Viaje alucinante (21 page)

Read Viaje alucinante Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Viaje alucinante
3.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mientras lo hacía, su aspecto era el de una clueca grande y algo desaliñada. Con un cordial:

–Buenas noches. Duerma mucho. –Dezhnev abandonó el dormitorio.

Y Morrison durmió. Casi tan pronto como se hubo colocado en su posición favorita..., boca abajo, pierna izquierda doblada, rodilla saliente, empezó a notar sueño. Naturalmente, había dormido muy poco las dos noches pasadas, pero de pronto adivinó que debía haber un ligero sedante en la taza donde le habían servido la bebida. Después se le ocurrió pensar que Konev debería haber tomado también un sedante. Luego..., nada.

Cuando despertó, ni siquiera podía recordar haber soñado.

Ni tampoco despertó espontáneamente. Dezhnev lo estaba sacudiendo. Estaba tan eufórico como la noche anterior, tan despierto e incluso tan acicalado como podía esperarse de aquel montón de heno animado. Le iba diciendo:

–Despierte, camarada americano, ya es la hora. Debe afeitarse y lavarse. Encontrará toallas limpias, peines, desodorantes, toallitas de papel y jabón en el cuarto de baño. Lo sé porque yo mismo lo he traído. También hay una maquinilla eléctrica, nueva. Y además, nueva ropa de algodón para que se vista, con un refuerzo en la bragueta, para que no se sienta tan desnudo. Estas ropas existen pero uno debe reclamarlas a puñetazos. Malditos burócratas.

Y alzó el puño mientras hacía una mueca feroz.

Morrison se desperezó y se sentó en la cama. Tardó un momento en situarse y soportar el
shock
de descubrir que era jueves por la mañana y que la miniaturización lo esperaba.

Una media hora más tarde, cuando Morrison salió del cuarto de baño, satisfactoriamente bañado, rasurado, peinado; desodorizado y dispuesto para su uniforme de dos piezas de algodón y sus zapatillas, Dezhnev preguntó:

–¿Evacuación satisfactoria, muchacho? ¿Nada de estreñimiento?

–Todo satisfactorio –respondió Morrison.

–¡Bien! No lo pregunto por curiosidad malsana, naturalmente. El excremento no me fascina. Es sólo que la nave no está idealmente preparada para eso. Mejor que vayamos todos vacíos. Como yo no confiaba en la Naturaleza, anoche me tomé un laxante.

–¿Cuánto tiempo estaremos miniaturizados?

–No creo que mucho. Una hora si tenemos suerte, tal vez doce si no la tenemos.

–Pero, mire –observó Morrison–. Puedo confiar en el buen comportamiento del colon, pero no puedo pasar doce horas sin orinar.

–¿Y quién puede? –respondió Dezhnev jovialmente–. Cada asiento de la nave está equipado para la eventualidad. Hay un hueco, una tapadera movible. Un retrete incorporado, por decirlo de algún modo. Yo mismo lo diseñé. Pero cuesta, y, si es usted sensible, resulta embarazoso. De todos modos, algún día, cuando la miniaturización libre de energía sea un hecho, podremos construir trasatlánticos para miniaturizar y vivir en ellos como los antiguos zares.

–Esperemos que la expedición no se alargue innecesariamente.

Le pareció raro, por un momento, que su aprensión pasara del miedo a la muerte o a la incapacidad mental, a los detalles de cómo manipular la tapadera del retrete y cómo utilizarlo tan discretamente como fuera posible... Se le ocurrió también que seguramente existieron infinidad de groserías e indelicadezas involucradas en las grandes exploraciones del pasado; cosas que habían ocurrido sin que se las detallara y por tanto que no habían sido mencionadas.

