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Authors: Juan Benet

Volverás a Región (26 page)

BOOK: Volverás a Región
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»Usted me dijo antes que el presente nunca había llegado a suceder. Ha cerrado las ventanas para no oír los gritos de un borracho o un enfermo que se ha echado al monte desde hace varias semanas. No sabe bien para qué. Todo lo que usted me dijo vino a aumentar mi confianza, se lo confieso. Cuando supe que toda su diversión consistía en ahorcar perros vagabundos llegué a pensar que podía tratarse de un antiguo conocido mío, atacado por el mismo mal y traducido en un furor diferente. Pero qué poca diferencia hay, qué cerca me veo de ese límite incomprensible que le separa de nosotros. Usted no me ve con fuerzas para continuar el viaje y yo no me veo con salud para abandonarlo; una vez más porque presenciamos la misma circunstancia desde dos puntos de vista algo diferentes. Ambos se sitúan en el miedo, es algo común entre ellos; pero yo estoy segura que mi miedo no es sino un envoltorio donde se guarda una convicción mientras que ése del que usted me habla no es más que el último estado antes de la desesperación. O viceversa. Toda esa continuidad en el hastío, en la repugnancia y el egoísmo, de que antes le hablaba, ¿no cree usted, doctor, que obedece a algo?, ¿no cree usted que se trata de ese recóndito y amargo humor que segrega el alma viciada por una función impropia para defender y preservar su último núcleo puro?, ¿qué trata de mantener virgen, ese furor que le lleva a matar los perros?, ¿adónde quería en realidad dirigirse? Lo mismo le digo; usted, sin embargo, tiene que haber comprendido que bajo ese secreto se esconde el único remedio para una salud que poco a poco va dejando de creer en todo. Si he hecho este viaje, si con él ha terminado mi matrimonio, no será para escuchar unos cuantos consejos respecto al catarro. Ni para oír hablar del brillo del nogal, en las noches de otoño. He envejecido demasiado; lo he envejecido todo, mejor dicho, hasta lo que me rodea y he decidido, por ende, tratar a todo trance de devolver un poco de calor a los años que tengo por delante. He decidido alojarme en el hotel de Muerte; pienso llegar allí esta noche o mañana por la mañana. No sé qué habrá sido de ella, no sé si vivirá, si seguirá habitando y regentando el mismo establecimiento y ganándose la vida con el mismo comercio. No la he vuelto a ver desde que, ya casada, fui de nuevo a su casa a devolverle el dinero que me había prestado. En realidad, ya se imagina usted para lo que era. No era yo, era mi marido quien no tenía el menor deseo de ser informado de aquel respecto. Pero en mi fuero interno ardía un deseo impaciente no de contarle la historia sino de contarla con orgullo. De hacerle sabedor de mi orgullo y —era una forma anticipada de la venganza— mi fidelidad. Pobre hombre, no tenía palabras para decir que no y —al año de casados, le había hablado de un hostal en la montaña donde disfrutar las vacaciones de Pascua— le arrastré allí como la res al matadero. No sé qué pasó, Muerte regentaba aún el hotel pero acaso advertida con anterioridad de nuestra llegada decidió blanquearlo por el espacio de nuestra estancia. Pero hay cosas —aquel hotel al menos que no se dejan blanquear fácilmente. Fue una semana violenta, silenciosa y difícil, que no sirvió para nada. Ninguno aprendió más de lo que ya sabía, nadie pudo vencer las dudas sobre lo que ya recelaba de forma que aquella estancia de seis o siete días no sirvió sino para definir con mayor nitidez los mutuos recelos y sospechas y engendrar todos los sinsabores y dificultades que —sin salir del estado latente— darán al traste con una unión que no estaba basada en algo más que un aprecio recíproco. Ahora no hablemos, por favor, de los recuerdos. ¡Si al menos fueran lo que con esa palabra se quiere decir! Yo sabría a qué atenerme; yo sabría, empero, traducir la gloria de ayer en la soledad de hoy y reconstruir ese tortuoso proceso de adulteración que transforma una juventud dispuesta a todos los sacrificios en una esposa que al mediodía sabe atender a los invitados de su marido y por la tarde le engaña