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Authors: Juan Benet

Volverás a Región (16 page)

BOOK: Volverás a Región
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»"¿Es usted ese único hombre que queda en la tierra que no tiene intención de curarme ni corregirme? ¿Es usted, doctor?":

»Y me respondió: Es posible, no estoy muy seguro pero es posible que así sea, como si tuviera demasiada vergüenza en afirmarlo de una manera rotunda. Quizá hasta ese mismo momento yo me había obstinado en mantener un único credo que investido de nombres diferentes trataba de sobrellevar y vencer las crisis de la iniciación de un cuerpo involuntariamente aferrado a una educación en la decencia, hechizado y esclavizado para siempre a un momento turbulento y remoto, en la caja de una camioneta o en el pasillo de un hotel de mala fama, en la carretera de la sierra: Y sin embargo apenas lo creía: traté de defenderme o de defender aquella parte de la persona que era indiferente a la hipocresía y, en cierto modo, independiente del respeto a aquel cuerpo poseído que nadie fue capaz luego de exorcizar, ni los oficiales de la posguerra ni el sosiego doméstico, el mimo y el regalo con que —el orden al que fui restituida trató de curar las heridas y afrentas del cautiverio, no ya en el altar del adulterio sino tampoco en el fuego aberrante de las renuncias, el sacrificio y la fidelidad. Cuando, al fin —tal vez sentada en este mismo sillón, un único atardecer, de lluvia, qué más da eso— comprendí gracias al miedo que no había tal independencia, que no existía en mi cuerpo tal escisión y que tan sólo me había aprovechado de un legado que las monjas me dejaron con su educación —tanto por el respeto a las leyes de la decencia como por el hábito del disimulo y del engaño para con uno mismo— para mantener incontaminado un culto vicioso, me convencí de que me había hecho vieja. Comprendí también que semejantes contradicciones y hiatos... ay, no son sino aparato de juventud, los accidentes que surgen como no podía ser menos en el curso de ese juego que han entablado la fantasía y el destino, excitados como dos músicos rivales que tratan de mantener animada una macabra noche de bullicio, han urdido para distraer el afán de la única edad que esconde un sincero apetito no egoísta. Que trabaja para su propia destrucción ¿quién lo duda? ¿Es esa razón bastante para traer a la persona al culto de sí misma? Y siempre es así; siempre, tarde o temprano, tiene que amanecer el día en que el objeto que las manos anhelaron la noche anterior cobra todo su valor no por sí mismo sino porque se halla entre esas manos. Algo se acaba entonces, una edad tal vez que no está en los años —repito— sino en la extinción de cierta generosidad. ¿Cuándo cesa eso? Es la razón en lo sucesivo —aliada del temor— la que va a dictar qué deseos son provechosos, cuáles son suicidas, qué rama es preciso extirpar para enderezar un tronco que... usted debe saberlo: será —supongo— en el momento en que tras veinte años ¿de qué?, ¿de matrimonio?, ¿de inocencia?, ¿de desamparo?, ¿de prostitución?, ¿de hipocresía?, ¿quién es capaz de darle su nombre cabal?, una mujer seducida en la caja de una camioneta, acogida de nuevo al seno de una sociedad que más que perdonarla la ha compadecido, comprende —al igual que el delincuente reincidente e incurable— que su naturaleza tiende al delito y que antes será necesario pasar por alto todos los códigos vigentes que abrazar el campo de la virtud; y que ya que es preciso aborrecer algo— en lo sucesivo aborrecerá las leyes, el orden y la decencia para vivir conforme a un credo que sólo en las faltas encontró su verdadera razón de ser; un montón de brasas que despide más calor que cuando los troncos ardían pero que, ay, ya no volverán a inflamarse. Cuando me acerqué a aquel teléfono descolgado sobre la mesita moruna y la ves: gangosa, impersonal, no perteneciente a nadie sino al éter enemigo...»

«Tenemos un solo árbol —interrumpió el Doctor— pero ¿ha visto usted cómo brilla?»

«...no en la guerra sino en la paz. Porque la guerra sólo era un pretexto, el ardid que el destino impone, como a Ifigenia, para probar el apego a su padre; y mi padre era todavía menos que aquella voz terrible, salida de una chapa magnética...»