Ya llevaba su ropa de algodón y se estaba calzando las zapatillas cuando Dezhnev, vestido en una versión algo más grande, de lo mismo (y también con refuerzo en la bragueta) le dijo:

–Vamos a desayunar ahora. Nos darán buena comida, altas calorías y escaso volumen. No habrá alimentos a bordo de la nave. Habrá, naturalmente, agua, zumos de fruta, pero no auténticas bebidas de ningún tipo. La dulce Natasha puso una cara terrible cuando le sugerí que podríamos necesitar unas gotas de vodka de vez en cuando. Oí una sarta de innecesarios comentarios sobre borrachos y bebedores. Albert, Albert, cómo se me ataca..., injustamente, además.

El desayuno era, en efecto, copioso, pero no exactamente para hartar. Había gelatina y natillas, gruesas rebanadas de pan blanco con mantequilla y mermelada, zumos de frutas y gran variedad de píldoras para tomarse.

La conversación en la mesa era moderadamente animada y, en su mayor parte, versaba acerca del torneo local de ajedrez. No se mencionó ni la nave, ni la miniaturización. ¿Traería mala suerte hablar del proyecto?

Morrison no opuso objeción alguna a la dirección de los comentarios. Incluso contó algo de sus propias aventuras como jugador de ajedrez y su notoria falta de renombre.

Y entonces, demasiado pronto, se levantaron de la mesa y llegó la hora...

Fueron hacia la nave.

Caminaron en fila india, dejando un espacio entre cada uno de ellos. Dezhnev iba primero, después Kaliinin, seguida de Boranova, luego Morrison y por fin Konev.

Casi al instante Morrison comprendió la razón. Estaban siendo visualizados y se les individualizaba. A lo largo del corredor había hombres y mujeres, empleados del proyecto seguramente, contemplándolos ávidamente. Ellos por lo menos, debían saber lo que estaba ocurriendo, incluso si el resto de la Unión Soviética (sin hablar del resto de mundo) lo ignoraba.

Dezhnev, en cabeza, saludaba a derecha e izquierda, más al estilo de un monarca bondadoso y popular, y la muchedumbre respondía adecuadamente, agitando manos y llamándolo por su nombre.

Cada nombre se gritaba varias veces, porque obviamente cada miembro de la tripulación era conocido por todos. Las dos mujeres se mostraban discretas en sus saludos y Konev (como pudo ver Morrison al mirar hacia atrás) iba caminando, como casi era de esperar, mirando fijamente ante sí, sin responder a nada ni a nadie.

Y entonces, Morrison se asombró cuando oyó claramente el grito en inglés:

–¡Hurra al americano!

Miró en dirección del grito y maquinalmente saludó y entonces, automáticamente, se oyó un griterío fuerte y entusiasta; las palabras sonaron claramente hasta que el
¡Hurra americano!
ahogó todo lo demás.

Morrison se sintió incapaz de mantener su anterior aspecto de aburrimiento. Jamás había sido objeto del clamor popular, lo aceptó inmediatamente, sin turbación, y agitó las manos sonriendo como loco. Interceptó la expresión gravemente divertida de Boranova y vio a Dezhnev señalándolo con el dedo en un gesto ostentoso de éste-es-el-americano, sin dejar por ello que nada lo perturbara.

Al dejar atrás la hilera de observadores, pasaron a la gran estancia donde Shapirov descansaba arropado en su coma mental. La nave estaba allí. Morrison miró asombrado a su alrededor y exclamó:

–¡Hay un equipo de televisión!

Kaliinin estaba ahora a su lado («qué bellos eran sus senos», pensó Morrison. Estaban velados pero no ocultos por el algodón y comprendía ahora por qué Konev había hablado de «distracción») y respondió:

–Oh, sí, estaremos en televisión. Cada experimento significativo es cuidadosamente grabado y hay reporteros en cada ocasión para poder describirlo. Incluso había una cámara presente, ayer, cuando usted y yo fuimos miniaturizados, pero la mantuvimos oculta ya que usted ignoraba que se nos sometería al proceso.

–Pero si éste es un proyecto secreto...

–No siempre será secreto. Algún día, cuando alcancemos el éxito completo, los detalles de nuestros avances se revelarán a nuestra gente y al mundo; incluso antes, si alguna otra nación pareciera avanzar por su lado en la misma dirección.

Morrison sacudió la cabeza:

–No es bueno estar tan preocupados por esta prioridad. El progreso sería más rápido si se añadiera, al empeño, recursos y cerebros nuevos.

–¿Estaría usted dispuesto a ceder la prioridad en su propio campo de investigación? –preguntó Kaliinin.

Morrison no contestó. El comentario era obvio. Kaliinin, dándose cuenta, añadió con un movimiento de cabeza:

–Me lo figuraba. Es muy fácil ser generoso con el dinero de los demás.

Boranova, entretanto, hablaba con alguien que, Morrison supuso, sería un reportero y que la escuchaba atentamente. Morrison se encontró escuchando también atentamente. Boranova estaba diciendo:

–Éste es el científico americano: Albert Jonás Morrison, profesor de Neurología, que es también la especialidad del académico Konev. Está aquí para servir no sólo como observador americano sino como su ayudante.

–¿Y serán cinco dentro de la nave?

–Sí. Y nunca volverá a repetirse tal importante grupo de cinco..., ni importante acontecimiento..., por más millones de años que perdure la miniaturización. El académico Konev es el primer ser humano sometido a miniaturización. La doctora Sofía Kaliinin es la primera mujer y el profesor Albert Morrison es el primer americano, en ser miniaturizados. Kaliinin y Morrison representan la primera miniaturización múltiple y fueron los primeros en ser miniaturizados con la nave. En cuanto al viaje de hoy, representa la primera miniaturización de cinco seres humanos a la vez y será la primera ocasión en que una nave, con su tripulación, será introducida en un ser humano vivo. El ser humano en el que se nos introducirá es, naturalmente, el académico Pyotr Shapirov, que fue el segundo ser humano miniaturizado y el primer accidentado en el proceso.

Dezhnev, que apareció de pronto junto a Morrison, murmuró con voz enronquecida al oído:

–Ahí tiene, Albert. Es ya, desde ahora, una nota indeleble en la Historia. Hasta hoy pudo imaginarse fracasado, pero no es así. Nadie puede robarle el hecho de ser el primer americano jamás miniaturizado. Incluso si sus compatriotas descubren el proceso de la miniaturización y miniaturizan un americano, ese americano jamás será otra cosa que el segundo.

Morrison no había pensado en aquello. Saboreaba su reciente y eterna estadística personal
(si
los soviéticos daban a conocer, algún día, la declaración de Natalya sin correcciones ni cambios) y le parecía delicioso. Pero no estaba del todo satisfecho.

–No es por esto por lo que quiero que se me recuerde.

–Haga un buen trabajo en este viaje que vamos a emprender y acabará siendo conocido por mucho más –observó Dezhnev–. Además, como mi anciano padre solía decir: «Es bueno estar en la cabecera de la mesa, incluso si solamente otro se sienta con usted y no hay sino un bol de sopa de col que compartir»

Dezhnev se alejó y Kaliinin volvió al lado de Morrison. Tiró de su manga diciendo:

–Albert.

–¿Sí, Sofía?

–Estuvo con
él
después de la cena, ¿no es cierto?

–Me enseñó un mapa del cerebro de Shapirov. ¡Maravilloso!

–¿Dijo usted algo de mí?

Morrison titubeó.

–¿Por qué iba a hacerlo?

–Porque es un hombre curioso, que trata de olvidar sus demonios particulares. Le preguntaría.

Morrison acusó el retrato que le hacía de él. Respondió:

–Se defendió.

–¿Cómo?

–Mencionó un embarazo anterior..., y..., un aborto. Es algo que no podría creer de usted, Sofía, a menos que me lo confirme.

Los ojos de Kaliinin se llenaron de lágrimas.

–¿Le..., le describió las circunstancias?

