Marta estrujó el bolso que perteneció a Olga y la oscuridad de sus gafas se humedeció por un instante. A la salida del pueblo, se oyeron disparos y más allá enormes banderolas sujetas a los árboles listaban la carretera como en la meta de llegada de los ciclistas. Una de estas banderolas decía: «Mueran los militares». Marta pareció sollozar y Julio le habló con serenidad, la riñó:
—Pequeña…, ten ánimo. Anda, no crees dificultades.
Marta se esforzó, pareció recobrarse.
—Lo procuraré.
Julio sintió lástima por el ser que llevaba al lado.
—¿No decís, en la Falange, que el desaliento os está prohibido?
Marta sonrió.
—Más o menos, es eso. Decimos: «inasequibles al desaliento».
—¡Inasequibles! —exclamó Julio, cabeceando con fingida admiración—. Así, por las mañanas, la palabra es complicadilla, ¿no? Anda —corrigió—. Quería bromear un poco.
Julio dijo esto con voz tan dulce y persuasiva, que Marta le miró sorprendida.
—Ya sé —admitió Marta.
El resto del trayecto fue tranquilo. Venció la cortesía. Julio comentó algunos detalles del paisaje y en un momento determinado le dio a Marta datos complementarios sobre la familia que la hospedaría. Ezequiel era todo un tipo. Altísimo y delgado, parecía un alambre. Tenía dos obsesiones: aprovechar para el riego el agua del mar y envasar en verano la energía del sol para producir calor en invierno. «¡Un bromista, ya verás! Su mujer se llama Rosita, y siempre le toma el pelo a Ezequiel, diciéndole que es tan feo como las fotografías que salen del Fotomatón.» Su hijo se llamaba Manolín y también tenía dos obsesiones: el mecano y un gato gris, gato que siempre llevaba en brazos.
Marta, protegida tras las gafas oscuras, escuchaba a Julio sin pestañear. ¿Por qué las personas cometían actos que las convertían en irreconciliables? Julio, a su vez, pensaba: «Esta muchacha sabe escuchar». Y le hacía gracia recordar que en la mesa de su despacho, en Jefatura, tenía un botiquín —CAFÉ— con el que Marta salió a la calle el día de la sublevación. Lo guardaba junto a la calavera y unos libros que pertenecieron a Mateo.
Llegados a Barcelona, Marta se aturdió. Los tranvías y algunos taxis habían sido pintados con los colores de la FAI —rojo y negro—, que eran los mismos de la Falange, y de los transeúntes, sobre todo de los de edad un poco avanzada, emanaba un conturbador halo de tristeza. Aquí y allá quedaban pequeñas barricadas y continuamente se acercaban al coche muchachas con mono azul pidiendo un donativo para el Socorro Rojo. Julio, que tenía ya unas cuantas monedas preparadas, complacía a las milicianas y les decía invariablemente: «Hale, a comprarse un lápiz de labios, que buena falta os hace».
En la fachada de un hotel había tres gigantescos retratos que obsesionaron a Marta: Stalin, Durruti y Azaña. «¡Menudo cóctel! », comentó Julio. Y la vestidura de la gente era pobrísima. Nadie llevaba sombrero y pocas personas calzaban zapatos. El calor lo justificaba todo, hasta las camisetas. Había vehículos destrozados y constantemente se oía la sirena de los bomberos. Los coches transitaban a velocidades de vértigo.
El coche de Jefatura se dirigió lentamente hacia la Vía Layetana, hacia el establecimiento fotográfico de Ezequiel. Estaba mercado, y Julio consultó el reloj. «Claro —dijo— ya es más de la una.» Indicó al conductor que los acompañara a la calle de Verdi, número 315, domicilio de Ezequiel. «Vaya hasta la Diagonal, luego le indicaré.»
En pocos minutos se plantaron en el lugar indicado. El coche paró justo enfrente del número 315. Era un edificio de planta baja de un solo piso, propiedad de Ezequiel, quien siempre contaba que compró con el producto de una caricatura que le encargó Mauricio Chevalier. Julio se metió en el bolsillo la pitillera que acababa de sacar y le dijo a Marta: «Aguarda un momento», y se apeó.
Entró en la casa, llamó a la puerta y permaneció dentro unos cinco minutos escasos, al término de los cuales volvió a salir con cara sonriente.
—Puedes apearte —le dijo a Marta—. Te están esperando.
Marta se emocionó. Por primera vez miró al policía con la gratitud dominando cualquier otro sentimiento. «Gracias, Julio —balbució, empezando a inclinar la cabeza para apearse—. Muchas gracias.»
Julio García pareció intimidarse, como le ocurría casi siempre que trataba con una persona distinguida. Marta se apeó y le ofreció la mano a Julio. En el último momento, la muchacha se quitó las gafas oscuras para que el policía leyera la gratitud incluso en sus ojos.
Marta subió a la acera y desde allí esperó a que el coche de Jefatura partiera. Saludó al policía agitando la mano, y cuando el coche desapareció, dio media vuelta y entró en el vestíbulo de la casa.
No tuvo necesidad de llamar. En lo alto de los tres peldaños de acceso a la vivienda, la puerta aparecía abierta y la esperaban en bloque tres personas. Marta se cohibió. Vio a un hombre altísimo, feo como él solo, con lacito negro en el cuello. A su derecha, una mujer mucho más joven, de ojos chispeantes, y al otro lado un niño de catorce años ¡llevando en brazos un gato gris, enorme y soñoliento! Tres bultos. Tres bultos —y un gato— que constituirían su nueva familia, con los que conviviría bajo el mismo techo.
Después de mirarlos dos segundos, mirada que Marta sabía muy bien que era decisiva, se inmovilizó.
—Soy Marta…
Rosita le dio ánimos.
—¡Sin cumplidos, hija! Entra, entra…
Marta subió y penetró en la casa. La puerta se cerró a su espalda y el misterio quedó dentro.
Ezequiel fumaba en pipa y su cara reflejaba una gran curiosidad alegre.
—Adivina nuestros nombres —desafió, con voz de persona acostumbraba a tratar con desconocidos.
Marta fue mirándolos despacio uno por uno.
—Usted…, Ezequiel —señaló al hombre de la pipa—. Usted…, Rosita. Tú, Manolín. —Luego añadió—: El gato no sé cómo se llama.
—Se llama
Gato
—intervino Ezequiel. Luego añadió—: En serio. Es el único gato que se llama así.
Marta sonrió y Rosita le dijo:
—¡Anda, quítate ya las trenzas!
—¡Oh, es verdad!
Marta se las quitó y con ello se transformó de tal modo que los tres bultos se movieron. Ezequiel y Rosita pensaron: «¡Jesús, esta chica necesita un reconstituyente!» Manolín no acertaba a explicarse que alguien que iba a instalarse en la casa llevase por ludo equipaje un paquete ínfimo y un bolso.
Era la hora del almuerzo y la mesa estaba ya puesta. «Pondré un plato más, no importa.» Mientras Rosita iba por él a la cocina, Ezequiel se empeñó en enseñar a la recién llegada el patio de la casa. Marta siguió al caricaturista y a los pocos segundos exclamó: «¡Magnífico!» En efecto, el patio era limpio, soleado, y contaba o con dos bancos de piedra y los dos pinos hermosos y muy altos.
—Luego te enseñaremos el resto, sobre todo la azotea. Se ve todo Barcelona, hasta el
Uruguay
. —Entraron de nuevo y Ezequiel aclaró—: Tenemos hasta cuarto de baño.
—¿Qué es el
Uruguay
? —preguntó Marta.
—El barco donde están detenidos los militares.
Marta se mordió los labios. Fue al lavabo y regresó. El almuerzo no pudo ser más afortunado. Hubo contacto humano, Marta no dejó de observar a su nueva familia y cayó en la cuenta de que Julio la había definido certeramente. Ezequiel era sin duda un socarrón, pero bueno como el pan, sentimental y enamorado perdido de su mujer, a la que siempre motejaba. Incluso entre plato Y pinto daba chupadas a la pipa. Sus larguísimos brazos le permitían dejarla cada vez en el trinchante, y Marta recordó que el hombre era un artista de las sombras chinescas. Su ocupación principal consistía ahora en atender el Fotomatón, pero de vez en cuando se metía aún en los cafés para sacar caricaturas. «Las caras del Fotomatón salen mucho peor. Aunque yo sostengo que el Fotomatón es el que dice la verdad.»
Rosita era también barcelonesa y en tiempo fue dama de honor en los Juegos Florales de su barrio. Escuchaba a Ezequiel complacida, si bien repetidas veces afirmó que era vanidosillo y que millares de fracasos no le habían curado de su peor defecto: profetizar. «Ahora con la guerra, no te digo… Va a pasar esto, lo otro. ¡Y raramente acierta, palabra!» Ezequiel la pellizcó. Rosita gritó «¡Ay!» Manolín, cuchara en alto miró sonriendo a sus padres, y Marta sentía una paz como no recordaba haberla sentido en mucho tiempo.
A la hora del café Rosita le acercó un aro para la servilleta. «No tenemos ninguna con M. Es una P.» Marta dijo: «Lo mismo da». Pero en el fondo la lastimó comprobar que tampoco allí podía ser del todo Marta Martínez de Soria.
Ezequiel se empeñó en que fumara, y Marta rechazó. Se oyó una voz en la calle: «
¡Soli…! ¡La Soli…!
¡Durruti en los arrabales de Zaragoza!
¡La Soliiiii…!
» Marta quedó pensativa. Luego se oyó un ruido monótono, proveniente de una casa vecina. Se hubiera dicho que fabricaban moneda falsa. Manolín intervino: «¿Por qué sueltan tantos globos, papá?» Ezequiel diagnosticó: «Espionaje».
Llegó la hora de levantar la mesa. Rosita le dijo a Marta que le enseñaría el resto de la casa, especialmente el cuarto que le habían reservado. «El papel de la pared es muy bonito. Son pájaros y flores.» Ezequiel vació su pipa, la limpió y le dijo a Marta que se iba al Fotomatón. «Abro a las cuatro.»
—Bueno —añadió Ezequiel, acercándose a Marta con mirada irónica—, ya habrás visto que no nos comernos a nadie. No hace falta que te diga lo único que necesitamos de ti: que seas prudente. Prudente, y que tengas paciencia para soportar a Rosita, lo cual no es fácil. Ayúdala un poco en sus manías de limpiar la casa, y con ello basta. A ser posible, no salgas al patio… Los vecinos, ya sabes. En cambio, puedes subir siempre que quieras a la azotea; y luego me dices que el panorama que se ve es precioso, y yo feliz. En cuanto a Manolín, engaña mucho, ya verás. Querrá hacerte creer que es un sabio, y es un niño mimado. Aquí no corres peligro. Y cualquier cosa que necesites lo dices, y en paz.
Marta vio alejarse a Ezequiel y le dolió que su anfitrión no se atreviera a llevar el ancho sombrero de artista. Sintió por él una admiración que le sorprendió, pues nunca supuso que podría admirar a un hombre que no se pareciera en absoluto ni a su padre ni a Ignacio. Era obvio que Ezequiel pretendió hacerle olvidar los terribles acontecimientos que la habían llevado allí, lo cual había de ser la constante en aquella casa de la calle de Verdi. Aunque ¡ocurrirían tantas cosas! ¿Sería verdad lo de Durruti?
El caso es que Marta, a los dos días de estar en la casa, había sincronizado con aquellos seres. Ezequiel y Rosita eran «de los suyos». Ezequiel decía que le bastaba con verles la cara a los milicianos en el Fotomatón para saber de qué se trataba. «Con decirte que salen favorecidos…» En realidad, lo único que alababa de los rojos era la propaganda y las caricaturas de los periódicos A su entender, había caricaturistas admirables, lúcidos, y a modo de ejemplo le enseñó un dibujo reciente que representaba a Churchill, fumándose un cañón. ¡Ezequiel! Era un hombre feo, postinero y optimista. Al entrar, tenía la costumbre de saludar con el titulo de alguna película de actualidad. «Suicídate con música» o bien «El acorazado Potemkin.» Marta se dio cuenta de que las obsesiones de Ezequiel no eran dos, como pretendía Julio, sino tres: destilar el agua del mar, envasar el sol y hablar de Goya. Goya le inspiraba un penetrante respeto y sobre él no admitía bromas de ninguna clase. Un día metió a Rosita en un coche de línea y los dos se fueron al pueblo natal de Goya: Fuendetodos. Ezequiel se apeó y se acercó a la casa natal con tales unción y lentitud, que se hubiera dicho que caminaba de rodillas.
Marta vivía un momento de tregua y David y Olga y la escuela $e le antojaban increíblemente lejos. Aprendió un poco a cocinar, a hacer calceta y a acariciar el gato sin lastimarlo. De vez en cuando miraba los árboles del patio y de vez en cuando Rosita la llamaba: «Marta, ¿me ayudas a peinarme?» Rosita tenía unos cabellos preciosos. Si los soltaba, caían como una cascada. De noche, Marta se subía a menudo a la azotea y al contemplar el firmamento se acordaba de los «luceros» de que la Falange hablaba. Ezequiel le recriminaba a la Falange lo mismo que Morales le recriminó a Cosme Vila. «Me chincha que los falangistas no tengáis sentido del humor.»
Marta padecía de insomnio. Su cuarto era alegre, pero la soledad la entristecía. A oscuras, desde la cama, sentía a presencia de los pájaros y las flores del papel de la pared, y ello la angustiaba. Si encendía la luz, los pájaros se movían. En la mesilla de noche tenía un frasco de colonia con la que se refrescaba la frente.
Continuaba negándose a leer los periódicos. Tenía curiosidad, pero su repugnancia le impedía tocar el papel. A veces, mientras Ezequiel los leía, ella pasaba por detrás y les echaba una mirada de soslayo. Los titulares eran muy parecidos siempre: avances delas milicias del pueblo, derrotas y retiradas de los fascistas. Un día Ezequiel lanzó súbitamente una estruendosa carcajada: en la Soli había salido, en la cabecera del parte de guerra, una errata de tamaño natural. Decía: «Leve coñoneo en el frente de Aragón».
Ezequiel le tomó cariño a Marta, aunque había en ella algo de reserva o de obstinación que no casaba con el temperamento del caricaturista. «Un día te sacaré una caricatura y te colocaré un solo ojo, en mitad de la frente.» Rosita se había entregado a Marta por entero. «Como alguien venga a “liberarte”, se las tendrá conmigo»; y al decir esto Rosita enseñaba unos brazos torneados como los de Carmen Elgazu: En cuanto a Manolín, era otro cantar. Marta significó para el muchacho, desde el primer día, el ser que llega de no se sabe dónde para darnos sentido. Marta lo trataba como si fuera ya un hombre —no sabía tratar a los niños—, y ello era lo que más estimulaba al hijo de Ezequiel. Con sus catorce años, Manolín le preguntaba a Marta el significado de muchas cosas. Cuando regresaba de la calle, de cumplir con los recados que le había dado Rosita, era un alud: «Marta, ¿qué significa enchufado?» «Marta, ¿qué significa ¡Viva la muerte!?» «Marta, si yo fuera mayor, ¿te casarías conmigo?»
A veces Manolín traía regalos para la muchacha: un poco de regaliz, una nuez, ¡un globo! Un día le trajo un globo de rayas, como el pijama que llevaba Emilio Santos, y le dijo: «Si me quieres a mí más que a la Falange, guárdalo para jugar. Pero si quieres más a la Falange, suéltalo…»