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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (46 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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—Pues sí. ¿Tan raro te parece?

—No... O sí. O sea, que yo también había leído el libro en francés y en español a los quince años, pero era la rara de la pandilla. Vamos, que casi ni me atrevía a decirlo.

Claro que no me atrevía a decirlo, porque cada vez que abría la boca en clase de literatura y osaba exponer una opinión o hacer una pregunta faltaba tiempo para que el grupo de gañanes capitaneados por David Muñoz se liara a llamarme pedante y empollona. Por esa razón me enamoré de aquella manera de José Merlo, porque era el único hombre al que conocía —padre y hermano incluidos— al que no sólo no le resultaba raro que me gustara tanto leer sino que me alentaba y me admiraba por ello.

—¿De verdad? —preguntó el rumano—. ¿Me lo dices en serio?

—¿Ahora te haces tú el sorprendido?

—No, es que no me parecías ese tipo de chica...

—¿Y por qué?

No sé ni por qué se lo preguntaba si ya sabía la respuesta. Una respuesta grabada en la psique colectiva según la cual la imagen arquetípica de la chica que lee
Madame Bovary
en francés a los quince años es la de una morena de piel muy blanca (resultado de pasarse el día encerrada en la biblioteca) con gafas de montura de concha (dioptrías derivadas del esfuerzo al forzar la vista para leer), un cuerpo filiforme y andrógino, casi rayano en la anorexia terminal (pues se entiende que, abstraída como está en la lectura de los clásicos, la chica prácticamente no come, apenas la triste manzana que se lleva a la biblioteca y que mordisquea distraída mientras relee a Cicerón), y pelo recogido en un moño artísticamente desordenado (pues, enfrascada en sus preocupaciones intelectuales, no pierde el tiempo en vanidades tales como el cuidado de su imagen o su cabello). Y una rubia tirando a alta, de pelo largo, con mechas, tetona y bronceada (yo todavía estaba bronceada porque cada día me tumbaba quince minutos en la escalera de incendios, apenas vestida con un top y unos minishorts, para no perder el color que había adquirido en la piscina del FMN), dista mucho de parecerse a la citada imagen arquetípica.

De todas formas no fue ésta la respuesta que me dio porque no abrió la boca. Se limitó a mirarme fijamente con unos ojos desmesurados, y cuando cayó en la cuenta de que se había abstraído contemplándome desvió la mirada y la volvió a clavar con fijeza, pero esta vez en la ensalada. Y aquélla fue la primera ocasión en la que se me ocurrió pensar que era posible que le gustara más de lo que yo misma había imaginado.

Pese a todo pensaba que la cosa nunca pasaría de allí, puesto que al fin y al cabo, desde José Merlo, había conocido en mi vida muchos amores platónicos, admiraciones a distancia que nunca se concretaron. Hubo, por ejemplo, un compañero de la radio que me gustó durante los casi dos años que estuvimos compartiendo programa y con el que tonteé de la manera más descarada sin que la cosa nunca llegase a mayores, y eso que en aquel estudio también había habido cruces de ojitos y caídas de pestañas, y miradas que se intercambiaban, expresadas con la misma intensidad como la que me acababa de dirigir mi compañero de piso. De alguna manera yo creía que si las cosas no sucedían desde el principio, si no había un flechazo devastador e instantáneo, nada se cimentaba, y los coqueteos se quedaban en una especie de limbo que no conducía ni al cielo ni al infierno. Y además yo entonces me contentaba con sentirme enamorada por el placer de estarlo, sin exigir reciprocidad. Había decidido renunciar a la persecución del ideal —y en cualquier caso Anton nunca encarnaría a mi ideal como lo había encarnado en su momento el FMN— para contentarme con la satisfacción de ciertos placeres cotidianos: las cenas de cada noche, los paseos al atardecer, las conversaciones inacabables. En alguna de ellas estuve a punto de confesar lo que sentía, notaba cómo la declaración borboteaba en el fondo de mi garganta, cómo iba ascendiendo por la laringe, alcanzaba la glotis y rozaba casi las comisuras de los labios, pero siempre se quedaba allí, en la punta de la lengua, sin llegar a emerger del todo.

