«Padre, las Formas son para los moribundos. ¿Puede usted darme su bendición, y a ellos a través de mí?». Por fin, comprendió que yo no era un ladrón ni un asesino y colocó sus manos temblorosas sobre mi casco.
Marchamos con el tanque. Yo oí a la gente gritar:
«¡Ah!, ¡esos diablos alemanes!». Diablos, pero con el Santísimo Sacramento.
Todo esto transcurrió en una hora. Volví al puesto en el que cuidaba a los heridos. Ya estaban consumidas casi todas las Formas, cuando nos llegó la noticia de que la Undécima Compañía había tenido un enfrentamiento con el enemigo, y muchos de nuestros soldados estaban tendidos en el campo de batalla. Teníamos que ir, y el tanque era nuestro único medio de transporte.
Muy pronto nos encontramos con alemanes que huían seguidos de cerca por los británicos. Cuando vieron la bandera de la Cruz Roja, los ingleses se acercaron a nosotros, nos hablaron amistosamente y me ayudaron a cargar a los heridos. Entre el enemigo había algunos católicos que, comprendiendo lo que yo estaba haciendo con los moribundos, se arrodillaron; otros, miraban asombrados. Repartieron té y chocolate a los heridos, y volvimos sanos y salvos. Aquella fue una de las experiencias más humanas que viví durante la guerra.
Regresamos al puesto, y muy pronto los aviones bombardearon la ciudad. Escapamos a pie, pues el tanque estaba también averiado; vi el camión-ambulancia junto al párroco, que se limitó a decir: «Por fin. Ya era hora de que llegara». Había visto acercarse al enemigo y, para que no nos resultaran una carga, recogió a dos soldados alemanes heridos que habíamos encontrado de camino; nosotros salimos hacia la montaña.
Durante las cuatro semanas siguientes, la vida se convirtió en una pesadilla. Nunca pude saber cómo conseguimos avanzar, con los italianos y los ingleses rodeándonos y los aviones bombardeando. A pesar de la sangre y de mi odiado uniforme, fui muy bien recibido en muchas parroquias y en monasterios franciscanos.
Era el día de una fiesta de la Virgen… creo que el Dulce Nombre de María, 12 de septiembre. Habíamos volado los puentes y todo lo que se podía volar y creíamos que el enemigo estaba a horas, quizá días, por detrás de nosotros. Pasamos la noche en las montañas, bajo los árboles, disfrutando de un muy necesario descanso. A las 10 de la mañana siguiente continuamos nuestro camino. Yo pensé que tenía tiempo de confesarme y de oír Misa una vez más. Como el capellán estaba lejos, decidí bajar al valle, hasta un monasterio de dominicos aproximadamente a una hora de camino. Me puse en marcha a las cuatro de la mañana. A mi lado corría un perro enorme, pero no me contrariaba, pues no le tenía miedo y él podía protegerme de alguna súbita emboscada. Al cabo de treinta minutos llegué al monasterio, que estaba tranquilo. Pensé que las 5:30h era una buena hora para que estuvieran despiertos, pero no se percibía actividad alguna. Por fin, a las 6h, llamé a la puerta. Después de una eternidad, una voz gruñó: «¡Por amor de Dios!, ¿qué quiere en una noche como esta?».
Contesté: «Quiero confesarme».
Sorprendido, abrió la puerta; apareció ante mí un padre dominico no exactamente vestido para el coro. Yo iba uniformado y, una vez que se recuperó de su shock, me acompañó a la iglesia donde me preparé para la confesión. Luego, ante la sorpresa de los novicios y de los frailes, ayudé a la Misa de un anciano dominico. Observándome, empezaron a cantar en el coro de un modo vacilante. Cuando recibí la Sagrada Comunión, todos dejaron sus sitiales para asistir al espectáculo. Yo terminé por entrar en la sacristía con objeto de no distraerles de sus devociones y de su atención a la Misa conventual. El anciano fraile que me había oído en confesión me acompañó al refectorio donde encontramos queso, vino y mantequilla.
Yo estaba hambriento y demostré a los monjes ¡lo que puede comer un alemán! Naturalmente, ellos estaban deseosos de saber algo de la guerra. Les conté algunas cosas y les mostré orgullosamente mis papeles especiales. Eran casi las nueve, hora de la Misa Mayor, pero el Maestro de Novicios la pospuso a favor del huésped franciscano. Charlamos, reímos y ellos empezaron a cantar. El ánimo que me transmitió aquella comunidad fue un auténtico alimento para el alma.
De repente, el hermano portero anunció inocentemente que muchos de mis camaradas estaban fuera… ¿debía dejarlos entrar?
Yo tenía mis sospechas sobre de quiénes se trataría y, al mirar por el ventanillo de la puerta, vi ¡soldados británicos! El patio estaba lleno de ellos. ¿Y ahora qué?
El superior encontró la solución: me prestó un hábito y, acompañado de tres hermanos, salí por una puerta lateral. Con el corazón golpeándome el pecho, caminé entre ellos lentamente para ocultar mis botas. Los ingleses nos saludaban con un
Hello
, y cuando llegamos a un pasaje próximo al monasterio, devolví el hábito y regresé rápidamente a la montaña. Advirtiendo la llegada de los británicos, mis camaradas habían partido. Solo Faulborn me esperaba en el pueblo. Pensó que había llegado mi hora, ¡pero estaba dispuesto a arriesgar su suerte para compartirla conmigo! Salimos y volamos los puentes a nuestras espaldas. ¡Debo unas palabras de gratitud a los hijos de Santo Domingo!
EL SARGENTO DIÁCONO
Continuamos hacia el norte. Nos saludaron las llanuras de Salerno, aunque no llegamos a sospechar que serían la temprana tumba de algunos de los nuestros. El enemigo había concentrado sus fuerzas, que no podían compararse con nuestros maduros o muy jóvenes hombres.
Al este de Salerno se yergue una colina conocida como la 444 por tener 444 metros de altura. Desde ella se divisa toda la planicie. El enemigo la ocupó y atacó. Nos ordenaron tomar las cumbres. Era una orden insensata, estúpida, si consideramos la escasa fortaleza de nuestras tropas y nuestro penoso equipamiento. La noche previa al asalto, aún había compañías sin oficiales.
Yo estaba asignado a la Décima Compañía. Durante la noche, llegó un joven teniente, recién salido de la escuela, con una falta absoluta de experiencia en el frente. Mientras esperábamos la llegada de la mañana en un viñedo, le expusimos la situación.
El tiempo era húmedo y frío; nadie durmió. Los soldados jóvenes, tropas de refresco, trataban de adivinar el desarrollo de los acontecimientos, ya que no tenían experiencia en tales campañas. Yo saqué mi libro de cánticos y entoné algunos himnos. El teniente era un fervoroso joven protestante, hijo de un pastor de Hamburgischen; conocía los cánticos y los siguió suavemente con una voz limpia como la de una campana. Los otros nos rodearon, comiendo uvas y escuchándonos. Amaneció por fin, y llegó la orden: «Preparados».
Aún faltaban veinte minutos para el comienzo del ataque. A través de la niebla podíamos ver la montaña sobre nuestras cabezas.
«¿Tenemos que tomar esa montaña?», preguntó el joven oficial.
«Naturalmente».
«Pero los ingleses están en la cumbre con cañones de grueso calibre».
«Sí. Pero los venceremos».
«¡Pero es un suicidio!», insistió el oficial. ¡Era tan joven! «Debíamos hacerlo de noche».
Sin embargo, ya era de día. De repente, me preguntó si había visto morir a alguien. Mi risa sonó amarga.
«Sí, a muchos».
«¿Cómo mueren?». Y de repente, se estremeció de miedo. «¿Es cierto que no se cae en el primer ataque?».
Yo estaba atónito. Aquello era una mala señal. Por inexperto que fuera, los hombres necesitaban un líder, y él estaba destrozado por el miedo. Yo intentaba calmarlo, pero el teniente temblaba de pies a cabeza. «No, no, no puedo caer», repetía una y otra vez. «Me está esperando».
«¿Quién?».
Me mostró la fotografía de una joven. «Es única. Le prometí que un día nos casaríamos en la rectoría». Deseaba llegar a ser pastor y me describió precipitadamente lo buena que era. ¡Dios no podía querer que él muriera ahora, ahora no! Estaba terriblemente asustado y ¡se suponía que debía dirigir el ataque de la compañía!
Le dije que, puesto que era teólogo e hijo de teólogo, debía saber algo sobre la confianza en Dios. Le dije también que me siguiera e hiciera exactamente lo mismo que yo. «No se mueva a menos que lo haga yo». Asintió con un gesto.
Nos pusimos a cubierto antes de que el enemigo llegara a apuntarnos. Rezamos juntos el Padrenuestro y nos arrastramos por la última hilera del viñedo. Ante nosotros se extendía una pendiente de unos trescientos metros de ancho. A las 5:40h. la artillería comenzó su función: nuestros cuatro penosos cañones dispararon hacia las alturas. Empezamos a correr. No se produjeron disparos enemigos.
¿Se habrían trasladado?
De repente, se desencadenó el bombardeo. Nosotros avanzábamos como ranas, arriba, un salto y otra vez abajo. Sorprendentemente, la cosa funcionó hasta que las ametralladoras empezaron a disparar. Solo podíamos dar saltos cortos. El teniente estaba muy cerca de mí. Lo hacía bien, echándose en el polvo al mismo tiempo que yo. Ahora estábamos cerca del arroyo seco. Con solo dos o tres saltos más, habríamos pasado lo peor; al otro lado había un refugio. Le vi moverse, lo llamé, «¡
Herr Leutnan
, espere!», pero él pensó que podría llegar de un salto.
Corrió. Entonces fue alcanzado en el pecho y cayó en el barranco. La sangre brotaba de su guerrera destrozada. Me miró, y con un último jadeo, dijo: «¡Pobre, pobre novia mía!». Fue el fin.
La guerra es tal locura… ¡los jóvenes mueren antes de empezar a vivir!
Aunque tomamos la cumbre, sufrimos grandes pérdidas. Una hora después, mientras yo cavaba una tumba para el teniente, el comandante se acercó a mí. Me felicitó y me puso una estrella en el hombro por «el valor demostrado ante el enemigo». No era frecuente que un soldado no-combatiente recibiera tal distinción, y yo tendría que haberme sentido orgulloso, pero tenía ante mí el rostro del joven teniente moribundo. Era la tercera vez que oía aquello de «el valor demostrado ante el enemigo». Pero yo solo había corrido como todos los demás. No sentí mucha satisfacción al recibir aquella estrella.
A la noche siguiente nos ordenaron bajar de la cumbre, pues la montaña estaba sometida al fuego desde los buques. Nuestra artillería y nuestras municiones eran tan escasas que no podíamos responder. Concentramos las tropas en el lado norte de la costa y recibimos la orden de aislar al enemigo de sus barcos a la mañana siguiente, pero fracasamos. Avanzamos a lo largo de la tarde, pero el enemigo se retiró a unos cuatrocientos metros de la orilla. Formaron columnas de tanques y cañones, una hilera tras otra, unos junto a otros. ¿Qué podíamos hacer frente a ellos? El aire estaba lleno de aviones; llegamos a contar doscientos.
Nos ocultábamos en el bosque. Cerca de nosotros, en una extensa pradera, había una granja de espléndidos sementales italianos. Estaban en la línea de fuego, y los quejidos de los caballos agonizantes nos partían el corazón. A pesar del peligro al que se exponían, los soldados corrían a matar a los animales heridos.
Aquella noche, a las ocho, nos movimos con rapidez; solo se quedó la tercera parte de la compañía. En el camino encontramos un tanque destrozado del que sacamos a un hombre muerto. Tenía en la mano una medalla y un devocionario americano. Lo enterramos en una tumba cerca de la calle. Una vez más, un hermano había muerto a manos de sus hermanos enemigos. La locura de la guerra nos daba náuseas.
Perdimos la llanura de Salerno. El enemigo se mantuvo firme. Retrocedimos de nuevo hacia las montañas. El enemigo vino desde el sudeste, de Calabria. Eran mediados de noviembre. En Murano-Lucanio visité al obispo; me renovó la nota del obispo siciliano que me concedía el privilegio de llevar conmigo las Sagradas Formas y así pude administrar diariamente la Comunión. Si algún sacerdote me la negaba durante mi camino, la visión de una pistola me proporcionaba lo que los agonizantes, y yo mismo, necesitábamos. Muchos civiles recibían de mis manos los últimos consuelos; viejos y jóvenes se sentían como animales acosados a ambos lados de las líneas de fuego.
El 12 de noviembre recibí la noticia de que la casa de mis padres había resultado gravemente dañada por un bombardeo. Entonces obtuve el permiso largo tiempo ansiado y frecuentemente denegado. ¡Cómo deseaba salir de aquel infierno! Después de Brenner Pass, ¡mi casa!
Los daños en nuestro hogar eran leves, de modo que dejé Colonia para ir a Rottenburg, donde me esperaban la paz, el descanso, el silencio y los buenos alimentos de un monasterio. Me detuve un par de días en Roma donde, a pesar de la guerra y de las restricciones eclesiásticas, conseguí el permiso de la Congregación de Religiosos para hacer mis votos solemnes. Aunque estaba irrevocablemente unido a Dios y a mi propósito de convertirme en sacerdote franciscano, y no necesitaba los votos para mantenerme firme en mi camino, deseaba con todo mi ser pronunciarlos y hacer irreversible mi compromiso. Fue una concesión peculiar que hizo alzar muchas cejas.
Mi superior estaba extraordinariamente complacido y se puso de acuerdo con el Obispo Fischer para conferirme el subdiaconado. Después de un retiro en Weggental, el 7 de diciembre de 1943 pronuncié, en una preciosa ermita, los votos de pobreza, castidad y obediencia ante un cuadro de nuestra Madre Bendita.
La iglesia estaba casi vacía, pero en el primer banco se arrodillaba una resplandeciente Hermana Solana, de Fulda, cuyas oraciones habían obtenido para mí aquella gracia especial.
Para ella, era un día de premio a su fe. Al siguiente, cuando me confirieron el subdiaconado en la capilla de Rottenburg, su alegría no tuvo límites. Pero yo deseaba más: el subdiaconado solo es el primer paso para el diaconado. Sin embargo, el prelado se negó; necesitaba la conformidad del obispo del Ejército para ordenarme de diácono. Me precipité a ir a Tübingen y telefoneé al obispo en Berlín. Me recordaba, y no resultó difícil obtener su permiso, que envió por correo. Llegó el 11 de diciembre y, al día siguiente, me convertí en diácono.
De repente, mis deseos se acrecentaron. Habiendo conseguido ya el diaconado, deseaba ejercer como diácono en la Misa de Nochebuena, pero mi permiso expiraba el 23 de diciembre. Escribí a mi mando superior solicitando una ampliación hasta el 3 de enero, pero no recibí respuesta, de modo que, el 22 de diciembre, me dispuse a tomar el tren a Munich, desde donde viajaría a Italia. Ya había introducido el equipaje en el vagón, cuando, justamente al momento de salir, oí que me llamaban por los altavoces. Me reuní inmediatamente con el jefe de estación, quien me comunicó que me habían concedido la ampliación del permiso. Con los papeles en el bolsillo, celebré la Nochebuena en Rastatt, Baden.