«Fue algo más que eso, sin duda. La prueba de que no teníamos razón, de que no había lógica en nuestros actos ni juicio en nuestras predilecciones. Por tanto, había que volver al principio, era necesario borrar los últimos pasos que habían conducido a semejante atolladero. En verdad, si no existía ya una confianza en el futuro ni un apego a la tierra ni una verdadera fe en las creencias, ¿por qué no volver al terreno del odio? Sólo de la derrota podía surgir algo nuevo; no ha sido así, pero eso no quita nada al hecho de que fuera la mejor razón para hacer la guerra: poderla perder.»

«Eso me recuerda que... pero ¿por qué dice usted eso? Eso lo decía él pero no lo creía sino en gracia de una intención aviesa. Para que yo comprendiera que algo desaparecía para siempre. Pero justamente creer eso es eternizarlo, vivir en la confianza de que existe —porque fue— aunque ya no lo volvamos a ver. Lo he sabido siempre y en parte por eso estoy aquí. Apenas me enteré. de aquella guerra sino cuando ya estaba terminando. Algo tarde, en algo más que una semana sufrí todas sus consecuencias: un padre muerto, un amante desaparecido, una educación hecha trizas, un conocimiento del amor que me incapacitaba para cualquier futuro; ante mí, y en el seno de una sociedad dispuesta a acogerme como una mártir y una prenda codiciable, no se abría otra posibilidad que la del engaño, incapaz de confesar mi apego al enemigo y de renunciar (ya no digo renegar) a él. No había otra solución porque yo había conocido la suerte de esos seres desventurados que han sido engendrados un momento antes del cataclismo y cuya naturaleza, inadecuada para las condiciones subsiguientes, no tiene otro futuro que una lenta y muda extinción. Yo nací en cierto modo el año treinta y ocho, al final de una edad continental: mis pulmones se abrieron al oxígeno cuando el continente decidía —sin contar conmigo, más bien contó con mi padre y sus amigos de promoción— sumergirse en este mar letal para el que mi sistema no se halla (no lo estuvo nunca) adecuado. Son regresiones y transgresiones que ocurren de forma periódica, pero —en lo que se refiere a la vida del hombre— azarosa. Así que esta nueva época continental que al parecer ya se anuncia en el horizonte, a mí ya no me servirá de nada. Por otra parte, ¿qué me pueden importar mis amigos y mi país si, como consecuencia de aquel cataclismo, no me queda sino amor propio? Ni siquiera queda el sabor de la venganza, apenas guardo rencor para los que —aclimatados a las condiciones de estos años pasados— pronto veremos en el suelo, dando coletazos, ahogados por la atmósfera que trataron de viciar. Para ellos ha de ser más duro porque yo al menos me formé —me tuve que someter— en un clima carente de futuro. Ellos, no; han creído que sobrevivirían. Durante la guerra, el amor, como cualquier otro artículo, estaba intervenido y había que consumirlo con ese espíritu clandestino, cómplice, mezclado de ansiedad, premura y picardía, que embarga a los chicos que hacen rabona. No podía prevalecer a sabiendas de que había nacido y debía su existencia a un estado de cosas que por fuerza no podía durar; por eso, acuciado por su futilidad, trató de buscar su razón de ser en un instinto pecaminoso, en cierto sentido de la burla, en una comedia de la comedia, decidido a no prolongar la representación más allá de aquella situación efímera y renunciando de antemano a una ulterior y falsa continuidad que tarde o temprano había de adulterarlo. Nos burlamos de todo, aunque algo tarde; en una comedia así, el primero que sale mal parado no es el propio orgullo sino el afán de generosidad. En cierta ocasión me dijo yo creo que fue un momento de tregua, en aquella fuga hacia la montaña, sentado a la puerta de una casilla mientras arrojaba piedras al camino.