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Authors: Lucía Etxebarria
Eva Agulló se ha hecho famosa con un libro sobre adicciones. La propia Eva es, en realidad, una adicta. Adicta al alcohol, a la angustia, a la valoración de los otros. En una carta-diario escrita a su hija recién nacida mientras su madre agoniza en el hospital, Eva intenta explicar de qué familia viene para poder imaginar hacia qué familia se dirige. A caballo entre el pasado, el presente y el futuro, entre Nueva York, Madrid y Alicante, reconstruye la historia nunca contada de la familia Agulló Benayas: los secretos a voces, las herencias, materiales o no, que los padres legan a sus hijos, y cómo para algunos lleva toda una vida aprender a vivirla. Para acabar concluyendo que la vida es, en sí misma, un milagro. Un milagro en equilibrio.
Lucía Etxebarria
Un milagro en equilibrio
ePUB v1.0
Polifemo712.11.11
Esta novela obtuvo el Premio Planeta 2004, concedido por el siguiente jurado:
Alberto Blecua, Pere Gimferrer, Juan Marsé, Carmen Posadas, Antonio Prieto, Carlos Pujol y Rosa Regás.
© Lucía Etxebarria, 2004
© Editorial Planeta, S. A., 2004
Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
Primera edición: noviembre de 2004
Depósito Legal: M. 42.975-2004
ISBN 84-08-05581-X
Composición: Foinsa-Edifilm, S. L.
Impresión y encuademación: Mateu Cromo Artes Gráficas, S. A.
Printed in Spain - Impreso en España
A mi madre
En la mitología de diversas culturas y en el pensamiento feminista pagano, la Diosa representa tres fases de la vida de la mujer que se corresponden con el ciclo lunar: la luna nueva es la virgen, la llena es la mujer sexualmente productiva que suele describirse como madre y prostituta, y la menguante la vieja. Sus adoradores han dado el título de Triple Diosa a esta manifestación de la divinidad. (...)
Al igual que la Diosa, la naturaleza posee muchas cualidades que suelen acontecer en ciclos de tres: periódicamente está en barbecho, es fértil y productiva, lo que refleja el ciclo femenino de la menstruación, la ovulación y el parto. De esta forma se relaciona con tres conjuntos de tríadas cósmicas: las tres etapas de la continuidad de la existencia (nacimiento, vida y muerte), los tres puntos del tiempo (pasado, presente, y futuro) y las fases de la luna.
La Diosa,
Shahrukh Husain
Vendrán contra nosotros nuestros sucesores.
Filippo Tomasso Marinetti,
Manifiesto futurista
Oxitocina:
La oxitocina es una hormona relacionada con los patrones sexuales y con las conductas maternal y paternal. También se asocia con la afectividad y la ternura. Algunos la llaman la «molécula de la monogamia».
La oxitocina influye en funciones tan básicas como el enamoramiento, el orgasmo, el parto y la lactancia. En el período de celo, muchos mamíferos (especie humana incluida) y algunas aves producen químicamente esta hormona tanto desde el cerebro como desde los genitales (ovarios y testículos). Cuando la hormona pasa al torrente sanguíneo desencadena una amplia serie de sensaciones, casi todas relacionadas con el sexo o con los efectos posteriores al acto sexual. Tanto en hombres como en mujeres, el orgasmo provoca el fluir de esta hormona y, por consiguiente, facilita la circulación del esperma y la contracción de los músculos en los canales reproductores de ambos sexos. Cuando una persona vive una relación sexual estable y satisfactoria con otra, se hace adicta a su propia oxitocina y se convierte en dependiente de su pareja: ésta es la explicación química del enamoramiento.
La oxitocina estimula además otros comportamientos en las mujeres: relaja los músculos y ayuda en las contracciones uterinas durante el parto, amén de estimular la producción de la leche materna. Y consigue, por supuesto, que la madre se enamore del bebé.
En 1953, el doctor Vincent du Vigneaud sintetizó químicamente la oxitocina, razón por la cual dos años más tarde recibió el premio Nobel de Química. Desde entonces se cuenta en obstetricia con oxitocina sintética altamente purificada que se emplea, básicamente, como inductora del parto.
En España, en la mayoría de los hospitales se recurre a la oxitocina por protocolo; es decir, que en cuanto una parturienta llega al centro se le administra oxitocina química a través de un goteo intravenoso.
Enciclopedia Médica y Psicológica de la Familia
Voy a empezar esta historia con el título de una canción de Los Secretos que decía
Soy como dos
y te voy advirtiendo, querida, queridísima, juguetito mío, bomboncito de licor con guinda, luz de donde el sol la toma y, ya de paso, de todos los flexos eléctricos de esta casa, incluyendo éste bajo el que escribo aprovechando tu sueño que es mi tranquilidad y mi reposo y el único momento que tengo para mí, te voy advirtiendo, digo, que nunca me gustaron Los Secretos, más que nada porque en la época en que tenían que gustarme (los quince años, edad en la que se entiende que es cuando una debe tararear canciones de amor) no me permití que me gustaran y me negué tozudamente a que se instalara en mi cabeza ninguno de los estribillos de sus canciones por muy pegajosos que fueran, que lo eran, y si me pillaba a mí misma tarareando
Déjame me
ponía inmediatamente a cantar bien alto
Bela Lugosi Is Dead
como si de una letanía se tratara para exorcizar los malos pensamientos, porque lo que ellos hacían era
blandipop
y lo que nosotras escuchábamos (y nosotras éramos Sonia, Tania y yo, tres adolescentes que lucíamos similares cortes de pelo palmera, vestíamos las mismas túnicas negras hasta los tobillos y llevábamos idénticas muñequeras de pinchos, emulando a Robert Smith y a Siouxsie) eran músicas más siniestras, infinitamente más a tono con nuestro estado de ánimo que oscilaba, por aquel entonces, entre el
Hoy tengo ganas de ha
cerme cortes en el brazo con una cuchilla de afeitar
y el
No sé si esta acuciante náusea en el estómago es producto del asco existencial o de los tres días que llevo sin comer.
Pero no era de mis gustos musicales de lo que quería hablarte al mencionar aquella canción, sino de por qué tanta gente se siente dos dentro de uno, de por qué yo siempre me he sentido dos. Una, mi yo esencial, la persona que verdaderamente soy bajo todas estas capas de cebolla de disfraces y convenciones sociales que se superponen unas a otras y esconden lo que hay en el interior, en mi centro mismísimo, en el círculo último y oscuro: una criatura escondida que se alza intacta desde las memorias de infancia, sosteniendo como puede el peso de mi vida y de las secretas razones que la mueven. Y la otra, la persona que no soy pero que siempre creí ser a partir de lo que los demás decían que era: un absoluto, auténtico y soberano desastre. Porque desde que recuerdo he escuchado a mi madre decir según entraba en mi habitación:
«Hija, mira que eres desastre,
que tienes tu cuarto hecho una leonera.»
Y también una histérica, porque así me ha llamado siempre mi hermano Vicente:
«Eva, te quejas de vicio porque eres una histérica.»
Y, cómo no, una inmadura, o eso deduje de los comentarios de Asun, que no paraba de decir que su hermana pequeña (yo, la desastre e histérica) nunca se casaría porque en el fondo no era más que una inmadura incapaz de sentar la cabeza:
«Eva, te diré, no es capaz de decidirse por uno o por ninguno, y así se está ganando la fama, ya sabes...»
Y por supuesto una gorda, o eso se entendía por las miradas desdeñosas que me dirigía mi hermana Laureta cada vez que me veía comiéndome una chocolatina:
«Y luego te quejarás de que no te caben los vaqueros.»
Eva (la desastre, histérica, inmadura y gorda, yo misma), a pesar de todo, no era exactamente como los demás creían.
Y eso, supongo, le pasa a todos. Y también te pasará a ti, porque nadie, ninguno de nosotros, constituye un todo material y tajantemente construido, idéntico para todo el mundo y sobre el que cada cual pueda informarse como si se tratara de una escritura de propiedad o un testamento, sino que cada cual se parece a un caleidoscopio que cambia de forma según quién y dónde se le mire, por mucho que mantenga siempre los mismos elementos que, agrupados, crean los dibujos en los que los demás se recrean; o a una pantalla en la que los otros proyectan sus propias ilusiones, carencias, decepciones y frustraciones, y así reconocen antes lo que quieren ver que lo que realmente hay, porque la imagen proyectada no es sino un espejismo inasible, pues lo material sólo es la superficie reflectante que hay debajo. Y es que cada cual, enfrentado a otra persona, colma la apariencia física de quien está viendo con todas las ideas que sobre él o ella albergara y, en el aspecto total que del otro imaginamos, esos prejuicios acaban ocupando la mayor parte.
En el instituto teníamos un profesor que se llamaba José Merlo y que fue nuestro amor imposible («Nuestro» significa de Sonia y mío. A Tania no le gustaba porque por entonces no le gustaba nadie, o sí le gustaba alguien, pero no tenía valor para decirlo, y lo que no se nombra no existe, de forma que a efectos oficiales Tania era un ser con un pedernal en lugar de corazón) .José Merlo también era dos: el esencial era un hombre encantador, culto, apuesto (aire de Roma andaluza le doraba la cabeza) y exquisito (donde su risa era un nardo de sal e inteligencia) con un solo defecto: no se atrevía a vivir por sí mismo y lo hacía a través de las palabras de los demás; y el otro José, el que se había ido adhiriendo con el tiempo al esencial, el que el José primigenio veía a través de los ojos ajenos, era un perverso degenerado, porque el primer José toda su vida había oído decir a su alrededor que un hombre que ama a otro hombre no merecía más que los tormentos eternos del infierno (no olvidemos que José Merlo tenía casi cincuenta años cuando yo tenía quince y que se crió en una sociedad en la que lo gay no estaba de moda, en la que lo gay, por no estar, ni siquiera estaba, porque en aquellos tiempos no se era otra cosa más que maricón, y maricón no era un apelativo cariñoso de los que dirigen los chicos modernos a sus amigos en las barras de los bares de diseño, sino un insulto de los de encono y saña y de los de
eso no me lo dices a mí en la calle),
de forma que el José esencial odiaba al otro José, a la maricona asesina de palomas, a la perra de tocador, de carne tumefacta y pensamiento inmundo, al enemigo sin sueño del Amor que reparte coronas de alegría. Porque José Merlo, como cualquier profesor de Literatura de instituto y como buena marica reprimida, adoraba a Lorca, que era otra mariquita triste, y por eso, cuando se prendó de David Muñoz, el guapo de la clase del que estaba enamorado medio instituto (pero no Sonia y tampoco yo, porque unas siniestras como nosotras no nos íbamos a prendar, faltaba más, de un niñato que sí escuchaba a Los Secretos; y mucho menos Tania, por lo que ya he explicado antes) y que evocaba más a Cernuda que a Lorca, porque tenía más de marinero que de torero (era David más bien de labios salados y frescos que se intuían dúctiles al deseo, era David un moreno que parecía recién salido de un anuncio de Gaultier antes de que los anuncios de Gaultier existieran siquiera, cuando la tele sólo tenía dos canales y podíamos ver, como mucho, anuncios de Varón Dandy que a nadie podrían poner cachondo) , José Merlo, que ya fumaba, se puso a hacerlo como un carretero, a razón de dos paquetes de negro diarios, y fue dejando que las noches lo enredaran en sus esqueletos de tabaco (otra vez Lorca) de tal modo que acabaron por materializarse en enfisema y, tal era la desesperación de su odio contra sí mismo, que ni siquiera por ésas dejó de fumar. Y de eso murió. No sólo la muerte le cubrió de pálidos azufres, también le ennegreció los pulmones de alquitrán. De un cáncer murió, dirían los médicos.