con un amante arrabalero. Pero no lo sé hacer, tal es el drama; no sé cómo saliendo de aquel punto se llega a este otro, no sé qué ha pasado entremedias. Sin duda perdí el hilo del discurso en la caja de la camioneta que en aquellos días del invierno de 1938 nos llevó de Región a El Salvador, y de allí al hotel de Muerte, durante diez, veinte o treinta días, ay, demasiado terribles y demasiado turbulentos para ser inolvidables. Porque es justamente eso lo que se olvida, en aquellos días en que la memoria no está presente. Yo creo que sólo está presente el cuerpo y tal vez maniatado, amordazado y atontado. Un cuerpo que para tales momentos necesita estar solo y recusa la compañía de esas acompañantes inoportunas, la memoria, la conciencia, la educación y todo lo demás. Luego, el cuerpo no será capaz de recordar nada, como el borracho reincorporado al orden casero tras una noche de turbulento callejear. Apenas le vi durante los dos primeros años de guerra. A finales del año 36 había sido llamada a prestar una declaración cerca del Comité de Defensa donde, gracias a una intervención de Juan de Tomé que tenia allí amistades de cierta influencia, fui tratada con alguna deferencia. Se trataba de saber, por aquel entonces, cuál era el. paradero y la actitud de mi padre respecto a la guerra pero aun cuando tanto su carrera como su incomparecencia obligaban a presumir tales respuestas éstas no fueron evidentes hasta el verano de 1937, cuando se vino a saber que mi padre había sido asignado al Estado Mayor del ejército invasor. En agosto o septiembre de aquel año, no recuerdo bien, fuimos de nuevo requeridas pero mi tía salió al cabo de tres o cuatro días de internamiento, no sé si por el poco valor de su persona como rehén, por el desprecio a que el miedo le llevó a hablar de mi padre o por el temor a la costumbre del rosario diario que el Comité adivinó que se había de producir si guardaban a mi tía en sus sótanos. Juan de Tomé me vino a visitar; me dijo que se trataba de una reclusión voluntaria —pero vigilada— no en calidad de rehén sino en evitación de cualesquiera perjuicios que podía ocasionarme el ser hija de quien era. Más tarde se me comunicó que, a través de las oficinas gubernamentales, se había propuesto a mi padre un canje que de acuerdo con las previsiones había de efectuarse dentro del año en curso. No sé por qué aquella propuesta vino a suponer un cambio en mi condición; abandoné el sótano y, sin salir del edificio, se me trasladó al último piso, las habitaciones de servicio del viejo palacio, y se me procuró un alojamiento decente o incluso un trabajo de oficina bajo la vigilancia de aquella famosa camarada (Adela). Era una mujer pequeña, intransigente y huraña, que no pudo disimular su disgusto cuando unos soldados del Comité trajeron de mi casa algunos vestidos y ciertos objetos de uso personal que yo guardaba en una maleta, debajo de la cama, cerrada con llave, a la que ella no tenía acceso. Al parecer el Comité tenía un buen número de esperanzas puestas en mi canje. Con frecuencia la camarada (Adela) venía a interrumpir mi trabajo y, con ostensible enojo, me obligaba a acompañarla hasta un despacho del piso de abajo donde, después de haber entrado yo, se le cerraba la puerta en las narices. Juan de Tomé, siempre en traje de paisano, acompañado de otros dos o tres militares, acostumbraba a esperarme allí: "Parece que tu marcha va a ser inminente. Todo está arreglado y no falta sino un pequeño detalle que depende de tu propio padre. Pero ahora se trata de saber en qué medida podemos confiar en ti...". Casi todo eran palabras abstractas para mí cuya representación final apenas era capaz de materializar. En primer lugar porque casi no me acordaba de mi padre o porque mantenía acerca de él una visión de colegiala. En realidad todo aquello no era muy distinto de aquellas llamadas en el colegio que, un par de veces a lo largo de cada curso, me hacían salir de la clase o de la fila para seguir a una hermana hasta el despacho de la superiora: "He tenido carta de tu padre. Está muy preocupado de tu conducta y de tus calificaciones y me pide... ". Tal fue mi filiación infantil y tal continuaba siendo en mi juventud. Empecé