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Authors: Lucía Etxebarria

Un milagro en equilibrio (36 page)

BOOK: Un milagro en equilibrio
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Llegamos a Atocha y, excepcionalmente, no ardo en deseos de que Eugenia tire para su casa. La última vez recuerdo aún la tortura que supuso tener que aguantar su charla de pie en mitad de la calle, escindida yo entre el hartazgo y la compasión hasta que no me quedó más remedio que decir que la tenía que dejar, que en casa me esperaban. Pero ahora las tornas han cambiado: soy yo la que quiere seguir con Eugenia. Así que le digo que la invito a un café y se le iluminan los ojos como si mis palabras le hubieran encendido bombillas de cien vatios en las cuencas. Cogida de mi brazo, renqueando con dignidad, porque Eugenia se ha convertido ya en una anciana desvencijada, avasallada por la edad, que casi se arrastra hasta el café de la estación. «¿Te importa si pido una copita de anís, nena? Ya sé que a estas horas no es lo suyo pero, chica, un día es un día, y de vez en cuando hay que tener correa...» Yo encantada de que se tome un anís, por supuesto, a ver si el chinchón le suelta la lengua. Un camarero sudamericano muy ceremonioso viene a atendernos, la tía me pregunta por ti y yo repito la cantinela de siempre: que si eres muy mona y muy buena y te estás criando muy bien, hasta que llegan su anís y mi té, y no tengo que esperar mucho hasta que Eugenia retoma el tema que me interesa, probablemente porque a ella le interesa tanto como a mí.

«Tu madre ya estaba más cerca de los treinta que de los veinte y además arrastraba la historia del noviazgo con Miguel, así que parecía que se iba a quedar para vestir santos para los restos, y no por falta de pretendientes, porque admiradores le sobraban, pero o eran señores casados que la pretendían para querida, o viudos mucho mayores que ella, porque los de su edad ya se habían casado casi todos. Y en éstas que aparece un viudo, un notario de Elche, un hombre de mucho fundamento, que estaba muy pero que muy bien situado y que le hubiera podido dar una vida de reina.» Es la primera vez que oigo hablar del notario, aunque de la historia del romance entre mi madre y Miguel ya me habían llegado rumores. «Y ya parecía que la cosa estaba encarrilada, y que se iba a anunciar el compromiso en un suspiro cuando se encontró con tu padre, que tampoco se había casado porque siempre fue muy golfo, ése había corrido más que el baúl de la Piquer. Les presentaron en el teatro Principal, me acuerdo porque yo estaba allí, que habíamos ido a ver una representación de los
Entremeses
de Cervantes a cargo del Grupo de la Escuela de Comercio, que por entonces tenía mucha fama, y en cuanto se miraron te juro que vi saltar la chispa, que me dije: adiós boda con el notario. Y justo. Lo vi tan claro como si fuera la bruja Juli ésa.» Lo que no entiendo es por qué en todos estos años nunca me ha contado nada, nada, por qué precisamente hoy, si será porque siente como inminente la partida de mi madre, y qué tendrá que ver esa asunción con su repentina necesidad de desenterrar el pasado, aunque también es cierto que Eugenia y yo casi nunca hemos estado a solas, de forma que pocas oportunidades tuvo de contarme nada, si es que alguna vez quiso contarlo. «Habría podido llevar una vida de lujo, ya ves, pero prefirió a tu padre, que estaba entonces con una mano detrás y otra delante, como quien dice, que ya te he dicho que la familia tenía cierto nombre pero poco más, que ya antes de la guerra se habían arruinado porque su abuelo había llevado un derroche de gran señor, despilfarrando alegremente, y fue vendiendo las fincas y saqueando lo que quedaba de la dote de su hija. Habían empeñado los cuadros y las joyas, o eso se decía, y les quedaba la casa y el apellido. Imagínate el escándalo, más cuartos no le habrían podido dar al pregonero: la nena deja al mejor partido de la provincia por un señoritingo sin oficio ni beneficio, y encima éste resulta ser el hermano de la mujer del novio que le dejó. Vamos, ni en
Lucecita...
Ni te quiero contar lo que se dijo y lo que no se dijo. Más de uno y más de dos llegó a decir que se casaba sólo para estar cerca de Miguel el resto de su vida, imagínate. Fue una boda muy deslucida, mucho Coro del Misteri y mucha tontería, pero de invitados los menos.» ¿Los menos? Las fotos de la boda sí sugieren una celebración bastante sobria, pero yo nunca había considerado las cosas de semejante manera, más bien pensé que se trataba de una prueba más de la elegancia de mi madre, siempre tan ajena a las estridencias. «Como entenderás, conforme estaba la cosa, al principio las relaciones con Reme eran más bien tirantes. Pero después le empezó a dar pena la chiquilla, que no sabía ni dónde se había metido la pobre, que al casarse había hecho oposiciones a la desgracia. Porque enseguida quedó claro que al Miguel la Reme no le daba ni frío ni calor, o más bien le daba frío, que yo creo que seguía coladito de medio a medio por Eva. Y el Miguel empezó a beber y a la Reme le dio muy mala pero que muy malísima vida, no te quiero contar cuando pasó el tiempo y se vio que los nenes no llegaban, no veas el calvario que tuvo la pobre chica, y con la suegra metida en casa y malmetiendo todo el santo día, duelo sobre duelo, que se le llenaba la boca de decir que un buen hogar cristiano debía recibir la bendición de unos hijos, y que la mujer que no tenía niños que cuidar se arriesgaba a caer en cualquier tentación, como si la pobre Reme fuera la que tuviera la culpa de todo, cuando aquí,
inter nos,
te digo yo que creo que el problema era de Miguel, que bebía mucho, y no sé si sabes que a veces el que bebe no puede..., tuya me entiendes, no me hagas hablar. Y ahí tu madre sí que se portó como una señora, que no me extraña que la Reme le esté tan agradecida, porque apoyó siempre a su cuñada y no aprovechó como habrían hecho otras, no, se portó talmente como si la Reme fuera su propia hermana, porque ya sabes que su hermano, tu tío, se murió y creo que le echaba mucho de menos, y me parece que quiso hacer por Reme lo que no pudo hacer por Blai, protegerla, cuidarla, y por eso no le dijo ahí te pudras ni mentó el tema del antiguo noviazgo, de eso no se volvió a hablar nunca.» Me lo dirás a mí, Eugenia, a mí me lo dirás. «No se habló en tu casa, porque en Alicante se habló mucho. Que al Miguel se le iban los ojos detrás de su cuñada lo decían todos. Yo creo que por eso se fueron a Madrid después de que ella heredase, para poder vivir en discreto, que en el fondo nunca lo llevó bien. Figúrate, no tiene que ser plato de gusto semejante situación, que tu nombre lo estén mentando siempre en bocas ajenas. Y yo sé que a tu madre la capital no le gustaba, pero también sé que se alegró de venir. Y cuando tu tío Miguel se mató se habló muchísimo de que le había dejado una carta a tu madre, de que no había soportado la idea de que ella hubiera dejado la ciudad y ya no pudiese verla todos los días, pero yo nunca supe si había algo de cierto en aquella historia o no serían más que habladurías. Ahora, en lo tocante a si seguía enamorado, ahí sí que no tengo dudas: seguía.» Se me pasa de pronto por la cabeza si la que estaba enamorada de mi madre no habrá sido, rizando el rizo, la tía Reme o Eugenia. ¿Miguel se mató, Eugenia? ¿Cómo se mató? Porque de la muerte del tío Miguel tampoco he oído nunca hablar. «Pues se mató porque era un inmaduro.» ¿Quieres decir que se suicidó? «Mira, yo no sé, de ese tema se habló mucho y siempre se supo poco, coincidió cuando tu madre se fue a vivir a Madrid. Un ataque al corazón dijeron que fue. Pero el Miguel era joven y el corazón lo tenía sanísimo por mucho que bebiera, y hubo muchos rumores, qué quieres que te diga. Está enterrado en camposanto, eso sí que te lo puedo decir... Así que infeliz Miguel e infeliz la Reme..., y todo porque a aquella señora se le puso entre ceja y ceja que con Eva no se casaba porque no podía tener niños, y porque su abuelo era masón y en la familia había rojos. Y ya ves, Eva cuatro nenes y Reme ninguno. Y Reme pobre y Eva, de la noche a la mañana, millonaria, porque Miguel se bebió o malgastó casi todo el patrimonio y tu madre heredó el terreno aquel de la playa de la Xanca. Sería hasta gracioso de no ser tan triste.» ¿Y mi madre? ¿Tú crees que fue infeliz? «No nena, no, qué cosas tienes. Claro que no. Tu padre tendrá sus cosas, como todo el mundo, no te lo niego, pero por lo menos era joven y guapo, no como el notario. Y además os tuvo a vosotros, infeliz no ha sido.» ¿A qué cosas te refieres, Eugenia? ¿Qué cosas tiene mi padre? «Ay, nena, no me tires de la lengua, sus cosas, que nadie es perfecto. Tú sabes mejor que nadie cómo es tu padre.»

