Una conspiración de papel (66 page)

Read Una conspiración de papel Online

Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

BOOK: Una conspiración de papel
6.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

El reloj de arena estaba sobre la mesa junto a mí. Sin quitarle el ojo de encima a Balfour, lo giré con la mano izquierda.

—Tiene medio minuto —dije con frialdad— para decirme el verdadero nombre de Martin Rochester, o le dispararé. Me conoce demasiado bien, creo yo, como para dudar siquiera por un instante de que hablo completamente en serio.

Había previsto que no sería un hombre valiente, pero no esperaba que su debilidad resultase tan total. Cayó de rodillas como si de súbito hubiesen desaparecido sus pies y sus pantorrillas. Abrió la boca para rogar piedad, pero no dijo nada.

No iba a mostrarle ninguna piedad. No iba a recibir señal alguna por mi parte de que su pánico fuera a procurarle ninguna lenidad. Él reloj de arena corría. Retiré el seguro de mi pistola y preparé los ojos para la explosión de la pólvora.

Se atragantó, intentando hablar en medio de su terror. Supongo que algo dentro de mí, en algún nivel que yo ignoraba, se compadecía de él. Creo que todos hemos soñado que algo terrible nos sucede y que intentamos gritar, pero no somos capaces de emitir ningún sonido. Balfour estaba representando ese terror. Resopló, como alguien que intenta expeler un trozo de hueso que se le ha alojado en la garganta, y por fin abrió la boca tanto como pudo y profirió un rugido tremebundo con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡No lo sé!

Su grito pareció haber acabado con todas las reservas de sus anteriores esfuerzos por hablar. Los dos permanecimos sentados en silencio algún tiempo, anonadados por la fuerza del grito y del silencio que lo siguió. A lo mejor fue porque había logrado sacar estas primeras palabras, o a lo mejor fue porque habían transcurrido los treinta segundos y aún seguía vivo. No sé por qué, pero por fin la lengua se le soltó.

—No sé quién es —dijo con voz queda—. Lo juro. Nadie lo sabe.

—Pero usted le robó a su padre las acciones de la Mares del Sur para él —dije. No era una pregunta.

La cabeza le colgaba sobre el pecho, como la calavera inerme de un esqueleto que vi una vez en la Feria de San Bartolomé.

—¿Cómo lo sabe? —me preguntó en voz baja.

—¿Quién más podría haber sido? —prefería hacerle creer que lo había razonado en lugar de explicarle que había tenido que darle una paliza a un jovenzuelo para que me lo dijera—. Si faltaban de entre sus posesiones, alguien tuvo que llevárselas. ¿Y quién estaba en mejor posición que usted? Después de todo, a no ser que las acciones fuesen transferidas a otro dueño, no tendrían valor, y ésas no podían transferirse, ¿no es cierto? Eran falsas, de modo que nadie las querría aparte de aquellos que quisieran destruirlas: es decir, o Rochester, o la Compañía de los Mares del Sur. Supuse sencillamente que era la mano de Rochester la que estaba detrás del robo. Luego utilizó al hombre que tiene dentro de la Compañía para que modificase el registro y pareciese que su padre había vendido sus participaciones mucho antes de su muerte.

Balfour se anticipó a mi pregunta.

—Me envió un billete bancario a través de un mensajero: cien libras si accedía a hacerlo. Y otras trescientas cuando recibiese las acciones. Mi padre ya estaba muerto, y yo no tenía ni idea de que planeasen matarlo antes de que ocurriera. Después de que le mataran, ya no había nada que hacer. De otro modo no hubiera visto ni un penique, así que ¿por qué no aprovechar esa oportunidad?

Conforme hablaba, creo que Balfour empezó a convencerse a sí mismo de sus propios pretextos. Vi cómo su rostro empezaba a cambiar de la expresión hueca de la vergüenza a la mueca esperanzada de un hombre que cree estar al borde de la absolución.

