Una conspiración de papel (68 page)

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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

BOOK: Una conspiración de papel
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Al verle empuñar el arma, las damas más próximas dejaron escapar una serie de chillidos agudos y horrorizados, y este sonido desató una ola de pánico que se extendió por todo el teatro. Oí el barullo de las pisadas en el piso inferior cuando la mitad del público se puso a mirar hacia arriba y la otra mitad a correr para encontrar un sitio desde donde ver mejor el tumulto. Comprendiendo la precariedad de su posición, Sir Owen intentó elaborar una coartada que le escudara de las críticas de los demás.

—Weaver —gritó—, ¿por qué me persigue? —sé giró hacia el público, que había comenzado a calmarse. Sir Owen se puso una mano en la cadera y sacó pecho: como ahora encontraba que era la atracción principal del teatro, quizá creyese que debía conducirse como un actor trágico—. Este hombre está loco. Es en el hospital de Bedlam donde debería estar, no en el teatro.

—Me temo que es usted quien no debería estar aquí —dije con voz pausada—, porque una representación tan pobre abochorna incluso a Drury Lane.

Esta broma arrancó unas cuantas risas del público, cosa que sólo puso más nervioso a Sir Owen.

—Quizá deba usted considerar quién soy yo —dijo, agitando la pistola— y las cortesías que se me deben.

Habiendo llegado a un impasse, pensé que lo mejor sería poner las cartas sobre la mesa y ver qué ocurría.

—Como habrá podido deducir —grité, pues en mis tiempos de púgil había aprendido un par de cosas sobre cómo proyectar la voz—, he descubierto que usted no es otro que el mismísimo Martin Rochester, el más célebre y vil corredor de bolsa que jamás haya existido. Por consiguiente, sé que es usted responsable de varios asesinatos: los de Michael Balfour, Kate Cole la prostituta, muy probablemente el de Christopher Hodge el librero, y, por supuesto, el de mi padre, Samuel Lienzo.

Un murmullo recorrió la sala. «¿Qué? ¿Sir Owen es Martin Rochester?» Más abajo vi a jóvenes que señalaban hacia arriba con el dedo. De entre sus amistades, las mujeres sofocaban gritos de asombro. Las palabras «asesino» y «corredor» circulaban como los programas del teatro.

Sir Owen respondió a esta acusación de la peor manera posible. Estaba atrapado. No se le ocurrió nada. Le había desenmascarado ante todo Londres. Quizá si lo que yo había dicho fuera falso y él se hubiese reído de las acusaciones podría haber preservado su nombre y su reputación, por lo menos durante esa noche. Pero en lugar de defenderse de mis acusaciones, representó el papel del desesperado. Me disparó.

El fogonazo de la pistola engendró un silencio momentáneo en el auditorio excitado, y el olor a pólvora quemada quedó suspendido en el aire. Todo el mundo, incluidos los actores en el escenario, hicieron una pausa para palparse el cuerpo y comprobar que no habían sido heridos. Afortunadamente, la puntería de Sir Owen no era buena, y no me acertó, pero un lacayo de uniforme que estaba a unos diez pasos detrás de mí, observando anonadado mi enfrentamiento con el barón, no tuvo tanta suerte. La bala de plomo le atravesó el centro del pecho, y dio unos tropiezos hacia atrás hasta caer al suelo. Miró con absoluta sorpresa la mancha roja que se extendía por su librea. Era como si alguien hubiera derramado una botella de vino sobre un mantel y a nadie se le ocurriera qué hacer al respecto. Estuvo mirándose la herida durante un cuarto de minuto, y luego, sin gemir, se derrumbó y murió.

No se oía más sonido en el teatro que el de los actores, recitando lamentablemente sus parlamentos en la parte baja. Mas este silencio se rompió en un instante, y el pánico se elevó desde el leve gorgoteo hasta el hervor al lanzarse la concurrencia hacia las salidas para escapar del delirio asesino de Sir Owen. Como no quería que se me escapase en aquel alboroto, me tiré hacia delante, con no sé qué intención: posiblemente la de atizarle hasta que perdiera la consciencia y luego arrastrarle ante el juez. La verdad es que no tenía ningún plan y no sabía qué haría pasado el momento.

Como un loco, Sir Owen se irguió e intentó pegarme en la cara con su pistola caliente, pero esquivé el golpe con facilidad y respondí con un puñetazo ejecutado con calma contra su amplia barriga. Tal y como yo había previsto, se dobló y dejó caer el arma, ahora inútil. Pero no se rindió. Estaba desesperado, e iba a luchar hasta escapar o hasta que no pudiese seguir luchando.

El barón dio un paso atrás y se llevó la mano a la espada. Yo por tanto me llevé la mano a la mía, y la había sacado y la tenía lista antes de que él siquiera hubiese llegado a empuñar la suya. Cometí el error de creer que iba a tener una ventaja clara en este terreno. Di un paso al frente, preparado para atravesarle con mi hierro.

