Veneno de cristal (24 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Veneno de cristal
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A su izquierda, sonó una voz que preguntaba:

—¿Qué hacen aquí?

Brunetti se levantó. Hacia ellos venía un hombre de la fábrica que, según tenía entendido, pertenecía a Gianluca Fasano.

—¿Qué hacen aquí? —repitió el recién llegado al que, al parecer, no impresionaba el uniforme de Foa.

Era alto, más que Vianello, y también más grueso. Una frente protuberante le hacía sombra en los ojos, incluso a la luz de la mañana. Tenía los labios finos y agrietados, y la piel de alrededor enrojecida.

—Buenos días —dijo Brunetti, yendo hacia el hombre con la mano extendida. Su gesto sorprendió al desconocido, que no supo sino estrechársela—. Soy el comisario Guido Brunetti.

—Palazzi —dijo el otro—, Raffaele.

Foa se acercó, Brunetti hizo las presentaciones y los dos hombres también se dieron la mano.

—¿Pueden decirme qué hacen? —preguntó Palazzi moderando el tono.

—He sido encargado de investigar la muerte de
l’uomo di notte.
Me han informado de que también trabajaba en la fábrica de ustedes.

—Sí —dijo Palazzi, y señaló el cubo—. ¿Qué es eso?

—Tomamos una muestra del suelo de la propiedad del
signor
De Cal —dijo Brunetti, señalando el lugar en el que se encontraban cuando Palazzi los había visto.

—¿Para qué? —preguntó el hombre con verdadera curiosidad.

—Para analizarla —dijo Brunetti.

—¿Es por lo de Giorgio?

—¿Usted lo conocía?

—Oh, lo conocíamos todos —dijo Palazzi con sonrisa apenada—. Pobre hombre. Hacía, ¿cuánto?, seis años que lo conocía. —Meneó la cabeza como si lo sorprendiera el tiempo que hacía que conocía al muerto.

—¿Entonces lo conocía ya antes de que naciera su hija?

—Pobrecillo. Nadie se merece una cosa así.

—¿Nadie se merece qué,
signor
Palazzi? —preguntó Brunetti, dejando el cubo en el suelo, para dar a entender que se disponía a mantener una conversación larga.

Foa separó los pies y relajó la postura.

—Esa niña. Que naciera así. Yo tengo dos hijos, normales, gracias a Dios.

—¿Ha visto a la hija del
signor
Tassini?

—No, pero él nos hablaba de ella. Nos contó todo lo sucedido.

—¿Les dijo por qué creía él que estaba así? —preguntó Brunetti.

—¡Ay, Señor! Cien veces nos lo dijo, hasta que ya nadie quería escucharle. —Palazzi pensó un momento—: Ahora que ha muerto, siento no haberle escuchado. Tampoco costaba tanto. —Pero entonces rectificó—: De todos modos, era terrible. De verdad. Cuando empezaba, podía estar hablando una hora, o hasta que decías basta o, sencillamente, te ibas. Creo que, a veces, llegaba temprano por la noche o se quedaba después de terminar su turno por la mañana para hablarnos de eso. —Palazzi sopesó lo dicho y concluyó—: Supongo que al final dejamos de escucharle, y él debió de darse cuenta, porque últimamente no hablaba mucho.

—¿Estaba loco? —preguntó Brunetti sorprendiéndose a sí mismo.

Semejante afrenta a un muerto dejó a Palazzi con la boca abierta.

—No. Loco, no. Era sólo… en fin… era especial. Quiero decir que podía hablar de muchas cosas como cualquiera de nosotros, pero cuando se tocaban ciertos temas se disparaba.

—¿Había amenazado a su patrono, el
signor
De Cal? ¿O al
signor
Fasano?

Palazzi se echó a reír.

—¿Amenazar Giorgio? Si pregunta eso es que el loco es usted.

—¿Y a él, lo habían amenazado? —preguntó Brunetti rápidamente.

Palazzi lo miró con auténtico asombro.

—¿Por qué habían de amenazarlo? Podían despedirlo. Decirle que se fuera. Trabajaba
in nero,
no habría podido hacer nada. Habría tenido que marcharse.

—¿Son muchos los que trabajan
in nero
? —preguntó Brunetti.

Antes de acabar de decirlo, ya se había arrepentido.

Se hizo una pausa larga, y Palazzi dijo, con voz formal y controlada:

—Eso no lo sé, comisario.

Su tono dio a entender a Brunetti lo poco que a partir de este momento iba a saber Palazzi. En lugar de insistir, le dio las gracias, le estrechó la mano, esperó a que Foa hiciera otro tanto, se agachó y recogió el cubo de color rosa. Había renunciado a la idea de entrar en los edificios para tratar de localizar los puntos correspondientes a las otras coordenadas.

Palazzi se volvió y empezó a andar por el campo hacia la fábrica de Fasano, y entonces Brunetti vio las letras, descoloridas por el sol, que estaban pintadas en lo alto de la fachada posterior: «Vetreria Regini», leyó con dificultad.


Signor
Palazzi —dijo al que se alejaba.

El hombre se detuvo y se volvió.

—¿Qué es eso? —preguntó Brunetti señalando las letras.

Palazzi siguió con la mirada el ademán de Brunetti.

—Es el nombre de la fábrica, Vetreria Regini —gritó, silabeando lentamente, como si dudara de que Brunetti pudiera leerlo sin ayuda.

Se dispuso a seguir andando, pero el comisario gritó:

—Creí que la fábrica era de Fasano. De la familia.

—Y lo es. De la familia de su madre. —dijo Palazzi, alejándose.

Capítulo 22

Brunetti venció la tentación de quedarse en Murano y almorzar pescado fresco y polenta en Nanni's, y dijo a Foa que regresaban a la
questura.
Cuando llegaron, pidió al piloto que llevara el cubo a Bocchese para que averiguara qué había en aquel barro.

Como aquel día Paola y los chicos comían con los padres de ella, Brunetti entró en un restaurante de Castello y tomó dos platos a los que no prestó atención y al salir a la calle ya había olvidado. Bajó andando hasta San Pietro in Castello y entró en la iglesia para ver la estela funeraria que tiene grabados versículos del Corán. La polémica en curso, de si es un expolio cultural o una prueba de multiculturalismo, en nada afectó su admiración por la belleza de la caligrafía.

Volvió a la
questura
andando despacio. Poco antes de las seis, subió Vianello que, al ver los tomos de la
Gazzetta
en la mesa, preguntó para qué los necesitaba. Brunetti se lo explicó y preguntó al inspector qué creía él que se hacía antes de que se dictaran aquellas leyes.

—Cada cual hacía lo que le venía en gana —respondió Vianello con la natural indignación, pero añadió, para sorpresa de Brunetti—: De todos modos, no creo que en Murano se hiciera mucho daño.

Brunetti señaló la silla que estaba delante de su mesa y preguntó:

—¿Por qué?

Vianello se sentó.

—Verás, el «daño» es relativo: no era mucho, comparado con Marghera. Ya sé que esto no cambia lo que se hiciera en Murano. Pero el auténtico asesino es Marghera.

—Tú le tienes verdadero odio, ¿verdad?

Vianello lo miraba muy serio.

—Desde luego, como todo el que tenga entendimiento. Tassini decía que odiaba a Murano. Pero nunca hizo algo que lo demostrara.

Brunetti ya no lo seguía.

—No entiendo.

—Si realmente hubiera estado convencido de que la causa de lo que le había ocurrido a la niña estaba en la fábrica, habría hecho algo contra De Cal. Pero lo único que hacía era decir a los hombres que trabajaban con él en el
fornace
que De Cal tenía la culpa de todo.

—¿Lo que quiere decir…? —preguntó Brunetti.

—Lo que quiere decir que era el remordimiento el que hablaba por su boca —dijo Vianello.

Lo mismo pensaba Brunetti, que no cuestionó la opinión del inspector.

—¿Y tú por qué odias tanto Marghera? —preguntó.

—Porque tengo hijos —respondió Vianello.

—Yo también.

—Cuando llegues a casa —empezó Vianello, con una voz que se había calmado de repente—, pregunta a tu esposa si tiene el suplemento del
Gazzettino
de hoy.

—¿Qué suplemento?

Vianello se levantó y fue hacia la puerta.

—Tú pregúntale —dijo. Ya en la puerta, añadió—: He hablado con varios trabajadores de De Cal. Dicen que la empresa va mal y que él quiere venderla, pero cada uno habla de un precio distinto, aunque siempre más de un millón.

—¿Algo más?

—No hacía más de un mes o dos que Tassini era
uomo di notte
en la fábrica de Fassano.

—¿Y antes?

—Antes ya era
uomo di notte
de De Cal y aún antes había trabajado en la
molatura.

—¿Eso supone subir o bajar de categoría? —preguntó Brunetti por simple curiosidad—. Tenía esposa y dos hijos a los que mantener.

Vianello se encogió de hombros.

—No lo sé. El vigilante que tenía Fasano se jubiló y Tassini solicitó el puesto. Por lo menos, eso me dijeron dos de los hombres. También hablaban de lo mucho que le gustaba leer y de que trabajaba de noche porque así podía «tragar libros» —terminó Vianello riendo.

Brunetti se rió también, y la tensión se desvaneció.

Cuando el inspector se fue, Brunetti, con el pretexto de la curiosidad por el suplemento del
Gazzettino,
salió temprano, y llegó a casa una hora antes de lo habitual.

Encontró a Paola sentada a la mesa del estudio con lo que parecía un manuscrito delante. Dio un beso en la mejilla que ella le presentaba y dijo:

—Vianello me ha dicho que te pregunte si has leído el suplemento que hoy venía con el
Gazzetino.

Ella lo miró con extrañeza, pero sólo un momento, porque apartó el manuscrito hacia un lado y lo sustituyó por un montón de papeles y revistas que tenía en el suelo.

—Típico de él preguntar eso —dijo con una sonrisa, empezando a revolver.

—¿Qué es?

Ella siguió buscando hasta que sacó un cuadernillo que exhibió triunfalmente.

