—Sin duda, y hasta me inquieta; no tenemos agua más que para cinco días.
—Tranquilízate, Axel; te respondo de que encontraremos agua, y más de la que quisiéramos.
—¿Cuándo?
—Cuando hayamos salido de esta envoltura de lava. ¿Cómo quieres que surjan manantiales a través de estas paredes?
—Pero, ¿no podría ocurrir que esta envoltura se prolongue a grandes profundidades? Me parece que no hemos avanzado mucho todavía en sentido vertical.
—¿Por qué supones eso?
—Porque, si hubiéramos penetrado mucho en el interior de la corteza terrestre, el calor sería más intenso.
—Eso según tu teoría; ¿y qué señala el termómetro?
—Apenas 15°, lo que supone un aumento de 9º solamente desde nuestra partida.
—¿Y qué deduces de ahí?
—He aquí mi deducción: según las observaciones más exactas, el aumento que experimente la temperatura en el interior del globo es de 1° por cada cien pies de profundidad. Ciertas condiciones locales pueden, no obstante, modificar esta cifra; así, en Yakoust, en Siberia, se ha observado que el aumento de 1° se verifica cada 36 pies, lo cual depende evidentemente de la conductibilidad de las rocas. Añadiré, además, que en las proximidades de un volcán apagado, y a través del gneis, se ha observado que la elevación de la temperatura era sólo de 1° por cada 125 pies. Aceptemos, pues, esta última hipótesis, que es la más favorable, y calculemos.
—Calcula cuanto quieras, hijo mío.
—Nada más fácil —dije, trazando en mi libreta algunas cifras—. Nueve veces 125 pies dan 1.125 pies de profundidad.
—Indudable.
—Pues bien…
—Pues bien, según mis observaciones, nos hallamos a 10.000 pies bajo el nivel del mar.
—¿Es posible?
—Sí; los guarismos no mienten.
Los cálculos del profesor eran exactos; habíamos ya rebasado en 6.000 pies las mayores profundidades alcanzadas por el hombre, tales como las minas de Kitz-Babl, en el Tirol, y las de Wuttemherg, en Bohemia.
La temperatura, que hubiera debido ser de 81° en aquel lugar, era apenas de 15º, lo cual suministraba motivo para muchas reflexiones.
Al día siguiente, martes 30 de junio, a las seis de la mañana, reanudamos nuestro descenso.
Continuamos por la galería de lava, verdadera rampa natural, suave como esos planos inclinados que reemplazan aún a las escaleras en las casas antiguas. Así prosiguió la marcha hasta las doce y diez minutos de la noche, instante preciso en que nos reunimos con Hans, que acababa de detenerse.
—¡Ah! —exclamó mi tío—, hemos llegado al extremo de la chimenea.
Miré alrededor mío; nos hallábamos en el centro de una encrucijada, en la que desembocaban dos caminos, ambos sombríos y estrechos. ¿Cuál deberíamos seguir? Difícil era saberlo.
—Mi tío, sin embargo, no quería, al parecer, que ni el guía ni yo le viésemos vacilar, y designó con la mano el túnel del Este, en el que penetremos los tres en seguida.
La verdad es que toda vacilación ante aquellos dos caminos se habría prolongado indefinidamente, porque no existía indicio alguno que aconsejase el dar la preferencia a uno a otro. Era preciso confiarse por completo a la suerte.
La pendiente de esta nueva galería era poco sensible, y su sección bastante desigual. A veces se desarrollaba delante de nuestros pasos una sucesión de arcadas que recordaban las naves laterales de una catedral gótica; los artistas de la Edad Media hubieran podido estudiar allí todas las formas de esa arquitectura religiosa que tiene por generatriz a la ojiva.
Una milla más lejos, nuestra cabeza se inclinaba bajo los arcos rebajados del estilo romano, y gruesos pilares, embutidos en la pared, sostenían las caídas de las bóvedas.
En ciertos lugares, esta disposición cedía el puesto a subestructuras bajas que recordaban las obras de los castores, y teníamos, para avanzar, que arrastrarnos a lo largo de estrechos pasadizos.
El grado de calor se mantenía soportable. Involuntariamente pensaba en cuán grande debía ser su intensidad cuando las lavas vomitadas por el Sneffels se precipitaban por aquella vía tan tranquila en la actualidad. Me imaginaba los torrentes de fuego que se estrellarían contra los ángulos de la galería, y la acumulación de los vapores recalentados en aquel estrecho lugar.
«¡Con tal» pensé «que el viejo volcán no se vea asaltado por algún capricho senil!».
Me guardaba muy bien de comunicar a mi tío semejantes reflexiones, porque no las hubiera comprendido. Su único pensamiento era avanzar. Caminaba, se deslizaba y hasta rodaba a veces con una convicción admirable.
A las seis de la tarde, tras un paseo poco fatigoso, habíamos avanzado dos leguas hacia el Sur, pero apenas un cuarto de milla en profundidad.