Sir Owen lanzó contra mí su primer ataque, un lance habilidoso y bien ejecutado dirigido a la parte superior de mi pecho. Un sinvergüenza como Sir Owen no llegaba a la edad que tenía siendo mal espadachín, y confieso que sentí una punzada de miedo al detener velozmente el ataque e intentar diseñar una estrategia. Me había confiado, ya que yo no era maestro en todas las artes de defensa personal, y me di cuenta inmediatamente de que Sir Owen era un adversario a mi altura.

A pesar de sus nervios, Sir Owen sujetaba el arma con una especie de aplomo instintivo, y la blandía con elegancia cortando el aire una y otra vez con el solo objeto de inquietarme. Me gustaría decir que su espada era la continuación de su brazo, pero si el caso hubiera sido ése la espada habría sido gorda y desgarbada: era más bien como si el brazo se convirtiera en una extensión de su arma ligera y delicada, y Sir Owen, bajo su embrujo, se movía con tanta gracia como violencia.

Éstas no eran las condiciones bajo las cuales disfrutar del enfrentamiento con un oponente avezado de intención asesina. Déjeme que le asegure, lector, que una estrategia es algo difícil de elaborar cuando está uno cruzando espadas con un villano en un teatro rebosante de cientos de espectadores presas del pánico, chillando y corriendo hacia las salidas.

Sir Owen me lanzó otro ataque, dirigido otra vez al pecho, pero en el último momento varió la dirección y apuntó más abajo, pensando en alcanzarme en la pierna para así perjudicar mi capacidad de maniobra. Logré bloquear su ofensiva por muy poco y contraataqué con un apasionado golpe a su costado, bajo el brazo derecho, esperando que le costara trabajo detener esta intentona. Para un hombre de su tamaño, maniobró con asombrosa rapidez, esquivando eficazmente mi avance.

Aunque me veía obligado a admitir que Sir Owen era un esgrimidor excepcional, cuando miré su rostro no vi ni rastro del placer que un hombre siente al ejercitar sus talentos: sólo pasión asesina. Pensé que las pasiones de Sir Owen iban sin duda a ofrecerme una ventaja considerable, pero no fue así. Intentó alcanzarme de nuevo, esta vez en el brazo con el que manejaba la espada. Lo bloqueé, pero sentí cómo nuestras armas se enganchaban. En mi esfuerzo por recuperar el control sobre mi espada, forcé demasiado mi pierna lesionada, y el dolor, que me recorrió todo el cuerpo como un relámpago, me distrajo por un instante. Fue un instante demasiado largo, porque Sir Owen se aprovechó de mi confusión, y girando con habilidad su hierro, me arrebató el mío, que se elevó trazando un arco en el aire y cayó al suelo con estrépito a unos quince pasos de donde me encontraba.

Pensé que ahora tendría que huir, pero su propia furia y su terror le nublaban el entendimiento. Rara vez en mi vida he visto nada tan horroroso, y sin embargo tan cómico, como su cara, ahora de un color rojo profundo, casi púrpura, excepto por los labios, apretados con tanta fuerza que eran de un blanco espantoso. Me miró fijamente, apuntándome con la espada.

—Me has arruinado —me dijo en un gruñido bajo, apenas audible por encima del ruido de la multitud.

Tenía la intención de atravesarme. Estaba convencido de ello. Podría haberme escapado, supongo. Podría haber salido ileso, pero no podía soportar la idea de huir, de escapar corriendo de este villano a quien con tanto ahínco había buscado. Así que hice lo que él sin duda nunca habría imaginado que haría un hombre cuerdo y desarmado frente a un adversario con una espada: le metí prisa.

Me eché hacia delante, sin hacer caso de la punzada, que me hizo sentir como si el brazo se me fuera a partir en dos. Sorprendido al principio por mi repentino acercamiento, Sir Owen mantuvo la espada en posición con la esperanza de clavármela, pero yo no había optado por la autodestrucción. Lo que hice fue utilizar un truco que había aprendido peleando en la calle: me eché al suelo y le agarré por las piernas, con la esperanza de derribarle como a un bolo.

Sir Owen dejó caer la espada e, impulsado por su esfuerzo por escapar, cayó de espaldas. Se zafó de mí y retrocedió apoyándose en las piernas como un cangrejo, logrando ponerse en pie al mismo tiempo que yo. Luego se subió al antepecho del palco, supongo que para ganar ventaja, e intentó golpearme. Ahora no éramos más que dos hombres, desprovistos de rango y posición, midiendo nuestras fuerzas en un concurso de ira. Y no es fanfarronería, lector, decir que en un concurso de esta clase —de puños, fuerza física y capacidad de soportar los golpes— un barón perezoso y bien alimentado no tenía contra mí ni una sola posibilidad.

Sir Owen lanzó un puñetazo y falló.

Habiendo perdido el equilibrio por la fuerza del golpe, se apoyó contra el antepecho del palco. Volvió a intentarlo, temerariamente y sin puntería. No sabía lo que estaba haciendo y sacudía los brazos como un salvaje. La confusión causada por esta loca ofensiva, añadida a la fuerza impresionante del puñetazo con el que yo respondí, hizo que el barón perdiera el equilibrio, y con un chillido aterrorizado, cayó de espaldas los treinta pies que le separaban del escenario, donde los actores habían continuado intrépidamente recitando la obra de Elias. Sus esfuerzos habían sido valerosos, pero supongo que hasta los actores más disciplinados no podían pasar por alto la llegada de un grueso barón caído de los cielos.