a creer que mi padre se avergonzaba de mí y que, receloso de un encuentro, procuraba por todos los medios mantener una tutela ajena y una disciplina a distancia. Todo ello la mente infantil lo traduce en indiferencia, alejamiento, sentimientos abstractos..., despecho. Suponía que no eran sino las consecuencias de la orfandad y que un padre y un hija, perdido el eslabón de la madre, no pueden mantenerse unidos sino mediante una paradoxal e inflexible separación. Recuerdo perfectamente un pasillo de mosaico con grandes ventanales soleados a través de un patio interior y el momento en que, llevada del brazo de la sor, la colegiala abandona la fila de sus compañeras para ser conducida a la sala de visitas donde un señor corpulento, casi desconocido, charla animadamente con la madre superiora. Recuerdo el beso, el reconocimiento; esa cara que no es recordada sino en líneas abstractas (y por tanto el cariño no informa a la memoria) que aparece de súbito idéntica a sí misma para hacer más profundo el abismo que le separa de su imagen no afectiva, ese contacto con la mejilla que despide un aroma no familiar a loción de afeitar, esa especie de aturdida e invencible timidez con que el alma infantil, cuando la extraña mano paterna acaricia sus cabellos o estrecha su talle, se defiende de un acoso que no guarda relación con los datos de su memoria. Recuerdo perfectamente la vuelta al patio donde se recrean las compañeras, con una caja de bombones, sin atreverse a volver la vista a aquel rincón del claustro donde la superiora y el padre —hacia donde convergen las miradas de todas las niñas— se detienen un último instante: "Es mi padre" con ese falso e inseguro acento del desamparo que con un engaño trata de rehabilitar su orgullo. Porque el niño aloja siempre una clase precoz de temor a que el equilibrio paterno pueda desmoronarse y que en ciertos recovecos de su intimidad no necesita sino un mínimo estímulo para convertirse en certeza. Es posible, por eso, que cuando dice: "Es mi padre" apenas lo cree ya, apenas cree en esa palabra, carente del valor que se supone que no sirve más que para la galería y que, a la hora de acostarse en el dormitorio comunal, liberada de los compromisos y embustes que su amor propio le impone en el patio, se convierte en llanto y dolor cuando la mente de la niña sondea la profundidad de su propio abandono y, en contradictoria y destructiva desazón, aprende a no confiar sino en sus propios temores y lágrimas. Le aseguro a usted que esa vida de colegiala huérfana no se traduce en grandes resentimientos; más bien es sangre fría si quiere usted entender por eso esa carencia de afectos, intereses y reparos de quien se dispone a salir al mundo sin grandes cosas que defender ni muchos deberes a los que sentirse ligada. Mi padre, en una parte de su significado, había dejado de existir antes de morir para legarme una manda de impaciencia, malogro y anticipación: porque una gran parte de mi vida —ya lo verá usted— dejará de existir al término de la guerra civil. Después de la guerra veremos tanto de eso que ni siquiera nos asombraremos de la rapidez y el desenfado con que tantos hogares burgueses han de abandonar los preceptos morales en que se han formado como consecuencia de la muerte del cabeza de familia, el expolio de una finca o la pérdida de la plata del comedor. A mí me había ocurrido unos años antes, eso es todo, no tuve que esperar a la guerra para verme despojada de padre, hogar, principios morales y puesto en la sociedad. Ocurrió —no sé si las líneas republicanas se estaban ya desmoronando— que desde un despacho del Comité de Defensa lograron establecer una comunicación telefónica con su cuartel. ¿Es posible eso? Tal vez fue un engaño, no lo sé, pero no comprendo su objeto a menos que obrase en su poder una radioscopia de mis sentimientos filiales. Era un pequeño salón que daba la impresión de una inmediata mudanza; todos los sillones estaban ocupados por carpetas y papeles y el suelo por los embalajes y las máquinas de escribir. Cuando yo entré un militar acuclillado frente a un pequeño velador quería a veces reanudar una dificultosa conversación telefónica. No recuerdo quiénes más estaban, Juan desde luego que no. Unos cuantos de ellos, obedeciendo a una llamada, abandonaron la habitación en tropel para acudir a la centralita donde un oficial de transmisiones trataba de restablecer la comunicación. Creo recordar que yo me mordía las uñas sentada en el borde raído de un sillón mientras, apoyado en el marco de la puerta, vestido con una guerrera caqui desabrochada que dejaba a la vista una camisa blanca, me observaba de una manera provocativa y descarada, mezclando el regocijo a la vigilancia. Unas cuantas veces se puso a aullar el teléfono, a emitir sonidos mecánicos que se mezclaban a los gritos entrecortados del oficial y todo un Comité en vísperas del exilio o el cautiverio dispuesto a creer que al otro extremo del hilo un Pilatos de caballería accedería gustoso a la concesión del perdón a cambio de una prenda que, medrosa, huérfana y asustadiza, sin dejarse embriagar por sus propios anhelos retrocedía horrorizada hacia el instante temible en que el juego terminase: era el estado del niño que, tras el alboroto dominguero en compañía de sus amigos en el cuarto de juegos de una casa donde ha sido invitado, en un instante de silencio advierte en el pasillo la voz del aya que viene a recogerle; como la voz familiar en el medio extraño donde se le han permitido las licencias que la disciplina de su casa no tolera, se vuelve repentinamente odiosa, agente de una autoridad que coarta su libertad, restringe su entusiasmo y subroga sus deseos. Y entonces, de aquel rincón, de un cenicero abarrotado de colillas y de un auricular abandonado en el velador salió aquella voz impersonal, gangosa y autoritaria que velozmente me hizo retroceder a ciertos momentos solitarios y amargos, las susurrantes amonestaciones, los cantos de resignación, los corredores del claustro. Imagínese qué química complicada se desarrollaba en mi interior bajo el influjo de aquellos dos agentes antagonistas: los espasmos de aquella voz entrecortada que salía del teléfono con el timbre morboso y atiplado que el mago utiliza para alcanzar el subconsciente de la médium, para atraer hacia sí todas las partículas de mi ser que flotaban coloidalmente en el miedo en espera del castigo, la reclusión o el perdón, y aquella desocupada, un poco indolente despreocupación con que —a
pesar de su juventud y su situación—, haciendo chascar un sinnúmero de veces un encendedor de capuchón que no podía encender, observaba el mate mágnum de aquella habitación, los papeles y oficios por los sillones, el teléfono chillón que no podía coordinar las órdenes del más allá y la rehén —o lo que fuera— aturdida y temblorosa. La llama no llegó a encender, únicamente prendió en mi interior una mezcla inflamable de miedo, desacato y deseos de fuga, una mezcla de partículas en pugna cada una de las cuales antes de obedecer al perverso catalizador trataba en última e íntima instancia de mantenerse en la anterior suspensión para no caer en un mortecino y odiado equilibrio. Hizo un gesto muy particular, torciendo la boca y lanzando un guiño de desprecio hacia el auricular iracundo. Luego, sin yo saber por qué, puso su mano sobre mi hombro y apretó mi clavícula al tiempo que alzaba los hombros para indicarme que no me preocupase por aquellos sonidos desenfrenados y ridículos; yo no sé si se daba cuenta de que —al igual que el niño con un instantáneo contacto de su dedo se complace en romper la rotación de la peonza— toda aquella contradictoria catálisis había de resolverse al simple contacto de su mano para depositar en su ánodo —volvió a apretar la clavícula y luego lo hizo en el arranque del cuello— todas las partículas de mi inquietud. Así debió ser: en mi fuero interno creo recordar el retroceso, el abandono del miedo hacia un recóndito refugio donde se ha escondido la feminidad y donde aguarda con extraña confianza —ya no teñida por el fastidio, es más bien la predestinación— el momento en que se libre el combate del himeneo. Luego desapareció, haciendo chascar el mechero al tiempo que calló el teléfono y en aquel cuarto en desorden se hizo el silencio que sigue a la consumación de todo ensayo. El ensayo estaba hecho —qué duda cabe—, mi cuerpo había manifestado cuál era su polaridad. Ya