«TEDESCO FURIOSO»
De camino hacia el frente, el día de Año Nuevo me encontraba en Roma. Deseaba hablar con el Santo Padre por cualquier medio. Sin embargo, era casi imposible, pues las tropas alemanas habían rodeado el Vaticano y hecho prisionero al Papa. Una noche, después de cenar en el monasterio de San Antonio con el General de la Orden franciscana, le pedí que me consiguiera una audiencia con el Santo Padre. Me preguntó el motivo, y yo repuse sencillamente que quería pedirle las Órdenes Sagradas.
«¿Has terminado tus estudios de teología?».
Tuve que decirle toda la verdad: «No, pretendo empezar seriamente después de la guerra».
El Padre General se echó a reír y, con él, todos los que le acompañaban. «¡Oh, oh, este Tedesco furioso! ¡Este fiero alemán! ¿Quieres romper con el Vaticano?».
«No, pero…».
«Lo siento, hijo mío, pero no lo hará. Sencillamente, sin terminar los estudios no puedes llegar a ser sacerdote. Y una audiencia con el Papa está fuera de lugar».
Así que aquella petición quedó en nada, pero yo no me desanimé. Estaba allí, era el momento, y ¡yo tenía que ver al Santo Padre! Se me había contagiado algo de la fe de la Hermana Solana, y los sucesos de los últimos meses habían hecho nacer en mí la convicción de lo acertado de mis propósitos.
A la mañana siguiente me dirigí a la embajada alemana y solicité una entrevista con un tal Herr von Kessel para un asunto personal. Era uno de los implicados en la conspiración para asesinar a Hitler. Me pasó a su despacho, cerró las puertas cuidadosamente y, mientras yo le daba la contraseña, siguió mirando a su alrededor. Le informé sobre los preparativos para el «20 de julio», tal y como me lo había transmitido el barón Adam von Trott. Repetí el mensaje varias veces hasta que lo memorizó, pues nada de todo aquello podía confiarse al papel.
Me informé de algunos datos interesantes sobre las fuerzas aliadas, datos que debía transmitir al barón von Trott en la primera oportunidad. Después de que los hube guardado en mi memoria, Herr von Kessel dijo: «Ha prestado un gran servicio a la causa. ¿Puedo corresponder de algún modo con usted?».
De buenas a primeras, repliqué: «Me gustaría ver al Santo Padre».
«No es fácil, Goldmann. Ya sabe cómo están las cosas en Roma».
«¡Tengo que verle! ¡Seguramente usted conoce algún modo de lograrlo!».
«¿Qué es lo que desea?».
Se lo expliqué.
Se echó a reír y dijo: «Usted no conoce el Vaticano o la Iglesia. Es completamente imposible».
«¡Pero tengo que enterarme! Usted introdúzcame en el Vaticano y yo haré el resto».
Finalmente, llamó a su secretaria. «Póngame con el Vaticano, Fräulein Mueller. Si es posible, con la oficina del Santo Padre».
Volvió al momento diciendo que tenía la comunicación. Poco después, Herr von Kessel me dijo: «El Santo Padre le recibirá. Ya hemos enviado su nombre».
Llamó a su coche, y yo atravesé el bloqueo del Vaticano con el corazón latiéndome precipitadamente. Ahora me asaltaban las dudas. ¿Cómo osaba yo… un insignificante, un recién ordenado diácono, irrumpir como un elefante en una cacharrería alterando el orden establecido y cuestionando la actuación de la Iglesia… bombardear ahora al Papa con mi petición, cuando su tiempo, su corazón y su mente estaban agobiados por los problemas de millones de hombres y mujeres? Temblaba ante mi temeridad, pero, reprendiéndome, se alzó la fe de la Hermana Solana haciéndome luchar conmigo mismo.