—Si la cosa se considera bien, no hice nada malo.

—Nada excepto colaborar con los hombres que mataron a su padre —le dije—. Pero deseo volver al asunto de su idiotez por un momento. Verá, Balfour, no tengo ningún problema para creerme que no haya estado implicado en la muerte de su padre, porque le considero demasiado cobarde como para hacer algo así.

No puedo expresar cuánto disfruté con este insulto. Él se erizó ante la acusación de cobardía, pero apenas podía argüir que fuese un hombre lo suficientemente robusto como para cometer parricidio.

—Creo que es usted lo bastante bribón como para beneficiarse de la muerte de su padre y ayudar a su asesino —continué—. Lo que no comprendo es por qué me pidió a mí que encontrara al hombre que le mató. En concreto, me pidió que localizase las acciones que faltaban. A no ser que esté equivocado, usted me contrató para desenmascararle a usted. ¿Por qué haría tal cosa?

—Porque —me espetó, airado ante mi insolencia— nunca creí que pudiera averiguar todo lo que ha averiguado. Me creí seguro.

—Eso no explica por qué, Balfour. ¿Por qué?

—Dios le maldiga, Weaver, sucio judío. No pienso responder a sus preguntas. No tengo más que llamar a mis criados para que abran esta puerta y le arrastren ante un juez.

—Ya ha gritado y sus criados no le han oído. Estas hermosas casas de ciudad están tan bien construidas, ¿sabe? Todo gruesos muros de piedra y puertas macizas.

—Entonces seré capaz de esperar más que usted. No creo que vaya a dispararme. Me quedaré aquí tanto tiempo como usted, y apuesto a que su brazo se cansará antes de que yo me canse de estar sentado.

Sonreí y me metí la pistola en el bolsillo.

—Tiene usted toda la razón, señor. No voy a dispararle. La pistola sólo enfatiza lo que de por sí es un momento dramático. Le diré lo que sí estoy dispuesto a hacer, sin embargo. Estoy dispuesto a romper cada uno de sus dedos, señor, a hacerle la misma pregunta cada vez que le rompa un dedo. Tendrá usted diez oportunidades antes de que termine con sus manos. No voy a molestarme por los dedos de los pies (el dolor es muy leve) pero hay numerosos objetos en esta habitación capaces de destrozar un pie. Una rodilla también, supongo. Y supongamos que le rompo todo lo que se me ocurra romperle y aun así no me cuenta lo que deseo saber, quedará entonces sólo su cráneo. Le encontrarán, inerme como una muñeca de trapo, y nadie sabrá lo que le ha ocurrido.

Balfour intentaba mantener los ojos abiertos.

—Pero —añadí con entusiasmo— lo cierto es que no creo que tal cosa vaya a ser necesaria. ¿Sabe lo que creo? Que lo máximo que podrá usted soportar será un dedo roto. ¿Quiere usted que probemos esta teoría, o me va a decir lo que quiero saber?

Balfour permaneció en silencio durante lo que me pareció un periodo interminable. Yo comprendía lo que pasaba por su cabeza. Estaba buscando la manera, alguna otra manera, de no darme la información, para poder evitar las repercusiones de mano del hombre al que tenía que traicionar. Supongo que lo consideró desde todos los puntos de vista, pero al final sólo pudo pensar en cómo evitar el tormento ahora: el tormento por venir habría de ser resuelto más tarde.

—Me pagaron para que contratase sus servicios —dijo al fin—. Me pagó un hombre que no podía saber que le había enviado las acciones de mi padre a Rochester. Me contrató porque parecería muy plausible que yo tuviera algún interés en la investigación. Y fue él, no yo, quien quiso involucrarle a usted en esto. Yo simplemente me beneficiaba de ello. De nuevo pensé que si podía hacer un poco de dinero con la muerte de mi padre, ¿por qué negarme? Nunca creí que se enteraría de mi implicación en los hechos.

—¿Quién es ese hombre que le contrató? —le pregunté.

No sé qué nombre que pudiera haberme dado me hubiera sorprendido más. De haber dicho que había sido el Rey de Prusia, el Arzobispo de Canterbury o el Nabab de Bengala, éstos me hubieran parecido villanos tan probables como cualquiera. Pero el nombre que me dio fue quizá menos sorprendente.

Jonathan Wild había pagado a Balfour para que me embarcase en esta investigación.

Me puse en pie, y desde lo alto de mi estatura miré a Balfour, que no podía decidir si debía intentar una súplica o un tono de sentida indignación.

—¿Le dio Rochester el resto del dinero prometido?

Balfour sacudió la cabeza.

—Nunca me lo envió.

—Bien —le pegué un puñetazo muy fuerte en la cara. Quería que le quedase una señal de nuestro encuentro, para que cada vez que le preguntaran su origen, su mentira le recordase su propia vileza y su cobardía.

Treinta y dos

Los dos días siguientes fueron muy desalentadores para mí. Había conseguido tanta información: había desenterrado la gran conspiración que Elias había previsto, y lo había hecho sobre todo con ayuda de la filosofía, algo de lo que nunca me hubiese creído capaz. Sabía quién había matado a mi padre, por qué lo había hecho, y cómo lo había hecho. Pero Rochester se había escondido demasiado bien. Había sabido desde el principio que enfrentarse a la Compañía de los Mares del Sur era una tarea peligrosa, y se había protegido mucho para que sus enemigos nunca le descubrieran.

Había agotado todas las posibilidades, pero no podía quebrar el edificio que Martin Rochester había construido para protegerse. Pensé en perseguir a sus tres matones otra vez, pero no fui capaz de convencerme a mí mismo de que aquello mereciese la pena. Rochester había llegado a tales extremos para ocultarse que no iba a divulgar su nombre ante una pandilla de asesinos a sueldo que podrían venderlo a la menor oportunidad. Además, los villanos de Rochester eran conscientes de que yo sabía quiénes eran, y me pareció probable que se encargarían de no ser localizados fácilmente, al menos durante algunas semanas.

Tenía muchas ganas de hablar con Elias, pero él no podía concederme mucho tiempo, ya que estaba dando los últimos retoques a su obra. Había mucha reescritura por hacer, pero me aseguró que Rochester no se iba a ir a ninguna parte. Una vez que la obra se hubiese estrenado con éxito podría contar con su ayuda.

Con poca cosa más con la que ocupar mi tiempo, me pasaba el día en el Jonathan's, bebiendo demasiado café y esperando escuchar alguna conversación de interés. No volví a ver al señor Sarmento, y mi tío mencionó de pasada que le preocupaba mucho que el empleado no hubiese acudido al almacén en dos días. No me pareció que fuera de mi incumbencia decirle lo que yo sabía.

Miriam y yo apenas si nos habíamos dirigido la palabra desde que nos besamos brevemente, y sus esfuerzos por arreglar nuestra desavenencia, como había hecho en la sala, fueron valientes, pero ningún gesto de buena voluntad —por muy osado que fuera— podía pretender anular la monstruosa incomodidad que existía ahora entre nosotros.

La tarde anterior al estreno de la obra de Elias, ella y yo estábamos sentados en el salón de mi tío. Era la primera vez que pasábamos el rato juntos desde que compartimos aquella peculiar intimidad en la posada, y hallé que sólo podía tolerar su presencia intentando olvidar el incidente. Ella, por otro lado, estaba sentada como si estuviera perfectamente cómoda mientras devoraba una novela sentimental titulada Exceso de amor. Cuando no le lanzaba miradas subrepticias, yo estudiaba panfletos sobre el Banco y las compañías y cualquier otra cosa que pudiera encontrar. No comprendía casi nada de lo que leía, y supongo que mi esfuerzo era vano. Deseaba encontrar alguna referencia a Rochester, pero sabía que no podía haber ninguna.

Observé a Miriam leyendo, estudiando su expresión de deleite mientras sus ojos recorrían esa bobada.

—Miriam —le dije después de un rato—, ¿realmente tiene la intención de no casarse conmigo?

Alzó la mirada hacia mí, con la cara tensa de horror, supongo, pero debió de ver algo en mi cara, algo travieso en lugar de desesperado, que la hizo echarse a reír. No se reía de manera burlona, compréndanme, sino que se reía de lo absurdo que era todo lo que había pasado entre nosotros. Su risa era de lo más contagiosa, y yo también comencé a reírme. Y así permanecimos, riéndonos juntos, el uno animando al otro, hasta que a los dos nos dolía el estómago.

—Es usted ridículamente directo —dijo al fin, jadeando.

—Supongo que sí —convine, al terminar de reírme—. De modo que seré directo con usted —dije con formalidad—. ¿Qué planes tiene ahora? ¿Qué va a hacer con su dinero?

Se ruborizó un poco, como si el hablar de dinero la avergonzase. Quizá se tratase sólo de este dinero.

—Voy a necesitar a alguien que me ayude, alguien en quien pueda confiar. Pero lo invertiré, supongo. Si lo hago con cuidado, puedo conseguir un interés del cinco por ciento, y con ese dinero, además de mi asignación, podría permitirme una casa que me parezca satisfactoria.

Me sentí embriagado por una sensación de decepción y vergüenza. Me decepcionaba que Miriam ahora se trasladase fuera de casa, que estableciese su propio hogar y se hiciese independiente. Mientras estuviera sujeta a mi tío, me parecería más accesible, de algún modo; ahora estaría verdaderamente fuera de mi alcance y mi egoísmo en este asunto me avergonzaba.

Abrí la boca para comenzar un discurso que aún no sé cómo habría podido elaborar, porque el destino intervino. Oí que abrían la puerta, e Isaac entró en la habitación con una bandeja de plata sobre la que había una tarjeta.

—Para usted, señor Weaver —dijo Isaac—. Una dama.

Examiné la tarjeta, sobre la cual estaba impreso el nombre «Sarah Decker» en un elegante tipo de letra.

—¿Ha mencionado el motivo de su visita?

—Creo que quiere solicitar sus servicios —respondió Isaac.

No estaba de humor para recibir nuevos encargos, pero mi investigación me había costado una enorme cantidad de dinero, y podía ver lo beneficioso que me resultaría tener alguna otra ocupación. Además, el nombre de Sarah Decker me sonaba familiar. No acababa de ubicarlo, pero sabía que lo había oído mencionar en las últimas semanas.

Miriam se excuso, e Isaac hizo pasar a la dama. Me sentí complacido inmediatamente de no haberla despedido, porque era una mujer asombrosamente hermosa, de pelo rubio y brillante, cejas espesas, y rostro redondo y delicado. Llevaba un vestido en tono marfil con enagua azul y sombrero a juego. Sus modales eran exquisitos, pero pude ver que estaba incómoda, visitando a un hombre como yo en un barrio como Dukes Place. Le rogué que tomara asiento y le pregunté si podía ofrecerle algún refrigerio, pero ella no quiso nada.

—Vengo por un tema complejo —me dijo—. Hace tiempo que pienso que no hay nada que yo pueda hacer para mejorar mi situación, pero va a peor, y cuando oí mencionar su nombre, señor Weaver, pensé en usted como mi última esperanza.

Le hice una reverencia.

—Si puedo prestarle algún servicio, será un honor para mí serle útil.

Other books

Monkey Grip by Helen Garner
Theodore Roethke by Jay Parini
The Lazarus Moment by J. Robert Kennedy
Stay With Me by Astfalk, Carolyn
PhoenixKiss by Lyric James
Summer of the Geek by Piper Banks