Un seminarista en las SS (21 page)

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Authors: Gereon Goldmann

Tags: #Histórico, Religión

BOOK: Un seminarista en las SS
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La serie siguiente de veinte sermones trataron del matrimonio. En tales circunstancias, sin mujeres disponibles, muchas de las charlas se referían a las dos cosas de las que carecían… comida y mujeres. Por algunos de mis leales hombres me enteré de que un fruto de mis palabras sobre el matrimonio resultó ser una limpieza general en las conversaciones privadas: cuando los nazis empezaban a difundir basura, muchos hombres se levantaban y se enfrentaban con ellos, y eso dio fin a sus sucias conversaciones.

La gran ruptura se produjo en Navidad. El jefe del campo había preparado unas conferencias sobre Yule, la fiesta alemana pagana. Con madera (que había sido robada) nuestro grupo preparó un maravilloso nacimiento adornado con cientos de velas pequeñas, y el coro actuó de un modo espléndido, con violines y otros instrumentos; decoramos el barracón con palmeras y abetos artificiales, y esperamos a ver qué ocurría. A las 20h, los nazis empezaron su Fiesta Yule; la asistencia era obligatoria. Los hombres acudieron y oyeron lo que se decía, pero callaron y no dieron muestras de aprobación. A las 23h, cuando todos se hubieron retirado a sus habitaciones, nos abalanzamos a través del campo y empezamos lo que calificamos de una peregrinación a la gruta. Todos los que pudieron, excepto un centenar de los más fanáticos nazis, asistieron a nuestra capilla en los barracones. Enseguida se llenó. Habíamos ampliado con mantas una pequeña zona que nos protegía del frío y aumentaba el espacio. Luego, encendimos los cientos de velas que habíamos colocado por doquier. A su cálida luz, la gruta se hizo visible y, entonces, el coro entonó los auténticos cantos de Navidad a los que se unieron los hombres. Durante unos momentos pareció que ya no había guerra, ni nazis, ni alemanes ni franceses, porque en aquellos instantes, todos éramos uno en Cristo. Estábamos en Navidad, un tiempo de paz para todos los hombres de buena voluntad. No era difícil llegar a los corazones de aquellas personas a través de las alegres nuevas de la Navidad. Después de la Misa, estuve oyendo confesiones durante horas. Los pecadores vertían lágrimas de dolor tras recibir la absolución sacramental. En penitencia, les imponía la asistencia a Misa durante algunas semanas; muchos de ellos continuaron haciéndolo durante meses, a pesar de haber expirado la «sentencia». Por aquellos días recibí varias cartas de algunos de los hombres que habían asistido, en las que me decían no haber disfrutado nunca de una Navidad igual. No podía haber sido más real; estábamos en un barracón sin ventanas ni puertas, en medio de un viento frío que arrastraba copos de nieve; los hombres estaban escuálidos, hambrientos, y vestían andrajos; no habíamos sido testigos de la pobreza, la penuria, la desnudez de la primera Navidad…, pero la vivíamos a diario. Carecíamos de todo lo que hace de la Navidad una fiesta gozosa en el hogar, pero sentíamos en nuestros corazones, como nunca hasta entonces, que el Niño Dios venía a este mundo en medio de la pobreza y la penuria; y nuestros corazones se inundaban de paz y de alegría.

A partir de aquel día, la comunidad de creyentes se fue incrementando lenta pero firmemente. Los ataques de los nazis eran cada vez más ineficaces. Y nosotros nos esforzábamos para que no se perdieran los frutos de aquella noche; aumentábamos las tareas educativas, intensificando nuestro interés en que los hombres estuvieran ocupados en sus fructíferos estudios y trabajaran desde la Misa de la mañana hasta las Completas de la noche. Se dice que «El Demonio encuentra trabajo para las manos ociosas», y yo trataba de impedir que sus manos y sus mentes fueran presa de la tentación.

Naturalmente, todo ello eran piedras contra mi tejado. Los líderes nazis estaban furiosos y trataban de hacerme imposible la atención a las almas.

Cuando me trasladaron al campo, los franceses me insinuaron que, de vez en cuando, podría darles a conocer las condiciones de vida en el interior. Hubo franceses que se lo advirtieron a los nazis. Aunque yo no les informaba, los franceses se enteraban a través de mis sermones, lo que llegó al conocimiento de los jefes nazis por boca de sus espías. En la tercera semana de Cuaresma fueron más lejos: bajo severas amenazas, prohibieron que los prisioneros se dirigieran a mí. «El enemigo del pueblo» se convirtió en sujeto de aislamiento; los que se atrevieran a escuchar mis palabras, recibirían severas palizas. Esto sucedía en la primavera de 1945, cuando la guerra llegaba a su fin. Los nazis sabían que se acercaba su hora y trataban de salvarse recurriendo a un aumento del terror. ¿Qué iba a hacer?

Pedí consejo a mis seguidores más íntimos, y ellos me aconsejaron que tomara la decisión de resistir. La alternativa era situarme al lado de los franceses y darles a conocer lo que sucedía en el campo, lo que daría a los nazis la ocasión de acusar a los católicos de enemigos del pueblo. Así que esperé y permanecí firme. Las cosas no podían continuar durante mucho más tiempo.

Capítulo 20

UNA PESCA MILAGROSA

Estuve aislado a lo largo de dos semanas. Esta fue la mayor soledad durante mi vida en el campo. En su amargura por el resultado de la guerra, los jefes eran capaces de cualquier violencia, y se me aconsejó que no les provocara ni les diera el menor motivo para ejercerla sobre mí. Por fin, uno de los miembros de la Legión Extranjera dejó el campo y, antes de marchar, informó a los franceses del comportamiento de los nazis.

Fue el final del boicot. El líder del campo cesó, y los franceses llegaron a conocimiento de la situación: cómo los nazis alentaban la corrupción; cómo vivían y cómo se aprovechaban de la mayor parte de las provisiones de la Cruz Roja, sin las cuales habríamos muerto de hambre hacía tiempo. Los franceses eran los primeros en llevarse una buena cantidad, después los nazis y sus secuaces del campo, y el resto para nosotros. Los paquetes de la Cruz Roja llegaban una vez al mes, y los prisioneros recibíamos la mitad del envío original.

Con la pérdida de la guerra y el cambio de jefe del campo, llegó una era de relativa paz en materia religiosa, aunque nunca faltaron obstáculos. Ahora que, oficialmente, los nazis habían perdido, surgieron grupos comunistas y anti-nazis que, a su modo, no eran mejores que ellos.

Estábamos pensando en edificar una capilla y, en enero de 1945, empezamos a trabajar en ello. Era realmente una tarea excesiva para aquellos prisioneros depauperados. Teníamos que fabricar nuestros propios ladrillos a base de mezclar arena del desierto con excrementos de camello, paja y agua que cocíamos al sol del desierto y luego trasladábamos al campo. Los ladrillos eran tan grandes y tan pesados que, de vez en cuando, los hombres desfallecían bajo su peso; realmente era un trabajo sacrificado. Teníamos que pasar clandestinamente al campo todo lo necesario. Nada tan apropiado para aquellos hombres, llenos de orgullo, paz y confianza, como la laboriosa tarea de construir una capilla en un campo nazi, donde, seis meses antes, no existía ni en nuestros sueños. Además de las dificultades materiales, teníamos que vencer la oposición de las autoridades francesas, que temían que una iglesia fuera motivo de disputas.

Me ruboriza confesar que la obtención de los cristales para las ventanas y la madera para los muebles fue una obra maestra de hurto. Los prisioneros se convirtieron en unos artistas: fabricaron un incensario y una custodia con madera, y un copón con el aluminio que extrajeron de un avión y que pulieron hasta darle la apariencia de plata. El Sábado Santo entramos en nuestra «catedral» cantando el
Lumen Gentium
. Esta capilla significaba para nosotros más que la mayor catedral del mundo. Era una hermosa estancia silenciosa, alejada del ruido del campo, ligeramente iluminada por las ventanas doradas, y muy apropiada para la oración. Podían acceder a los cultos unas doscientas personas; nunca pensamos que, al cabo de dos meses, tendríamos que ampliarla hasta el doble de su tamaño y que, incluso entonces, resultaría demasiado pequeña. Nuestra capilla se convirtió en un auténtico centro de oración; nunca la encontré vacía. En el sagrario, bajo llave, guardábamos el Santísimo Sacramento. Los hombres hacían la vela ante él, junto a los dos que se habían apuntado unos días antes.

Muy pronto, asistieron a la Misa diaria unos cien hombres, y en domingo, muchos más. Aquellas gentes pobres, achacosas, muertas de hambre y desesperadas, muchas de ellas enfermas, sentadas en el suelo, recibían la Comunión y encontraban fuerzas para continuar. Como se difundió la noticia de nuestra capilla, hubo religiosas que nos enviaron lienzos de altar y ornamentos, lámparas y muchas, muchas velas; al final, teníamos de todo. Desde la primera hora de la mañana hasta la última de la noche, los hombres acudían allí para rezar o estudiar; habíamos ampliado el programa de estudios de teología; incluso tenían exámenes, y a mí me sorprendía lo mucho que habían aprendido.

Y lo mismo que habíamos conseguido construir un templo, Dios construyó un invisible templo de fe en las almas de aquellas personas; unos volvieron a practicar su religión, y otros se hicieron creyentes por primera vez en su vida. Jóvenes, que hasta entonces no habían oído la verdad sobre Iglesia, acudían en grupos, y allí, por primera vez, se enteraban de la gracia que es creer en Dios y saberse hijos suyos.

Aunque esta capilla, edificada en y con la arena del desierto, se habrá desmoronado, todavía permanece en pie la iglesia invisible que Dios edificó en el corazón de aquellos hombres, como lo atestiguan las muchas cartas que todavía recibo.

Quizá, nuestra gran experiencia consistió en descubrir la fuerza y el secreto de la oración. En los primeros años de estudio intensivo en nuestra capilla-escuela, el tema de mayor importancia fue la credibilidad del mensaje cristiano, tema de muchos de mis sermones y tema de discusión en muchos de los grupos. El primer año fue el año del planteamiento de la fe y de su profundo arraigo. En el segundo se insistía en el modo de vivir una vida de fe y descubrir en ella el valor de la oración. En primer lugar, preguntaba, ¿quién sabe rezar? Y ¿quién reza? Una encuesta me reveló que escasamente el cinco por ciento admitió que rezaba; y los que rezaban lo hacían por costumbre, y que sus oraciones eran, sobre todo, oraciones infantiles. Para la mayoría de los hombres, la oración era una carga o sencillamente una costumbre; en cualquier caso, era una tarea desagradable y para un hombre y un soldado, una ocupación molesta. En las personas piadosas, la vida de oración es algo fuerte y vital. La oración significa hablar con Dios como un niño habla con su padre; no es necesario emplear fórmulas y, si existen algunas formas fijas dictadas por los expertos en liturgia, son cánticos del cuerpo y del corazón; la auténtica fuente de cualquier clase de oración es el corazón que se desborda en fe y en amor.

Esto no solo se refiere a las mujeres y a los niños, sino que, en primer lugar y sobre todo, se refiere al hombre, cabeza de la familia, un aspecto que ignoraban los prisioneros; y que pedirles que hicieran oración no era lo último ni lo menos importante.

Por lo tanto, prediqué docenas de veces sobre la oración; al final, llegamos a tener dos sermones diarios. (Yo trabajaba escribiéndolos en cada momento libre; cuando me marché había escrito más de dos mil). Pero gracias a Dios, logré prender en los corazones de aquellos hombres un insaciable fuego. Con fe y con esfuerzo, con perseverancia y alegría, muchos consiguieron alcanzar una oración extraordinariamente elevada y una profunda comunicación con Dios.

Así pues, como apuntaba un prisionero, aquellos años en el campo fueron un retiro continuado que nadie consideró demasiado largo o demasiado pesado. Nuestro eslogan era: «La oración es nuestra arma secreta».

Los grupos llamados «hombres torpedo» surgieron sin indicaciones por mi parte; su función consistía en ayudar a los que se habían separado de Dios. Cuando uno de estos «hombres torpedo» se encontraba con un camarada en semejante situación, inmediatamente rezaba por su conversión, lo decía a sus compañeros y todos se unían a él en su ataque con oraciones; y sentían una enorme alegría cuando el «atacado» recuperaba la fe o cuando un pecador se acercaba al sacramento de la Penitencia.

Entre la vida con el Señor en la oración, y la vida con Él en la Comunión, no había más que un pequeño paso. Antes de caer prisioneros, aquellos hombres se habrían burlado de la idea de recibir, incluso a diario, la Sagrada Comunión. Ahora aprendían cuán dulce es el Señor en el Santísimo Sacramento.

Se agotaron las Formas y el capellán francés se negó a proporcionarme más por temor a que las empleáramos como pan para satisfacer nuestra hambre. Tenía razón; las empleábamos para satisfacer nuestra hambre, pero hambre del alma, especialmente visible en este campo de prisioneros sin esperanza ni consuelo. Y cuando a los tres meses llegaron las primeras cartas con las noticias de las condiciones de nuestras casas, fuimos mucho más conscientes de que solamente el Señor en el Santísimo Sacramento podía ayudarnos. Desde uno o dos que lo recibían diariamente, el número ascendió a un centenar.

En los tiempos que siguieron, íbamos a necesitar aún más de aquella fuerza. Después de dos años, empezamos a recibir noticias de nuestra patria. Un hombre se enteró de que un tanque ruso había arrollado a su mujer y a sus cuatro hijos. Era un hombre especialmente unido a su familia, que solía mostrar a los demás las fotos de los suyos, su posesión más valiosa. Y ahora estaban muertos.

Salió de la habitación y desapareció. Yo temí encontrarme con otro suicidio, como ocurría frecuentemente cuando llegaba una de esas cartas.

Fui a la capilla… y observé que faltaba el crucifijo del altar. Cuando se me acostumbraron los ojos a la oscuridad, vi al hombre desaparecido tirado en el suelo delante del altar, con el crucifijo en las manos. Intenté consolarle, pero, en medio de sus lágrimas, balbuceó: «No, no necesito palabras de consuelo. Por favor, ayúdeme a rezar lo que rezó usted ayer».

Hice memoria; se trataba de un sermón sobre el Padrenuestro, en el que insistía en la frase: «Hágase tu voluntad». Rezamos juntos el Padrenuestro, y cuando dijo las palabras «Hágase tu voluntad», la batalla estaba vencida. Tan grande fue aquel momento, que comprendí que su tensión y su dolor habían desaparecido como si fueran algo material, y él salió de la capilla rebosante de la fuerza y el deseo de continuar.

Estas experiencias fueron frecuentes; en la oración encontrábamos la fuerza para obtener numerosas gracias… fuerza que yo iba a necesitar especialmente en los días que se avecinaban.

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