No es de muy buen rendimiento energético, me parece, que una máquina tenga dos piezas encargadas de la misma función. Una unión mecánica, y, por extensión, espiritual, podría definirse como la conjunción de partes disímiles de tal manera que la capacidad de cada una de ellas para alcanzar un objetivo común quede mejorada.
El tejado está inclinado para que resbale la nieve, el suelo es plano para conveniencia de los ocupantes. Ambas cosas conducen a una mayor comodidad de los habitantes y a la integridad estructural de la casa.
Bien, pues hablemos ahora de las relaciones sexuales. Hablemos de los hombres y las mujeres. Nuestros órganos sexuales, como se ha podido constatar, son disímiles. También es cosa bien sabida, aunque resulta incorrecto exponerlo en determinados ambientes, que nuestra constitución emocional es muy diferente, y por mucho que nos esforcemos en atenernos a la Correcta Línea Política Liberal de la Igualdad de Derechos, y en transformar un imperativo moral en una opinión psicológica preceptiva (a saber, los hombres y las mujeres tienen derecho a las mismas cosas, y por consiguiente deben
querer
las mismas cosas), sabemos que dicha opinión no es cierta. Sabemos que hombres y mujeres no quieren las mismas cosas (por mucho que puedan querer
el derecho
a querer y perseguir las mismas cosas). En cuanto a por qué hombres y mujeres quieren distintas cosas, eso, como suele decirse, queda fuera del ámbito de esta investigación.
Según voy avanzando, siempre belicosamente, hacia mis años crepusculares y hacia lo que de todo corazón espero sea un tiempo de reflexión y paz, empiezo a creer que las mujeres quieren que los hombres sean hombres.
Esto es una novedad para mí. Durante mi desencaminada juventud creí lo que decían las desencaminadas mujeres de mi edad cuando nos explicaban, a mí y a mis compañeros, que para una Feliz Unión hacía falta un hombre que fuese, en todas las cosas salvo en la fontanería, más o menos como una mujer.
Una reflexión detenida nos hubiera revelado a todos los muchachos que las mujeres, por regla general, no se llevan bien con las mujeres, y que cualesquiera esfuerzos de los hombres por ser más parecidos a las mujeres sólo proporcionarían a las mujeres auténticas un nuevo conjunto de objetos con los que entregarse, y pido perdón, a las actividades interfemeninas de la comparación envidiosa, el secreto y la furtividad.
Así que los hombres éramos como,
disons le mot
, Dagwood Bumstead, y nos preguntábamos por qué nosotros y nuestras mujeres nos sentíamos vagamente descontentos sin ser en absoluto visionarios.
Bueno, pues, por el momento, enviemos al demonio a las mujeres. Enviemos al demonio la Batalla de los Sexos, con su actual y nada agradable tendencia a los litigios.
Cest magnifique, mais ce n'est fas la guerre
. Los hombres se reúnen bajo tres circunstancias. Los hombres se reúnen para hacer negocios. Hacer negocios no deja de resultar divertido. Nos da una sensación de propósito. Vamos de un lado a otro haciendo cosas que la sociedad en general ha determinado son básicamente inofensivas y, cada tanto tiempo, recibimos un cheque como pago por hacerlas.
Los hombres también se reúnen para quejarse. Decimos: «¿Pero qué quiere esta mujer?» Y rezongamos, y protestamos, y nos consolamos con el hecho de que nuestros compañeros, en un momento dado, acaban por admitir que sí, que ellos también son débiles, y que no hay por qué avergonzarse de ello. Este es el verdadero equivalente masculino a «ser sensible». No, no somos sensibles con las mujeres, pero somos sensibles a nuestro propio dolor y podemos reconocerlo en nuestros compañeros. Vaya mundo.
La última forma en que los hombres se reúnen es de cara a Ese Entretenimiento Que No Osa Pronunciar Su Nombre, y que ha recibido la desafortunada etiqueta de «relaciones masculinas».
Vamos a hablar en serio por unos momentos. Examinemos esta expresión. ¿Qué significa? Sabemos, en primer lugar, que no es la descripción de un pasatiempo legítimo, y que «masculinas» se usa como calificativo desdeñoso de una actividad que en sí misma parece ser una aproximación o un sustituto.
Pues, ¿a quién conocemos, amigos míos, capaz de proponernos que pasemos una agradable tarde de «relaciones»? ¿Qué quiere decir «relaciones»? Sencillamente, esto: quiere decir los acercamientos mutuos, inseguros y un tanto ridículos, de unos individuos que ni saben valerse emocionalmente por sí mismos ni están dispuestos, por diversas razones, a reconocer su homosexualidad. Y si esto no es verdad, yo soy capaz de volar. «Relaciones masculinas» es una expresión odiosa, acuñada para describir una actividad odiosa.
¿Dónde ha quedado «la tertulia»? ¿Dónde ha quedado el «salir con los amigos»? ¿Dónde han quedado La Cabaña, La Caza, La Pesca, Los Deportes en general, El Póquer, La Noche Libre con los Muchachos?
¿Dónde ha quedado que los hombres se
diviertan
en mutua compañía? Porque, aunque tal vez lo hayamos olvidado, lo cierto es que nos lo pasamos la mar de bien juntos, en las actividades que acabo de mencionar y en varias otras, y aunque muchas veces, tal vez la mayoría, la conversación versa sobre las mujeres, el significado de la conversación es: ¿verdad que es estupendo estar aquí juntos? Llegados aquí, quizá alguien podría pensar que esto es homosexualidad latente. Aunque lo fuera, ¿y qué? Si uno es lo bastante liberal para opinar que la homosexualidad declarada no es ningún crimen, quizá podría extender su magnanimidad a la latente y, más aún, quizá podríamos contemplar nuestro impulso de teñir La Necesidad De Los Hombres De Pasar El Rato Juntos con diversas clases de oprobio y limitarnos a decir Está Bien. Porque está bien.
Es bueno hallarse en un ambiente en el que uno es comprendido, en el que no es juzgado, en el que no se le pide que asuma un papel, porque en la Sociedad Masculina hay sitio para el novio y para el experto; hay sitio para todos en el póquer, en la partida de golf, en el domingo de fútbol; hay sitio y aliento para todos los que respalden de buena fe la validez de esa actividad Este es el auténtico beneficio de hallarse En Compañía De Hombres. Y la ausencia de esta sensación de paz, «Quizá a ella le parezca una tontería», es una de las cosas más inquietantes y tristes que un hombre puede sentir junto a una mujer. Lo que en realidad significa es: «Quizá soy un inútil.»
En un momento u otro me he dedicado a diversas actividades específicamente masculinas: el tiro, la caza, el juego y el boxeo, por no alargar más la lista. He buscado estas ocasiones y he disfrutado enormemente de ellas. Y las tengo en gran estima.
El mes de octubre pasado estuve en una cabaña de cazadores, helado hasta los huesos, con unos cuantos veteranos que se pasaban una botella de aguardiente de jengibre para echar en el café y compartían sus recuerdos de las peleas de gallos a las que sus padres solían llevarlos antes de la primera guerra mundial. ¿Os parece una cursilada? Tenéis toda la razón, y por nada lo cambiaría. Como las tertulias en el Rainbow Café de Mike, que en paz descanse, con un grupo de taxistas quejándose de la policía; como el estar apoyado en las cuerdas mientras dos tipos se entrenan y uno o dos preparadores no paran de gritarles; como los veinticinco años de jugar al póquer, de volver rico a casa, de volver limpio a casa; como el momento de rellenar las apuestas justo antes de la primera carrera.
Me encanta vagar por la armería y la ferretería. ¿Soy un traidor a la Causa? Yo no tengo causa. Soy miembro con carné de la A.C.L.U. y de la N.R.A.,
[4]
y nunca me he comprometido a tener sensibilidad. En Compañía De Hombres parece aplicarse esta sentencia: serás recibido con relación a tus actos; nadie se interesara por tu sinceridad, tu historia o tus opiniones si tú no decides compartirlas. Nosotros, los hombres, estamos aquí empeñados en esta actividad determinada, y tu admisión depende únicamente de tu disposición a participar en el esfuerzo del grupo.
Sí, estas actividades son realmente una forma de amor. Y muchas veces a lo largo de los años, a las tres o las cuatro de la madrugada, por ejemplo, en mitad de una partida feroz, he tenido la sensación de que
más allá
de la encarnizada competencia existía una atmósfera de
estar participando
en una actividad
comunitaria
; de que, por estar allí sentados, nosotros, estos hombres, estábamos sosteniendo, quizá ratificando, quizá creando o recreando algún aspecto importante de nuestra comunidad.
Podéis preguntar qué había de importante para la comunidad en el hecho de que nuestro dinero fuese cambiando de manos. Y no estoy seguro de saberlo, pero sé que tuve esta sensación. Y sé que es completamente distinta a los negocios, y a la competencia de los negocios, que en la mayoría de los casos se llevan a cabo para beneficiarse uno mismo en cuanto sostén de la familia, provisor, paterfamilias, por vestigiales y caducas que os parezcan estas funciones.
Estaba un día tirando a la perdiz y vi al perro mostrando la caza en la, sí, escarchada mañana, y le dije al otro tipo: «Qué hermoso es esto, ¿verdad?», y él me contestó: «Ese es el asunto, a fin de cuentas», y realmente era así. El asunto del día de caza era la hermosura de las cosas. Y cuando el entrenador dice: «En el ring no tienes amigos», el asunto es la verdad de las cosas, como cuando un jugador advierte: «No vayas, que te supero», y el otro empuja su montón hacia el centro y dice: «Bueno, entonces supongo que no me queda más remedio que perder.»
