Velo de traiciones (2 page)

Read Velo de traiciones Online

Authors: James Luceno

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Velo de traiciones
2.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

Repartidos por los tres hangares había autómatas de seguridad con rifles de combate BlasTech modificados, algunos con puntas de dispersión. Y aunque los androides de trabajo solían ser del modelo PK, con cuello tino y cuerpo hueco en aspa, del modelo GNK, con cuerpo cuadrado, o hasta modelos elevadores de carga binarios de pies planos, los androides de seguridad parecían inspirarse en la estructura ósea de las diferentes formas de vida bípedas de la galaxia.

El androide de seguridad carecía de la cabeza redondeada y la musculatura de aleación de su primo cercano, el androide de protocolo, teniendo a su vez una cabeza estrecha y semicilíndrica, cuya forma ahusada culminaba por delante en un procesador vocal, curvándose hacia abajo por el otro extremo, sobre un cuello rígido e inclinado hacia atrás. Pero su rasgo más distintivo era la mochila propulsora y la antena retráctil que brotaba de ella.

La mayoría de los androides que componían la fuerza de seguridad del
Ganancias
eran simples apéndices del ordenador central del carguero, y sólo unos pocos estaban dotados de cierta medida de inteligencia. La frente y el peto de esos enjutos comandantes estaban emblasonados con marcas amarillas similares a los galones militares, aunque más para poder ser identificados por el personal de carne y hueso al que debían responder que de cara a los demás androides.

OLR-4 era uno de esos comandantes.

Estaba estacionado en la zona dos del hangar del brazo de estribor de la nave, a medio camino de los mamparos que definían el inmenso espacio, sujetando con ambas manos el rifle láser que llevaba cruzado sobre el pecho. Era consciente de la actividad que le rodeaba, del río de vainas de carga que se dirigían hacia la zona tres, del ruido de las demás vainas parándose en la cubierta, de los incesantes chirridos y chasquidos de las máquinas en movimiento, pero era consciente de todo ello de una forma muy vaga, pues el ordenador central le había encomendado la tarea de que estuviese atento a todo aquello que se saliera de lo corriente, a cualquier cosa que estuviera al margen de los parámetros de funcionamiento definidos por el propio ordenador.

El sonoro golpe que hizo una vaina de carga al aparcar estaba dentro de esos parámetros, teniendo en cuenta el tamaño del vehículo. Como lo estaban los sonidos que brotaban del interior de la vaina, producidos por el desplazamiento de la carga de su interior. No podía decirse lo mismo del siseo de las válvulas al liberar presión o de los chasquidos y estridencias metálicas que precedieron a la lenta abertura de su escotilla delantera inusualmente grande.

La alargada cabeza de OLR-4 pivotó y sus oblicuos sensores ópticos se clavaron en la vaina. La imagen captada se transmitió aumentada y definida al ordenador central, que la comparó al instante con un catálogo de imágenes similares.

Encontró varias discrepancias.

Varios androides de seguridad adicionales se desplazaban ya para tomar posiciones alrededor de la vaina sospechosa, mientras los fotorreceptores de OLR-4 escrutaban la escotilla que se abría. El androide comandante plantó sus pies semejantes a botas en posición de combate y aprestó el rifle láser.

La escotilla abierta debía haber mostrado el interior de la vaina, pero en vez de eso reveló lo que parecía ser otra escotilla, cerrada. OLR-4 consiguió identificar la composición de la escotilla interna, pero el pequeño procesador del androide no tenía capacidad para sacar conclusiones de lo que veía. Eso era tarea del ordenador central, que resolvió rápidamente el rompecabezas, aunque no con la suficiente celeridad.

Antes de que OLR-4 pudiera moverse, la escotilla interior se proyectó telescópicamente hacia afuera desde el interior de la vaina, con tal fuerza que arrojó al otro lado del hangar a dos androides de seguridad y a tres obreros. OLR-4 y tres androides más abrieron fuego contra el ariete y la vaina, pero los disparos láser se desviaron al alcanzar su objetivo, rebotando por todo el lugar.

Una pareja de androides saltó hacia la ancha vaina, esperando atacar al ariete por detrás, pero sus esfuerzos fueron en vano. Varios disparos láser se les adelantaron, partiendo en cuatro a uno de ellos y prácticamente desintegrando al otro. Sólo entonces se dio cuenta OLR-4, dentro de su limitada capacidad, de que había enemigos detrás del ariete. Y a juzgar por la precisión de sus disparos, los intrusos eran de carne y hueso.

El comandante androide corrió hacia un costado, mientras las vainas de carga seguían deslizándose en las alturas y cien androides obreros continuaban con sus tareas, ajenos al tiroteo que tenía lugar entre ellos. Disparó de forma continuada mientras localizaba una posición desde la que poder hacer mejor blanco a los intrusos. Los disparos le buscaron mientras se movía, pasando siseantes junto a su cabeza, sus hombros y entre sus piernas.

