Viaje alucinante (49 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Viaje alucinante
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–Tendremos que mantenernos pasivos en donde estemos. La gente de la Gruta tratará de encontrarnos como sea.

–¿No nos desminiaturizaremos explosivamente tan pronto se acabe la energía?

–Oh, no. La miniaturización es un estado metastable. Recuerde que ya se lo explicamos. Nos quedaremos como estamos, indefinidamente. Eventualmente, en algún momento, ese posible seudomovimiento browniano de dilatación y contracción provocaría una desminiaturización espontánea, pero no ocurriría hasta... ¿Quién sabe?

–¿Años?

–Posiblemente.

–Pero eso sería fatal para nosotros –exclamó Morrison– Moriríamos asfixiados. Sin energía, no podremos reciclar nuestra provisión de oxígeno.

–Ya le he dicho que la gente de la Gruta tratará de alcanzar nos. Nuestras computadoras aún pueden trabajar e indicar nuestra posición para que nos localicen, corten la vena, entren y nos descubran, electrónicamente... o incluso visualmente.

–¿Cómo pueden descubrir una célula entre cincuenta trillones de ellas?

Kaliinin le dio unas palmadas en la mano:

–Es muy pesimista, Albert. Somos una célula perfectamente reconocible... y una que emite.

–Creo que me sentiría mejor si encontráramos ya la aguja hipodérmica y no tuviésemos que esperar a que nos encontrarán ellos.

–También yo. Me limito a señalarle que la falta de energía y el
no
encontrar la aguja, no es el final.

–¿Y si la
encontramos?

–Entonces nos aspirarán y las fuentes de energía de la Gruta se dedicarán a la tarea de desminiaturizarnos.

–¿Y no pueden hacerlo ahora?

–Estamos demasiado rodeados por masas de material no miniaturizado y sería muy difícil enfocar el campo de desminiaturización con suficiente exactitud. Una vez estemos fuera y seamos visibles para ello, las condiciones serán enteramente diferentes.

En aquel momento se oyó preguntar a Dezhnev.

–¿Lo hemos transmitido todo, Yuri?

–Sí. Todo.

–Entonces mi deber es decirles que sólo me queda energía para continuar moviendo esta nave durante cinco minutos. Tal vez menos, pero de ningún modo más.

Morrison, con la mano de Kaliinin aún en la suya, apretó convulsivamente y la joven hizo una mueca.

–Perdón, Sofía, le dijo. –Y le soltó la mano que Sofía se frotó vigorosamente.

–¿Dónde estamos, Yuri? –preguntó Boranova–. ¿Podremos llegar a la aguja?

–Yo diría que sí. Más despacio, Arkady. Conserve la energía que le queda.

–No, créanme, a la velocidad actual paso a través de la sangre con relativamente poca turbulencia, gracias a la forma y a las características de la superficie de la nave. Si disminuyera la velocidad, habría más turbulencia y mayor gasto de energía.

–Pero no queremos pasarnos del punto de encuentro –advirtió Konev.

–No nos pasaremos. Cuando quiera que detenga los motores iremos despacio a la fuerza, debido a la viscosidad de la sangre. Al ir más despacio crecerá la turbulencia y esto nos frenará rápidamente, así que en pocos segundos estaremos inmovilizados. Si tuviéramos nuestra masa e inercia normales, la rápida detención nos aplastaría contra la proa de la nave.

–Pare, entonces, cuando se lo diga.

Morrison se había puesto de pie y miraba nuevamente por encima del hombro de Konev. Supuso que el cerebrógrafo estaba muy ampliado, tal vez al máximo. La delgada línea roja que indicaba y calculaba la ruta de la nave, era ahora gruesa y llevaba a un círculo verde que, supuso Morrison, debía representar la posición de la aguja hipodérmica.

Pero era un cálculo puramente supuesto y podía no ser demasiado fiel. Konev alternaba la mirada entre el cerebrógrafo y lo que veía ante sí.

–Debimos haber elegido una arteria –exclamó Morrison de pronto–. Están vacías después de la muerte. No hubiéramos tenido que gastar energía por culpa de la viscosidad o las turbulencias.

–Idea equivocada –cortó Konev–. La nave no puede moverse en el aire –pudo haber seguido hablando, pero en aquel punto se envaró y chilló–: ¡Pare, Arkady! ¡Pare!

Dezhnev apretó un botón con fuerza con la palma de la mano. Luego tiró hacia dentro y Morrison se sintió levemente empujado hacia adelante al detener suavemente la nave. Konev señaló con el dedo. Se veía un gran círculo resplandeciente de luz naranja. Dijo:

–Han utilizado métodos de fibra óptica para asegurarse de que la punta brillara. Dijeron que no pasaría inadvertida.

–Pero la
hemos
pasado –masculló Morrison–. La vemos pero no estamos allí. Para entrar tenemos que girar, y esto significa que Dezhnev tendrá que desconectarnos de nuevo.

–No hace falta –anunció Dezhnev–. Tengo suficiente energía en los motores para otros cuarenta y cinco segundos mas, creo, pero carezco de la suficiente para volver a ponernos en marcha. En este momento estamos detenidos en medio del líquido y no podemos volver a movernos.

–¿Entonces? –Morrison comenzó lo que parecía casi un llanto.

–Entonces –aclaró Konev– hay otro tipo de movimiento que sí
es
posible. Esa aguja hipodérmica tiene inteligencia en su punta. Arkady, pídales que la metan un poco más, pero despacio.

El círculo color naranja aumentó poco a poco, hasta hacerse ligeramente elíptico.

–Nos perderá –gimió Morrison.

Konev ni le contestó, sino que se inclinó hacia Arkady para hablar directamente por el transmisor. La elipse anaranjada se hizo por un instante, marcadamente más larga, pero el efecto cesó después de una orden gritada por Konev. Luego de eso se volvió casi circular. La aguja estaba muy cerca y les apuntaba.

Y de repente hubo un movimiento en todas partes. Los tenues perfiles de los glóbulos rojos y de alguna que otra plaqueta se movieron y convergieron dentro del círculo. Y la nave también.

Morrison miró a su alrededor y hacia arriba cuando el círculo naranja pasó limpiamente por ambos lados, luego quedó detrás de la nave, se encogió rápidamente y desapareció. Konev, sombrío pero satisfecho, les dijo:

–Nos han aspirado. A partir de ahora nos quedaremos sentados tranquilamente. Ellos se ocuparán de todo.

Ahora Morrison se esforzaba por no pensar, por cerrar su mente. O lo devolverían a su mundo, a la normalidad, a la realidad, o moriría en un microparpadeo y el resto del Universo seguiría sin él... como lo haría en todo caso, dentro de veinte, o treinta, o cuarenta años.

Cerró con fuerza los ojos y trató de no reaccionar a nada, ni siquiera a los latidos de su corazón. En un momento dado sintió un leve roce en su mano izquierda. Tenía que ser Kaliinin. Retiró la mano... no bruscamente como rechazándola, sino despacio, como si quisiera decir: «Ahora no»

Después oyó decir a Boranova:

–Pídales, Arkadi, que evacuen la sección C y que coloquen controles a larga distancia. Si nos vamos, para qué arrastrar a nadie con nosotros.

Morrison se preguntó si la Sección C sería realmente evacuada. Él evacuaría si se le ordenaba hacerlo, incluso si no se le ordenaba, pero podría haber de esos lunáticos ansiosos de estar en el lugar donde la primera expedición a un cuerpo viviente regresaba sana y salva... Así podrían contárselo a sus nietos, suponía.

Qué ocurriría con esa gente, pensó, si terminaban no teniendo nietos... si morían demasiado jóvenes para conocerlos... si sus hijos decidían no tener hijos nunca... si los...

Por momentos notaba que deliberadamente se sumía en tonterías y trivialidades. Uno no puede realmente no pensar en nada, especialmente si ha dedicado su vida entera a pensar. Pero sí puede pensar en algo que no tenga la menor importancia. Después de todo, hay infinitamente más pensamientos sin importancia que importantes, triviales más que vitales, insensatos más que sensatos, y que...

Quizá se quedó dormido... Recordando después, tuvo la seguridad de que sí. No hubiera creído posible ser tan frío, pero no se trataba de sangre fría, era agotamiento, era alivio de la tensión, la sensación de que otro tomaba las decisiones, de que podía por fin relajarse del todo. O quizás (aunque no quería admitirlo) había sido demasiado para él y, sencillamente, se había desmayado.

Otra vez notó el roce de su mano izquierda y esta vez no la apartó. Se movió y al abrir los ojos vio que lo que parecía iluminación normal... demasiado normal... le hería los ojos; parpadeó rápidamente y se le llenaron de lágrimas. Kaliinin lo estaba mirando:

–¡Despierte, Albert!

Se secó los ojos, y empezó a hacer la interpretación natural de lo que la rodeaba. Preguntó:

–¿Hemos vuelto ya?

–Hemos vuelto. Todo está bien. Estamos a salvo y esperándolo. Es el que está más cerca de la puerta.

Morrison miró hacia atrás en dirección a la puerta abierta y trató de ponerse en pie; se levantó unos centímetros y se dejó caer.

–Peso
mucho.

–En efecto –observó Kaliinin–. Yo misma me siento como un elefante. Levántese despacio, le ayudaré.

–No. No. Está bien. –La apartó. La habitación estaba llena de gente. Su visión era ahora más clara hasta el punto de que podía ver a la multitud. Todos esos rostros, mirándolo, sonriéndole, observándolo. No los quería allí... ciudadanos soviéticos todos ellos... para contemplar al único americano ayudado a incorporarse por una joven soviética.

Despacio, como si estuviese borracho, pero sin ayuda de nadie, se puso de pie, se acercó de lado a la puerta y con sumo cuidado bajó unos peldaños. Media docena de pares de brazos se tendieron para ayudarlo, sin tener en cuenta para nada sus protestas:

–Estoy bien. No necesito que me ayuden.

De pronto dijo bruscamente:

–Esperen.

–¿Qué le pasa, Albert? –preguntó Kaliinin.

–Quiero echar una última mirada a la nave porque espero no volver a verla
nunca más...
ni de lejos, ni en películas, ni en ningún tipo de reproducción.

Volvía a encontrarse en tierra firme. Los otros lo seguían. Y Morrison vio, aliviado, que a cada uno de ellos se le ayudaba a bajar.

Hubieran debido celebrarlo al instante, pero Boranova, claramente despeinada y muy distinta de su habitual aspecto tranquilo y refinado, habida cuenta de que seguía vestida con su mono de algodón el cual cubría muy poco de las líneas maduras de su cuerpo, se adelantó y dijo:

–Compañeros de trabajo, estoy segura de que habrá ceremonias apropiadas y tiempo suficiente para celebrar este fantástico viaje nuestro, pero por favor, no estamos en condiciones de unirnos a ustedes ahora. Debemos descansar y recuperarnos de una horas arduas, por lo que solicitamos su comprensión.

Fueron acompañados por un griterío alborotado y brazos que se agitaban. Sólo Dezhnev tuvo la presencia de ánimo suficiente para aceptar un vaso que le ofrecieron y que estaba lleno de algo que lo mismo podía ser agua que vodka; Morrison no tuvo la menor duda acerca de cuál de las dos alternativas era, de hecho, la correcta: la enorme sonrisa en la cara sudorosa de Dezhnev mientras bebía, lo confirmaba.

–¿Cuánto tiempo hemos pasado en la nave? –preguntó Morrison a Kaliinin.

–Creo que algo más de once horas.

–A mí me han parecido once años.

–Ya lo sé –observó sonriente–, pero los relojes no tienen imaginación.

–¿Es uno de los aforismos de Dezhnev padre, Sofía?

–No. Éste es mío.

–Lo que yo quiero –dijo Morrison– es un cuarto de baño, y una ducha, y ropa limpia; una buena cena y la oportunidad de gritar y chillar y dormir toda la noche. Por este orden y especialmente comenzando por el baño.

–Lo tendrá todo –le aseguró Kaliinin–, lo mismo que nosotros.

Así fue, y Morrison consideró la cena especialmente satisfactoria. Durante toda la estadía en la nave, la tensión había conseguido suprimir su apetito, que en realidad había quedado aplazado. Ahora que se sentía completamente a salvo, realmente cómodo, y verdaderamente vestido, el hambre le roía las entrañas.

El plato principal de la cena fue una oca asada de gran tamaño, que Dezhnev trichó diciendo:

–Sean moderados, amigos míos, porque como solía decir mi padre: «Comer mucho mata más de prisa que comer poco»

Una vez lo hubo dicho se sirvió una ración mayor que las de los demás.

El único extraño de los presentes, era un hombre muy alto y rubio que fue presentado como el comandante militar de la Gruta, algo que saltaba a la vista, puesto que iba de uniforme de gala y cubierto de condecoraciones. Los demás se mostraban extraordinariamente correctos con él y a la vez, extraordinariamente incómodos.

Durante toda la comida Morrison sintió renacer la tensión. El comandante lo miraba con frecuencia, gravemente, sin sonreír, pero no se dirigió a él directamente. Debido a la presencia del comandante no pudo formular
la
pregunta importante y después; cuando al fin pudo hacerlo, descubrió que tenía mucho sueño. No habría podido discutirla debidamente en caso de que hubiera habido complicaciones.

Cuando finalmente consiguió echarse en la cama, su último pensamiento semiconsciente, fue que
habría
complicaciones.

El desayuno se sirvió tarde y Morrison descubrió que era sólo para dos. Únicamente Boranova se reunió con él.

Se sintió algo decepcionado porque había contado con la presencia de Kaliinin, pero al ver que no aparecía, decidió no preguntar por ella. Había otras cosas que debía preguntar.

Boranova parecía cansada, como si no hubiera dormido lo suficiente, aunque también parecía feliz. O quizás (pensó Morrison) «feliz» fuera una palabra excesiva. Más bien, satisfecha.

–He tenido una conversación con el comandante –le dijo– anoche, y celebramos una llamada doble, por vídeo, con Moscú. Cuidadosamente resguardada. El propio camarada Raschin habló conmigo y se mostró altamente satisfecho. No es un hombre demostrativo pero me dijo que había estado todo el tiempo al tanto de los acontecimientos, y que ayer, durante el intervalo en que no tuvimos comunicación con el mundo exterior, le había sido imposible comer o hacer nada, excepto pasear arriba y abajo. Tal vez fuera una exageración; incluso me dijo que había llorado de alegría al enterarse de que estábamos todos a salvo, y eso tal vez sea verdad. Los hombres poco demostrativos pueden emocionarse cuando se rompe la represa.

–Parece estupendo para usted, Natalya.

–Para todo el proyecto. Comprenda que, de acuerdo con el plan de tanteo bajo el que trabajamos, no era de esperar que iniciáramos un viaje al cuerpo humano por lo menos antes de cinco años. Realizado con una nave absolutamente inadecuada y haber salido de todo ello con vida se considera un enorme triunfo. Incluso la burocracia de Moscú comprendió la emergencia que nos hizo esforzarnos.

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