El asunto de esta camaradería masculina ¿es la búsqueda de la gracia? Sí, en efecto. Pero no la búsqueda de una gracia mítica ni de sus especiosas limitaciones. Esta alegría de la camaradería masculina es una búsqueda (y puede ser una experiencia) de
auténtica
gracia, trascendente de lo racional y, por tanto, más aproximada a la verdadera naturaleza del mundo.
Pues la verdadera naturaleza del mundo, tal como se manifiesta entre hombres y mujeres, es el sexo, y cualquier otra relación entre nosotros es una elaboración o una evitación. Y la verdadera naturaleza del mundo, tal como se manifiesta entre los hombres, es, creo, una comunidad de esfuerzo dirigida hacia el mundo exterior, dirigida a someter, a comprender, a admirar o a soportar juntos la verdad del mundo.
Hace muchos años me hallaba en un bar de Chicago. Era de noche, muy tarde, y estaba tomándome una copa cuando se me acercó una vieja camarera y adivinó certeramente la raíz de lo que atinadamente consideró mi estado de tristeza. «Mire a su alrededor», dijo. «Tiene usted más cosas en común con cualquier hombre de los que hay en esta habitación que con la mujer que llegue a tener más próxima en toda su vida.»
Puede ser. Pero, en todo caso, estar En Compañía De Hombres es, para mí, un aspecto irrenunciable de una vida sana. No creo que tu esposa vaya a darte la menor información anecdótica sobre la naturaleza del Universo. Y tal vez si empiezas a salir de casa puedas volverte lo bastante renovado o inspirado como para que ella cese de preguntarse si tienes o no
sensibilidad
; tal vez empiece a encontrarte interesante.
En su respuesta al informe Tower, el presidente Reagan decía: Los documentos
parecen
decir que canjeé armas por rehenes, pero en mi corazón no lo hice.
Si traducimos esta declaración a un lenguaje inteligible, lo que nos queda es: «Lo que diga el informe es irrelevante. Lo que el informe ha descubierto sobre mis acciones no me afecta, porque yo no tengo que responder
por las acciones mismas
, sólo tengo que responder ante "mi corazón".» En otras palabras: «Creo en mi superioridad con respecto al público, a la ley, incluso a las leyes del discurso lógico. Sé lo qué hice, y con eso debe bastaros a los de abajo.»
Esta conducta es una manifestación de desprecio total por el electorado, de la corrupción definitiva, de la megalomanía que provoca el poder. La corrupción política para conseguir dinero está limitada por la situación y por la cantidad de dinero; la corrupción política para realizar una visión personal del bien común no está limitada por nada, y culmina en el crimen y el caos, como sucedió en la Alemania nazi y sigue sucediendo en América Central.
Psicológicamente, el dirigente corrupto provoca el caos y luego se ofrece como única protección contra él. Se trata de una maniobra que recuerda y reproduce la experiencia del niño infeliz, el niño obligado a venerar a un padre manipulador.
El padre corrupto dice: «Si quieres que te proteja, tendrás que suprimir toda opinión, toda interpretación y toda iniciativa personal. Yo te explicaré el sentido de las cosas y te diré cómo debes actuar en cualquier situación. No existen leyes universales que tú puedas comprender o adivinar… no existe conocimiento si no es a través de mí.»
De igual modo, la monstruosa declaración de Reagan, afirmando que no canjeó rehenes en su corazón, apela al niño que todos llevamos dentro. Se trata, a todos los efectos, de una amenaza: «Si quieres seguir siendo niño, si quieres disfrutar del privilegio de vivir sin miedo, no me juzgues. Si te atreves a juzgarme, te retiraré mi protección.» Las personas corruptas — políticos, padres, médicos o artistas— nos ofrecen dos opciones: o aceptarlas
por completo
, con todas sus presunciones de poder, o rechazarlas
por completo
y, de este modo, darnos cuenta de que nos han estafado sin compasión y aceptar la humillación, la rabia y la desesperación que este conocimiento acarrea.
Los que hemos ocupado una posición de autoridad como padres, profesores, patrones, etc., sabemos que a menudo resulta difícil atenerse a los contratos establecidos con las personas sobre las que tenemos autoridad. A veces nos cuesta recordar que dicha autoridad se nos concedió para que la ejerciéramos dentro de unos límites específicos, y no como expresión de lealtad incondicional y eterna.
Los que hemos ejercido la autoridad sabemos lo fuerte que es la tentación de excedernos de los límites, actuando «por el bien de nuestros subordinados», lo que equivale a traicionarlos por su propio bien. A lo largo de nuestra vida normal, muchos hemos perpetrado o sufrido esa traición; es posible que hayamos azotado a nuestros hijos, humillado a nuestros alumnos o mentido a los que estaban a nuestro cargo. Y mientras cometíamos tales actos de corrupción nos repetíamos que lo hacíamos por algún motivo elevado.