F
aroles de colores colgaban de los árboles. El ritmo de una canción de Usher de fondo.
Tom había vuelto de los casinos de Bangkok. Naturalmente, le había ido fatal: después de diez días estaba desinfectado y despachado, listo para mendigar. Tuvo que volver a Pattaya en microbús; Jorge tuvo que reservarlo y pagarlo.
De todos modos, Jorge estaba contento de que Tompa hubiera vuelto. Lehtimäki era el único que no estaba cabreado.
—He conocido a un tío que me va a enseñar a hacer trampas con los dados. Es un negocio mayúsculo por aquí. Me refiero a lo de los dados —dijo Tom, tirando unos dados invisibles sobre la mesa.
Jorge se tronchaba.
—Lehtimäki, eres un personaje. Nunca te rindes, ¿eh?
—Apuesto cuatro veces el dinero a que tendré éxito haciendo trampas con los dados —dijo Tom.
—Apuesto ocho veces el dinero a que te engañarán a ti —dijo Jorge.
Babak —que por una vez estaba despierto— se entrometió.
—Claro que sí, Jorge, parece que controlas eso de engañar a la gente.
Silencio alrededor de la mesa. En ese momento no sonaba la música del sistema de altavoces. Solo el ruido de las olas que se rompían en la playa. Empapando la arena, igual que el mal ambiente.
Jorge lo sabía: las mismas imágenes en la cabeza de todos. Los subnormaletines rotos sobre el suelo del piso. Junto a ellos, apilados en montones: menos de dos tristes kilos y medio. Después del reparto: se sentirían la hostia de pobres. Y eso que no conocían el significado completo de lo que Babak quería decir con «engañar a la gente».
El mal rollo había empezado ya en el piso. Javier se quejó. Robert se limitó a sentarse tapándose la cara con las manos. Jimmy comenzó a lloriquear. A Babak se le fue la olla en serio: la tomó con Mahmud. Insistía en una parte más grande para él. El riesgo que había asumido. Que nunca lo habrían conseguido sin el Range Rover.
El único que no había abierto la boca era el hombre del Finlandés. No hizo más que embolsarse la parte del Finlandés. Metió la pasta en dos bolsas. Tal vez comprendiera que nadie, ni siquiera el contacto de dentro, podría haber sabido cuántos maletines o cuánta pasta iba a haber. Que ahora lo único que había que hacer era lamerse las heridas y preparar el siguiente golpe.
Cuando el tipo se hubo marchado: las broncas comenzaron de nuevo, pero esta vez en serio. Estuvieron a punto de llegar a las manos. A Babak se le fue la pinza más todavía. Comenzó a empujar a Mahmud y a Jorge. Tom y Robert tuvieron que sujetarlo. Todos cabreados. Todos gritando. Todos quejándose del reparto.
Jorge se mantuvo totalmente tranquilo; tenía taaanto miedo de que Babak dijera algo sobre los maletines que él había hecho desaparecer.
Tampoco servía de nada que Jorge prometiera pagarles los viajes al extranjero. Ni que dijera que hablaría con el Finlandés sobre eso. Al final: Jorge redujo una parte de sus propios beneficios; regaló treinta billetes más a cada uno.
Y ahora, aquí en Tailandia: Babak venga a vacilar otra vez. Había estado a punto de darle cuatro hostias bien dadas al menos diez veces desde que llegaron a Pattaya. Pero Jorge no quería todavía demasiadas broncas con Babak.
Babak no lo dejaba.
—¿Me vas a contestar o qué? ¿Quién ha engañado a quién? Joder, si he sido yo el que ha asumido el riesgo más grande de todos, ¿o no? Utilizamos mi coche.
—Tuvimos que hacerlo, hostia. ¡Los dueños de la pala cargadora se la habían llevado!
—Sí, ya sé que la encontraron, pero a fin de cuentas yo soy el único buscado por la policía gracias a este negocio. ¿O no?
Babak se calló.
Jorge levantó la mirada. Se dio cuenta enseguida: algo iba mal.
Junto a la mesa había dos tipos. Un tailandés y uno con pinta de ser del este de Europa.
Dijeron algo a Mahmud en un inglés macarrónico. Jorge lo pillaba: era la gente que lloriqueaba porque el colega había vendido hierba.
El tipo del este dio un paso hacia delante.
—Tienes que pagar, has violado las leyes de este lugar. Has intentado llevarte cosas de nuestro mercado.
—¿Qué me cuentas? No he hecho nada de eso —replicó Mahmud en un inglés más macarrónico.
El tío tailandés se colocó al lado del tipo del este, que ya estaba inclinado sobre la mesa.
—Tienes que pagar. Es así, sin más. Sabemos que has venido para quedarte. Y me importa tres cojones lo que dices. Mañana a las doce como muy tarde. Vendremos a tu hotel.
Mahmud trató de protestar otra vez.
Los tíos ya se estaban marchando de la mesa.
Mahmud se levantó. Los siguió a grandes zancadas. El árabe no era el tipo de tío al que podías aleccionar de cualquier manera.
Cinco metros de la mesa. Los alcanzó. El tío del este se dio la vuelta.
—¿Quién cojones te crees que eres? —dijo Mahmud.
Jorge miró a su alrededor. Vio a las camareras de pie junto a la barra del bar. Sus ojos oscuros: abiertos como platos. Siguió sus miradas. Un poco más adelante, junto a la entrada del garito: cinco tíos tailandeses. El estilo no dejaba lugar a dudas. Ellos: no eran grandullones, no llevaban ropa especial ni de ningún color particular. Aunque lo pilló inmediatamente; conocía Tailandia lo suficientemente bien como para ver las pequeñas cicatrices en las caras, los tatuajes en las manos, las botas en sus pies.
Jorge se levantó. Fue a buscar a Mahmud. Le agarró del hombro. Lo sujetó.
—Vale, vale —dijo—. Mi amigo pagará. No os preocupéis. Mañana a las doce como muy tarde. Os lo prometo.
Mahmud trató de decir algo en sueco.
—No, hablamos de eso luego —lo cortó Jorge con una voz estridente.
El ruso, o lo que fuera, se contentó. Se marcharon.
Los cinco tíos de la entrada también se dieron la vuelta.
Pasos lentos. Señalando quién estaba al mando. Una señal intencionada.
Mañana a las doce.
Más tarde, por la noche: Jorge paseaba a orilla del mar. Los otros chicos habían salido por ahí. A sus bares favoritos de estríperes, antros de juego, chicas de esa semana.
No entendía qué estaba sucediendo. El coco se iba de paseo cuando estaba con los otros. Necesitaba pensar por su cuenta. Reflexionar. Decidirse. ¿Qué coño iba a hacer?
Leía periódicos suecos todos los días en la red. En los días después del golpe había grandes titulares en casa. «Un nuevo robo de la talla del robo del helicóptero. Los atracadores vuelven a engañar a la policía. Guardia herido tras atraco».
Pensaba que las cosas iban a tranquilizarse. El botín era pequeño. Los medios de comunicación comprenderían el asunto mejor que nadie: la calderilla no era una cosa muy sexi.
Pero después: «Guardia en estado crítico. Brutales atracadores. El guardia ha perdido la vista y se quedará en silla de ruedas de por vida. La familia y Suecia entera, en estado de shock».
Era asqueroso. El puto guardia que estaba más cerca del cuadro de explosivos: heridas muy graves. A punto de morir.
Ahora: ya jugaban en otra liga totalmente distinta. Herido grave. Atraco a mano armada, seguramente. ¿Intento de homicidio?
Joder
; no tendrían que haberse molestado con esa cámara. Se encontraban demasiado estresados por el fiasco con la pala cargadora. El Finlandés había recibido los planos con poco tiempo de margen, no había tenido tiempo para ver qué tipo de explosivos era el bueno. Puto Finlandés.
Idiotas.
Además, la policía ya había identificado a Babak y estaba en busca y captura; eso era lo que ponía en la prensa, aunque no mencionaran su nombre. Y en el último artículo que Jorge había leído, la pasma daba algunas pistas sobre lo que estaban haciendo.
«La policía ha confirmado hoy que el análisis técnico de uno de los coches sospechosos de haber sido usados para la fuga ha arrojado nueva luz sobre el suceso. El coche de la fuga, un Range Rover, también fue utilizado para forzar las verjas de la terminal de correos de Tomteboda. El coche, que fue encontrado en llamas en una zona boscosa de Helenelund, en los alrededores del centro de Estocolmo, lleva tiempo siendo la pista más sólida de la policía.
»A pesar de que el Range Rover estuviera totalmente quemado, los técnicos de la policía han podido rescatar ciertos rastros del asiento trasero del coche que ahora han sido analizados. Los rastros muestran ADN de personas con conexiones con el sospechoso autor del crimen que ya había sido arrestado
in absentia
. El responsable de prensa de la policía, Björn Gyllinger, comenta los hallazgos de la siguiente manera:
»“Esto no hace sino confirmar nuestra teoría de que algo salió mal. ¿Por qué, si no, los atracadores utilizarían un coche con claras conexiones con ellos? También demuestra cuánto ha evolucionado la técnica del ADN; lo que hemos utilizado en este caso se llama análisis LCN y es un procedimiento muy sofisticado. La técnica de ADN LCN (Low Copy Number) es un análisis de cantidades muy pequeñas de materia orgánica”.
» “Necesitamos un mínimo de diez células para poder usar la técnica”, dice el responsable del laboratorio de SKL, Jan Pettersson, a
Aftonbladet
. “Basta con que alguien ponga la palma de la mano contra un cristal para que podamos rastrear el ADN de la grasa de la mano. Es casi como ciencia ficción. Pero quiero añadir que además tenemos otras pruebas que ligan al sospechoso al atraco. No puedo revelar más detalles, ya que podría ir en detrimento de la investigación”».
La angustia criminal.
Daba igual que Jorge ronzara Stesolid, Atarax, benzo y toda la mierda tailandesa que pudiera encontrar.
La angustia criminal trepaba por su cuerpo como una cucaracha.
Pensó en el hecho de que las autoridades aduaneras tailandesas sacaban fotos a todos los que entraban en el país cuando pasaban los controles de pasaporte. Se despertaba bañado en sudor frío, pensando que no deberían haber matado a aquellos asquerosos perros en la base de los helicópteros; la policía intentaría rastrear la munición. Tuvo pesadillas sobre sudor de manos que dejaba rastros de ADN.
Jorge perdió el apetito. Iba al baño siete-ocho veces al día. Perdía peso como un adicto a la heroína.
La puta angustia criminal lo estaba hundiendo.
Y ahora: la mafia rusa, con apoyo tailandés, que quería presionar a Mahmud.
Pattaya; odiaba este lugar.
Dejó atrás una fiesta en la playa. Continuó caminando por la orilla.
Un viento ligero en la cara. Le relajaba los nervios.
Sabía lo que tenían que hacer. Lo que deberían haber hecho hace tiempo.
Mañana tenían que largarse.
Habría preferido esperar unos días. Pero ahora ya era demasiado tarde.
Pensó en Krabi, Koh Phi Phi, quizá Koh Lanta o Phuket.
Mahmud y él ya conocían el sector de las cafeterías. Podrían montar algún chiringuito allí abajo. ¿Podría convertirse en Jorge el rey Bhumibol en lugar de Jorge Bernadotte?
Subió al paseo marítimo. Quería tomar algo mientras terminaba de pensar.
Un lugar un poco más adelante. Un rótulo azul: Poppy’s Bar. No parecía un puticlub. No había ni rusas ni tailandesas dentro.
Un taburete libre junto a la barra. Pidió una taza de té. El barman lo miró como si fuera marica.
A su lado había unas mochileras que tenían que haberse equivocado de sitio; Pattaya no era para ellas. Una llevaba rastas y una camiseta con el texto: «Lisbeth Salander for president». Podría ser sueca.
Pensó en su colega JW. El tío que quería ser de la
jet set
pero que era de Norrland.
El chaval que Jorge había conocido cuando trapicheaban con coca hacía cinco años. Un buen amigo. Sabía que llevaba unos días en libertad.
Si él y Mahmud querían comprar un garito, necesitarían ayuda. En condiciones normales, Tom Lehtimäki habría sido perfecto. Pero ahora mismo no; abusaba del juego como un adolescente de la calle Malmvägen abusaba de los porros. No se podía confiar en Lehtimäki mientras no se calmara.
¿Y los demás? Javier solo quería ir con tías y con maricones que se les parecieran.
Jimmy era demasiado zoquete y echaba demasiado en falta a su novia de Suecia. Babak era el diablo en zapatillas de playa. Jorge debería haber reventado al iraní hacía tiempo; si no fuera porque él sabía que J-boy había engañado al Finlandés.
Necesitaba otra persona.
Llamó al barman. Preguntó por el número de teléfono del Poppy’s Bar.
Se acercó a las mochileras. Jorge tocó a la pava de las rastas con el dedo.
—
Excuse me, can I ask you a favour
?
[55]
La chica contestó en un buen inglés. Pero no era un inglés perfecto.
—¿Eres sueca? —preguntó él.
La tía lo miró. La misma reacción de siempre por estas latitudes: los vikingos no podían creer que un moraco pudiera irse de vacaciones.
—Oye, necesitaría enviar un SMS a un colega de Suecia —dijo Jorge—, pero mi bicho se ha quedado sin crédito. ¿No tendrías un móvil por ahí?
La chica soltó una risita.
—Lo tiene todo el mundo hoy en día, ¿no?
—Vale, es que es una emergencia. ¿Te pago?
La chica volvió a sonreír. Tenía unos ojos bonitos: de distintos tonos, quizá. Resultaba difícil verlo bajo los focos azules/rojos/verdes de Poppy’s Bar.
El trato le pareció bien. Su móvil era de un modelo barato. Daba lo mismo.
Jorge despachó un SMS al número de JW que él tenía. «Chavalote, soy tu latino preferido. Llama al 0066-384231433 si tienes tiempo».
En Suecia todavía no era de noche.
Al día siguiente. Temprano. Solo eran las diez y media. Mahmud debería estar despierto; el árabe se había ido a la cama antes de la medianoche la noche anterior. Jorge ya había hecho las maletas.
Pasó junto a la piscina.
El bungaló de Mahmud estaba a cincuenta metros. Llamó a la puerta.
Se oyó la cansada voz de Mahmud desde el otro lado.
—¿Quién es?
—Soy yo. Abre.
Transcurrieron más de cinco minutos antes de que la puerta se abriera. Bóxers y camiseta interior. Las mismas pinturas en el techo que en el bungaló de Jorge. La habitación estaba increíblemente desordenada.
Shit
, esto podría llevar un rato.
—Qué pasa, socio, tenemos que largarnos. Hoy, antes de las doce.
—Pero qué hostias, ¿acaso no dijiste que íbamos a soltar la tela a estos chinitos?