Y quedarán las sombras (21 page)

Read Y quedarán las sombras Online

Authors: Col Buchanan

BOOK: Y quedarán las sombras
4.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No es más que un brazo roto, Sparus —reprendió al archigeneral por su tono alarmista, aunque aceptó de buen grado la silla vacía—.Y no puede decirse que haya sido el único después de lo de anoche.

—Ya. Ojalá unos huesos rotos fueran la peor de las consecuencias.

Sparus se mantuvo encorvado mientras la matriarca se volvía para examinar las colinas verdes que ascendían desde las dunas que tenían a su espalda. El fuerte de la cima seguía ardiendo. Los comandos de Hanno lo habían asaltado durante la noche y lo habían incendiado. En la cumbre de otra colina, al otro lado de la pequeña bahía donde se había llevado a cabo el desembarco, las ruinas de un pueblo también despedían nubes de humo negro. En este caso por obra de los veteranos guerrilleros del Ghazni oriental. Los acólitos estaban construyendo debajo del pueblo una empalizada que cercaría el campamento donde la matriarca pasaría la noche.

Cuando Sasheen se volvió de nuevo a Sparus, éste volvió a sentarse en cuclillas junto a ella e, inmediatamente, sus oficiales lo imitaron.

—¿Hasta qué punto es preocupante la situación? —preguntó la matriarca al archigeneral.

Sparus empleó la ramita que sostenía en la mano para señalar el mapa.

—Al parecer hemos desembarcado a una docena de laqs más o menos de nuestro objetivo inicial. Creemos que estamos aquí, en la bahía Afilada. Las rutas de aproximación tierra adentro son más escabrosas desde esta posición. Si queremos mantener el programa establecido tendremos que apretar la marcha del ejército un poco más de lo que habíamos planeado.

—Pero, ¿qué ocurre con las bajas que hemos sufrido?

Sparus se pasó una mano por la calva y se rascó la nuca.

—Desde anoche echamos en falta por lo menos treinta naves, y una de ellas iba cargada con pólvora. Lo que significa que hemos perdido un tercio de la pólvora con la que contábamos. De todos modos, ésa no es la peor noticia. La mayoría de nuestra caballería ha desaparecido; si es en el fondo del mar o alejada del rumbo por el viento, todavía no lo sabemos. También hemos perdido cuatro naves que transportaban tropas de infantería auxiliares.

Una repentina racha de viento barrió la colina y todos giraron la cabeza para protegerse la cara de la arena. Sparus esperó con el ojo cerrado a que amainara antes de continuar:

—También estamos esperando todavía a que aparezca el apoyo aéreo. Sin embargo, después de la tormenta no hay manera de saber si se presentará alguna aeronave.

Sasheen se recostó en la silla y chasqueó la lengua; un sonido que sonó de lo más inapropiado dado el tono que empleó para hablar:

—Habla como si ya estuviéramos condenados a la derrota, Sparus. Y sin embargo, mire a su alrededor, por favor. Aquí nos tiene, sentados en una playa khosiana, con un ejército a nuestra espalda y una nación que aguarda su aniquilación.

Sparus se la quedó mirando con perplejidad. No estaba acostumbrado a ver el lado positivo de las cosas; lo contrario nunca ayudaba. De modo que se guardó para sí lo que pensaba.

Además, el desastre de Coros estaba ese día fresco en su memoria. Ya habían pasado nueve años desde que había pisado por última vez suelo merciano y, sin embargo, los recuerdos seguían vivos en su cabeza: las chartassas de los Puertos Libres se habían arrojado contra las fuerzas imperiales, a pesar de que éstas las doblaban en número. Y a pesar de los estragos que causaban en sus filas el fuego de metralla, las granadas y demás proyectiles, no se detuvieron hasta que escindieron el ejército imperial en dos y lo desbarataron.

Entonces Sparus no era más que un vulgar general entre tantos otros. Y también Creed, quien había liderado el reducido contingente de las temidas chartassas khosianas. Las islas de los démocras se habían alzado con la victoria ese día, y Sparus no estaba dispuesto a permitir que se repitiera un desastre igual. Una segunda derrota sería imperdonable; Sparus antes prefería hundirse un cuchillo en el corazón. Ahora era archigeneral, y Creed, el Señor Protector. La derrota de Creed en Khos fijaría la reputación de Sparus como el general más extraordinario de su época.

Obtendría la victoria en aquella campaña cuyo mando había rechazado tomar repetidamente, pero no lo haría con una autocomplacencia optimista, sino mediante la supremacía de su logística y de su poderío militar. En esta ocasión disponía de un ejército lo suficientemente numeroso como para completar la tarea que se le había encomendado, un ejército de soldados aguerridos, no de reclutas inexpertos con los nervios a flor de piel. Además él era más maduro, más sabio, mucho mejor general. Había aprendido de sus errores. A instancia suya la infantería pesada imperial había desarrollado sus propias falanges de lanceros, capacitadas para plantar cara a las poderosas chartassas, o eso esperaba.

Sin embargo, consideraba que la pérdida que habían sufrido de un número ingente de zels de batalla durante la tormenta suponía un duro golpe para el éxito de la campaña; y además se había producido antes de su inicio propiamente dicho.