Dos androides de seguridad perdieron la cabeza delante de él con sendos disparos certeros. Había un tercer androide intacto, pero cayó al suelo, irremediablemente bloqueado por las serpenteantes e indómitas cargas eléctricas de los disparos.

Sus monitores internos le indicaron que se le recalentaba la pistola láser y estaba a punto de gastarse. El ordenador central mantuvo las órdenes emitidas, pese a ser muy consciente de la situación de los androides, así que OLR-4 siguió disparando mientras intentaba maniobrar para situarse detrás del ariete.

A su derecha, otro androide fue alcanzado por un disparo procedente de lo alto de la vaina; su torso voló trazando torpes círculos hacia el fondo del hangar, donde chocó con una vaina de carga que aterrizaba en ese momento. Un androide al que le faltaba una pierna seguía disparando mientras saltaba, hasta que le arrancaron la pierna sana y cayó al suelo, resbalando por la cubierta del hangar, con chispas saltando de su barbilla vocalizadora.

OLR-4 se movió a izquierda y derecha, esquivando los disparos, y ya casi había llegado a la vaina cuando un disparo le alcanzó en el hombro izquierdo, haciéndole girar en un círculo completo. Se tambaleó, pero consiguió mantenerse erguido, hasta que un segundo rayo le golpeó en el otro hombro. Volvió a airar y cayó de espaldas, quedando sus piernas enganchadas bajo la vaina. Alzó la mirada y consiguió un primer atisbo de la fuerza armada que se había infiltrado en el carguero: alrededor de una docena de bípedos de carne y hueso, embutidos en trajes miméticos y negras armaduras corporales, con el rostro oculto tras máscaras respiradoras cuyos recicladores de oxígeno asemejaban colmillos.

Los fotorreceptores de OLR-4 se centraron en un humano cuyo largo cabello negro caía en espesos rizos sobre sus anchos hombros. Los servomotores de la mano derecha del androide se cerraron sobre la barra disparadora de la pistola láser, pero la única reacción que obtuvo de la fatigada y recalentada arma fue un triste zumbido antes de apagarse y desconectarse.

—Uh… oh —repuso el androide.

Al verlo, el humano de largos cabellos se giró hacia él y disparó.

Los sensores de calor de OLR-4 entraron en rojo y sus sistemas sobrecargados lanzaron un chillido. Los circuitos se fundieron, mientras transmitían una última imagen al ordenador central, antes de desaparecer de la existencia.

El tranquilizador zumbido de las máquinas del puente del
Ganancias
se vio interrumpido por el chirriante tono del escáner. Daultay Dofine cruzó la pasarela del puente para interrogar al androide situado ante el escáner.

—Los monitores de largo alcance informan que un grupo de naves pequeñas se dirigen a toda velocidad hacia nuestra posición —respondió el androide con voz monótona y metálica.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho?

—Los verificadores identifican a las naves como cazas CloakShape, y hay una fragata de clase Tempestad con ellos —añadió el sullustano.

—¿Un ataque? —preguntó Dofine boquiabierto.

—Comandante —entonó el androide—, las naves continúan su avance.

Dofine hizo un gesto brusco hacia la enorme pantalla.

—¡Quiero verlas!

Ya se encaminaba hacia ella cuando se oyó otro pitido preocupante, esta vez proveniente de donde estaba el oficial de sistemas, situado también bajo la pasarela.

—El ordenador central informa de disturbios en la zona dos del hangar de estribor.

—¿Qué clase de disturbios? —le preguntó Dofine al gran.

—Los androides disparan contra una de las vainas de carga.

—¡Esas máquinas sin cerebro! Como estropeen parte del cargamento…

—Los cazas en la pantalla, comandante —informó el sullustano.

—Quizá sólo sea un error —continuó diciendo el gran.

Los rojizos y parpadeantes ojos de Dofine miraron a un alienígena y a otro con preocupación creciente.

—Los cazas cambian de vector. Se dividen en dos grupos —repuso el sullustano, mirando a su superior—. Vuelan con la bandera del Frente de la Nebulosa.

—¡El Frente de la Nebulosa! —exclamó Dofine corriendo hasta la pantalla, alzando luego el grueso y largo dedo índice para señalar el acorazado negro—. Esa nave…

—Es el
Murciélago Halcón
—dijo el sullustano apresuradamente—. La nave del capitán Cohl.

—¡Imposible! Se me informó de que Cohl estaba ayer en Malastare.

El sullustano miró la pantalla, sus papadas le temblaban ligeramente.

—Pues es su nave. Y cuando se ve al
Murciélago Halcón
es señal de que Cohl no anda muy lejos.

—Los cazas se sitúan en formación de ataque —actualizó el androide.

—¡Conectad los sistemas defensivos! —le pidió Dofine al navegante.

—El ordenador central informa de un tiroteo continuado en el hangar de estribor. Ocho androides de seguridad destruidos.

—¿Destruidos?

—Los sistemas defensivos tienen a los cazas en el punto de mira. Hemos levantado los escudos deflectores…

—¡Los cazas disparan!

Una luz intensa explotó tras los miradores rectangulares, haciendo temblar el puente con fuerza suficiente como para derribar a un androide.

—¡Los cañones de turboláser responden!

Dofine llegó a los miradores a tiempo de ver cómo los rayos de luz roja brotaban de las baterías instaladas en el ecuador del carguero.

—¿Dónde están los refuerzos más cercanos?

—A un sistema estelar de distancia —dijo el navegante—. Es el
Adquisidor
. Está mucho mejor armado que el
Ganancias
.

—¡Envíe una llamada de auxilio!

—¿Le parece buena idea, comandante?

Dofine comprendía las implicaciones de ese acto. Ser rescatado era algo que siempre rebajaba. Pero estaba seguro de que, si conseguía proteger el cargamento de la nave, podría sortear esa humillación.

—Limítese a hacer lo que le digo —le dijo al navegante.

—Los cazas se reagrupan para un segundo ataque —informó el sullustano.

—¿Dónde están nuestros cazas? ¿Por qué no salen a su encuentro?

—Usted los hizo volver, comandante —le recordó el navegante. Dofine gesticuló enérgicamente.

—¡Pues que vuelvan a salir, que vuelvan a salir!

—El ordenador central solicita permiso para aislar la zona dos del hangar de estribor.

—¡Que la selle! —escupió el neimoidiano—. ¡Que la selle ya!

Capítulo 2

E
1 grupo de enmascarados que se había infiltrado en el
Ganancias
era tan variopinto como los cazas que les servían de apoyo. Los había tanto humanos como no humanos, machos como hembras, robustos como esbeltos. Salieron de detrás del ariete que les había proporcionado un elemento de sorpresa, protegidos por trajes de camuflaje y armaduras negro mate, vistiendo botas de suela adherente y visores de combate, disparando rifles de asalto modernos y llevando disruptores de campo colgados del hombro.

El puñado de androides de seguridad que todavía permanecía en pie se desplomó contra el suelo, con los miembros extendidos o entrelazados sin remedio.

El humano que había estado a punto de caer a manos de OLR-4 caminó sin miedo hasta el centro del hangar, comprobó las lecturas de su comunicador de muñeca, y se quitó el respirador y los anteojos del rostro.

El tiroteo había dejado un vago regusto en el aire, un olor a ozono y aleación chamuscada.

—Hay atmósfera —le dijo al resto de su banda—. Pero los niveles de oxígeno equivalen a los que encontraríamos a una altitud de cuatrocientos metros. Quitaos las máscaras, pero tenedlas a mano, sobre todo los adictos al t’bac.

El grupo asintió con algunas risas apagadas.

El rostro de complexión oscura del humano seguía siendo una máscara bajo los aparatos: tenía una poblada barba de áspero cabello negro y pequeños tatuajes con forma de diamante le salpicaban la frente de sien a sien. Sus ojos violeta examinaron los daños sin pasión alguna.

No había ningún androide de seguridad a la vista, pero sí restos suyos por toda la cubierta. Androides obreros de diversos tipos seguían conduciendo a sus espacios de amarre a las pocas vainas que quedaban.

Un miembro humano del grupo apartó de una patada el brazo cortado de un androide de seguridad.

—Estas cosas acabarán siendo peligrosas cuando aprendan a pensar como es debido.

—A disparar como es debido —le corrigió el hombre barbudo.

—Eso díselo a Rasper, capitán Cohl —dijo otro, un rodiano de nombre Boiny—. Fue un androide el que mandó a Rasper al otro barrio.

Boiny era un macho de ojos redondos y piel verde, con trompa afilada y una cresta de flexibles espinas amarillas.

—Sería un androide con suerte, y ése un disparo con más suerte aún —comentó una mujer rodiana.

—Eso no significa que tratemos esto como si fuera un ejercicio —advirtió Cohl mirando a todo el mundo—. El ordenador central no tardará en enviar unidades de refuerzo, y aún estamos a un kilómetro de distancia de la centrosfera.

Los infiltrados recorrieron con la mirada el curvado hangar hasta posarla en el mamparo que se veía en la distancia. Sobre ellos había todo un entramado de enormes vigas, grúas, caballetes de mantenimiento y elevadores, entre un laberinto de entrecruzados conductos atmosféricos.

Una hembra humana, la única que había, lanzó un suave silbido.

—Por las estrellas, uno podría esconder aquí toda una fuerza invasora.

La mujer era de complexión tan oscura como Cohl, tenía corta melena castaña y un elegante rostro anguloso. Ni siquiera el traje mimético podía camuflar la belleza de sus proporcionadas formas.

Other books

The Adjusters by Taylor, Andrew
Bye Bye Love by Patricia Burns
A Time to Mend by Sally John
Losing Me, Finding You by C.M. Stunich
The Tanning of America by Steve Stoute
First Light by Sunil Gangopadhyay
Fry Another Day by J. J. Cook