— lo mismo que usted: que la mejor razón para prolongar un combate era siempre derrotista y que en nuestro caso era absolutamente preciso continuar la guerra hasta ser merecedor de la completa derrota. Sólo la derrota haría tolerable la posguerra... ¿Cómo se llamaba aquel matrimonio que trabajaba en el Comité? Él era un hombre alto, de gafas negras y de aspecto de mala salud; que apenas veía nada y que se pasó toda la guerra paseando nervioso por los pasillos del edificio del Comité, fumando sin parar. Y al parecer no fumaba antes de la guerra porque una sola cajetilla le habría llevado a la tumba. ¿Robal? ¿Rubal? Su mujer —lo recuerdo muy bien— también se llamaba Adela, la camarada Adela; era pequeña, robusta y tras una incipiente obesidad escondía una violencia contenida; es posible que la costumbre de servir de lazarillo a su marido le hubiera inoculado un estado de permanente alarma y un afán de vigilancia respecto a todo lo que les rodeaba. Durante más de un año, el último de la guerra, dormí en la misma habitación que ella, cuando la economía de las habitaciones impuso la separación de sexos; yo no sé si llegué a odiarla. Unos pocos días antes que las tropas de mi padre ocuparan la ciudad les vimos abandonar el edificio del Comité, cogidos de la mano: salieron al aire libre por primera vez en cien o doscientos días y no se atrevían a dar un paso, cogidos de la mano y contemplando la plaza del pueblo con la misma extrañeza que si se tratara del país del Tendre. Qué abandono, qué crueldad. Supongo que las tropas les debieron sorprender sentados en un banco de la misma plaza, carentes de todo e incapaces de pensar en su propia situación, todo lo que había pasado y la suerte que les estaba deparada, paralizados más por la nada que por el miedo y sin saber —o poder— hacer otra cosa que apretarse mutuamente la mano para retener esa última y única propiedad sobre la que nadie —ni ellos mismos— se había de interrogar. Recuerdo que me quedé observándolos hasta que un viraje de la camioneta al doblar una esquina los ocultó, impresionada por una sensación que no me atrevo a calificar de ninguna manera: una mezcla de compasión, alivio, envidia, culpa y menosprecio. Compasión ante su desamparo y envidia de su simplicidad y regocijo, culpa, animosidad y muchas otras cosas por la distancia que en todos los órdenes me separaba de ellos. Pero qué sabía yo que a los Pocos días había de volver su imagen a mi memoria, nimbada con un aura de fatalidad porque ya no se trataba de una estampa fugaz sino de una condición. Sujeta a la misma condición me encontraba yo, a la puerta de aquel hotel de montaña de mala reputación, secándome las manos en un paño de la cocina después de fregar un cacharro mientras que por la vereda que subía de la carretera ascendía hacia la casa la columna de navarros. Entonces no me di cuenta; lo que yo me negaba a creer, lo: que mi amor propio trataba de hacer público para forzar un cambio de mi sentimiento, lo que mi despecho temía y mi vergüenza se empeñaba en negar, estaba implícitamente reconocido por una memoria que recurría a la imagen de aquel desdichado matrimonio. Tampoco era simpatía lo que al cabo de los días me volvía hacia ellos; sino una afinidad de índole fatídica gracias a la cual sin atreverme ni querer comprenderlos ya no los sentía extraños a mi propia naturaleza. No hubo ultraje ni engaño, eso es lo peor; cuando al fin abandoné la casa volví a Región envuelta en mantas y capotes militares, en compañía de un niño que acariciaba un gato recién nacido y de un viejo carretero sordo que no paró la menor atención. a los puestos de control, las columnas de evacuados y los grupos de prisioneros taciturnos y harapientos— me embargaba todavía la sensación de culpa y retraso, como si saliera de una fiesta cuyo bullicio resonaba aún en mis oídos en forma de cansancio, sueño y satisfecha desazón, reconfortada en mi fuero interno por las emociones que, tras unas horas (le descanso, habrían de repetirse. Pero no fue así porque sin duda mi cuerpo —mi alambicada y frágil desolación— requería más cuidados que el mero descanso y necesitaba otras garantías y otros alimentos que los ensueños del despertar; qué no decir de aquella apariencia de inocencia que llevada de una evasión fratricida trataba de consolarse con la palabra expiación, con la palabra culpa y la palabra deber y esa última palabra, renuncia; como si las palabras hubieran de tener el poder de suturar la herida y relajar aquellos músculos tirantes que por nada del mundo querían volver a su relajada posición ni salir de aquel absorto, tenebroso e idiotizado éxtasis, tirada en la cama de la estudiante y rodeada de inocentes fetiches y muñecones de trapo, donde tan pronto como comprendió que había quedado sólo el cuerpo en secreto empezó a animar aquella soledad para practicar un culto prohibido. Aunque yo no quería ni perdonar ni olvidar el testimonio que guardaba mi tabernáculo era de esa índole que trata a toda costa de romper los secretos y votos para ser profesado una vez más. En realidad, ¿qué tenía que ocultar, aparte de la desviación respecto a la conducta normal y decente de una muchacha de mi edad y de mi educación? ¿La guerra no era más que suficiente justificación de los desórdenes de un cuerpo? ¿No fue suficiente en cuanto se refiere a la niña crédula e impertinente, colocada a un paso de la sutil frontera que la separa de una mujer pública? ¿No bastaron un par de semanas en un albergue de mala reputación, un viaje en una camioneta desvencijada en compañía de unas gentes que en cierto modo estaban en su derecho en el momento de violarme o de matarme? ¿Qué otra réplica habían de dar a mi padre? ¿No era eso —y sigue siéndolo, el frenesí de mi padre y sus amigos— un asunto de la mayor importancia para parar mientes en los descarríos de la hija? Ah, si todo hubiera sido así de simple yo hubiera salido inocente: quiero decir, yo habría salido del sacrificio dueña de mí misma. Pero ¿para qué entrar en detalles? ¿Qué importan las personas, los nombres, los lugares, las fechas, la clase de falta? ¿Qué importa lo que yo elegí frente a lo que me fue dado? ¿No luchaban todos entre sí? Entonces ¿qué? ¿Importa que fuera yo la primera interesada en perder la virtud? ¿Y si le dijera que de no haberse producido el holocausto también la hubiera perdido? ¿No cree usted, doctor, que hay muchas maneras de peder la virginidad?»

«Ciertamente, no lo sé. En materia de conocimiento he tratado siempre de limitarme al terreno de mis experiencias.»

«Señor, hay todavía quien cree que cuando se deshoja ese frágil pétalo se adquiere un nuevo estado. Supongo que es una manía puramente masculina, una especie de garantía de que la calidad del producto depende de una etiqueta en el tapón. Pero de qué poco le sirve a la mujer ese precinto, qué poco le importa el estado del tapón. No sólo lo odia sino que se enorgullece en cuanto puede romperlo y olvidarse para siempre de un estado que maldita la importancia que tiene. La verdadera virginidad viene después, con el precinto roto. Y la inocencia y la castidad también. Y entonces aunque no quería confesármelo yo lo sabía, día y noche tumbada en aquella estrecha litera de estudiante, rodeada de muñecos y recuerdos de colegio y tratando a todo trance de reconstruir el dolor y el escozor de la herida en el bajo vientre porque con toda probabilidad para aquel entonces mi pobre economía consideraba más barato suponer que me había dejado arrastrar hacia un pecado perdonable y corregible. Pero qué poco dura eso, qué pronto la verdadera economía del cuerpo se impone a las medidas y cortapisas de la educación que trata de sanear un estado ruinoso y lastimero con una purificación ficticia; y el juego se inicia de nuevo, con la siguiente desventura; hay todo un largo momento en el que los acasos, los desastres, la esperanza son transportados a un nivel imaginario determinado por' la culpa y la regeneración entre las cuales la persona sé mueve corno una pelota voleada entre las manos de un mismo malabarista que la mantiene en el aire sin que llegue a tocar jamás la tierra. Eso es para mí lo más terrible: porque sin apercibirse de ello en aquellos días finales de la guerra, en la caja de la camioneta y en la habitación del albergue, había tocado el fondo de lo que se ha dado en llamar la existencia. Y entonces no había necesidad de palabras, ni de memoria ni —menos aún— de sentimientos: no había culpa ni falta ni moral, no podía haber pecado ni arrepentimiento ni moratoria. De haber algo engañoso era solamente un destino embustero que no quiso interrumpir el breve intervalo de nuestros amores con la presentación de aquella cuenta atroz que al término de los días nadie era capaz de abonar. Luego pasa y se ve con encono cómo la mujer, el hombre, la sinceridad han sido burlados porque así se le ha antojado a un destino irritante y necio cuya principal diversión no consiste en determinar la fatalidad sino solamente de ocultarla... Cuando ya no hay remedio, cuántas cosas se ven claras: cuando al cabo de los años se pregunta uno por el fundamento de aquella moral que abortó tantas cosas —que había de convertir en un paisaje en ruinas todos los impulsos de una conducta... ¿inmoral?, ¿indecente?, ¿inoportuna?— no puede dejarse de pensar hasta qué punto el individuo tiene más necesidad de justificarse ante sí mismo que ante el orden externo que siempre considera culpable. Aún recuerdo aquel pasillo de los escalofríos desde el dormitorio al cuarto de baño y la escalera, pintado de azulete, solado de baldosa e iluminado por una única bombilla encima del rellano del fondo, que tantas veces crucé aterrada y semidesnuda, temblando de frío, miedo y furor. Recuerdo que mientras él dormía —en pocos instantes caía en un sueño de niño que yo envidiaba y maldecía porque sentía celos de aquella oculta e insondable naturaleza tan ajena a mí, que con tanta rapidez y soltura sabía zafarse de los lazos del amor para recogerse en su dormir, de aquella respiración profunda, acompasada y extraña como el latido de un caballo o el rugido nocturno del mar— yo tenía a menudo que levantarme y cruzar aquel pasillo que permanecía toda la noche iluminado no tanto para delatarme como para dramatizar con su luminotecnia brutal los pasos del aprendiz por encima del abismo. No sé cómo sabía yo que allí, más que en la enorme cama paisana, tenía lugar mi prueba y que la consagración de mis votos, no la castidad de un cuerpo que ya había perdido todo deseo de virtud pero sí la sinceridad de una conducta que buscaba a ciegas la casta honestidad posvirginal de un infinitesimal sentimiento perdido entre una muchedumbre de pasiones y recelos contradictorios, había de depender de la soltura que debía demostrar para recorrer desnuda los doce metros de pasillo. Y cuando al volver cerraba de nuevo la puerta de nuestra habitación (la misma oscuridad que encerraba un cierto calor propio con el aroma de su carne, los pálidos brillos de las esferas y el reflejo del agua quieta de la palangana, aquella respiración, profunda, acompasada y poderosa que —al igual que el oleaje contra la costa— parecía chocar contra las arrugas de las sábanas) recibía la sensación de volver no a la erótica penumbra sino a la cálida morbidez del refugio materno, tras el corto viaje a través de las tinieblas susurrantes y hostiles. Yo tenía que llorar entonces, con la cabeza pegada a su pecho, y sorber mis propias lágrimas en aquella piel humedecida y sacudida por una respiración que hubiera querido ver detenida al solo contacto de mis párpados. Pero dormido aunque no podía odiarle sí empezaba a recelar y advertir que una parte de su condición estaría siempre alejada de mí y no porque me avergonzara el terrible papel que mi cuerpo ensayaba en su comedia, no porque un reticente amor propio replicara con el rencor al desdén de su público más querido, no por nada sino porque una conciencia sórdida, pusilánime y avisada, sentía que su amado, al amparo del sueño, al tiempo que se alejaba recobraba su independencia como ese contrabandista que de tiempo en tiempo ha de buscar refugio en las abruptas regiones sólo conocidas por los de su raza. Y la joven malcriada que, sin saber cómo, ha logrado romper las barreras impuestas por su casta para correr una aventura que atrae y horroriza a todos los gentiles, contempla por primera vez la línea real del horizonte más allá de la cual jamás verá nada por mucho que sea su atrevimiento: una piel envuelta en el olor de la suavidad y el sudor, una respiración solemne y lejana, perfilada en las tinieblas como la línea de la cordillera donde habita esa gente y esa raza maldita; nunca será capaz de llegar allí, de convertirse en una más entre ellos quizá porque el núcleo gentil que ha nacido con ella ha advertido que una gran parte de su pasión descansa sobre el horror de sí misma y que —si emprende el viaje— le acompañará también hasta aquellas regiones limítrofes; hasta las tierras de aquella raza