Entonces tuvo mi tío que decir al cazador que tenía la intención de reconocer el cráter del volcán hasta sus últimos límites.
Hans se contentó con inclinar la cabeza en señal de asentimiento. El ir a un sitio o a otro, el recorrer la superficie de su isla o descender a sus entrañas, le era indiferente del todo. En cuanto a mí, distraído hasta entonces por los incidentes del viaje, me había olvidado algo del porvenir; pero ahora sentí que la zozobra se apoderaba de mí nuevamente. ¿Qué hacer? En Hamburgo hubiera sido ocasión de oponerme a los designios del profesor Lidenbrock; pero al pie del Sneffels, no había posibilidad.
Una idea, sobre todo, me preocupaba más que todas las otras; una idea espantosa, capaz de crispar otros nervios mucho menos sensibles que los míos.
«Veamos» me decía a mí mismo: «nos vamos a encaramar en la cumbre del Sneffels. Está bien. Vamos a visitar su cráter. Soberbio: otros lo han hecho y aún viven. Mas no para aquí la cosa: si se presenta un camino para descender a las entrañas de la tierra, si ese malhadado Saknussemm ha dicho la verdad, nos vamos a perder en medio de las galerías subterráneas del volcán. Ahora bien, ¿quién es capaz de afirmar que el Sneffels está apagado del todo? ¿Hay algo que demuestre que no se está preparando otra erupción? Del hecho de que duerma el monstruo desde 1229, ¿hemos de deducir que no pueda despertarse? Y si se despertase, ¿qué sería de nosotros?».
Valía la pena de pensar en todo esto, y mi imaginación no cesaba de dar vueltas a estas ideas. No podía dormir sin soñar con erupciones, y me parecía tan brutal como triste el tener que representar el papel insignificante de cacería.
Incapaz de callar por más tiempo, decidí finalmente someter el caso a mi tío con la mayor prudencia posible, y en forma de hipótesis perfectamente irrealizable.
Me aproximé a él, le manifesté mis temores y retrocedí varios pasos para evitar los efectos de la primera explosión de su cólera.
—En esto estaba pensando —me respondió simplemente.
¿Qué interpretación debía dar a estas inesperadas palabras? ¿Iba, al fin, a escuchar la voz de la razón? ¿Pensaría suspender sus proyectos? ¡No sería verdad tanta belleza!
Tras algunos instantes de silencio, que no me atreví a interrumpir, añadió:
—Sí; en eso estaba pensando. Desde nuestra llegada a Stapi, me he preocupado de la grave cuestión que acabas de someter a mi juicio, porque no conviene cometer imprudencias.
—No —respondí con vehemencia.
—Hace seiscientos años que el Sneffels está mudo; pero puede hablar otra vez. Ahora bien, las erupciones volcánicas van siempre precedidas de fenómenos perfectamente conocidos; por eso, después de interrogar a los habitantes del país y de estudiar el terreno, puedo asegurarte, Axel, que no habrá por ahora erupción.
Al oír estas palabras, me quedé estupefacto y no pude replicar.
—¿Dudas de mis palabras? —dijo mi tío—; pues sígueme.
Obedecí maquinalmente. Al salir de la rectoría, tomó el profesor un camino directo que, por una abertura de la muralla basáltica, se alejaba del mar. No tardamos en hallarnos en campo raso, si se puede dar este nombre a un inmenso montón de deyecciones volcánicas. Los accidentes del suelo parecían como borrados bajo una lluvia de piedras, de lava, de basalto, de granito y de toda clase de rocas piroxénicas.
Se veían de trecho en trecho ciertas columnas de humo elevarse en el seno de la atmósfera. Estos vapores blancos, llamados
reykir
en islandés, procedían de manantiales termales, y su violencia indicaba la actividad volcánica del suelo, lo cual me parecía confirmar mis temores; júzguese, pues, cuál no sería mi sorpresa cuando mi tío me dijo:
—¿Ves esos humos, Axel? Pues bien, ellos nos demuestran que no debemos temer los furores del volcán.
—¡Cómo puede ser eso! —exclamé.
—No olvides lo que voy a decirte —prosiguió el profesor—: cuando una erupción se aproxima, todas estas humaredas redoblan su actividad para desaparecer por completo mientras subsiste el fenómeno; porque los fluidos elásticos, careciendo de la necesaria tensión, toman el camino de los cráteres en lugar de escaparse a través de las fisuras del globo. Si, pues, estos vapores se mantienen en su estado habitual, si no aumenta su energía, y si añades a esta observación que la lluvia y el viento no son reemplazados por un aire pesado y en calma, puedes desde luego afirmar que no habrá erupción próxima.
—Pero…
—Basta. Cuando la ciencia ha hablado, no se puede replicar.
Volví a la rectoría con las orejas gachas; mi tío me había anonadado con argumentos científicos. Sin embargo, todavía conservaba la esperanza de que, al bajar al fondo del cráter, nos fuese materialmente imposible el proseguir la endiablada excursión por no existir ninguna galería, a pesar de las afirmaciones de todos los Saknussemm del mundo.