Me recibió la Guardia Suiza; yo me preguntaba quién habría avisado de mi llegada. Un oficial me esperaba para escoltarme escaleras arriba y un prelado me preguntó sobre lo que deseaba del Santo Padre. Al verme vacilar, me rogó que fuera breve, porque tenía que anotarlo en el Libro de Audiencias, un libro rojo que llevaba en la mano.
Contesté que, de parte del obispo del Ejército, tenía que hacerle dos peticiones relativas a la atención a las almas, y que le llevaba los saludos de un grupo de cristianos no católicos que rezaban por Su Santidad. Lo escribió, y después preguntó: «¿Algo más?». Le repuse que se trataba de un asunto personal que solo podía tratar con el Santo Padre.
«¡Pero eso no puede ser! Por lo menos, debe decirme algo sobre ello».
Por fin, dije: «Deseo pedirle el sacerdocio».
El prelado sonrió y exclamó: «¡Magnífico! ¿Para quién?»
«Para mí». La respuesta sonó débil e insegura incluso a mis oídos.
«¡Oh, así que es usted un seminarista!».
Sin faltar a la verdad pude responder afirmativamente.
«Y ¿ya ha terminado sus estudios con éxito?».
Guardé silencio. No estaba muy versado en diplomacia, de modo que me lancé en picado y respondí: «Pretendo terminar mis estudios después de la guerra».
Me miró como si cuestionara mi cordura; subió dos escalones (era mucho más bajo que yo) y, con el rostro de un César, replicó: «¡Imposible! ¡Completamente imposible!». Si la situación no hubiera sido tan desesperada, creo que me habría reído ante el desconcierto que le ocasionó mi respuesta.
Aquello era el final. Atravesamos una amplia estancia con los dos Guardias Suizos, uno a cada lado. El prelado se detuvo de nuevo y, con voz clara y cortante, dijo: «No hablará usted sobre el último punto. El Santo Padre no tiene tiempo de escuchar peticiones absurdas».
Yo empezaba a enfadarme. «¿Quién decide lo que el Santo Padre oirá de mí? ¡Solamente él… y yo!». Hablé en un tono alto y fuerte, de tal modo que los Guardias Suizos me miraron sorprendidos. «¡Hablaré, no importa de qué!».
La poco amistosa faz del menudo prelado se tornó glacial. Miró el reloj y dijo: «Son las once. Ha pasado ya el tiempo de una audiencia. Vuelva usted mañana».
Aquello fue demasiado. Repliqué secamente: «Soy un soldado. Mañana he de reunirme con mis tropas. He de ver hoy al Santo Padre. Se me ha prometido y tengo derecho. Insisto».
«Lo siento, debe marcharse».
En un tono de voz que tengo la segundad de que nunca había oído el prelado, me dirigí a él. «No pienso marcharme. Si usted insiste, se acabó. Si es necesario, veré al Santo Padre por la fuerza». Y me metí la mano en el bolsillo.
Por supuesto, no llevaba pistola, pero él lo creyó. Me miró, y luego miró consternado a las arcaicas armas de los Guardias Suizos, pensando seguramente: «Una pistola contra dos espadas… significa sangre».
Ahora, su rostro era amistoso.
«Por favor, espere aquí. Voy a ver».
Volvió rápidamente.
«Sí; el Santo Padre le concederá unos momentos de su tiempo. Pero no quiere oír hablar de su última petición. ¿Me ha entendido?».
Lo había entendido, y era bastante doloroso. Entramos en una estancia donde esperaban otras personas. Me senté al final de la fila y recé a Santa Teresa de Lisieux, recordando su experiencia con León XIII cuando acudió a solicitarle el permiso para entrar en las Carmelitas a la temprana edad de quince años. También ella tenía expresamente prohibido hablar al Santo Padre de lo que llevaba en lo más profundo de su corazón y en lo más íntimo de su alma. Yo prometí hacer una peregrinación a Lisieux, si todo salía bien.
Entró el Santo Padre, Pío XII, y todos nos arrodillamos. Escuchó algunas explicaciones sobre los motivos de nuestra audiencia, acercándose después a cada uno. Las madres lloraban; él las consolaba y bendecía a sus niños. ¡Era un verdadero padre! Mi prelado estaba siempre a su lado con el libro rojo, y le decía algunas palabras sobre cada uno.
Por fin vino hacia mí. Le hablé de las peticiones del obispo del Ejército, dos cosas muy importantes que satisfizo al momento. Después transmití al Padre común de la cristiandad las palabras de saludo de los hermanos y hermanas evangélicos; aquello le conmovió profundamente, y dijo por dos veces que los bendecía a ellos y a sus hijos con todo su corazón.
Yo no sabía qué hacer ahora.
Comprendió que quería decirle algo más.
«¿Deseas decirme alguna otra cosa?».
Era mi oportunidad. «Sí, ciertamente, pero me han indicado que no lo haga».
«¿Por qué no?».
«El prelado me ha dicho que no queréis oír hablar de ello».
Riendo, el Papa le miró, después a mí, y dijo: «Puedes decir a tu Padre todo lo que quieras».
Como un embalse que revienta, me di rienda suelta. Hasta el momento había hablado cuidadosamente en italiano, pero, como no me salía, recurrí al alemán.
«Como sabéis, Santo Padre, soy soldado, sanitario, siempre junto a las tropas en el campo de batalla. Yo no mato, sino trato de salvar cuerpos y almas. Los soldados mueren a miles, sin un sacerdote que los oiga en confesión. Nueve divisiones alemanas nuevas carecen de sacerdote. Le suplico humildemente que me admita al sacerdocio para que esos soldados moribundos se puedan confesar».
«¿Tienes certificado de estudios?».
«Sí; de mis estudios de filosofía».
«¿Y la teología?».
«Últimamente lo he explicado en muchas ocasiones, y me avergüenza repetirlo a Su Santidad, pero tengo el propósito de completar mis estudios de teología después de la guerra».
Se mostraba muy sorprendido. «Pero, ¿no has estudiado teología?».
«No, en realidad, no».
«Pero no puedes llegar a ser sacerdote sin esos estudios»
En medio de mi apuro, balbuceé que había ayudado a Misa desde los ocho años y que me la sabía muy bien.
El Papa se echó a reír, y luego me preguntó: «¿Y crees que todos los monaguillos pueden hacerse sacerdotes de repente?».
Entonces me di cuenta de la tontería que había dicho.
«Además, no sabes administrar la Sagrada Comunión, ni cómo guardarla».
A eso pude contestar que lo llevaba haciendo algún tiempo.
«¿Cómo?», preguntó asombrado. «No eres sacerdote».
«Sin embargo, ahora mismo llevo Sagradas Formas en el bolsillo».
Enmudeció, hasta que le mostré la carta del obispo de Patti, explicándole cómo la había conseguido, sin mencionar, por supuesto, el episodio de la pistola.
Me la devolvió riendo, y dijo: «Pareces ser un enigma bastante grandioso, igual que el modo en que los obispos del sur ejercen la autoridad romana».
Finalmente, le hablé de la Hermana Solana, de sus veinte años de constante oración y de cómo había insistido en que solicitara aquella audiencia; de cómo le había explicado que era imposible pues partía para Rusia; de cómo había escapado de una matanza y, en cambio, por un camino indirecto, había terminado en Roma. Le expliqué que la Hermana Solana decía que, si iba a Roma, tendría enseguida una nota diciendo que me iban a ordenar sacerdote —y sin exámenes—, pero a condición de completar mis estudios en cuanto terminara la guerra.
Y lo hizo. Con la preciosa nota en la mano, con una bendición, y con un amistoso guiño de los ojos del Papa, salí sin dirigir siquiera una mirada al desconfiado prelado que me miraba con escasa simpatía.
De camino al monasterio franciscano —y ningún triunfador volvió nunca a su casa más feliz— me detuve en Herder’s en la Plaza Colonna y compré varios recordatorios de Primera Misa.
Cuando entré en el monasterio, los frailes estaban terminando de comer. El Padre General me vio y, riendo, dijo a los que le rodeaban algo sobre el «Tedesco furioso».
Sin embargo, cuando le mostré la nota no daba crédito a sus ojos y me ofreció la más calurosa felicitación meridional: una cena espléndida aquella noche.
LA TERRIBLE COSECHA DE LA GUERRA
Mi ordenación estaba prevista para la mañana del 30 de enero en la iglesia de las catacumbas de San Calixto. Me iba a ordenar un obispo franciscano. Yo estaba entusiasmado, casi delirante, y en medio de una gran exaltación, al día siguiente regresé al frente, cerca de Cassino. Mi regimiento ya había marchado, de modo que volví a Roma por la carretera de la costa. Al pasar por la antigua ciudad de Ostia, pensé en Santa Mónica, que había muerto allí. A poca distancia, donde la carretera giraba a la izquierda, había un castillo en medio del bosque, cerca de un pueblecito y de una iglesia regida por un fraile capuchino.
Me quedé dos semanas, y el anciano sacerdote me enseñaba a diario las rúbricas de la Misa. Permanecí al cuidado de aquel bondadoso fraile capuchino, que me examinaba incansablemente sobre la Misa y me daba muchos buenos consejos para la vida sacerdotal. De repente, el 24 de enero por la mañana, se dio la alarma. Me ordenaron dirigirme inmediatamente a Cassino, donde americanos e ingleses habían iniciado una inesperada ofensiva de invierno con el fin de separarnos de su cabeza de playa en Nettuno. El plan triunfó: nuestras tropas en torno a Nettuno salieron precipitadamente hacia Cassino, y las playas quedaron sin protección. Pocos días después, el enemigo desembarcó con escasa oposición y estableció allí una cabeza de playa.
Nosotros corrimos a Cassino. Tuve que enviar un mensaje a Roma avisando que no habría ordenación a final de mes, y que posteriormente daría más noticias. Combatimos inmediatamente en las montañas al sur de Cassino, intentando detener a un enemigo que nos superaba a razón de cien hombres a uno y mil veces más en equipamiento. A pesar de todo, vencimos. Nos atrincheramos firmemente en la montaña, donde no podían alcanzarnos, y nuestras armas pesadas eran eficaces. Día y noche, el cielo estaba lleno de aviones británicos pero, dada nuestra peculiar posición, no podían perjudicarnos demasiado. Una patrulla enemiga venía una y otra vez para saber si seguíamos vivos. Se enteraban a su costa, y así, a pesar de lo exiguo de nuestro equipamiento, el frente se estabilizó. Permanecimos en las montañas durante el frío enero de 1944.
Yo tuve suerte, pues estaba acampado en un pequeño lugar llamado, si mal no recuerdo, San Giorgio, y desde allí acudía diariamente a llevar vino y otros artículos de consuelo a los heridos. Había algunos puntos peligrosos, pero, especialmente por la noche, el panorama era maravilloso. El 29 de enero se produjo un ataque aéreo nocturno que causó numerosos heridos. Yo acudí donde estaban, cerca del lugar de nacimiento de Santo Tomás de Aquino. Llegué sano y salvo y, después de atender a los heridos, me di un paseo por el pueblo bombardeado. Me disponía a regresar a Cassino, cuando me lo impidieron las bombas que caían por todas partes. A pesar de todo, decidimos intentarlo, pero era imposible hacerlo conduciendo. Los únicos seres humanos visibles, casi todos civiles, estaban muertos. Caminamos bajo los árboles buscando la protección del bosque. Pero no podíamos estar agachados todo el día. A la entrada de un camino que conducía a la montaña, encontré el siguiente cartel: