Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos (33 page)

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Authors: Eduardo Inda,Esteban Urreiztieta

Tags: #Ensayo, #Biografía

BOOK: Urdangarin. Un conseguidor en la corte del rey Juan Carlos
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La infanta asentía, si bien era plenamente consciente de que algunos de los negocios de su marido no eran precisamente lo que se dice legales. Pero sí, Iñaki era un chivo expiatorio, se convencía a sí misma. Urdangarin insistía, una y otra vez, en que el escándalo no tenía otro objetivo que dar una patada a su suegro en su trasero y se desmarcaba de cualquier tipo de ilegalidad.

—No me pienso divorciar de Iñaki. Le quiero y es el padre de mis hijos —reiteraba Cristina.

—¿Pero tú te das cuenta del lío en el que te ha metido a ti?

Cristina permanecía en silencio.

—No sé qué decirte para convencerte. Es como si Iñaki te tuviera secuestrada —le llegó a comentar el marido de doña Letizia.

Las Navidades se presentaban amargas y Cristina empezó a sufrir las consecuencias de su irrevocable decisión de permanecer junto a su marido. El 7 de diciembre, la Casa Real emitió un extraño comunicado en el que se deslizaba la posibilidad de limitar la familia real a los reyes, los príncipes y sus hijas. El cabreo de la infanta fue de órdago, pero en lugar de distanciarse de Iñaki, se acercó todavía más a él. La infanta Elena también fumaba en pipa: «¿Qué he hecho yo para que me aparten de la familia real?».

El rey y el príncipe comenzaron a hacer el vacío y solo su madre la apoyó frente al trueno paterno. «No quiere hablar contigo, me dicen siempre que está ocupado», le explicaba doña Sofía cada vez que la infanta le instaba a que le consiguiera una reunión con su padre o, al menos, una conversación telefónica.

La ruptura con el núcleo duro de la familia fue total la noche del 14 de diciembre. El príncipe tenía previsto un acto de presentación en Barcelona de la Fundación Príncipe de Girona, que había sido creada en 2009 para promover la educación de los jóvenes y atender todo tipo de problemas sociales. Estaba acompañado de doña Letizia y el matrimonio tomó asiento junto al presidente de la Generalitat, Artur Mas, el ministro de Educación en funciones, Ángel Gabilondo, y el alcalde de Barcelona, Xavier Trias. Llegó el momento de los discursos y don Felipe subió al atril con sus papeles. Intercaló su alocución en español y en un más que aceptable catalán y comenzó reivindicando el espíritu de la fundación y subrayando la importancia de los jóvenes de cara al futuro.

La Fundación Príncipe de Girona había aprovechado la jornada para condecorar con el galardón Impulsa a la Fundación Balia para la Infancia que, curiosamente, desde el año 2007 tenía en su consejo asesor a Iñaki Urdangarin, que acabaría siendo forzado a dimitir tras el escándalo Nóos. La sombra del duque de Palma empezaba a proyectarse, inquietante, sobre aquel acto.

El príncipe comenzó a abordar el funcionamiento de su fundación y, en un tono deliberadamente imperativo, empezó a resaltar sus cualidades. No lo mencionó expresamente, pero todos los presentes contrapusieron aquella declaración de intenciones con la de la entidad del duque de Palma.

«Esta fundación está basada en el rigor, la seriedad y la coherencia», resaltó, al tiempo que subrayó su «compromiso personal inalterable y sin matices con el servicio al Estado y al conjunto de los españoles».

Era lo que faltaba. La ruptura entre los duques de Palma y el príncipe se visualizaba por primera vez en un acto público y sus palabras eran recogidas por todos los medios como lo que eran, una reprobación elegante pero contundente de la conducta de su cuñado por parte de alguien al que nadie le puede pillar en un renuncio de este tipo. En medio del desaguisado la infanta viajó a Barcelona por motivos de trabajo y en pleno temporal recibió una llamada de su madre.

—Vente a Madrid y preséntate en el despacho de tu padre. Tiene algunos huecos. Si estás aquí, no tendrá más remedio que verte.

Cristina obedeció y la reina dejó que entrara sola. Don Juan Carlos estaba muy serio y la reunión se prolongó indefinidamente. El mensaje del monarca era claro y no admitía réplica:

—Si Iñaki no cambia su actitud, está solo. Y si tú te empeñas en seguirle, allá tú. Te pueden imputar. Te advierto que la cosa pinta mal y de ninguna manera esto debe perjudicar a la corona.

La infanta rompió a llorar desconsoladamente.

—¿Pero no hay nada que hacer?

El rey se puso serio pero edulcoró su tono.

—Ya te he dicho que la cosa pinta mal… Luego está la opinión pública e Iñaki va a tener que sentarse en el banquillo, a no ser que ese socio suyo diga que todo era responsabilidad suya. Y tú estás en sus manos…

Cristina bajó la cabeza y asintió.

—Otra cosa. Sería conveniente que te separaras. También por los niños. Pero espera a que amaine la tormenta porque ahora sería un escándalo.

No se dijeron mucho más. Cristina salió destrozada y cogió un avión de vuelta a Washington. Durante el trayecto meditó sobre la conversación mantenida con su padre.

«¿Y si me imputan a mí?», caviló.

Pensó en sus hijos, que aún son pequeños pero ya saben lo que pasa. Juan, el mayor, ya estaba al corriente del escándalo y les había preguntado al escuchar el revuelo en casa y los múltiples comentarios. Cristina sufría por ellos, le preocupaba sobre todo él, e imaginaba las burlas de las que podrían ser objeto en un patio de colegio español. La vuelta a Bethesda fue terrible. Iñaki la miró esperanzado, pero fue en vano. Se percató al instante de que había ido mal y se le volvió a venir el mundo encima.

Por si fuera poco, un reportaje publicado por la revista
Interviú
complicó todavía más las cosas. Se aludía en él a una espectacular rusa que había visitado en multitud de ocasiones a su marido en Barcelona. Las maledicencias de antaño volvieron a anidar en el corazón de la infanta Cristina. La publicación también revelaba que el CNI había seguido a la joven porque sospechaba que era espía. Era evidente que el centro de inteligencia había sido el que había filtrado la historia, y es conocida su cercanía con la Casa Real. La pareja pensó al instante que era una trama urdida para enfrentarles. Era ya el colmo. Atribuyeron aquello a una venganza de La Zarzuela por su férrea determinación de no separarse, pero el ataque contribuyó a unirles todavía más.

—Nos quieren separar y no lo pienso consentir —zanjó la hija del rey, que se fundió en un abrazo con su marido y cruzó los dedos pensando en el incierto futuro que les aguardaba.

Capítulo 17

El discurso del rey.

La ejemplaridad urdangarinesca.

El silencio de Urdangarin se empezó a tornar insoportable. La sociedad española esperaba un pronunciamiento inminente del duque de Palma en el que entonase un mea culpa. A nadie le cabía ya la más mínima duda de que, independientemente de la consideración penal de los hechos, la conducta del duque de Palma era impropia de su privilegiada posición. La callada por respuesta se transformaba, además, en una condena anticipada. Si no era capaz de decir nada, es que lo había hecho mal, que se había quedado sin argumentos y que no tenía defensa alguna.

El juez Castro y el fiscal Horrach tenían ya decidido qué harían con el yerno del rey. Habían mantenido infinidad de reuniones y habían coincidido en que la citación del duque de Palma en calidad de imputado era «inevitable» a la vista de las pruebas acumuladas contra él. El representante de Anticorrupción en Baleares había evacuado las preceptivas consultas con su superior jerárquico, el fiscal jefe anticorrupción, Carlos Salinas, que le había dado el visto bueno para continuar adelante. No había, por tanto, cortapisa jurídica alguna para actuar en consecuencia. Aunque solo fuera por concederle su derecho a defenderse en el procedimiento, Urdangarin iba a tener que comparecer en el Juzgado de Instrucción número 3 de Palma. No lo podía hacer en calidad de testigo porque las pruebas incriminatorias contra él eran muy contundentes. La única posibilidad legal para no generarle indefensión era que compareciese como inculpado acompañado de un abogado.

Aun con todas las evidencias que vertebraban el procedimiento, que yacían sobre la mesa de la ciudadanía española en forma de informaciones periodísticas, seguía siendo una incógnita si el magistrado iba a tener suficientes arrestos para dar ese paso decisivo que no contaba con precedente alguno. Seguía imperando, todavía a esas alturas, la convicción de que cualquier irregularidad la iba a tener que asumir Diego Torres y de que Urdangarin, y por supuesto la infanta Cristina, saldrían indemnes, de que siquiera metafóricamente, la inmunidad real se extendería de facto al resto de la familia.

En España no habría ningún juez capaz de adoptar semejante decisión. El instructor y el fiscal no soltaban prenda de sus futuros movimientos y solo deslizaban en los corrillos judiciales la idea de que, dieran el paso que dieran, este sería inminente. El suspense se acrecentaba y cundió la sensación de que algo iba a ocurrir de un momento a otro.

El yerno del rey se aisló y solo hablaba con su entorno más próximo, al que reiteraba que no estaba dispuesto a realizar un acto de contrición público. Una imagen vale más que mil palabras y la fotografía publicada por el suplemento «La Otra Crónica» de
El Mundo
el sábado 10 de diciembre era suficientemente elocuente. La instantánea tenía una enorme fuerza dramática. El duque aparecía, en primer plano, en medio de una penumbra siniestra, alumbrado tibiamente por la cálida luz del porche de su casa en Washington. Estaba a la intemperie, colgado al teléfono y aguantando estoicamente el invierno americano en mangas de camisa. Había cerrado la puerta principal para que no le escuchase su familia. No quería dar pistas de lo que estaba ocurriendo a sus hijos y quería contar con otras opiniones antes de consensuar su posición definitiva con su mujer. En cualquier caso lo que iba a hacer solo lo sabía él y lo iba a decidir él.

La Zarzuela le exigió que diera un contundente paso al frente: «Pide perdón». Que asumiera personalmente el coste que el escándalo estaba ocasionando a la imagen de la Casa Real y que dejase al margen a la infanta Cristina. En palacio estaban convencidos de que, pese a las reticencias iniciales del duque de Palma, lo acabaría haciendo. La presión era intensa y constante. Se sucedían las llamadas desde La Zarzuela para que deshojara la margarita cuanto antes y que lo hiciera en el sentido indicado. Su posición rebelde era concebida ya como un acto de desobediencia en toda regla.

Pero Urdangarin seguía, erre que erre, en su posición inamovible. «Yo no he hecho nada malo ni tengo de qué arrepentirme», insistía. «Si hay alguna irregularidad habrá sido cosa del sinvergüenza de mi socio. No sé nada de facturas falsas ni de evasión de capitales ni me he apoderado de dinero público», añadía negando la evidencia.

Madrid y Barcelona habían aparcado por un momento la atención en torno al duque de Palma y se preparaban ya para el primer clásico de la Liga en el Bernabéu. Si enigmática era la postura que adoptaría el yerno del rey, más lo iba a ser la cara que iba a mostrar aquella noche del 11 de diciembre el Real Madrid de José Mourinho frente al imbatible Barça de Pep Guardiola. Los merengues llegaban líderes con 37 puntos en 15 jornadas y con una ventaja de 3 puntos y un partido menos sobre su eterno rival. El colegiado Fernández Borbalán dio el pitido inicial. Comenzó el partido y, con él, una lluvia intensa. El estadio tardó apenas 23 segundos en emitir el rugido de «¡gooool!» al aprovechar Benzema un fallo del portero Víctor Valdés y firmar el gol más rápido en la historia de los clásicos. Con el paso de los minutos los blancos acabarían siendo tumbados por la superioridad de los barcelonistas, que remontaron con goles de Alexis, Xavi y Cesc. Solo un elemento externo había perturbado la emoción del partido antes de comenzar. Urdangarin, al fin, había roto su silencio con un comunicado. Era una de las noticias más esperadas de los últimos meses.

En las gradas del estadio de Concha Espina se manoseaban los móviles en el palco presidencial en busca del contenido exacto de sus palabras y minutos antes de que rodara el balón no se hablaba de otra cosa. La Casa Real le había obligado a hablar y se había puesto punto y final al suspense.

El jefe de la Casa del Rey, Rafael Spottorno, cogió el toro por los cuernos y redactó, de su puño y letra, un comunicado que debía leer el marido de la infanta Cristina. Rezaba textualmente que pedía públicamente perdón «por el grave e irreparable daño» que había ocasionado a la institución a la que pertenecía. Era muy escueto y se centraba en asumir personalmente la culpa de cuanto estaba ocurriendo. Era un pliego de disculpas en el que se dejaba completamente al margen a la Casa Real de las actividades llevadas a cabo por el Instituto Nóos y con el que el gigantesco duque de Palma hincaba la rodilla ante la diosa Justicia. Era un cortafuegos para que las llamas que aguardaban en la entrada del muy arbolado complejo de La Zarzuela no penetrasen en él.

—Me niego a leer esto, no estoy dispuesto a pedir perdón porque soy inocente —insistió a Spottorno un Urdangarin que seguía instrucciones de Mario Pascual Vives, dejándole compuesto y con su comunicado en la mano.

Junto a la lectura de estas palabras, se le apuntó la necesidad de consignar el dinero en el juzgado. La cantidad debía corresponder con la que se había desviado a sus empresas desde el Instituto Nóos. Sería un gesto a su favor y un golpe de efecto mediático que, además, se convertiría en un atenuante en el procedimiento judicial. Pero Urdangarin no quería oír hablar de devolver los fondos porque eso era tanto como «declararse culpable». «Ni hablar», se limitaba a contestar a las insinuaciones en este sentido.

Entre discusión y discusión el escrito de Spottorno se varió levemente y se eliminó la palabra «irreparable», porque tampoco era cuestión de asumir, ya a las primeras de cambio, que los daños no tenían reparación alguna. Se mantuvo, eso sí, la palabra «grave».

Con este comunicado la Zarzuela hizo suya la tesis esgrimida por el antiguo jefe de la Casa del Rey y ahora consejero de Telefónica, Fernando Almansa. El rey recurrió al que fue durante casi una década su hombre de máxima confianza para sortear la crisis. El vizconde de Almansa, un
Deusto
amigo de Mario Conde, llegó con Rafael Spottorno de segundo a la jefatura de la Casa del Rey en plena agonía de don Juan. Vivió al lado del monarca la desaparición de la generación del exilio, la polémica salida de la biografía del rey escrita por José Luis de Vilallonga, el accidente cerebro-vascular de Jaime de Marichalar, el romance del príncipe con Eva Sannum y acontecimientos como el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco a manos de la banda terrorista ETA. Pero también las bodas de las infantas y los nacimientos y bautizos de los primeros nietos de los reyes.

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