Pasé la noche inmediata sumido en una horrible pesadilla, en medio de un volcán; y desde las profundidades de la tierra, me sentí lanzado a los espacios interplanetarios en forma de roca eruptiva.
Al día siguiente, nos esperaba Hans con sus compañeros cargados con nuestros víveres, utensilios e instrumentos. Dos bastones herrados, dos fusiles y dos cartucheras nos estaban reservados a mi tío y a mí. Nuestro guía, que era hombre precavido, había añadido a nuestra impedimenta un odre lleno que, unido a nuestras calabazas, nos aseguraba agua para ocho días.
Eran las nueve de la mañana. El rector y su gigantesca furia, esperaban delante de la puerta, deseosos, sin duda, de darnos su último adiós, pero este adiós tomó la inesperada forma de una cuenta formidable, en la que se nos cobraba hasta el aire, bien infecto por cierto, que habíamos respirado en la casa rectoral. La dignísima pareja nos desolló como un hostelero suizo, cobrándonos a precio fabuloso su ingrata hospitalidad.
Mi tío pagó sin regatear. Un hombre que partía para el centro de la tierra no había de parar la atención en unos miserables rixdales. Arreglado este punto, dio Hans la señal de partida, y algunos instantes después habíamos salido de Stapi.
Tiene el Sneffels 5,000 pies de elevación, siendo, con su doble cono, como la terminación de una faja traquítica que se destaca del sistema oreográfico de la isla. Desde nuestro punto de partida no se podían ver sus dos picos proyectándose sobre el fondo grisáceo del cielo. Sólo distinguían mis ojos un enorme casquete de nieve que cubría la frente del gigante.
Marchábamos en fila, precedidos del cazador, quien nos guiaba por estrechos senderos, por los que no podían caminar dos personas de frente. La conversación se hacía, pues, poco menos que imposible.
Más allá de la muralla basáltica del fiordo de Stapi, encontramos un terreno de turba herbácea y fibrosa, restos de la antigua vegetación de los pantanos de la península. La masa de este combustible, todavía inexplotado, bastaría para calentar durante un siglo a toda la población de Islandia. Aquel vasto hornaguero, medido desde el fondo de ciertos barrancos, tenía con frecuencia setenta pies de altura, y presentaba capas sucesivas de detritus carbonizados, separados por vetas de piedra pómez y toba.
Como digno sobrino del profesor Lidenbrock, y a pesar de mis preocupaciones, observaba con verdadero interés las curiosidades mineralógicas expuestas en aquel vasto gabinete de historia natural, al par que rehacía en mi mente toda la historia geológica de Islandia.
Esta isla tan curiosa, ha surgido realmente del fondo de los mares en una época relativamente moderna, y hasta es posible que aún continúe elevándose por un movimiento insensible. Si es así, sólo puede atribuirse su origen a la acción de los fuegos subterráneos, y en este caso, la teoría de Hunfredo Davy, el documento de Saknussemm y las pretensiones de mi tío iban a convertirse en humo. Esta hipótesis me indujo a examinar atentamente la naturaleza del suelo, y pronto me di cuenta de la sucesión de fenómenos que precedieron a la formación de la isla.
Islandia, absolutamente privada de terreno sedimentario, se compone únicamente de tobas volcánicas, es decir, de un aglomerado de piedras y rocas de contextura porosa. Antes de la existencia de los volcanes, se hallaba formada por una masa sólida, lentamente levantada, a modo de escotillón, por encima de las olas por el empuje de las fuerzas centrales. Los fuegos interiores no habían hecho aún su irrupción a través de la corteza terrestre.
Pero más adelante, se abrió diagonalmente una gran senda, del sudoeste al noroeste de la isla, por la cual se escapó lentamente toda la pasta traquítica. El fenómeno se verificó entonces sin violencia; la salida fue enorme, y las materias fundidas, arrojadas de las entrañas del globo, se extendieron tranquilamente, formando vastas sabanas o masas apezonadas. En esta época aparecieron los feldespatos, los sienitos y los pórfidos.
Pero, gracias a este derramamiento, el espesor de la isla aumentó considerablemente y, con él, su fuerza de resistencia. Se concibe la gran cantidad de fluidos elásticos que se almacenó en su seno, al ver que todas las salidas se obstruyeron después del enfriamiento de la costra traquítica. Llegó, pues, un momento en que la potencia mecánica de estos gases fue tal, que levantaron la pesada corteza y se abrieron elevadas chimeneas. De este modo quedó el volcán formado gracias al levantamiento de la corteza, y después se abrió el cráter en la cima de aquél de un modo repentino.
Entonces sucedieron los fenómenos volcánicos a los eruptivos; por las recién formadas aberturas se escaparon, ante todo, las deyecciones basálticas, de las cuáles ofrecía a nuestras miradas los más maravillosos ejemplares la planicie que a la sazón cruzábamos. Caminábamos sobre aquellas rocas pesadas, de color gris obscuro, que al enfriarse habían adoptado la forma de prismas de bases hexagonales. A lo lejos se veía un gran número de conos aplastados que fueron en otro tiempo otras tantas bocas ignívomas.