Mi tío dio la señal de descanso. Comimos sin abusar de la charla y nos dormimos sin entregarnos a grandes reflexiones.
Nuestros preparativos para pasar la noche no podían ser más sencillos: una manta de viaje, en la que nos envolvíamos, era todo nuestro lecho. No había que temer ni frío ni visitas inoportunas. Los viajeros que se ven precisados a engolfarse en los desiertos del África, o en las selvas del Nuevo Mundo, tienen que velar los unos el sueño de los otros; pero allí, la soledad era absoluta y la seguridad completa. No había necesidad de precaverse contra salvajes ni fieras, que son las razas más dañinas de la tierra.
A la mañana siguiente, nos despertamos descansados y ágiles, y reanudamos en seguida la marcha, a lo largo de una galería cubierta de lava, lo mismo que la víspera.
Imposible se hacía reconocer los terrenos que atravesábamos. El túnel, en vez de hundirse en las entrañas del globo, tendía a hacerse horizontal por completo. Hasta me pareció observar que subía hacia la superficie de la tierra. Esta disposición se hizo tan patente a eso de las diez de la mañana, y tan fatigosa por tanto, que me vi precisado a moderar la marcha.
—¿Qué es eso, Axel? —dijo, impaciente, mi tío.
—Que no puedo más —le respondí.
—¡Cómo es eso! ¡Al cabo de sólo tres horas de paseo por un camino tan liso!
—Liso, sí; pero fatigoso en extremo.
—¡Cómo fatigoso, cuando siempre caminamos cuesta abajo!
—¡Cuesta arriba, si no lo toma usted a mal!
—Cuesta arriba —dijo mi tío, encogiéndose de hombros.
—Sin duda. Hace media hora que se han modificado las pendientes. Y, de seguir así, no tardaremos en salir nuevamente a la superficie de Islandia.
El profesor sacudió la cabeza como hombre que no quiere dejarse convencer. Traté de reanudar la conversación, pero no me contestó y dio la señal de marcha. Comprendí que su silencio era sólo la manifestación exterior de su mal humor concentrado.
Tomé otra vez mi fardo con denuedo y seguí con paso rápido a Hans, que precedía a mi tío, procurando no distanciarme, pues mi principal cuidado era no perder jamás de vista a mis compañeros. Me estremecía ante la idea de extraviarme en las profundidades de aquel laberinto.
Por otra parte, si bien el camino ascendente era más fatigoso, me consolaba el pensar que, en cambio, nos acercaba a la superficie de la tierra. Era ésta una esperanza que veía confirmada a cada paso.
A mediodía cambiaron de aspecto las paredes de la galería. Me di cuenta de ello al observar la debilitación que sufrió la luz eléctrica reflejada por ellas. Al revestimiento de lava sucedió la roca viva. El macizo se componía de capas inclinadas y a menudo verticalmente dispuestas. Nos hallábamos en pleno período de transición, en pleno período silúrico
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—¡Es evidente —exclamé— que los sedimentos de las aguas han formado, en la segunda época de la tierra, estos esquistos, estas calizas, y estos asperones! ¡Volvemos la espalda al macizo de granito! Hacemos como los vecinos de Hamburgo que, para trasladarse a Lubeck, tomasen el camino de Hannover.
Preferible habría sido que me hubiese reservado mis observaciones: pero mi temperamento de geólogo pudo más que la prudencia, y el profesor Lidenbrock oyó mis exclamaciones.
—¿Qué tienes? —me preguntó.
—Mire usted —le contesté, mostrándole la variada sucesión de los asperones, las calizas y los primeros indicios de terrenos pizarrosos.
—¿Y qué tenemos con eso?
—Que hemos llegado al período en que aparecieron las primeras plantas y los primeros animales.
—¿Lo crees así?
—Véalo usted mismo; ¡examínelo! ¡obsérvelo!
Obligué al profesor a pasear su lámpara por delante de las paredes de la galería. Esperaba que se escapase de sus labios alguna exclamación; pero, lejos de esto, no dijo una palabra y prosiguió su camino.
¿Me había comprendido o no? ¿Era que, por vanidad de sabio y de tío, no quería convenir conmigo en que se había equivocado al elegir el túnel del Este, o que deseaba reconocer hasta el fin la galería aquella? Era evidente que habíamos abandonado el camino de las lavas, y que el que seguíamos no podía conducir al foco del Sneffels.
Pero, ¿daría yo acaso demasiada importancia a esta modificación de terreno? ¿No estaría equivocado? ¿Atravesábamos realmente aquellas capas de roca superpuestas al macizo de granito?
—Si tengo razón —pensaba—, fuerza será que halle restos de plantas primitivas, y entonces no habrá más remedio que rendirse a la evidencia. Busquemos.