Al fin y al cabo, pensaba yo, aquella atracción podía no ser más que una variante del síndrome de Estocolmo. Desde luego, Anton no me tenía secuestrada, pero también era cierto que casi no veía a nadie más. Sonia y Tania llamaban mucho, pero, enfrascadas en sus respectivos trabajos, me visitaban poco, y en semejantes condiciones resultaba normal que me llamase la atención el único ser humano con el que mantenía un contacto de tú a tú, el hombre que me llevaba a pasear, que me alimentaba, que me escuchaba. Pero, por otra parte, ¿me habría fijado en un hombre así si me lo hubiera encontrado en Madrid, estando yo sana y activa? ¿Si lo hubiera conocido en un estreno, en una fiesta, en un concierto, en un bar, habría ido más allá de la habitual charla social de circunstancias? No, probablemente no. Demasiado delgado, demasiado taciturno, demasiado desgarbado... Demasiado insípido, quizá.

Entretanto, yo iba adelgazando a ojos vista. Muy probablemente porque había dejado de beber y también porque reduje mis tres comidas diarias a una sola, la cena, en la que me limitaba a picotear con desgana lo que mi compañero de piso preparaba. La primera semana perdí casi tres kilos, aunque lo cierto es que me la había pasado dormida casi por entero, con lo cual no tuve ocasión de comer mucho. La segunda, otros dos. Cuando iba por el séptimo kilo perdido me di cuenta de que a partir de entonces iba a rebasar una barrera: si seguía adelgazando empezaría a estar por debajo de lo que las tablas médicas consideraban mi peso ideal. Y entonces comprendí, por primera vez, la motivación última de las anoréxicas. Nada que ver con estar más o menos guapa o parecerse a una modelo de portada de revista. Aquella obsesión con perder peso estaba relacionada, sobre todo, con el control. Yo no podía controlar lo que me rodeaba: los hombres que me gustaban podían invertir el orden de los cuentos de hadas y pasar de príncipes a sapos a partir de unos cuantos besos, la justicia era una especie de juego de póquer en el que ganaba aquel que más faroles echara y no el que mejor o peor se hubiera comportado, el estado del bienestar era una falacia, la familia una cárcel sin barrotes y el sexo una especie de ruleta rusa en la que un condón roto equivalía a una bala en el cargador. En resumidas cuentas, el mundo exterior era un territorio impredecible e inhóspito, pero de la piel para dentro mandaba yo. Yo podía decidir cuánto iba a pesar, cuánto iba a comer, cuánto de mí se iba a enseñar. Yo podía dejar de ser una rubia tetona para convertirme en un angelito lánguido (aunque lo cierto es que con cincuenta y cinco kilos seguía siendo una rubia tetona, sólo que más delgada, así que mucho más tendría que adelgazar si quería dejar de serlo), y aquella sensación de poder, de control sobre mi cuerpo y mi persona que experimentaba por vez primera era casi narcótica.

Si el rumano advirtió mi cambio físico, no hizo comentarios al respecto. También era cierto que yo no había comprado ropa nueva y no llevaba nunca nada ceñido o revelador que evidenciase mi anatomía, pero algo debía de haber notado, aunque sólo fuera el hecho de que las faldas me bailaban sobre los huesos de las caderas. O bien mi compañero de piso era demasiado tímido como para hacer comentarios sobre mi físico o en todo caso no se fijaba, aunque esa segunda posibilidad me resultaba difícil de admitir teniendo en cuenta las miraditas que me arrojaba en la cena. De cualquier modo, yo había renunciado a entender al género humano en general, al género masculino en particular y a mi compañero de piso en concreto, así que no intentaba hallar el enlace que me aclarara actitudes aparentemente tan contradictorias.

Seguía durmiendo la mayor parte del día, pero ya no pensaba que aquella pasividad tuviera nada que ver con el hecho de haber dejado de beber. Probablemente fuera consecuencia del calor húmedo de la ciudad, que parecía hervirnos a todos en nuestra propia sangre, dejándonos tan nacidos como unas zanahorias al vapor. O de la propia inercia: puede que no me levantara porque tampoco creía que tuviese nada mejor que hacer. Puede que estuviera deprimida. Yo misma no entendía lo que me sucedía. Me resultaba ridículo pasarme las vacaciones encerrada en un apartamento, y sabía que iba a ser complicadísimo volver a Madrid y explicar que había pasado dos meses en Nueva York, uno de los cuales casi no recordaba porque lo había vivido inmersa en una nube etílica, y otro que se podía resumir en una frase de cinco palabras: un apartamento en el Bronx. Pero el caso es que nunca encontraba el valor ni la ocasión para alejarme del barrio. Podía haberme animado y salir a visitar una librería, o una tienda de discos, o a dar un paseo por Central Park, o ver las exposiciones del MOMA, pero ninguna de aquellas opciones, que desde Madrid me habían resultado tan atractivas, me llamaba ahora en absoluto la atención. Me sentía poco o nada urbanita. A veces miraba por la ventana y apoyaba la mejilla en el cristal para hacer llegar la vista lo más lejos posible, donde se alzaban los rascacielos, y todo aquel ejército de acero y cristal me resultaba amenazante, peligroso, y me sentía como una miserable hormiga que nada contaba en aquel hormiguero superpoblado.