Una vez agotada la erupción basáltica, el volcán, cuya fuerza se acrecentó con la de los cráteres apagados, dio paso a las lavas y a aquellas tobas de cenizas y de escorias cuyos amplios derrames contemplaban mis ojos esparcidos, por sus flancos cual cabellera opulenta.
Tal fue la serie de fenómenos que formaron a Islandia. Todos ellos reconocían por origen los fuegos interiores, y suponer que la masa interna no permaneciese aún en un estado perenne de incandescencia líquida, era una verdadera locura. Por lo tanto, el pretender llegar al centro mismo del globo sería una insensatez sin ejemplo.
Así, pues, mientras marchábamos al asalto del Sneffels, me fui tranquilizando respecto del resultado de nuestra empresa.
El camino se hacía cada vez más difícil; el terreno subía, las rocas oscilaban y era preciso caminar con mucho tiento para evitar caídas peligrosas.
Hans avanzaba tranquilamente como si fuese por un terreno llano; a veces desaparecía detrás de los grandes peñascos, y le perdíamos de vista un instante; pero entonces oíamos un agudo silbido salido de sus labios, que nos indicaba el camino que debíamos seguir. Con frecuencia también recogía algunas piedras, las colocaba de modo que fuese fácil reconocerlas después, y fijaba de esta suerte jalones destinados a indicarnos el camino de regreso. Esta precaución era de por sí excelente; pero los acontecimientos futuros probaron su inutilidad.
Tres fatigosas horas de marcha se invirtieron tan sólo en llegar a la falda de la montaña. Allí dio Hans la señal de detenerse, y almorzamos frugalmente. Mi tío se llenaba la boca para concluir más pronto; pero como aquel alto tenía también por objeto el reparar nuestras fuerzas, tuvo que someterse a la voluntad del guía que no dio la señal de partida hasta después de una hora.
Los tres islandeses, tan taciturnos como su camarada el cazador, no desplegaron sus labios y comieron sobriamente.
Entonces comenzamos a subir las vertientes del Sneffels; su nevada cumbre, por una ilusión de óptica frecuente en las montañas, me parecía muy próxima, a pesar de lo cual nos restaban aún muchas horas de camino y muchísimas fatigas, sobre todo, para llegar hasta ella. Las piedras que no se hallaban ligadas por hierbas ni por ningún cimiento de tierra, resbalaban bajo nuestros pies y rodaban hasta la llanura con la velocidad de un alud.
En algunos parajes, las vertientes del monte formaban con el horizonte un ángulo de 36° lo menos. Era materialmente imposible trepar por ellos, siendo preciso rodear estos pedregosos obstáculos, para lo cual encontrábamos no pocas dificultades. En estas ocasiones nos prestábamos mutuo auxilio con nuestros herrados bastones.
Debo advertir que mi tío permanecía siempre lo más cerca posible de mí; no me perdía de vista, y, en más de una ocasión, encontré un sólido apoyo en su brazo. Por lo que respecta a él, tenía sin duda alguna el sentimiento innato del equilibrio, pues no tropezaba jamás. Los islandeses, a pesar de ir cargados, trepaban con agilidad asombrosa.
Al contemplar la altura de la cumbre del Sneffels, me parecía imposible poder llegar por aquel lado hasta ella, si el ángulo de inclinación de las pendientes no se cerraba algo. Afortunadamente, tras una hora de trabajos y de inauditos esfuerzos, en medio de la vasta alfombra de nieve que se extendía sobre la cumbre del volcán, descubrieron nuestros ojos de improviso una especie de escalera que simplificó nuestra ascensión. Estaba formada por uno de esos torrentes de piedras arrojadas por las erupciones, cuyo nombre islandés es
stinâ
. Si este torrente no hubiese sido detenido en su caída por la disposición especial de los flancos de la montaña, habría ido a precipitarse en el mar, formando nuevas islas.
Tal como era, nos fue en extremo útil. La rapidez de las pendientes iba cada vez en aumento, pero aquellos escalones de piedra permitían remontarlos fácilmente y hasta con rapidez tal que, como me retrasase un momento mientras que mis compañeros proseguían la ascensión, llegué a verlos reducidos a una pequeñez microscópica por efecto de la distancia.
A las siete de la tarde habíamos ya subido los dos mil peldaños que tiene esta escalera, y dominábamos un saliente de la montaña, especie de base sobre la cual se apoyaba el cono del cráter.
El mar se extendía a una profundidad de 3.200 pies. Habíamos traspasado el límite de las nieves perpetuas, bien poco elevado en Islandia a consecuencia de la humedad constante del clima. Hacía un frío espantoso y el viento soplaba con fuerza. Me hallaba agotado. El profesor comprendió que mis piernas se negaban a seguir prestándome servicio, y, a pesar de su impaciencia, decidió hacer alto allí. Hizo señas a Hans en tal sentido; pero éste sacudió la cabeza, diciendo: