaba bastante prometedor que sentado, como estaba, en aquel taburete no precisamente anatómico, lograse ponerme los resultados de la cirugía un poquito bullangueros.
—El agua es lo mejor para el cutis —dije entonces, reconozco que algo temeraria.
El, claro, me miró el cutis. Yo llevaba aquel día un maquillaje ligero, acorde con lo temprano de la hora y con mi propio estado anímico, tan expectante, tan ilusionado, tan de baile de debutantes y, en el fondo, tan intrépido. Me sentía como recién hecha y quería que un hombre de verdad me inaugurase a ser posible por todo lo alto, más o menos como se inauguran los juegos Olímpicos. Yo lo que quería era que el hombre que tuviese el privilegio de estrenarme después de haber pasado por la mesa de operaciones comprendiese que aquello merecía una ceremonia de apertura con todas las de la ley, y que no faltasen mayoretes, bandas de música, cohetes, tenores y hasta las lágrimas de alguna infanta de España emocionadísima en el palco de honor. Y la verdad es que para eso no hacía falta que fuese un hombre con una posición de mucho tronío, ni con kilómetros de experiencia en encenderle el alumbrado a las mujeres, ni con un cuerpo despampanante o un jefe de protocolo de buena talla y mucha maña. No. Lo mejor era que fuese un hombre con ganas, pero tranquilo, sin mucho de qué presumir, pero con poco que echar de menos, sin la manía de hacer alardes por su cuenta que tienen muchos fulanos que se creen el no va más, pero dispuesto a dejarse la crisma en el empeño en cuanto nota que la hembra le acompaña. Lo mejor podía ser un hombre que vistiese lacostes limpios y falsificados, bebiese tinto de verano y leyese periódicos deportivos, tuviese una mezclita de descaro y necesidad en la mirada y, para empezar, se fijase en mi cutis.
—Pues a la parienta la tengo yo a remojo todo el día y lo suyo no es un cutis, es un secarral —dijo el malage que estaba detrás de la barra.
Entonces él volvió a sonreír, pero esta vez sin enseñar el hueco de la muela, y le dio un poco más de papel a la necesidad que al descaro cuando me miró a los ojos, y cuando habló lo hizo para el de la barra, pero sin retirar sus ojos de los míos.
—La señorita se lo cuida bien —dijo—. Lo tiene estupendo.
Estupendo, el tono de aquella voz. Yo bajé la vista y me mordí con una espontaneidad casi infantil el labio inferior, para que notase lo halagadísima que me había sentido con sus palabras, pero confiando en que él no llegase a deducir de aquel gesto tan atractivo que yo era una lagarta. Yo quería escuchar de nuevo aquella voz, y quería que sonara en el mismo tono, como si le diese apuro decir lo que había dicho, más que nada por falta de costumbre, porque la verdad es que un hombre que usa lacostes falsos, bebe tinto de verano y lee prensa deportiva en lo que menos se fija cuando le echa un vistazo a una mujer de bandera es en su cutis. Por el tono de su voz, estaba claro que se había pillado a sí mismo desprevenido al decir aquello, y eso era lo que le daba más mérito y más verdad al cumplido. Porque era un cumplido. Una sabe a la perfección por dónde le salen los tropezones, y sólo hace falta una pizca de sentido común para no dejarse engañar por los potingues que una misma se echa encima para tapar los desconchados, y nunca hay que perder el sentido de la proporción y darle el mismo merecimiento a la habilidad a la hora de pintarse que al milagro de conservar a cierta edad una piel fresca y luminosa, cosa que está al alcance de poquísimas y que, si falta, sólo se puede compensar con una mentira piadosa o un piropo sincero pero inocentón, dicho con una voz relajada, espontánea y sin dobladillos. Aquella voz.
Me horrorizaba la idea de escuchar, en el momento de sentirme oficialmente inaugurada, cosas de esas que la mayoría de los hombres se saben de carrerilla para soltarlas en cuanto se presente la ocasión. Ese tipo de cosas que hacen que las voces de todos los hombres suenen lo mismo, como si estuvieran fabricadas en serie: cuando las cosas son empalagosas o redichas, la voz de cualquier hombre se vuelve pegajosa y como postiza, como si la voz fuera por un lado y el cuerpo del fulano —y alguna parte muy especial del cuerpo, sobre todo— fuese por otro, y si las cosas son rancias o chabacanas, la voz se le pone al hombre algo así como rencorosa, como si a la voz del gachó le diese asco el verse metida en el trajín de darle gusto a una elementa abierta de piernas. Por eso me llegó tan adentro, en cuanto la escuché, aquella voz que parecía fabricada ex profeso para ambientar mi debut como mujer total, aquella voz que no había tenido tiempo de malearse ni desfondarse con otras mujeres, aquella voz que yo podía estrenar al mismo tiempo que estrenaba el puente de los suspiros, después de que aquel hombre cortase todas las cintas que hubiese que cortar, y por eso decidí dar otro paso al frente y me respingué un poco, sonreí como si estuviera cometiendo un atrevimiento nada frecuente en mí, pero que me ponía contenta, me acerqué a él, le tendí la mano y me presenté:
—Encantada. Me llamo Rebeca.
Yo por entonces aún me llamaba Rebeca, con una sola «c». Bueno, la verdad es que aún me llamaba Jesús López Soler, que lo de cambiarme el nombre y ponerme uno acorde con mi verdad ya fisiológicamente certificada era un largo calvario que aún tendría que padecer, pero ya podía pronunciar el nombre deseado, Rebeca —después de pasar de un nombre a otro como un marinero de puerto en puerto, sin echar raíces en ninguno—, con la seguridad y el gusto que da saber que no está una disfrazando nada llamándose así. La doble «c» vendría más tarde, cuando una me pareció poca cosa —sobre todo, poco cosmopolita— para la categoría y la repercusión internacional que estaba empezando a tener, que tampoco era cosa de salir al extranjero, aunque fuera a Biarritz, ahorrando en consonantes, que son gratis. Claro que alguna amiga bien que se encargó de decir que, con doble «c», el nombre a lo mejor quedaba más artístico, pero con una sola era más austero y más elegante.
A él le pareció elegante, se lo noté en la puntada de admiración que le aniñó durante un momentito la cara. Luego se bajó del taburete nada anatómico en el que estaba encaramado y el caso es que me dio la impresión de que el detalle de galantería le salía al revés, porque con los pies en el suelo quedaba el pobre un poco achicado, pero decidí sin pestañear que lo que tenía que valorar era el gesto, no las consecuencias. Me estrechó la mano, y era la mano de un trabajador nato.
—Yo me llamo Juan —dijo.
Me gustó mucho que se llamase Juan. Era un nombre normal, un nombre del montón, sencillito, sin pretensiones de ninguna clase y sin esos malos recuerdos o esas lástimas por las satisfacciones perdidas que se les pegan con tanta facilidad a los nombres poco comunes cuando los llevó gente que fue importante para ti. Juan no sonaba a nada especial, no me recordaba a nadie que me hubiese hecho sufrir mucho o disfrutar horrores, no era un nombre contagiado por las equivocaciones o las melancolías o los desencantos de una vida profesional y sentimental tan ajetreada como la mía, y eso, en aquel momento, tenía para mí mucho valor. Para estrenar el estuchito del gusto, habría podido echar mano de cualquiera de esos novios temporales que siempre tienes, o de algún amor antiguo dispuesto a revivir por una vez el fuego de otro tiempo, o de la pareja estable de alguna conocida de esas que parecen empeñadas en demostrar a todas horas y restregarte por las narices lo bien servidas que ellas están, o de los putos profesionales que ofrecen sus servicios en los anuncios de relax de los periódicos, pero yo buscaba un hombre que no se pareciera a ninguno de ésos, un hombre de los de andar por casa y de los de ganarse la vida y la cama con el sudor de su frente y con los avíos de cabeza, de corazón y de ingles sin fantasmadas ni contador, un hombre que no me trajera al pensamiento ni al sentido la malicia, la curiosidad, la escasez, la fullería, el desprecio o la guasa de otros hombres. Un hombre como Juan.
—¿Le puedo invitar a un agua? —me dijo, encantador. Yo tenía el agua prácticamente intacta, pero estaba dispuesta a tomarme todas las aguas que hicieran falta con Juan, aunque acabase enguachinada.
—Tanta agua no puede ser buena ni para el cutis —dijo el de la barra, y se quedó impávido, a ver si yo daba mi consentimiento o no a la invitación.
—El agua también es buenísima para el riñón —sentenció Juan, que por lo visto estaba decidido a que el agua me sentara bien, por un sitio o por otro.
Tenía Juan ese sentido práctico a la hora de cortejar a una mujer que yo siempre había echado de menos. Todos los hombres que se han ido colando en mi vida, y tengo que confesar que han sido un montón, terminaban siempre por hacerse a ellos mismos una reverencia y darse unas palmaditas en la espalda, muy satisfechos por lo que acababan de conseguir o por lo que acababan de despreciar, que de todo ha habido en el expediente sentimental de una servidora, pero a Juan no le movía la vanidad ni el morbo raro ni la fascinación por lo prohibido, Juan sólo quería ser amable y, llegado el momento, si llegaba, demostrarme a mí y a nadie más que él era un hombre de la cabeza a los pies. Eso se notaba en la forma de mirarme, en la manera de dar la mano, en la espontaneidad que tuvo para ser caballeroso aunque le favoreciera poquísimo, y sobre todo en el empeño en dejar claro que sólo buscaba mi bien, y que si se permitía invitarme a más agua era porque el agua, aunque fallase como cosmético, nunca fallaba como diurético. Un hombre así, me dije, no se puede desperdiciar.
La situación no podía serme más favorable, y allí lo único que estorbaba era el de la barra sin quitar el ojo de encima. De forma que, sin arrugarme lo más mínimo, le dije a Juan:
—El agua es fantástica para cualquier cosa si se toma a gusto y sin mirones. Yo vivo cerca.
Sabía a lo que me arriesgaba. Sabía que Juan podía tomarme por lo que me tomó. Pero sabía también que él no iba a ofenderme. Sonrió con mucha franqueza, enseñando otra vez el hueco de la muela que le faltaba, y hasta se le subieron los colores. Se encogió de hombros como lo hacen los niños cuando reconocen que son incapaces de hacer alguna hombrada superior a sus fuerzas, y se excusó con mucha delicadeza, como si él tuviera la culpa de algo que no hubiese querido hacer.
—Seguro que usted no pide ni la mitad de lo que vale. Y, si yo pudiese, me gastaría con usted el reino de Nápoles. Pero me parece que, en las condiciones en las que estoy, lo más que puedo hacer es invitarle a un agua.
Lo del reino de Nápoles le quedó un poco de pegote, aunque supongo que cosas así se las estás oyendo decir a tus tías desde que tienes uso de razón y las sueltas después en cualquier momento de forma automática, y Juan seguro que ni se dio cuenta de que el reino de Nápoles es una cosa que ya no existe y no tiene ningún valor, pero hay que ser de mentalidad abierta, no tener resabios de primadona y comprender lo que de verdad te quieren decir. Y Juan me quiso decir, llanamente, que yo era demasiado lujo para él y que el presupuesto de un trabajador nato nunca da para tanto. Ni siquiera parecía darse por eso demasiada lástima a sí mismo, y ésa fue otra cosa que también me gustó una barbaridad: los hombres así son los que después no pretenden que se lo perdones todo. A Juan seguro que no había nada que perdonarle. Por eso le dije: