En el caso del espectáculo, esta apelación a nuestras emociones más bajas es ya bastante desdichada, pero aún peor es el hecho de que estas encuestas se utilicen para decidir la política (una política que es siempre, y cada vez más, pura demagogia) y para elegir candidatos (y los candidatos que salen elegidos están a tono con la política).
Por añadidura, al sustituir la votación por la encuesta como método para elegir a nuestros altos cargos se ha evaporado nuestra capacidad de actuar individualmente, de pensar individualmente, de
no importarnos que crean que estamos equivocados
. Enfrentados con la encuesta que nos dice que nuestro candidato
no tiene ninguna posibilidad
, es sumamente lamentable, pero muy comprensible, que decidamos no votar, o votar al «ganador»; y si el candidato es algo más que su personaje televisivo, si el candidato representa verdaderamente el programa que defiende, y si después de pensarlo decidimos respaldar ese programa porque refleja nuestras ideas sobre el mundo, nuestra aceptación de la encuesta es un
rechazo de nuestras propias ideas
, porque sostenerlas en contra de la «opinión de la mayoría» no es tan importante como que piensen que «tienes razón». Y aquí tenemos el Fascismo Norteamericano, en el que nos hemos convertido en nuestro propio dictador, obligándonos a aceptar los deseos, no de otros, sino del aspecto más bajo de nosotros mismos; y esta esclavitud no se nos ha impuesto con amenazas de muerte o de tortura, sino con la amenaza de la incomodidad momentánea de que piensen que no tenemos razón.
En los periódicos, una creciente mayoría de noticias de primera plana llevan el titular «Una encuesta revela…», y casi sin excepciones, la revelación de la encuesta es una cosa obvia —«Una encuesta revela que la actitud mental puede ayudar a evitar enfermedades»— y se hace pasar por noticia una banalidad; o bien se trata de un nuevo reflejo del deseo humano de ver cumplidas sus más bajas aspiraciones.
El costo secundario de estas encuestas periodísticas es el deseo del público de ver realizados sus deseos, una vez expresados. Por ejemplo, un titular del 11 de julio de 1987 de
The New York Times
:
LA ENCUESTA REVELA QUE NORTH DICE LA VERDAD
. ¿Qué puede «revelar» una encuesta?
La palabra «revelar» tiene dos significados principales. Uno de ellos es «descubrir».
¿Qué puede descubrir una encuesta? ¿Puede descubrir la verdad? No, claro que no. Lo único que puede descubrir es lo que varias personas
creen
que es la verdad. (Y eso si creemos en la metodología de los encuestadores, que no sé por qué tendríamos que creer. ¿No sería más razonable suponer que, puesto que sus jefes han ascendido al poder dando coba a las masas bajo una falsa bandera de imparcialidad estadística, también ellos preferirán prosperar falseando las estadísticas para que se amolden a los deseos de sus jefes?) En definitiva, lo único que puede descubrir una encuesta es lo que el encuestado creía que era verdad
en aquel momento
. Ninguna encuesta puede descubrir cuántas esposas tuvo Enrique VIII.
La diferencia entre lo que muchas personas creen que es verdad y lo que puede
ser
verdad a ciencia cierta es a menudo —puede que casi siempre— enorme. Y uno de los órganos creados por la Sociedad para compaginar la opinión pública con los hechos reales es la prensa. Los medios de información que publican encuestas como si fueran noticias se conforman con medrar basándose en una actitud tan escasamente elegante o encomiable como la de «No sé. Mucha gente piensa así».
Un segundo significado de «revelar», oculto en los titulares del
Caso North
y por extensión en todos aquellos sitios donde se vea la frase
Una encuesta revela
es «decidir». Y esto creo que se acerca más a la lamentable verdad de la frase.
Porque cuando un medio de información toma una decisión así, cada vez que publica una estadística de opinión en una situación de conflicto, no sólo está renegando de su responsabilidad de informar, sino que además corrompe con el ejemplo.
El coronel North está a punto de obtener un perdón
de jacto
. Se va a librar de un juicio por medios extraordinarios, que en ultimo término se apoyan en la Voluntad del Pueblo determinada por la Encuesta. (Porque si la Administración hubiera «descubierto» mediante el escrutinio de encuestas que la opinión pública deseaba ver a North juzgado por los delitos de los que se le acusa, sin duda habría sido juzgado con todas las de la ley, ¿o no?)
Y aquí vemos cómo la Encuesta usurpa no sólo la función del Poder Ejecutivo, sino la del Judicial.
Cuando estamos muy confusos, tendemos a Preguntar a Todos Nuestros Amigos, es decir, tendemos a fiarnos de las estadísticas. El tema del coronel North, como otros muchos temas de nuestro tiempo,
es
muy confuso.
En tiempos de Confusión Nacional, nuestra necesidad de
ejemplo
es muy grande.
Los ejemplos de tranquilidad, razonamiento, responsabilidad y buen juicio resultarían muy útiles para fomentar dichas cualidades en el público. Lo mismo ocurre con los ejemplos de demagogia.
Dicen que puedes coger a un grupo de hombres y sentarlos en una habitación alrededor de una mesa donde haya una baraja de naipes, pero que no puedes inducirlos a coger las cartas si no se apuesta sobre ellas. Y si se apuesta, pueden permanecer sentados durante horas y días enteros.
También puedes coger a estos mismos hombres y sentarlos a la mesa, pero ni siquiera la recompensa del dinero a ganar los inducirá a ir pasándose el dinero de uno a otro durante varias horas si no sostienen cartas en sus manos.
O sea que no es sólo el dinero ni son sólo las cartas. Pero cuando se reúnen las dos cosas se crea una magia.
El juego no tiene que ver con el dinero. El juego tiene que ver con el amor, y con la intervención divina. El dinero es una ofrenda propiciatoria a los Dioses. Es el equivalente del Ayuno y la Plegaría; sirve para atraer la atención de Dios y para colocar al suplicante en un estado mental de humildad, el adecuado para recibir cualquier información que pueda presentarse.
Porque las Cartas son símbolos del universo. Sólo hay unas pocas, pero sus posibles combinaciones son legión.
Tenemos cartas favoritas, a pesar de que la inteligencia nos indica que no seremos recompensados por nuestra lealtad a unos símbolos, sino únicamente por nuestra correcta comprensión de las combinaciones. Pero aun así tenemos favoritas.
Hay cartas de buena suene y cartas de mala suerte. Pushkin escribió sobre la Reina de Picas; al As de Picas se le ha llamado Carta de la Muerte (yo nací en Chicago, y en esa ciudad, como en varias otras en las que he jugado, este as recibe el nombre de «Chicago»), y, en el folclore estadounidense, el Jack de Diamantes es una carta problemática y se la conoce como Jack el Oso. Yo tengo mis propias cartas de la buena suerte, pero no quiero tentar m¡ suerte mencionándolas.
Cuando apostamos sobre las canas, sus combinaciones nos fascinan. Su despliegue armonioso quiere decir que Dios Nos Ama; su malévola conjunción quiere decir que Alguien Está Tratando De Darnos Una Lección.
Los jugadores soñamos con las cartas. Tenemos un dicho: «Un ganador no puede conseguir lo suficiente para comer, un perdedor no puede dormir.» Yo he soñado con cartas, y hay manos que aún recuerdo después de veinte años, manos que sé que nunca olvidaré. También tengo un sueño recurrente. Suelo tenerlo una o dos veces al año: estoy jugando al póquer y recibo una mano espléndida, una mano imposible de superar. Cuando estoy a punto de descubrir las cartas para reclamar el pozo, me doy cuenta de que tengo una carta de más y que, sin culpa alguna por mi parte, mi mano ya no es válida. Finalmente consigo desprenderme de la carta no deseada, pero entonces descubro que rengo dos cartas de más en la mano, etcétera. Unos símbolos muy poderosos.
Jugar a las cartas es un vestigio de nuestro pasado menos racional, más pavoroso, más hermoso. Los naipes conmemoran una numerología basada en el trece en lugar del diez; restauran la jerarquía mitológica de la Monarquía, de un estado que recapitula nuestra comprensión infantil de la familia-como-mundo; son sugerentes y se usan para jugar por dinero, uno de los dos pasatiempos prohibidos o restringidos en la civilización racional y reprimida. Las cartas pueden ser divertidas, peligrosas o destructivas. Nunca son neutrales.
Una apreciación psicológica
Estaba de vuelta en la casa de mi infancia, en Chicago. Había regresado para celebrar la Pascua en la Casa de mi Padre, cosa que no había hecho en veinte años.
Di un largo paseo por la orilla del Lago, recorriendo los diversos parques y playas en los que jugaba de pequeño. Saboreé el agua del Distrito de Parques de Chicago en las fuentes de piedra del baño de pájaros, y sabía igual que hace tantísimos años, cuando no sólo estaba fresca y deliciosa, sino también prohibida —nos encontrábamos en plena alarma de la polio— y mi madre nos dejaba de mala gana jugar en el parque, pero haciéndonos prometer que no beberíamos de las fuentes para evitar el contagio. Terminé mi paseo en la playa de la calle Oak. Me senté en el borde de piedra y me quedé mirando a un grupo de chavales con monopatines. Habían hecho una rampa de madera contrachapada y subían por ella uno tras otro en sus monopatines, saltando por el borde y realizando diversas piruetas en el aire.
Era muy bonito y, como yo ya estaba en vena sentimental, aquello me hizo remontarme a mi infancia.
Me acordé de cuando era niño, y de cómo convertíamos un acto simple e intrascendente en una habilidad, a base de constantes e infinitas repeticiones. Me acordé de que mis amigos y yo nos pasábamos horas enteras, las tardes de verano, tirando piedras contra un farol. Me acordé de cómo lanzábamos una pelota de playa al tejado del garaje, donde no se viera, y jugábamos al complicadísimo juego de adivinar dónde caería.
Me acordé de las persecuciones de motos, un juego del género policías-y-ladrones/tú-la-llevas, que duraba toda la noche.
Mientras estaba allí sentado, observando a los chicos del monopatín, un ciclista pasó por delante de mí. Llevaba acoplado a la bicicleta un cierre de seguridad de la marca
Kriptonita
.
Y aquello me pareció una bonita broma norteamericana: mira que llamar a un cierre de seguridad con el nombre de un artefacto de los tebeos de Supermán.
De pequeño me gustaban mucho los tebeos de Supermán.
Me gustaba su misma simpleza y su carácter predecible. La historia nunca variaba y recuerdo que, incluso de niño, pensaba: «Qué fantasía más tonta.»
Pero me encantaban. Y la historia que me gustaba era ésta: Supermán está comprometido a hacer el bien. Aprovechando su deseo de hacer el bien, los malhechores lo atraen a una situación peligrosa y le exponen a los efectos de la kriptonita, un fragmento del mundo ya destruido en el que Supermán nació. La kriptonita es la única sustancia del mundo capaz de dañar a Supermán,
y
éste empieza a agonizar. En el último momento posible es rescatado de la kriptonita por alguna afortunada circunstancia, y el ciclo puede comenzar de nuevo.
Reflexionando sobre esta historia, pensé: «¿Por qué el seguro se llama
Kriptonita
?» Se llamaba Kriptonita porque se suponía que era igual de fuerte e invencible.
Pero la kriptonita, pensé, sólo sirve para una cosa: para matar. Y con este pensamiento se me ocurrió un significado más profundo de la historia de Supermán.
Supermán nació en el planeta Kriptón. Cuando Kriptón estaba a punto de estallar, el amantísimo padre de Supermán, Jor-El, aprovechó sus últimos instantes de vida para meter a su hijo en un cohete y lanzarlo rumbo a la Tierra.
En la Tierra, el niño es adoptado y criado por los cariñosos, aunque algo distantes, Mamá y Papá Kent.
Clark Kent, el hijo adoptivo, se traslada a la gran ciudad, Metrópolis, donde consigue un empleo en el periódico
Daily Planet
. Cuando el Bien se ve amenazado en Metrópolis, Clark Kent, al que se presenta como un tipo anodino y poco atractivo, se transforma en Supermán, bajo cuya apariencia se gana el respeto y la adulación de las Masas. Sin embargo, tras haber enderezado los entuertos de Metrópolis, tiene que huir del público y de los placeres que éste podría proporcionarle, y transformarse de nuevo en Clark Kent. ¿Por qué tiene que huir? Por la existencia de la kriptonita. Si sus archienemigos conocieran su paradero, podrían acercarse a él e introducir clandestinamente kriptonita en su presencia, causándole la muerte.
Así pues, Supermán ejerce sus poderes a expensas de toda posibilidad de disfrute personal.
En su personalidad de Clark Kent, está enamorado de su compañera de trabajo, la periodista Lois Lane. A ella, las atenciones del timorato Kent le resultan risibles. Ella está enamorada de Supermán. Pero Supermán no puede correspondería.
No puede revelarle su secreto, porque ello pondría en peligro su vida
. No puede revelarle su secreto
a nadie
. Puede disfrutar de adulación sin amor, o suspirar por el amor sin esperanzas de ser correspondido.
Las historietas de Supermán son una fábula, pero no de poder sino de desintegración. Atraen a la mente preadolescente, no por sus reiteradas y grandiosas fantasías, sino porque reiteran una llamada de auxilio muy profunda.
Las dos personalidades de Supermán sólo se pueden integrar de una manera: en la muerte. Sólo la kriptonita atraviesa los disfraces de timorato y de héroe, y puede afectar al hombre escondido bajo los disfraces.
¿Y qué es la kriptonita? La kriptonita es lo único que queda del hogar de su infancia.
Son los restos de aquel hogar destruido, y el miedo a dichos restos, lo que domina la vida de Supermán. La posibilidad de que los fragmentos de aquel hogar destruido puedan reaparecer le impide conseguir el amor, le impide revelar que el cobardica y el héroe son una misma persona. El miedo al hogar de su infancia le impide gozar de todo placer.
Tiene miedo de que, si revela su debilidad y su confusión, le sobrevenga la muerte, tal vez de manera indirecta, pero desde luego inevitable, por medio de la persona que reciba dicha información.
Supermán tiene miedo de las mujeres. Todas las chicas que le interesan tienen las iniciales L L.: Lois Lañe, Lori Lemaris, Lana Lang; y no es casualidad que su archienemigo, el supervillano de sus aventuras más espeluznantes, se llame, de manera similar, Lex Luthor.