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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (77 page)

BOOK: Yo mato
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Durand interrumpió con un gesto la exposición de Cluny:

—Hemos propuesto al gobierno francés la exhumación del cadáver de la señora Legrand, pero, después de tantos años y de la muerte de todas las personas involucradas, no creo que este detalle pueda revestir para ellos demasiado interés.

Durand se apoyó en el respaldo del sillón con la expresión del que encuentra deplorable tal despreocupación por los detalles. Con otro gesto cedió otra vez la palabra a Cluny.

Cluny continuó como un deber, no como un placer.

—Los dos niños crecen bajo el control rígido y obsesivo del padre, que se ocupa de su educación en todos los aspectos, sin interferencias externas. Ni jardín de infancia ni colegio de primera enseñanza, y mucho menos frecuentar a niños de la misma edad. Mientras tanto se vuelve un auténtico maníaco. Quizá padezca una manía persecutoria, pues es una persona obsesionada con la figura del «enemigo», que ve por todas partes y en cualquier persona ajena a la casa donde viven encerrados como en una fortaleza. También en este caso, solo son suposiciones mías, no están avaladas por hechos concretos. El único a quien se conceden esporádicos contactos con el mundo, siempre bajo el riguroso control del padre, es a Jean-Loup. El gemelo, Lucien, permanece prisionero en la casa, un ser cuyo rostro no puede mostrarse al mundo; una especie de Máscara de Hierro, para citar un ejemplo literario. A los dos se les impone un rígido entrenamiento militar, el mismo que Legrand impartía a los agentes de los servicios secretos de los que formaba parte. De ahí la preparación de Jean-Loup en campos muy diversos, incluida su habilidad para el combate. No quiero extenderme, pero él mismo me ha revelado algunos detalles aterradores, que concuerdan a la perfección con la personalidad que Jean-Loup desarrolló a continuación...

Cluny hizo una pausa para dar a entender que era mejor dejar esos detalles, por el bien de todos, a su exclusiva competencia.

Por su parte, Frank comenzaba a comprender. O por lo menos a imaginar, qué era lo que había hecho Cluny. Iba deduciendo una historia que flotaba como un iceberg en el mar, y de la misma manera dejaba emerger solo la parte menos voluminosa. Una parte cubierta de sangre. Una parte que el mundo había bautizado Ninguno.

—Puedo decir que Jean-Loup y su pobre hermano prácticamente nunca fueron niños. Legrand logró transformar uno de los juegos infantiles más antiguos del mundo, el juego de la guerra, en una auténtica pesadilla. Esa experiencia ligó a los dos hermanos de un modo indisoluble. Ya la normal relación entre gemelos es mucho más sólida y particular que la que se da entre dos hermanos «comunes»; el mundo está lleno de ejemplos que así lo demuestran. Imaginemos entonces cuánto lo habrá sido en este caso, en el que, por añadidura, uno de los dos estaba en condiciones de evidente minusvalía. Jean-Loup se atribuyó el papel de defensor y protector del hermano menos afortunado, al que el padre trataba como a un ser inferior. El propio Jean-Loup me ha confiado que el mejor epíteto con que el padre le definía era «monstruo asqueroso»...

Hubo un instante de silencio. Cluny les dio tiempo para asimilar lo que acababa de decir. Lo que estaban escuchando era de algún modo la confirmación de lo que todos habían sospechado: que detrás de la persona de Jean-Loup había un trauma aterrador. Ahora que lo comprobaban, se daban cuenta de que superaba de lejos las conjeturas más fantasiosas. Y no había terminado.

—Lo que los une es un afecto patológico. Jean-Loup vive el drama del hermano como si fuera suyo, quizá en medida aún mayor, más visceral, porque lo ve indefenso frente a la furia y la persecución del padre.

Cluny hizo una nueva pausa y repitió el ritual de las gafas. Frank, Roncaille y Durand se lo concedieron, con paciencia. Se lo había ganado en el curso de sus conversaciones con Jean-Loup, en contacto con la oscuridad de su mente, sondeando en el pasado para reconstruir los motivos de un presente sin futuro.

—No sé decir con exactitud cuál pudo haber sido la causa que desencadenó lo que sucedió una noche en la casa de Cassis, muchos años atrás. Quizá no haya una en particular, sino una serie de causas que con el correr del tiempo crearon las condiciones que provocaron la tragedia. Ya saben ustedes que en esa casa pasto de las llamas se encontró un cuerpo con el rostro desfigurado...

Otra pausa. Los ojos del psicopatólogo vagaron por la habitación, no buscando los ojos de los demás, sino rehuyéndolos, como si fuera en parte responsable de lo que iba a decir.

—Fue el propio Jean-Loup quien mató a su hermano. Su afecto había llegado a un punto tal que su mente enferma pensó que ese era el único modo de curarlo de «su mal», como lo ha definido él. Como si esa deformidad física fuera una verdadera enfermedad. Luego viene el gesto simbólico de la liberación, el ritual de descarnar el rostro para liberar al gemelo de su deformidad. A continuación mató al padre y al ama de llaves, a quien evidentemente consideraba una cómplice; de ese modo era más plausible la hipótesis del doble homicidio seguido de suicidio. Después incendió la casa. Podría introducir en todo esto el significado simbólico de la catarsis, pero me parece completamente inútil y retórico, más que científico. Por último, huyó. Ignoro los detalles de los años siguientes...

Roncaille intervino, para volver por unos instantes a la vida real y dejar esa historia en un limbo de hechiceros.

—Por los documentos que hemos encontrado en la casa de Jean-Loup nos hemos remontado a una cuenta numerada de un banco de Zurich. Probablemente se trate de dinero depositado por Marcel Legrand, una suma considerable, además. A Jean-Loup le bastó conocer el código para disponer de ese dinero. No sabemos dónde vivió hasta que apareció en Montecarlo, tras tomar prestado el nombre de un muchacho muerto en un accidente en Cassis, pero no tenemos dudas en cuanto a cómo lo hizo. Con ese dinero a su disposición podía vivir toda la vida sin trabajar.

Intervino entonces Durand, el procurador general.

—Tengamos presente una cosa: que, para todo el mundo, en esa casa vivía un solo muchacho. Por lo tanto, la presencia del cadáver de un muchacho de su edad contribuyó a que nadie sospechara que podía no tratarse de él. De todos modos, el incendio que destruyó casi toda la casa borró todo rastro de ese segundo hijo. De allí que el caso se archivara tan pronto. Eso fue lo que permitió que este loco fuera a robar el cuerpo de su hermano del cementerio de Cassis, cuando se enteró de que no lo habían devorado las llamas.

Durand calló. Tras una ligera vacilación, Frank aprovechó el silencio.

—¿Y la música? —preguntó a Cluny.

El psicopatólogo se tomó un instante antes de responder.

—La relación de este hombre con la música es una cuestión que todavía estoy tratando de profundizar. Al parecer, el padre era un gran apasionado y un gran coleccionista de grabaciones raras. Tal vez fuera lo único superfluo que concedió a los hijos a cambio de todo lo que les hizo soportar. También sobre este aspecto la comunicación es difícil. Cuando le hablo de música, el sujeto cierra los ojos y se aísla por completo.

Ahora todos pendían de los labios de Cluny. Si él se dio cuenta, no lo dio a entender. Acaso lo que había llegado a descubrir aún le conmocionaba, incluso durante su simple exposición.

—Lo que querría subrayar es un aspecto sutil de la evolución de Jean-Loup. El hecho de haber matado a su hermano le generó un sentimiento de culpa inconsciente del que no se librará nunca. Él creía, y cree todavía, que el mundo es responsable de la muerte de su hermano y de todo lo que padeció por culpa de su aspecto monstruoso. Esta es la génesis de la tipología de Jean-Loup como asesino en serie, a caballo entre la del misionero y la del control del poder. Un complejo inducido por una psicosis familiar que se venga en la conquista de una normalidad efímera para el hermano muerto. El verdadero motivo por el que ha matado a todas esas personas y ha utilizado la piel de sus rostros como máscara para el cadáver es ese: el cumplimiento de un deber, un modo de pagar a ese pobre desdichado por todo lo que tuvo que padecer...

El psicopatólogo estaba sentado con las piernas ligeramente abiertas. Bajó la mirada hacia el suelo. Cuando la levantó, había piedad en sus ojos.

—Nos guste o no, ese hombre ha hecho todo lo que ha hecho por amor, un amor anormal y enfermizo, pero incondicional, por su hermano. Esta es la conclusión.

Cluny se levantó casi enseguida, como si haber terminado su exposición le hubiera aliviado de un peso que no deseaba cargar solo. Ahora que había logrado compartirlo con otras personas, creía que su presencia en esa habitación se había vuelto superflua.

—Por el momento es todo lo que puedo decirles, señores. Denme un par de días y les haré llegar un informe escrito. Mientras tanto, continuaré mis entrevistas con ese hombre, aunque ya se ha aclarado casi todo lo que necesitábamos saber.

Roncaille se levantó y rodeó el escritorio para darle las gracias. Le estrechó la mano y lo acompañó a la puerta. Al pasar junto a Frank, Cluny le apoyó una mano en el hombro.

—Felicitaciones —le dijo simplemente.

—Felicitaciones a usted, y gracias por todo.

Cluny respondió con una especie de mueca que quizá era una sonrisa o quizá una prueba de modestia. Hizo un gesto con la mano a Durand, que continuaba inmóvil, pensativo, y le respondió con un movimiento contenido de la cabeza.

Cluny salió y Roncaille cerró la puerta. Los tres quedaron solos en el despacho. El jefe de policía volvió a ocupar su lugar tras el escritorio. Frank volvió a sentarse en el sillón y Durand permaneció inmerso en sus pensamientos.

Al fin el procurador general se levantó y fue a mirar por la ventana. Desde ese lugar de observación se decidió a romper el silencio. Habló de espaldas, como si le avergonzara mostrar la cara.

—Y bien, por lo que parece, esta historia ha terminado, y parece que ha terminado gracias a usted, Frank. El director Roncaille le confirmará que el propio príncipe nos ha pedido que le hagamos llegar su satisfacción y sus felicitaciones por el resultado alcanzado.

Hizo una pausa, que estaba muy lejos de surtir el efecto magnético de las de Cluny. Decidió volverse.

—Seré sincero con usted, como usted lo ha sido conmigo. Sé que no le soy simpático, pues me lo dijo con toda claridad en su momento. Tampoco usted me resulta simpático. Nunca me ha caído bien, y no creo que llegue a agradarme nunca. Hay entre nosotros un abismo, y ni yo ni usted haremos nunca el menor esfuerzo por tender un puente. Sin embargo, por amor a la justicia, hay algo que debo decirle...

Dio dos pasos para acercarse a Frank. Le tendió la mano.

—Querría tener muchos policías como usted.

Frank se levantó y estrechó la mano que Durand le ofrecía. De momento, y quizá por siempre, era lo máximo que los dos podían hacer.

Después Durand volvió a ser lo que era, un procurador general frío, elegante y con una ligera pretensión de eficiencia.

—Ahora, si me permiten, los dejo. Ya nos veremos, director. Felicitaciones también a usted.

Roncaille esperó oír el ruido de la puerta que se cerraba. Su expresión se alivió notablemente. Más que nada, se volvió menos formal.

—¿Qué hará ahora, Frank? ¿Volverá a Estados Unidos?

Frank hizo un gesto indefinido, que podía indicar tanto la nada absoluta como cualquier lugar del mundo.

—No lo sé. Por el momento echaré un vistazo por allí. Ya veremos. Tengo tiempo para decidir...

Se saludaron y al fin Frank consideró que ya podía marcharse. Cuando ya tenía la mano en el picaporte, la voz de Roncaille lo detuvo.

—Una última cosa, Frank...

Frank se quedó inmóvil.

—¿Sí?

—Quería confirmarle que ya he dispuesto lo que me pidió, a propósito de Nicolás Hulot.

Frank se giró e inclinó apenas la cabeza, como corresponde ante el comportamiento de un adversario caballeresco que ha demostrado ser un hombre de honor.

—No lo he dudado ni siquiera por un instante.

Salió del despacho y cerró la puerta detrás de sí. Mientras avanzaba por el pasillo se preguntó si Roncaille sospecharía alguna vez que sus últimas palabras habían sido una gran mentira.

64

Frank salió por la entrada principal de la Süreté Publique del principado de Monaco y se encontró con el sol. Entrecerró los ojos para protegerse del súbito fulgor después de la escasa luz de los pasillos de la central. El Frank Ottobre de poco tiempo atrás habría sentido fastidio por esa luminosidad plena, por esa demostración inconfundible de vida.

Ya no.

Ahora bastaba un simple par de gafas oscuras. Extrajo las Ray-Ban del bolsillo de la chaqueta y se las puso. Habían sucedido muchas cosas, casi todas feas, algunas horribles. Habían muerto tantas personas... Ahora y en el pasado. Una de ellas era su amigo Nicolás Hulot, uno de los pocos hombres, entre los muchos a los que había conocido, a los que esa definición no quedaba grande.

De pie en medio de la calle Notari se hallaba el inspector Morelli, que lo esperaba, con las manos en los bolsillos. Frank bajó la corta escalera y lo alcanzó con calma. Mientras se acercaba, se sacó las gafas que acababa de ponerse; Claude se merecía que lo mirara a los ojos, sin pantallas ni barreras. Le sonrió y consiguió hablar con tono ligero, quizá un poco cansado, pero verdadero.

—Hola, Claude, ¿qué haces aquí? ¿Esperas a alguien que no llega?

—No, mí estimado colega. Yo solo espero a personas que sé que van a llegar. En este caso específico, te esperaba a ti. Supongo que no pensabas irte sin más, ¿verdad? Me debes algo. Te considero responsable de un regreso de Niza en un coche conducido por un loco de atar.

—Xavier, ¿eh?

—El ex agente Xavier, querrás decir, que ahora está consultando desesperadamente las páginas de ofertas de trabajo, poniendo particular atención a las empresas de jardinería. Esas que piden personal para conducir tractores desmalezadores...

Justo en aquel momento el agente Xavier Lacroix llegó por la calle Suffren Raymond al volante de un coche patrulla. Mientras pasaba ante ellos, sonrió y saludó con la mano por la ventanilla. Se detuvo un poco más adelante, apenas el tiempo necesario para que subiera otro agente que lo esperaba en la calle y volvió a partir enseguida.

En el rostro de Morelli apareció de golpe la expresión de quien ha sido sorprendido en falta. Frank rió. Le alegraba que entre ellos hubiera un trato natural, un clima tan distinto del que acababa de dejar arriba, en el despacho de Roncaille.

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