—Siempre es la misma historia. No cabe duda —dijo mirando a sus oficiales, si bien sus palabras iban dirigidas en realidad a Sasheen—. Los planes que se elaboran a conciencia se hacen añicos en cuanto se confrontan con la realidad. Por eso nos preparamos para lo peor. Así que tendremos que arreglárnoslas con lo que disponemos. Como siempre.

Sasheen entornó sus ojos perfilados con kohl.

—Estoy segura de que también debe haber buenas noticias, ¿no? Algo que levante el ánimo de nuestras tropas.

Sparus se volvió un instante para contemplar la larga playa blanca que se extendía detrás de las dunas. En ella reinaba el caos. Los zels galopaban enloquecidos entre la multitud con los arneses sueltos, saltaban por encima de las cajas con el equipo desperdigadas por la arena y dispersaban a los hombres que se interponían en su camino; pelotones de infantería erraban por la orilla buscando a sus oficiales; y por la costa continuaba el goteo de rezagados que avanzaban tambaleantes por la arena como si estuvieran ciegos. Sparus nunca había visto una cabeza de playa tan desorganizada.

Y sin embargo, podría haber sido mucho peor.

—¿Buenas noticias? —se oyó decir a los demás, y tiró la ramita contra el viento mientras añadía—: Seguimos vivos, ¿no?

Capítulo 14

Una emboscada

La reunión del estado mayor del general había finalizado hacía escasamente media hora. Creed llevaba la cuenta de los minutos con su preciado reloj de agua mientras daba sorbos a su taza de leche tibia. Las puertas se abrieron entonces por segunda vez esa mañana y los Michinè entraron montados en cólera, y con razón. El tintineo de sus joyas de oro y diamantes acallaba el ruido que producía el roce de sus ropas de seda.

Chonas y Sinese aparecieron a la cabeza del grupo, y sus rostros pálidos por el maquillaje contrastaban con el furor que despedían sus ojos. Cuando Sinese reparó en el general Creed sentado a su escritorio con una taza de leche en la mano, dio rienda suelta a su ira.

—¡No puede hacer esto! —espetó el ministro de Defensa desde el otro lado de la mesa y agitó su bastón como con intención de golpear a Creed con él.

El general dejó la taza sobre el escritorio e hizo una indicación con la mano a los guardias apostados en la puerta para que se marcharan.

—Puedo y lo he hecho —respondió con firmeza, y mantuvo sus ojos clavados y sin pestañear en la mirada arrebatada de Sinese.

Chonas, el primer ministro, se adelantó y dio un toquecito en el brazo a Sinese, que se volvió a él y lo fulminó con la mirada. Luego bajó el bastón y retrocedió resollando enfurecido.

—General —dijo Chonas sentándose en una de las sillas que había enfrente del escritorio de Creed.

Los hombres que lo acompañaban hicieron una mueca de perplejidad, pues estaba fuera de lugar que un Michinè se sentara enfrente de un vulgar mortal, por mucho que se tratara del Señor Protector de Khos. Tampoco a Creed se le pasó por alto la acción de Chonas, y dirigió un gesto cordial inclinando la cabeza al anciano sentado delante de él, un hombre sereno a quien conocía desde hacía veinte años y que respetaba a pesar de las divergencias de opinión que existían entre ambos.

—Tal como acaba de explicar gentilmente el ministro Sinese, no puede proseguir su plan. Hemos venido para revocar sus instrucciones de manera inmediata.

—¿Con qué autoridad?

—¡Con la autoridad que nos concede el consejo! —espetó Sinese, adelantándose de nuevo hacia Creed—. ¿O es que ha olvidado cuál es su lugar, humano?

Creed recibió aquellas palabras como un bofetón en la cara y notó cómo le subía la sangre a las mejillas. El resto de los Michinè mantenían la compostura y contemplaban impertérritos al general. De repente, Creed fue consciente de la violencia latente en aquella reunión.

«Vaya —pensó irónicamente—. Así que por fin nos quitamos los guantes.»

Se dejó caer contra el respaldo de la silla y abrió un cajón del escritorio. Dentro guardaba una pistola, cargada y lista para ponerle el cebo.

—Por si acaso no se han dado cuenta —dijo dirigiéndose a todos los Michinè mientras las ventanas vibraban con las explosiones de los cañones del Escudo—, nos ha invadido un ejército imperial de Mann. Mientras nosotros estamos aquí discutiendo, hay fuerzas extranjeras en suelo khosiano. Según los términos de la Concordancia, como Señor Protector de Khos estoy al mando de las defensas de la isla. —Ahora clavó la mirada ceñuda en Sinese—. Incluso por encima de usted, señor ministro. Así lo dicta la ley marcial.

—Entiendo —repuso en tono burlón el ministro de Defensa—. Así que ahora quiere jugar a ser rey. ¿Se trata de eso?

Creed apretó los dientes conteniendo su ira.

—Me parece que es usted quien no sabe cuál es su lugar, ministro.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Por favor —intervino Chonas, alzando una mano apaciguadora.