no le volveré a ver hasta muchos días más tarde —en la fonda de la carretera— y, sin embargo, a pesar de las muchas vicisitudes que ha de conocer en el entretanto, mi virtud se perdió en aquel breve episodio. Tal vez él lo sabía y luego lo ratificó. Un mes más tarde la misma mirada segura e indolente —pero que ni siquiera parecía interesada en el resultado de su moción— parecía dirigirse hacia aquel secreto mutuo y aquella tácita complicidad que desde el momento del ensayo vino a unirnos en el terreno de los sobreentendidos: "Ya ves qué poco esfuerzo era necesario. Ya ves cómo, en el momento oportuno, una mano sobre el hombro puede bastar para abrir los ojos de una persona en semejante trance", como si nada fuera más natural que aquel sobrio y eficaz remedio, como si nada fuera más fácil y pueril que aquel combate que desde niño —se diría— sabía librar con aplomo, tranquilidad e, incluso, cortesía. Ahora, en cambio, me estoy refiriendo indirectamente al atractivo. Es probable que ése fuera el verdadero remedio, no el epiceno agradecimiento a una gesta caballeresca; me estoy refiriendo también a aquella despreocupación, envuelta en la piel de una insuperable e impenetrable reserva que, al igual que le permitió hacer el ensayo con tanta economía le había de acreditar ulteriormente, sin otra documentación, para el cobro de sus honorarios: "Tal es mi nombre, nunca me ha gustado perder el tiempo". Así le veo yo ahora: todo un poder arcaico y ruin que avanzaba hacia nosotros por el triunfo injusto de sus armas y que, añadiendo el desprecio a la soberbia y la iniquidad a la rapiña, pretendía al término de la lucha incorporarme a su causa con la intervención del espurio y vicario portavoz detenido en un instante por un gesto despreocupado y viril, una mano que apretaba mi cuello mientras en la mesita moruna el teléfono descolgado vociferaba boca arriba como un animal vencido —que alardeaba de su poder para reducirme a la obediencia—, para abrir mis ojos, deshonrar mi sospechosa virtud y mostrar el camino de mi vocación rebelde. Entonces comprendí que sin haber anticipado ni arriesgado nada había adquirido una naturaleza, no una segunda —como suele decirse—,sino la única que podía albergar mi cuerpo y que en los claustros en penumbra, con las amonestaciones susurrantes, habían tratado de ocultarme y que ahora era merecedora de una rehabilitación y una indemnización, tras tantos años de injusta condena. Pero entonces ya estamos en octubre, una Región invadida a todas horas por la oscuridad, cañoneada desde todos los suburbios y habitada por unos pocos supervivientes soñolientos que a deshoras corren de sótano en sótano para' cargar los últimos carros con unos colchones y mantas y escapar por la carretera de la Sierra. El hombre que allí mandaba se llamaba Julián Fernández, un hombre enérgico —hijo de una asistenta de Región— pero no muy despejado y que para salir de aquel atolladero no se le ocurría otra cosa que encerrar a la gente bajo llave; al señor Robal en una habitación, a Adela y a mí en otra, y en otra al pobre Juan de Tomé que, con su gabardina mugrienta, trataba de convencerle de organizar una junta que entregase la ciudad a mi padre dentro de las condiciones más honorables. Nunca se había movido de Región, ni sabía cómo salir de ella; los que sabían hacerlo estaban, a la sazón, luchando por otros parajes: Ruán y los alemanes en la vega de El Quintán, el viejo Constantino en el Puente de Doña Cautiva y, más al norte todavía, entre El Salvador y el hotel de Muerte, los únicos que de verdad conocían la montaña..., él y Mazón y aquél, ¿cómo se llamaba...?, Asián, yo creo, pero que en verdad sólo parecían preocupados de su propia salvación. Eso fue, en última instancia, lo que movió a Fernández, no las desgraciadas gestiones del pobre Tomé, convencido de que ninguno de sus antiguos compañeros iba a sacrificar su seguridad por echarnos una mano. Ya no se trataba de compasión —creo yo—, sino de la fidelidad a un principio común a todos ellos y cuya deleznable realidad se iba a demostrar claramente en las próximas semanas. Si aquello fue así, ¿por qué aquella guerra...?»

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