—Porto Marghera
—leyó en voz alta—.
Situazione e Prospettive.
—Lo levantó para que él pudiera leer la portada—. ¿Tú dirías que es una coincidencia que repartan esto con el periódico mientras se celebra el juicio?

—Es que ese juicio durará una eternidad —objetó Brunetti.

El juicio contra el complejo petroquímico, por contaminación del suelo, el aire y la laguna, había empezado hacía años, eso lo sabían todos los habitantes del Veneto, como también sabían que duraría muchos años más o, como mínimo, hasta que expirara el estatuto de limitaciones y su espíritu fuera a parar al limbo de los casos prescritos.

—Deja que te lea una cosa, y ya me dirás si es simple coincidencia. —Dio la vuelta al suplemento y buscó en la contraportada—. Al final, los autores dan las gracias a las personas que han colaborado en la elaboración del suplemento, publicado con el propósito de informar a la población del Veneto del peligro medioambiental que supone la existencia de semejante complejo industrial en su patio trasero. —Miró a Brunetti para cerciorarse de que él estaba atento a sus palabras y prosiguió—: ¿Y a quién dan las gracias por su colaboración? —preguntó ella, deslizando el dedo, innecesariamente, supuso él, hasta el pie de la última página—. A las autoridades de la zona industrial.

Como Brunetti no decía nada, ella arrojó el suplemento sobre la mesa y dijo:

—Venga, Guido, no me dirás que no es increíble. Es alucinante. Preparan un documento sobre ese complejo industrial que está a tres kilómetros de nosotros, que es un coladero de detritos y, probablemente, contiene toxinas y venenos suficientes para eliminar a todo el Noreste, ¿y a quién piden información sobre el peligro que pueden suponer esas sustancias si no a las mismas autoridades que dirigen el complejo? —Se echó a reír, pero Brunetti no la imitó.

Ella lo contempló un momento con el gesto de falsa seriedad de una presentadora de televisión que trata de provocar una respuesta con una exhibición de viva curiosidad. En vista de que él callaba, dijo:

—Imagina que la próxima vez que Patta quiera una estadística sobre delitos la encarga al
capo
de la mafia local o de la mafia china. —Levantó el suplemento sobre su cabeza y dijo—: Estamos todos locos, Guido.

Brunetti permanecía sentado en el sofá, callado pero atento.

—Voy a leerte otra cosa, sólo una —dijo ella abriendo el cuadernillo.

Pasó varias hojas hacia delante y luego hacia atrás.

—Aquí está —dijo—. Escucha: «Qué hacer en caso de emergencia.» —Se subió las gafas, se acercó un poco el suplemento y siguió leyendo—: «Permanezca en su casa, cierre las ventanas, cierre la llave de paso del gas, no utilice el teléfono, escuche la radio, no salga por ningún motivo.» —Lo miró y añadió—: Lo único que falta es que nos digan que no respiremos. —Dejó caer el suplemento—. Y vivimos a menos de tres kilómetros de eso, Guido.

—Hace años que lo sabes —dijo Brunetti, hundiéndose un poco más en el sofá.

—Sí, lo sé —concedió ella—. Pero no tenía esto —dijo levantando otra vez el cuadernillo y abriéndolo por la última página—. No tenía la información de que todos los años pasan por ahí treinta y seis millones de toneladas de «materias». No tengo idea de cuánto son treinta y seis millones de toneladas, y tampoco nos dicen de qué son esos treinta y seis millones de toneladas, pero imagino que, en caso de incendio, haría falta mucho menos para… —dejó la frase sin terminar.

—¿Qué te hace pensar que pueda ocurrir algo así? —preguntó él.

—Que hoy me he pasado hora y media tratando de dar a la compañía del teléfono la nueva fecha de caducidad de mi tarjeta de crédito —respondió ella con irritación.

—¿Y eso qué tiene que ver? —inquirió Brunetti con augusta serenidad.

—Me enviaron una carta por la que me comunicaban que la tarjeta había caducado y me pedían que marcara su número gratuito. Así lo hice y me recitaron su menú de amables sugerencias: pulse uno para esto, dos para lo otro y tres si desea contratar un servicio. Aquí se cortaba la comunicación. Y así, seis veces.

—¿Por qué has probado seis veces?

—¿Qué otra cosa se puede hacer? Incluso para decirles que quiero cancelar el servicio y que manden el recibo al banco tengo que hablar con ellos.

—¿Y cuándo piensas explicarme qué tiene eso que ver con Marghera? —preguntó él, que acababa de darse cuenta de lo muy cansado que estaba y lo poco que deseaba mantener esta conversación.

Ella se quitó las gafas, para verlo mejor, o para taladrarlo mejor con su mirada de basilisco.

—Porque en uno y otro sitio trabaja la misma clase de gente, Guido. Son los que hacen los programas y controlan los sistemas de seguridad. Al fin, el ser humano con el que conseguí hablar me dijo que debía enviar la fecha de caducidad de la tarjeta a un número de fax, porque el sistema no le permitía admitir la información por teléfono.

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