Cuando sólo me quedaban cuatro días para dejar la ciudad, cuando pesaba cincuenta y cuatro kilos y ya echaba desesperadamente de menos mi apartamento de Madrid y a mi perro, Sonia llamó y propuso que saliéramos a cenar para despedirnos. De aquel compromiso no había posibilidad de evadirme, así que me puse uno de los Versaces que, por fin, me sentaba como un guante sin hacerme parecer una buscona de acera o una vigilante de la playa de camino a un cóctel de gala, pese a que el modelito siguiera siendo tan hortera como cuando me lo regalaron, y llamé a un taxi para que viniera a recogerme, pues no me veía con fuerzas para hacer el camino hasta el centro en metro.

Nada importante que resaltar en aquella cena en el Soho. Sonia ya había dejado a su amante bajista y estaba medio liada con un fotógrafo sueco. Tania seguía obsesionada con su tesis, y poco más. Lo relevante para la historia que nos ocupa no son las conversaciones que sobrevolaron la mesa sino las dos botellas de vino que pedimos, los cuatro vasos que bebí en una comida en la que apenas probé bocado, la agradable sensación de euforia etílica tanto tiempo olvidada, como si el alcohol fuese rellenando mis muchos vacíos y ahogando la angustia, arrasándola como un río desbordado que se lleva por delante los árboles y las casas allí por donde pasa. De repente, Tania me parecía más guapa, Sonia más ingeniosa, mi vida más prometedora... Incluso el modelito de Versace, reflejado en la inmensa luna del restaurante, me parecía un prodigio de elegancia, y yo, flotando dentro de él, una clónica de Michelle Pfeiffer. No entendía cómo había podido prescindir durante tanto tiempo de aquella sensación tan maravillosa. Y tampoco entendía por qué, de repente, me parecía que todas las mesas del restaurante flotaban girando a mi alrededor, como en aquella vieja película de Walt Disney en la que los muebles cobran vida y se ponen a ejecutar animadas danzas aéreas.

Recuerdo vagamente a mis amigas metiéndome en un taxi pese a mis protestas, pues yo estaba empeñada en seguir la juerga. Creo que me dormí en el trayecto, pues lo siguiente que recuerdo es al conductor dándome golpecitos en el hombro. De alguna manera subí la escalera y encajé la llave en la cerradura. Llegué a casa y pensé en lo fácil que sería meterme en la cama del rumano, ahora que el alcohol me había desinhibido y me permitía ver claro lo que quería. Porque la bebida tiene esa virtud: el ponerte en contacto con lo más escondido de ti misma, lo que hasta entonces no podías o no querías ver. Es un catalizador emocional que trae a la superficie los posos más estancados. Claro que el reverso negativo de esa fuerza es que también saca lo peor de uno, y así tantos maltratadores sólo atacan a sus mujeres cuando están borrachos, no porque el alcohol los vuelva agresivos, sino porque sobrios no se atreven, y la bebida les sirve de excusa y de coartada. Pero algo dentro de mí insistió en que no tenía sentido hacer algo semejante, repetir la tónica que había definido a todas mis relaciones anteriores, enfrentarme al sexo tan borracha como para poder responsabilizar luego del asunto a Baco y no a mí misma. Así que me fui al cuarto de baño y me di una ducha fría, helada, de la que salí completamente despejada y luego, por si acaso, y todavía en albornoz, disolví en un vaso de agua dos alka seltzers en lugar de uno para eliminar los restos de la borrachera. Así que puedo jurar y juro, desde aquí, que sabía perfectamente lo que hacía cuando encaminé los pasos hacia la habitación del rumano en lugar de hacia la mía.

Él sí que debía de pensar que yo estaba borracha, pero, si lo pensó, ese detalle no le detuvo. No le inhibió ningún sentimiento de caballerosidad mal entendida ni ninguna aprensión derivada de la evidente analogía con su madre. Me deslicé en su cama y sentí el tacto helado de sus pies y, casi al momento —deduzco que mis pasos lo habían despertado y apercibido de mi entrada—, mi cabeza aferrada por dos manos que me echaban hacia atrás el rostro y unos labios que se pegaban a los míos y una boca que bebía de mí. Todo transcurría en la oscuridad, de forma que esta escena, al escribirla, se revive de forma muy abstracta. Era consciente de la humedad de su boca, de la agilidad de su lengua, del sabor a cerveza de su aliento bajo el que subyacía, como una nota más profunda —algo parecido a ese regusto a madera de roble que sólo un buen catador detecta en una copa de vino—, un rastro a menta de pasta de dientes y, bajo aquél, otro sabor animal, el de su saliva, el acre y penetrante regusto de las feromonas que transportaba mezclado con un deje metálico a sangre. Era consciente de su olor a sudor, dulce, nada desagradable, que se mezclaba con el mío, y con mi perfume (Carolina Herrera, también regalo del FMN, un olor que evocaba reminiscencias de otros encuentros y que debería desentonar en aquella situación, pero que paradójicamente la hacía más familiar, más reconocible, la despojaba del aspecto temible de lo imprevisto, de lo desconocido) y con cierto matiz a incienso o marihuana que flotaba en el ambiente. Era consciente del tacto multiforme de las yemas de sus dedos (diez, lo sé, aunque en la oscuridad parecieran cientos) que tamborileaban por mi vientre, tormentas que ascendían, descargando relámpagos, hasta los pechos, los blandos y ya no tan incómodos pechos que habían estado comprimidos toda la noche en un sujetador reductor y que, liberados de su prisión, se revelaban extrañamente receptivos, como un gatito ávido de mimos. Sentía que me disolvía, que me convertía en vapor, en éter, como si intentase salir de mi cuerpo para no hacerme responsable de la escena que estaba viviendo, y que inevitablemente traería consecuencias, buenas o malas, más que probablemente malas, o así lo temía en los escasos segundos en que regresaba a mi cuerpo y razonaba, por más que estuviera muy lejos de prever o siquiera imaginar las verdaderas consecuencias de aquella noche. Lo sentía encima de mí, aplastándome un costado, de manera que me moví, o debería decir que ella, mi Otra yo, la que no se había disuelto y no vagaba por el techo de la estancia contemplando la escena desde arriba, se movió, abriéndose de piernas, y él se colocó en medio. Ella, o yo, le rodeó con los brazos, conmovida por su delgadez, fascinada por la inesperada suavidad casi cremosa de la piel de su espalda. En el recuerdo, mis manos ascienden por la columna vertebral, se desvían hacia las costillas, tantean la fibrosa musculatura de su abdomen. Me aprieto contra él aspirando su pelo: huele a champú de brea, un aroma que transporta ecos de infancia en vaharadas, de veranos en Santa Pola, del tiempo en el que yo tenía un bañador rosa con lunares y un flotador en forma de foca. Cierro las piernas alrededor de su espalda, en tenaza. Una cuchillada de brevísimo dolor indica que ha aprovechado la ocasión y ha entrado dentro de mí y se me revela un Anton nuevo que me domina y sobre el cual, sin embargo, siento que ejerzo un poder misterioso, desconocido hasta entonces. (Habrás advertido que hasta ahora nadie ha hablado del condón, elemento característico de las escenas eróticas en las novelas del tercer milenio, salvavidas imprescindible para no naufragar en las tumultuosas aguas de la promiscuidad y el sexo infectado, ese preservativo que nunca se había olvidado en cada encuentro con el FMN, por mucho alcohol o coca que hubiéramos consumido. ) Parece que me esté meciendo, o quizá yo sea la que le meza a él, cada uno buscando jirones de infancia, ecos de esa ternura que se ha echado tanto de menos pero nunca con conocimiento, y este encuentro silencioso y sosegado, casi remilgado, tiene algo de escena marina, de olas que suben y bajan y de choque de dos botellas con mensaje arrojadas al mar en busca de socorro. Luego me quedo dormida, efecto fulminante del calor o de la descarga de endorfinas fruto del orgasmo, y cuando al día siguiente abro los ojos soñolientos vuelvo a encontrarme enroscada al mismo cuerpo tibio, y me paso los dos días siguientes en la cama, desayuno en la cama, ceno en la cama, duermo en la cama, pero esta vez sin leer libro ninguno, y no estoy sola, y como en la cama, y duermo en la cama, y amo en la cama, y hago de la cama mi territorio y mi refugio y en algún momento pegajoso entre el sueño y la vigilia se me viene a la cabeza que amapolas, abejas, árboles, albaricoque, aguacero y abrigo, cuando se presentan en sueños, constituyen todos símbolos de prosperidad y de buenos augurios, y remiten todos a una misma letra: la A de Anton, y la A de Amor, que es lo que tu nombre implica.

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