No habría dado aún cien pasos, cuando descubrieron mis ojos pruebas irrefutables. Era lógico que así sucediese, porque, en el período silúrico encerraban los mares más de mil quinientas especies vegetales o animales. Mis pies habituados al duro suelo de la lava, pisaron de repente un polvo formado de desojes de plantas y de conchas. En las paredes se veían distintamente huellas de ovas y licopodios; el profesor Lidenbrock no podía engañarse; pero me parece que cerraba los ojos y proseguía su camino con paso invariable.
Era la terquedad llevada hasta el último límite. No pude reprimirme por más tiempo; tomé una concha perfectamente conservada, que había pertenecido a un animal semejante a la cucaracha actual, me aproximé a mi tío, y, mostrándosela, le dije:
—Mire usted.
—¿Qué me muestras ahí? —respondió tranquilamente—; eso es la concha de un crustáceo perteneciente al orden ya extinguido de los trilobites, ni más ni menos.
—¿Pero no deduce usted de su presencia aquí…?
—¿Eso mismo que deduces tú? Convenido. Hemos abandonado la capa de granito y el camino de las lavas. Es posible que me haya equivocado: pero no me convenceré de mi error hasta que no haya llegado al extremo de esta galería.
—Haría usted perfectamente en proceder de ese modo, y yo aprobaría en un todo su conducta, si no fuese de temer un peligro cada vez más inminente.
—¿Cuál?
—La falta de agua.
—Pues bien, quiere decir que nos pondremos a media ración, Axel.
En efecto, era preciso economizar este líquido, pues nuestra previsión no podía durar más de tres días, como pude comprobar por la noche, a la hora de cenar. Y lo peor del caso era que había pocas esperanzas de encontrar ningún manantial en aquellos terrenos del período de transición.
Durante todo el día siguiente, nos mostró la galería sus interminables arcadas. Caminábamos casi sin despegar nuestros labios. Hans nos había contagiado su mutismo.
El camino no ascendía, por lo menos de una manera sensible, y hasta, a veces, parecía que bajábamos. Pero esta tendencia, no muy marcada por cierto, no debía tranquilizar al profesor porque la naturaleza de las capas no se modificaba, y el período de transición se afirmaba cada vez más.
La luz eléctrica arrancaba vivos destellos a los esquistos, las calizas y los viejos asperones rojos de las paredes; parecía que nos hallábamos dentro de una zanja profunda, abierta en el condado de Devon, que da su nombre a esta clase de terrenos. Magníficos ejemplares de mármoles recubrían las paredes: unos de color gris ágata, surcados de venas blancas caprichosamente dispuestas; otros de color encarnado o amarillo con manchas rojizas; mas lejos, ejemplares de esos jaspes de matices sombríos, en los que se revela la existencia de la caliza con más vivo color.
En la mayoría de estos mármoles se observaban huellas de animales primitivos; pero, desde la víspera, la creación había progresado de una manera evidente. En lugar de los trilobites rudimentarios, vi restos de un orden más perfecto, entre otros, de peces ganoideos y de esos sauropterigios en los que la perspicacia de los paleontólogos ha sabido descubrir las primeras manifestaciones de los reptiles. Los mares devonianos estaban habitados por gran número de animales de esta especie, que depositaron a miles en las rocas de nueva formación.
Era evidente que remontábamos la escala de la vida animal, cuyo último y más elevado peldaño ocupan las criaturas humanas: pero el profesor Lidenbrock no parecía fijar mientes en ella.
Esperaba que ocurriese alguna de estas dos cosas: o que se abriera de repente ante sus pies un pozo vertical que le permitiese reanudar su descenso, o que un inesperado obstáculo le impidiese continuar por el camino emprendido. Pero llegó la noche sin que se realizara esta esperanza.
El viernes, después de una noche durante la cual empecé a experimentar los tormentos de la sed, reanudamos nuestro viaje a lo largo de la misma galería.
Después de diez horas de marcha, observé que la reverberación de nuestras lámparas sobre las paredes decrecía de una manera notable. El mármol, el esquisto, la caliza y el asperón de las murallas cedían el puesto a un revestimiento mate y sombrío. En un paisaje en que el túnel se estrechó demasiado, me apoyé en la pared.
Cuando retiré la mano, vi que la tenía toda negra. Miré desde más cerca, y adquirí el convencimiento de que nos encontrábamos en un yacimiento de hulla.
—¡Una mina de carbón! —exclamé.
—Una mina sin mineros —respondió mi tío.
—¡Quién sabe! —observé yo.
—Yo lo sé —replicó el profesor con aire convencido—; tengo la seguridad de que esta galería, perforada a través de estos yacimientos de hulla, no ha sido construida por los hombres. Pero poco nos importa que sea o no obra de la Naturaleza. Ha llegado la hora de cenar. Cenemos.
Hans preparó algunos alimentos. Yo apenas probé bocado y bebí las escasas gotas de agua que constituían mi ración. El odre del guía, lleno solamente a medias, era lo único que quedaba para apagar la sed de tres hombres.