Read Venus Prime - Máxima tensión Online
Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss
Sylvester se echó a reír con una especie de ladrido sobresaltado.
—Una pregunta muy ingeniosa para la que no hay respuesta.
Pero, al contrario que Sparta, Sylvester no sabía mentir bien; se sostenía en una cuerda floja, y lo que pretendía pasar por frialdad era el resultado de una larga práctica en refrenar una naturaleza tempestuosa.
—Se marchó usted de la villa que había arrendado en la Isle du Levant el día después de llegar allí; tomó un magnoplano de Tolón a París y luego un reactor hasta Washington, D.C., donde empleó un día visitando la Biblioteca del Congreso para grabar todo el contenido del único ejemplar que queda de la edición de Oxford de Los siete pilares de la sabiduría y que aún es accesible para el público. Luego voló a Londres, donde con la ayuda de la librera Hermione Scrutton, cuya implicación en el fraude literario quizás hasta llegue a considerarse distinguido en ciertos círculos, concertó usted encuentros con algunos grupos de Oxford, una ciudad donde se mima el arte de la imprenta y se conservan los antiguos instrumentos para el mismo, donde hasta los tipos que se empleaban en el pasado se muestran como tesoros de museo, y donde las veneradas técnicas todavía se practican de vez en cuando, con la ayuda de varios impresores y un encuadernador, personas cuyo amor por el arte de hacer libros es tan grande que se permiten intervenir en falsificaciones sólo por el placer de poner en práctica sus habilidades, aunque las muy sustanciosas sumas que usted les pagó no sirvieron precisamente para enfriar su entusiasmo, usted consiguió una copia casi perfecta de Los siete pilares de la sabiduría. Le fue todavía más fácil sobornar a un miembro de la tripulación de la
Star Queen
, hombre notorio por su amor al lujo, para que practicase su bien calculada destreza en una caja cerrada y robase un libro del cargamento de su propia nave, sustituyéndolo por la falsificación que usted le dio.
Mientras Sylvester escuchaba estas explicaciones, el color de las pálidas mejillas se le iba acentuando.
—Ése es un guión extraordinario, inspectora. No puedo imaginarme qué comentario desea que le haga.
—Sólo que lo confirme.
—No soy un estanque preparado para que usted pesque en él. —Sylvester deseaba poder relajarse—. Por favor, márchese ya. No dispongo de más tiempo.
—Fui muy descuidada en mi primera inspección de la
Star Queen
... Sabía que uno de sus robots había sido probado sobre el terreno; creí que eso era lo que explicaba la radiactividad residual que tenía. No me molesté en examinar los ensamblajes de combustible.
—Salga de aquí —le dijo llanamente Sylvester.
—Pero a veces saber poco resulta peligroso. Si hubiera inspeccionado a fondo aquel robot caliente, me habría dado cuenta de que McNeil había reinsertado las varas de combustible para poder abrir la máquina. Ese descuido estuvo a punto de costarnos la vida a Blake Redfield y a mí. A manos de usted.
—Lo que está diciendo es una completa tontería...
De dos rápidos pasos Sparta se colocó ante el escritorio. Levantó el paquete envuelto en plástico que llevaba todo el tiempo en un costado y lo dejó con un golpe sobre la piedra pulida.
—Aquí está todo lo que queda de su libro, señora Sylvester.
Sylvester se quedó helada. Miró fijamente el paquete. La indecisión era tan evidente, tan atormentadora, que Sparta pudo sentir la aprensión y el dolor de aquella mujer.
—Un farol sólo servirá para hacerle ganar un poco más de tiempo —continuó diciéndole Sparta—. Puede que yo no esté acertada del todo en los detalles, pero investigaré a fondo sus archivos financieros, hablaré con los que están al corriente. Con McNeil, para empezar. Los detalles y los testigos irán apareciendo en breve. Y además está ese libro. —El libro yacía allí; un envoltorio rectangular envuelto en plástico—. Es difícil de reconocer en su actual estado —comentó roncamente Sparta, cuyo miedo y rencor por el ataque cometido contra su vida por fin dejaban paso a la ira y borraban la apatía que había amenazado su capacidad de criterio—, de modo que quizá tenga usted la bondad de decirme de cuál de las dos copias se trata.
Sylvester suspiró. Temblando, alargó la mano hacia el plástico transparente y lo retiró... El chamuscado bloque de páginas yacía entre cenizas dentro de los fragmentos destrozados del estuche.
—Esto es demasiado cruel —dijo en un susurro. Sylvester se afirmó en su sillón, agarrándose con tanta fuerza al borde del escritorio que los nudillos se le pusieron blancos—. ¿Cómo quiere usted que lo sepa?
Sparta le dio la vuelta al libro y empezó a curiosear abriendo las tostadas páginas.
—«Los soñadores del día son hombres peligrosos —leyó—, porque pueden actuar en sueños con los ojos abiertos para hacerlo posible.» Donde dice «sueños» debería decir «sueño», en singular. —Sparta le dio otra vez la vuelta al libro e, inclinándose sobre el escritorio, lo empujó hacia Sylvester—. Blake Redfield me ha informado de que el texto contiene muchas otras erratas del estilo. Éste es el falsificado. El original ya ha sido devuelto a su dueño.
—¿A Darlington?
—Eso es correc...
En un estado casi de total agotamiento, en la embriagadora oleada de venganza contra la mujer que había tratado de quitarle la vida, Sparta no había escuchado... Su reacción ante la pistola negra que apareció en la mano de Sylvester apuntando hacia ella, fue lamentablemente lenta.
Blake Redfield pasó unos cuantos minutos en su habitación con vistas a Venus del «Hesperus Hilton»; luego, con una camisa blanca, corbata marrón y traje de seda oscuro cortado con bastante estilo, salió para hacer una segunda y más respetable aparición en el «Museo Hesperiano».
Sus aventuras de los últimos tiempos lo habían dejado curiosamente indeciso, inquieto. El hecho de haber visto casualmente a Linda en aquella esquina de Manhattan había despertado en él algo, cierto sentimiento que no fue apremiante al principio, pero sí insistente y cada vez más intenso.
Le había resultado cosa fácil combinar sus investigaciones acerca de la misteriosa desaparición de una amiga de la infancia con su propia pasión de coleccionista, porque él se encontraba como en casa en las viejas librerías, en los depósitos de las bibliotecas y en los archivos de datos, ya fueran electrónicos o con base de fibra; solamente en estos lugares y en ninguno más. Y así había ido a dar con la pista, larga y deliberadamente oscura, del sombrío culto internacional que sólo en los últimos tiempos había podido relacionar con los prophetae del Espíritu Libre. Y guiado por su buen olfato para la deducción y las hipótesis susceptibles de comprobación, se había enterado de más cosas de las que esperaba.
Mucho antes de eso se le habían despertado otras pasiones más salvajes, pasiones que él había alimentado de muchacho cuando, medio en serio, se dedicaba a practicar ciertos juegos de agentes secretos con sus compañeros, allá en las montañas de Arizona. Se embadurnaban con betún. Se espiaban unos a otros. Volaban cosas, etc.
Blake había continuado sus lecciones privadamente. No más juegos con pintura.
Pero al seguir el rastro de Linda —Ellen, como se hacía llamar ahora—, se encontró con que a la investigación le faltaba algo de aquella cualidad fantástica que había imaginado de antemano. Cuando por fin encontró a la muchacha —una agradable sorpresa que él había organizado, además— se esperaba que ella lo saludara como a alguien de la familia; pero en cambio Linda se había mostrado preocupada por ciertos asuntos que no estaba dispuesta a compartir, capas y capas de preocupación, ramas de potencial entrelazadas; tantos crímenes, tantos criminales bailando una gavota invisible. Tantas lealtades que mantener en equilibrio. Tantos rincones que vigilar. Se había vuelto muy diestra en ocultar los pensamientos y los sentimientos a la gente, demasiado diestra. Y él había confiado en lograr conmover aquellos sentimientos.
Ahora se preguntaba qué parte de sorpresa habrían tenido en realidad las dramáticas revelaciones que le había hecho. La joven era misteriosamente experta en algunas cosas de las que él a duras penas se percataba.
Vincent Darlington, casi mareado por el éxito social, saludó a Blake efusivamente y lo condujo hasta una especie de capilla. La sociedad de la estación espacial era algo parecido a un invernadero, bastante fluida e incestuosa, y las exhibiciones llamativas formaban parte del juego. Múltiples plumas y trapecios relucientes se bamboleaban sobre cabezas cuyo pelo, cuando no estaba rapado por completo, había sido torturado hasta hacerle adquirir variadas y extraordinarias formas: ruedas de vagones, trinquetes y mazas de Estrella Matutina, zigurats, sacacorchos. Las caras que había debajo de aquellos cabellos presentaban toda la gama de colores naturales y algunos artificiales, bien resaltados por pinceladas de pintura; en los hombres se veía todo un extraño muestrario en forma de barbas, perillas y bigotes. La estancia, se encontraba llena hasta los topes, y daba la impresión de que todos los allí presentes se esforzasen por situarse en el mismo lugar, cerca de las mesas donde estaba la comida. Aquellas personas, obviamente, apreciaban el gusto de Darlington, si no en cuestión de arte, sí al menos en lo referente al champán y los entremeses.
Blake reconoció a algunos de sus compañeros de viaje a bordo de la Helios, incluida la compañera de Sylvester, lo que no dejó de causarle cierta sorpresa. Nancybeth se pavoneó ante Blake cuando éste trataba de abrirse paso hasta la vitrina que contenía Los siete pilares de la sabiduría. Nancybeth estaba radiante; se había puesto unas botas verdes, altas hasta la rodilla, de plástico, y por encima una minifalda de piel auténtica teñida de blanco que le colgaba formando tiras desde el cinturón de cáñamo crudo. Llevaba la parte superior apenas cubierta con una malla de trama gruesa de aluminio color púrpura que le hacía juego con los ojos color violeta.
—Abre la boquita —le dijo la muchacha con zalamería al tiempo que levantaba la barbilla y formaba un mohín con los labios; y allá del «pa...», ya que al hacerlo abrió la boca lo suficientemente cuando Blake iba a preguntarle «para qué», no logró llegar más como para que Nancybeth le metiera por ella un tubo de algo blando y húmedo, de colores rosa y naranja, entre los dientes.
—Parecías hambriento —le explicó la muchacha mientras él masticaba.
—Lo estaba —repuso Blake una vez que hubo tragado y sin poder evitar una mueca de desagrado.
—No me refiero sólo a la tripita, Blakey. Tienes una mirada hambrienta. —Nancybeth bajó la voz unos decibelios a fin de que a él no le quedara otro remedio que acercarse mucho para poder oírla. Los pendientes de espejo de la joven, de al menos doce centímetros, le colgaban como péndulos y amenazaban con hipnotizarle—. Durante el tiempo que duró el viaje en la nave observé que me comías con los ojos.
—Qué horrible para ti —dijo. Pronunció estas palabras más altas de lo que había pensado; algunas cabezas cercanas se volvieron hacia ellos.
Nancybeth retrocedió.
—¡Blake, tonto! ¿No entiendes lo que te estoy diciendo?
—Ojalá no lo entendiera. —Blake aprovechó aquel temporal retroceso de la muchacha para avanzar unos cuantos centímetros hacia su objetivo—. ¿Has podido ver ya el libro? ¿Crees que Darlington le ha proporcionado un entierro decente en este mausoleo?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Nancybeth con suspicacia. Ahora tenía la barbilla atravesada en el hombro de él y corría peligro de ser empujada hacia atrás—. Vince tiene muy buen gusto. A mí me parece que el canto dorado de las páginas entona muy bien con el techo...
—A eso me refería.
Finalmente llegó al altar que albergaba la reliquia, pero sólo para descubrir que ésta resultaba prácticamente imposible de ver; los invitados a la fiesta que se hallaban en las inmediaciones utilizaban la parte de arriba de la vitrina, que era de cristal, a modo de útil mesa para dejar en ella los platos y las copas de vino. Blake se apartó de allí, asqueado, con Nancybeth todavía junto a él.
—Me sorprende verte aquí sin la señora Sylvester —le dijo sin tapujos a la muchacha.
Nancybeth no era en absoluto sofisticada, pero poseía un sexto sentido para apreciar las necesidades de los demás, y aquel aire flemático de Blake le causó efecto; le contestó con amabilidad.
—Vince no se habla con Sondra. A mí me invitó hace mucho..., porque pensó que me las arreglaría para conseguir que ella me acompañara. Tenía la idea de que Sondra le restregaría las narices conmigo y que él se las restregaría a ella con el libro.
Blake sonrió.
—Eso está muy bien, Nancybeth. Describes el asunto tal como lo ves.
—Ahora lo veo. Y ahora lo digo. Pero no es una respuesta.
—Perdona. El caso es que estoy buscando a otra persona.
La mirada de Nancybeth se enfrió. Se encogió de hombros y le dio la espalda a Blake.
Éste avanzó entre el gentío buscando entre los rostros de aquellos desconocidos. Después de llenar un plato trató de alejarse de la multitud, y se encontró solo de momento en una habitación pequeña parecida a una capilla que salía de un lateral de la grotesca nave con cúpula de vidrio de la catedral de Darlington. En esta pequeña habitación había vitrinas que mostraban objetos muy diferentes a la sucesión de execrables baratijas que Darlington había colocado en el centro del escenario. Dentro de aquellas vitrinas Blake reconoció los fósiles de la vida venusiana que habían proporcionado a aquella tonta galería de arte de Darlington un lugar en el mapa del sistema solar.
Se trataba de polvorientos objetos rojos y grises, fragmentos y morfológicamente ambiguos. Él no sabía nada de paleontología, pero comprendía que aquellos objetos habían sido autentificados como restos de ciertos seres autores de los túneles en la tierra, seres que se arrastraban, que quizás aleteaban y se deslizaban, durante el lapso de tiempo, un breve paraíso de agua líquida y oxígeno libre, que había prevalecido hacía millones de años, antes de la catastrófica regeneración positiva del efecto de invernadero que había convertido a Venus en el infierno de elevada presión y anegado de ácido que era actualmente.
Aquellos restos eran más sugerentes que descriptivos.
Volúmenes eruditos se habían dedicado a aquella docena de fragmentos de piedras, pero ninguno de ellos podía decir con seguridad de qué cosas procedían o qué había quedado detrás de ellos, excepto que, fueran lo que fuesen, habían sido seres vivos.