asurcana adonde, tarde o temprano, volverá el amado cuando, más que la nostalgia' de su tierra; afluyan a su pecho el odio y el desprecio a los gentiles. Fue un sinfín de días y noches tratando a todo trance de no abandonar aquella habitación; yo no sé si era otra manifestación del pudor; tras la primera vergüenza, que cambia de signo y se siente atraído hacia la corrupción (la temperatura del aliento y el olor de las sábanas) cuando el objeto de su defensa ha sido conquistado. Porque siempre tratará de defender algo y cuando la virtud sea vencida se volverá contra su antigua aliada para luchar por el vicio adquirido; y cuando éste se arruine se refugiará en el cansancio o la laxitud. No era solamente el ejercicio de aprendizaje en el pasillo de los escalofríos: el mismo aire de la mañana, el canto de los gallos y de los pucheros que hierven, el aroma de las sábanas limpias llegan a repugnar, se vuelven inmundos para aquel que ya no puede esperar una regeneración (no puedo hablar del temor al castigo porque nunca lo sentí). Pero me inclino a creer que con aquella reclusión trataba de no reflexionar para alejar de mí el espectro del día —así lo temía— que debería abandonarme; no quería, al menos, proporcionarle la excusa de una ausencia mía. Tal vez no; quizá era yo la que necesitaba las cuentas claras para comprobar la índole de un balance inequívoco, al final del ejercicio. Era yo quien ese día debía estar convencida de que no había un acaso por medio y que, las cuentas claras, lo último que habíamos hecho era jugar a escondernos del mañana. No existe el destino, es el carácter quien decide. Apenas encendí la luz ni abrí los postigos en dos semanas durante las cuales ni se orearon las sábanas ni se hicieron las camas ni se ordenaron aquellas ropas entre las cuales un cuerpo recién liberado, insinuante y jactancioso, se recreaba solitario en su gracia y en su doblez, como el caballo que un gitano pasea por la feria, para asombrar y ofender a una conciencia avara e incrédula que se resistía a considerarlo como propio a pesar de haber avanzado la cantidad estipulada. Y yo pensaba..., esa cantidad que el cuerpo —y solamente el cuerpo— ha sabido ganar, ¿no debía corresponderle exclusivamente a él?, ¿es que no se trata de un negocio limpio, puestas así las cosas?, ¿a qué vienen los quebrantos y beneficios de la moral? En las largas horas —el frío, las dimensiones de la cama, el jugueteo de aquel cuerpo desnudó y sin rienda, bajo las ropas desordenadas, era todo lo que me impedía poner un orden y una limpieza que me horrorizaban— que permanecía sola (tantas veces fue interrumpido nuestro sueño nupcial por unos golpes en la puerta, los pasos de las botas que resonaban en las baldosas, bajo el peso de las armas y los capotes húmedos) no hice sino tratar de explicarme, la complicada operación financiera en cuya lógica la conciencia en el fondo nunca creyó: cuál era el interés al capital moral desembolsado y cuál el beneficio y cuál la amortización de aquel cuerpo usado en una buena parte de su vida. Cómo podía yo saber entonces que toda la economía del amor se halla dominada por esa primera inversión cuyo resultado se traduce casi siempre en un quebranto definitivo e irreparable. Me parece que en nuestra lógica albergamos un tribunal secreto y artero que lo sabe y lo calla y que, informado por un conocimiento ancestral, acepta en su día la educación legada por las monjas para, sabedor del fraude que se avecina, cargar toda la responsabilidad a un cuerpo desnudo frente a un espejo obsceno. Y hasta es posible que todas las decepciones del instinto —que la naturaleza ha engendrado sólo con miras al éxito, ay, otra cosa sería si existiera en verdad una auténtica conciencia desgraciada— provengan de un foco clandestino que conoce de sobra y de antemano la futilidad del amor y contra la que el cuerpo se estrellará siempre. Hasta que su silueta por la madrugada volvía a recortarse en el marco iluminado por la luz del pasillo, un capote triangular y un pasamontañas de color nube enrollado en la frente: "¿Duermes aún?" "Oh, Dios, dormir... ¿cómo puede haber todavía quien lo crea?".

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