—No fucking way
.
[56]
Nos largamos. Había pensado en Krabi o Phuket. Tengo algunas ideas, ¿sabes?
Cuarenta minutos más tarde: Jorge había ayudado a Mahmud a hacer las maletas. Parecía que el tío coleccionaba cremas solares, copias de DVD y pajitas para la farla. Pero Jorge quería llevar o tirar todo. No quería dejar rastros innecesarios.
Mahmud no quería abandonar a los chavales. Jorge le convenció como buenamente pudo. Aseguraba. Prometía.
—Es bueno que estemos separados una temporada —garantizó—. No hay más que broncas con Babak todo el rato. Pueden venir cuando nos hayamos establecido.
Llevaron sus maletas a la recepción del hotel de al lado. Reservaron un microbús rumbo al sur. Saldría en dos horas. Después volvieron a Queen Hotel para pagar la cuenta.
Eran las doce menos cuarto.
—Tío, echaré en falta los coños del techo —dijo Mahmud.
Caminaron hacia sus vespas. Había que devolverlas y pagarlas.
De nuevo: Jorge no quería problemas.
Se subió a la vespa y arrancó.
Mahmud hizo lo propio.
Salieron a la vía principal.
El mar a la izquierda. El aire transparente. Jorge pensó: Mahmud no se habrá levantado tan temprano desde que vinimos aquí.
Las vespas levantaban polvo.
Entonces: neumáticos que chillaban.
Gente que gritaba a su alrededor.
Una gran ranchera, una Toyota Hilux, que iba demasiado rápido.
Iba hacia Mahmud.
Iba a por el árabe.
Mahmud trató de esquivarla. Se subió a la acera.
La Toyota le persiguió.
La gente se tiró al suelo.
Jorge no sabía qué hacer.
Aceleró, trató de no perderles de vista. Seguirles.
El coche dio un golpe en la parte trasera de la vespa de Mahmud. La vespa se tambaleó. Jorge le gritó que tratase de bajar a la playa.
La vespa volvió a tambalearse.
La gente corría para escapar.
La gigantesca Toyota aceleró.
Volvió a embestirlo. Golpeó la vespa con toda su fuerza.
Jorge vio a Mahmud: fotograma por fotograma.
El colega cruzó el aire como una pelota de playa.
Un arco pronunciado.
El mar de fondo.
Mahmud aterrizó siete metros más adelante.
Todo se volvió negro.
H
ägerström estaba esperando a JW en su coche. Ya llevaba allí una hora.
No era la primera vez. JW le había llamado varias veces desde la paliza que había ocurrido después de la fiesta para preguntarle si podía llevarle en su coche por la ciudad.
A JW le habían retirado el carné cuando fue condenado por delito grave de tráfico de drogas. Y en el trullo no había posibilidad de sacarse uno nuevo. Eso le pasaba siempre a la gente que acababa de salir de la cárcel: no solo tenías que volver a habituarte a la sociedad después de años en una penitenciaría; a menudo carecías de vivienda, estabas endeudado con el Servicio de Ejecución Judicial y no tenías carné. Además, no tenías precisamente un contacto demasiado bueno con amigos honestos y con tu familia después de los años que habían pasado. A eso había que añadir las dificultades a la hora de buscar trabajo. Cada vez más empresarios de Suecia exigían ver tu expediente. No es que volvieras a empezar de cero. Empezabas en números muy negativos.
JW juraba que se sacaría un nuevo carné en menos de tres meses. Pero hasta entonces había un problema. Se negaba a ir en metro. «No es apropiado para una persona como yo», fue lo que dijo cuando Hägerström propuso que se comprara una tarjeta de SL. Hägerström reconocía el argumento. Su padre no había cogido el metro ni una sola vez en su vida. La vía de los sociatas no era para él, tal y como solía decir.
Así que Hägerström llevaba a JW en su coche cuando hacía falta. A menudo iba a las oficinas de MB Redovisningskonsult AB, al gimnasio, a diferentes restaurantes. A veces JW le pedía que esperase y a veces que se quedase sin más delante de su portal para procurar que la gente no invitada no se tomara la molestia de acercarse. Después, JW le pasaba uno o dos billetes de quinientas.
Fue la continuación de su relación. Una continuación de la infiltración.
Y Hägerström tenía unos objetivos claros: recoger pruebas sólidas de lo que JW estaba haciendo.
Se aburría en el coche. Estaba pensando. Recordando. Hojeaba el álbum de su propia historia.
Había comenzado a estudiar en la Academia de Policía cuando tenía veintiún años. Fue un tiempo extraño. Pruebas ultramasculinas, chistes sobre maricones en los vestuarios, colegas que llegaba a conocer muy bien. Hizo lo que siempre había soñado: convertirse en policía. Mientras tanto, otro sueño secreto también se cumplió.
Después de la fiesta de verano para celebrar el final del primer semestre en la academia, se subió al autobús de noche para volver a casa. Estaba tan borracho que apenas conseguía sacar el dinero del bolsillo para pagar el billete. Normalmente siempre iba en taxi, pero por alguna razón quiso viajar en autobús. Eran las cuatro y media de la mañana. El autobús estaba casi vacío. Delante del todo había tres tías muertas de risa con sus blancos gorros de graduación manchados de vino. Eso era todo.
Se sentó en el fondo del autobús. Estaba a punto de quedarse dormido. Las tías se bajaron en la siguiente parada y se subió un tío. Solo quedaba Hägerström en el autobús. Había más de cuarenta asientos libres y, aun así, el tío se sentó a su lado. Era una provocación. O, si no —Hägerström solía ver en las caras de los tíos si pensaban lo mismo que él—, una proposición.
El tío puso una pierna sobre la otra. Llevaba una parka y vaqueros ajustados. Hägerström se apoyó contra la ventanilla. Fingió dormir. Ya tenía el cuerpo totalmente tenso. Casi se sentía sobrio.
Tuvo la sensación de que el tío acercaba la pierna a la suya.
No había tenido tiempo de echar un vistazo al tío antes de que se sentara, pero eso tenía que ser una señal muy clara.
¿Se atrevería a hacer lo que quería?
La pierna del tío contra la suya. Estaba sudando.
Hägerström deslizó la mano, como si cayera, junto a su pierna.
Rozó la mano del tío.
Se tocaron las puntas de los dedos. Se cogieron las manos.
El tío se inclinó hacia delante y besó a Hägerström.
Fue la primera vez que sus labios rozaron la boca de otro hombre.
Salieron dos paradas más adelante. Fueron a casa de Hägerström.
Cuando se despertó al día siguiente, el tío había desaparecido. Hägerström nunca supo cómo se llamaba. Pero nunca olvidó aquel beso en el autobús.
Vio a JW por el espejo lateral. Tenía un caminar de gallito. Al tío le encantaba el Jaguar de Hägerström. Hägerström se fijó en otros dos hombres que también salían de Riche, el restaurante donde JW acababa de almorzar. Tomó notas mentales sobre el aspecto de las personas.
JW se puso en el asiento del copiloto.
—¿Podrías llevarme a la oficina de Bladman? —dijo.
Hägerström arrancó el motor.
—Por supuesto.
Condujo por la calle Hamngatan hacia el oeste, pasando la plaza Norrmalmstorg. Los grandes bancos y bufetes de abogados de la zona. Pensó que ya debería ser la hora de dar el golpe. Efectuar registros en los locales de Mischa Bladman y en casa de JW. Pero Torsfjäll quería esperar. Estaba seguro.
—Tienen otro lugar donde guardan los documentos, o son idiotas. Tienes que encontrar ese sitio. Necesitamos más pruebas. Tienes que enterarte de dónde guardan el material.
Pero hasta ahora no había dejado a JW en ningún sitio de esos. JW parecía estar tranquilo.
Abrió la boca.
—Hägerström, tú conoces a mucha gente con pasta. ¿Sabes cuál es la manera más fácil de blanquear dinero?
Hägerström prestó atención. Esto podría ser interesante.
—No.
—Ve a las carreras de caballos o al casino. Busca a alguien que acabe de ganar dinero. A todo aquel que gana le dan un recibo, un tique. Normalmente pagas entre el ciento diez y el ciento veinte por ciento del valor del tique. Es un Estado guay el que te da recibos por ganancias del juego. Si tienes problemas con la policía o con Hacienda, no haces más que enseñarles el tique. Allí pone claramente de dónde viene el dinero.
—Qué listo. ¿Conoces a alguien que lo ha hecho en la vida real?
—Tal vez, pero es algo que se hacía más antes. Yo opino que hay que jugar en otra liga. Con todo lo que te roba el Estado, me parece de justicia que los ciudadanos recuperen algo. ¿O no?
—Estoy de acuerdo.
—En las carreras de caballos y en el casino solo puedes apostar calderilla. Si alguien estuviera interesado en ello, hay otros planteamientos sencillos que son mejores.
—¿Como por ejemplo?
—Procuras meter tu dinero en diferentes cuentas, pero en cantidades suficientemente pequeñas como para no activar los sistemas de alerta de los bancos. Después transfieres el dinero a una empresa con una cuenta extranjera en algún país con discreción bancaria. Luego dejas que la empresa extranjera te preste dinero a ti, aquí en Suecia. Es perfecto, sobre el papel no tienes ingresos; es solo un préstamo. Y lo mejor de todo es que en Suecia puedes desgravar los intereses que estás pagando a tu propia empresa extranjera, ¿qué bonito, verdad?
—Ingenioso, pero ¿sabes de alguien que haya hecho
eso
en la vida real?
—Tal vez, pero, a pesar de todo, no recomendaría el lío de andar con un montón de cuentas y hacer todos esos pequeños ingresos.
—¿Y entonces qué hay que hacer?
—Hay que tener contactos en el mundo de los bancos o de las oficinas de cambio de divisas. ¿Entiendes? Contactos.
Hägerström pensó: «Esto podría ser lo que llevaba esperando». Ahora JW tal vez se soltaba de verdad.
—Así es, sin contactos no haces nada —dijo Hägerström—. Si te interesa, yo podría presentarte a gente cuando surja la ocasión.
—Sería maravilloso.
—Pero, dime, ¿cómo has aprendido todo esto?
—Bah, aprender. Ya sabes, tenía algo de dinero ahorrado cuando estaba en chirona. He trabajado con mi propio dinero. Empecé a pequeña escala. No quería exponerme a broncas allí dentro, como aquel negrata que me atacó en Salberga, ya te acordarás. Así que, cuando un tío me preguntó si podía ayudarle con una cosa, le dije que sí, a cambio de un poco de protección. Tenía algunos cientos de miles de coronas. Y nunca pregunto de dónde viene, en mi opinión es asunto de cada cual lo que haga o deje de hacer con su dinero.
Hägerström asintió con la cabeza.
—El tío quería que la novia y el crío pudieran comprarse un piso. Perfectamente comprensible, solo quería ayudarles. Pero no se suelen comprar inmuebles en efectivo porque la gente comenzaría a hacer preguntas. Así que montamos el numerito que te acabo de comentar. Hablé con un colega que acababa de salir, le pedí que acompañara a la novia y le ayudara a abrir cuentas en cuatro bancos distintos. Estas cuentas estaban vinculadas a una sola cuenta que ya estaba siendo controlada desde antes en la isla de Man. Durante unos meses, ella ingresaba cuatrocientas mil coronas en cada cuenta, pero no hacía ingresos superiores a veinte mil cada vez. Al cabo de cuatro meses, estaba toda la pasta en la cuenta de la isla de Man y pudo comprarse un pequeño piso de tres habitaciones en Sundbyberg.
Hägerström aplaudió en silencio.
—Pero hoy en día una cosa como esa sería aún más fácil —dijo JW—. Como te dije: es una cuestión de tener los contactos más adecuados. Las oficinas de cambio de divisas es lo mejor que Dios ha creado.
—Bravo. —Esperaba que JW siguiera hablando.
JW esbozó una sonrisa torcida.
—No necesitas más detalles. Pero diles a tus conocidos que nadie sabe hacer estas cosas como yo. Y, más importante todavía, tengo todos los contactos que hagan falta.
A
taques contra las finanzas de Natalie, los bienes de la testamentaría. Ella tenía que enterarse de cómo los bienes de Serbia se habían esfumado. Tenía que ocuparse del asunto del dinero en efectivo en Suiza. La solución se llamaba Mischa Bladman, o su compinche, JW. Eran ellos los que habían planificado la economía de su padre en el extranjero.
A esto había que añadir el hecho de que Thomas hubiera visto cómo Stefanovic había quedado con ese JW justo después de haber estado con el putero Svelander; JW estaba metido de alguna otra manera. Quería saber más. Tenía que quedar con JW.
Natalie habló con Bladman; él no le quiso decir gran cosa.
—Conozco a JW, llevamos algunos asuntillos juntos. No puedo decirte nada más sobre él. No tiene nada que ver con esto.
Natalie sabía que mentía, pero a la vez no podía presionar demasiado a Bladman; poseía información de vital importancia.
—JW: él es la versión sueca de Bernard Madoff —dijo Göran.
—¿Crees que está con Stefanovic? —preguntó Natalie.
—No lo sé. Este tío va por libre.
Ella le pidió que encontrase a JW. Göran prometió que echaría mano de sus contactos.
Algunos días después la volvió a llamar.
—Ya he hablado con ese tío. O, mejor dicho, envié a uno de mis chicos. Le expliqué a JW que no aceptamos que los negocios o estrategias financieras iniciados por el
Kum
no sean transferidos a nosotros. Pero no pareció que me hiciera demasiado caso. Creo que deberías ir a hablar con él personalmente.
Quedaron en el Teatergrillen unos días después.
A ella le gustó la elección del restaurante. El Teatergrillen: un ambiente internacional. Clase global. El lujo bien presentado.
Había detalles de temática dramática por todas partes: cuadros abstractos, arlequines, antifaces de mascaradas con narices largas, capas y cortinas con aspecto de telón. Biombos redondos dispuestos en semicírculos alrededor de la mesa. Paredes de piedra clara. Apliques en forma de máscaras de teatro, moqueta roja, fondo de techo rojo, butacas rojas; todo en plan rojo. Pero los manteles de las mesas eran blancos. Discreción de la manera adecuada. Detrás de los asientos había tabiques que protegían de miradas indiscretas. Se veían otros comensales en el restaurante, pero no se podía oír todo lo que decían.
JW ya estaba en el reservado, esperando su llegada. Se levantó. Le estrechó la mano. La miró a los ojos. Ella sonrió. Él no.
Él llevaba unos pantalones de franela gris oscuro con rayas, americana de doble botonadura y camisa azul claro con gemelos azules adornados con una corona real dorada. Llevaba el pelo repeinado, como si acabara de salir de la ducha.