Permanecí inmóvil, jadeando, con el corazón golpeándome el pecho, y, sí, también con un irrefrenable temblor en los miembros. No se me ocurría qué hacer ahora. Creo que no pasó más que un momento, pero para mí fue como un espacio de tiempo interminable, antes de que se me ocurriera comprobar si Sir Owen seguía con vida.

Me incliné sobre la barandilla para ver si Sir Owen estaba muerto, solamente inconsciente, o quizá ileso y listo para huir. Pero antes de que pudiera echar un vistazo, sentí que me agarraban innumerables manos que me sujetaban al suelo para inmovilizarme. Ya no era el acusador de Sir Owen. Ya no era el hombre que se interponía entre un idiota desequilibrado con una pistola y los inocentes espectadores. Ahora era un judío que había atacado, quizás matado, a un barón.

Dos caballeros de aspecto fuerte me mantenían sujeto. Me parecieron tipos bastante capaces, aunque podría haberme escapado de ellos si hubiese querido. Pero decidí no hacerlo. Iba a tener que enfrentarme a la ley más tarde o más temprano, y no deseaba arriesgarme a que me hirieran en mis esfuerzos por escapar.

A mi alrededor la multitud se agitaba violentamente. Algunos corrían a mirar el cuerpo de Sir Owen tendido sobre el escenario. Otros se apiñaban aquí y allá, atónitos, como el ganado. La mujer del cabello cobrizo y el vestido negro y dorado que había estado sentada en el palco de Sir Owen chillaba violentamente, mientras un joven intentaba consolarla. Siguió dando chillidos durante unos minutos y luego empezó a sollozar más suavemente. El caballero joven comenzó a llevársela hacia la escalera para poder sacarla del teatro.

—Cálmese, señorita Decker —le dijo—. No debe usted alterarse.

Les miré. No sabía qué pensar.

—Decker —dije en voz alta—. ¿Sarah Decker?

Uno de los hombres que me sujetaban me miró perplejo. Mi curiosidad le debía de parecer tan incomprensible como inapropiada.

—¿Y qué pasa?

—¿La conoce? —le pregunté—. ¿Conoce a esa mujer?

—Sí —respondió, con la cara fruncida en un gesto de confusión.

—¿Ésa es Sarah Decker? —pregunté. Empezaba a sentirme desorientado, incluso un poco mareado.

—Sí —dijo con cierta irritación—. Va a casarse con el hombre a quien ha intentado usted asesinar.

Lo único que podía hacer era dejar que aquellos hombres me llevaran consigo.

Treinta y cuatro

Pensé que me llevarían ante el juez esa misma noche, pero resultó no ser así. Quizá había demasiados testigos a quienes llamar —testigos de calidad y rango— y la hora era demasiado avanzada como para comenzar un asunto semejante. En cualquier caso, los caballeros que me sujetaban me entregaron a los alguaciles, que me encerraron a pasar la noche en los calabozos de Poultry. Afortunadamente llevaba encima suficiente plata para procurarme una habitación individual en la Zona Noble y así poder evitar los horrores de esa cárcel, ya que la Zona Común es uno de los lugares más repugnantes y desgraciados de la tierra.

Mi habitación era pequeña, olía a moho y a sudor, y no tenía más mobiliario que una silla de madera rota y un duro camastro de paja, que, de haberlo utilizado, habría estado obligado a compartir con una colonia de sociables piojos. Me senté en la silla e intenté pensar en alguna estrategia. Era difícil saber qué pensar o cómo proceder, ya que no sabía de qué iban a acusarme a la mañana siguiente. Mucho dependería no sólo del estado de Sir Owen, sino también de la naturaleza de los testigos que trajeran los alguaciles.

Mi situación era peliaguda, y concluí que no me quedaba más alternativa que utilizar a mi tío, y pedirle que le ofreciera algo al juez para que no me llevasen a juicio. En modo alguno podía estar seguro de que un soborno fuese a funcionar. Si Sir Owen estaba muerto, sin duda me acusarían de homicidio, si no de asesinato: ningún soborno podría convencerle de variar su veredicto si consideraba que se trataba de un ataque claro contra un hombre de la posición de Sir Owen. Pero si el barón sólo estaba herido, me consolaba con la idea de que podía albergar la esperanza de evitar un juicio.

Llamé al carcelero y le dije que deseaba que me procurara papel y una pluma, y que después querría enviar un mensaje. No estaba seguro de llevar suficiente plata encima para pagar estos bienes de precio exorbitante, pero resultó que los precios iban a importar poco.

—Le puedo vender papel y pluma —me dijo un individuo bajito de piel grasienta, mientras intentaba mantener su pelo ralo fuera de los ojos—, pero no puedo hacer llegar ningún mensaje suyo.

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