–No, Sofía. Ni le pregunté.

–Pudo habérselo dicho. Me violaron cuando tenía diecisiete años. Las consecuencias fueron indeseables y mis padres tomaron medidas legales.

–Lo comprendo. Quizá Yuri prefiere no creerlo así.

–Puede preferir pensar que yo me lo busqué, pero está todo registrado y el violador está todavía en la cárcel. La ley soviética es muy dura con este tipo de delitos, pero solamente si la situación puede probarse absolutamente. Reconozco el hecho de que ciertas mujeres pueden acusar falsamente a los hombres de violación, pero éste no fue el caso y Yuri lo sabe. Qué cobardía la suya contando el hecho, pero no el atenuante.

–Sin embargo –prosiguió Morrison–, ahora no es el momento de preocuparse por eso, aunque comprendo lo mucho que debe afectarla. Tenemos un trabajo complicado que hacer dentro de la nave y necesitaremos toda nuestra concentración y habilidad. Pero, puedo asegurarle que estoy de su parte y no de la de él.

–Le doy las gracias por su bondad y simpatía, pero no sufra por mí. Haré bien mi trabajo.

Boranova los llamó en aquel momento:

–Ahora vamos a entrar en la nave por el orden que les iré llamando: Dezhnev..., Konev..., Kaliinin..., Morrison... y yo.

Boranova se colocó detrás de él y murmuró:

–¿Cómo se encuentra, Albert?

–Terrible. ¿Esperaba otra respuesta?

–No. Pero, sin embargo, espero que haga su trabajo como si no se
sintiera
como un piojoso. ¿Lo comprende?

–Lo intentaré –dijo Morrison con los labios secos y, siguiendo a Kaliinin, entró por segunda vez en la nave.

Uno a uno, tuvieron que encajarse en sus asientos tal como Kaliinin había explicado el día anterior. Dezhnev estaba delante, a la izquierda, en los controles. Konev, a su derecha; Kaliinin en medio a la izquierda; Morrison en medio a la derecha y Boranova, detrás a la izquierda.

Morrison parpadeó y se sonó con una toallita que encontró en uno de sus bolsillos. ¿Y si necesitaba más toallitas que las que se le habían asignado? («Qué tontería, preocuparse por eso, pero era una preocupación menos intranquilizadora que otras») Sentía la frente húmeda. ¿Era debido acaso a la contigüidad? ¿Acaso cinco personas respirando, en un espacio tan compacto provocarían un aumento de humedad al máximo? ¿O habría suficiente ventilación?

Se acordó, de pronto, de los primeros astronautas de un siglo atrás..., todavía más comprimidos, más indefensos..., pero en dirección a un espacio algo más conocido y comprendido, no al interior de un microcosmos que era absolutamente virgen.

No obstante, al sentarse, Morrison sintió que su terror se atenuaba. Después de todo, él ya había estado en la nave. Incluso había sido miniaturizado y desminiaturizado y no le había ocurrido nada. Ni dolía.

Miró a su alrededor para ver cómo lo tomaban los demás. Kaliinin, a su lado, parecía fríamente indiferente. Una belleza glacial. Podía haber sido impresionante que no mostrara miedo, ni ansiedad, pero (como habían dicho de él) estaba sentada allí luchando con sus demonios particulares.

Dezhnev miró hacia atrás, tratando quizá de sopesar las reacciones, de la misma manera que Morrison, aunque posiblemente por otras razones. Morrison intentaba reforzar el poco de valor que le quedaba tomándolo prestado del de los demás, mientras que Dezhnev (pensaba Morrison) estaba sopesando las reacciones a fin de medir el posible éxito de la misión.

Other books

Cures for Heartbreak by Margo Rabb
Wild Justice by Kelley Armstrong
WINDHEALER by Charlotte Boyett-Compo
Forbidden by Kiki Howell
The desperate hours, a novel by Hayes, Joseph, 1918-2006