Creed mantenía la mirada fija en Sinese.

—Ahora no está en la cámara del consejo —aseveró el general—. Está en mi despacho, y le recomendaría que mostrara un poco de educación. De lo contrario me veré obligado a ordenar que lo escolten hasta la puerta del edificio.

Los Michinè reaccionaron indignados.

—¡Caballeros! —bramó Chonas elevando la voz por encima de las repentinas expresiones coléricas de sus pares—. ¡Por favor! Un poco de orden. Marsalas, usted y yo nos conocemos desde hace muchos años. Siento un hondo respeto por usted, aunque puede ser que nunca se lo haya confesado hasta ahora. Goza del respeto de toda Khos. Todos los días la gente da gracias al destino por habernos obsequiado con un general tan capaz en unos tiempos tan aciagos como los que nos han tocado vivir. Le hablo como camarada, además de como primer ministro, cuando le pido que, por favor, nos escuche. No puede salir y enfrentarse a ellos en el campo de batalla. Las fuerzas del enemigo deben de ser seis veces superiores a las suyas; por no mencionar ya su ventaja en el número de piezas de artillería. Lo harán picadillo.

Creed suspiró.

—Siempre ha pensado sólo en los números, viejo amigo. Ése es su problema. El de todos ustedes. Creen que se trata de una mera cuestión de recursos y de dónde colocarlos para sacarles el mayor rendimiento. Sin embargo, olvidan lo que somos, lo que tenemos.

—¿Cree que sólo con la chartassa puede salvarnos? —inquirió Chonas—. Eso es lo que quiere decir, ¿no? Está refiriéndose a la célebre chartassa khosiana, temida y respetada por nuestros enemigos. El «Gigante asesino», la llamaban los pathianos. «Derrota» fue el nombre que las tropas imperiales le pusieron en Coros. —Chonas meneó la cabeza con abatimiento—. No, Marsalas, es usted quien se equivoca. Tal vez yo sea un viejo político cansado y sea cierto que nuestro espíritu de lucha tenga más fuerza de la que creo, pero no se puede despreciar la cuestión de los números en un gesto jactancioso de desafío. Sí. La chartassa tal vez intimide en el campo de batalla. Pero luego su efecto desaparecerá. Todos los hombres desaparecerán. Y perderemos Khos para siempre.

—¿Qué opción nos queda? —espetó Creed—. ¿Les dejamos que violen y esclavicen a los habitantes del resto de las ciudades de Khos mientras nosotros nos agazapamos detrás de las murallas? ¿Quiere que hagamos eso?

—No, Marsalas. Si tuviéramos otras alternativas viables no se lo pediría. Pero precisamente eso es lo terrible de la situación en la que nos encontramos. Ahora mismo el IV Ejército Imperial está congregándose en el lado pathiano del Escudo para acometer un ataque total contra las murallas. ¡Escuche los cañones! ¡Escúchelos! ¿Había oído algún bombardeo de tal virulencia en todos estos años de asedio? Asaltarán las murallas con todos los medios a su disposición, y esta vez no se detendrán… Y mientras tanto, usted se habrá llevado a la mitad de los hombres al campo de batalla para emprender una lucha temeraria y suicida.

—El general Tanserine, uno de los estrategas más capacitados de los Puertos Libres, se quedará aquí, al mando de la defensa. Y con hombres suficientes para proteger la posición hasta nuestro regreso.

—¿Y qué pasará si usted no regresa?

—Entonces tendrán que aguantar la posición hasta que lleguen más Voluntarios de la Liga.

—¿Y cómo lo haremos sin las tropas de reserva que se lleva consigo? No. Permaneceremos todos en Bar-Khos. Y todo aquello de lo que podamos prescindir será empleado en la fortificación y la defensa de Tume. Nos quedaremos aquí dentro y esperaremos ayuda.

Creed torció el gesto.

—Si nos quedamos dentro tal vez todos muramos antes de que lleguen los refuerzos. Si salimos a su encuentro, en cambio, al menos ganaríamos algo de tiempo. ¡Por favor, hombre! ¡Pero si hasta la matriarca ha venido a Khos! ¿No se da cuenta de la oportunidad que se nos ha presentado?

Chonas dejó caer la cabeza como si hubiera dejado de escucharlo. Del grupo de Michinè emergió un hombre que se adelantó hasta el escritorio de Creed. Lucía el atuendo blanco acartonado de los profesionales de la ciudad.

—General Creed —dijo el profesional—, le pido que escuche con atención el artículo cuarenta y tres de la Concordancia: «En todo momento la defensa del Escudo es primordial cuando se tome en consideración la aportación de medios en operaciones ofensivas o defensivas.»

—¿Quién es este hombre?

—Un abogado —respondió Chonas—. Pensamos que podría arrojar algo de luz sobre nuestras diferencias en el caso de que las hubiera.

Other books

Through Dead Eyes by Chris Priestley
Raney & Levine by J. A. Schneider
Pig Island by Mo Hayder
Of Grave Concern by Max McCoy
Picnic in Provence by Elizabeth Bard
Tartok the Ice Beast by Adam Blade
Masquerade by Arabella Quinn