¿Y por qué, Eugenia? ¿Por qué lo voy a saber yo mejor que nadie?

Y de pronto me encuentro atrapada en uno de esos cepos de amnesia que una divinidad traviesa o quizá benévola ha colocado en el túnel por el que se sale desde la infancia a la edad adulta. No sé a qué se refiere. O no quiero saberlo. No recuerdo, o no puedo, o no me da la gana. A veces prescindir del pasado es una exigencia para poder disfrutar del presente. Se trata de un olvido económico, como un sistema que adopta la vida para sacudirse la angustia y seguir su camino, un olvido que no es acción y que sin embargo resulta fructífero en su pasiva quietud, como si la mente se dejara en barbecho para poder plantar en el futuro nuevos cultivos. Y ciertos episodios se relegan al desván del olvido o tal vez a ese depósito que sólo puede visitarse en sueños, sin que se pueda llevar de regreso a la vigilia nada de lo que allí se ha hurgado.

25 de noviembre.

Decía Freud que toda persona se siente culpable ante la muerte de uno de sus padres, porque de pequeño siempre hemos fantaseado con que mueran. Según Freud, las niñas nos enamoramos de nuestros padres y queremos matar a nuestras madres, y según Bruno Bettelheim, las madrastras malvadas de cuentos como
La Cenicienta
o
Blancanieves
no hacen sino metaforizar la rivalidad entre madre e hija, compitiendo por el amor del padre. Es cierto que yo me siento muy culpable, culpable, por ejemplo, de desear que todo acabe de una vez. Ya he perdido la esperanza, ya entiendo que mi madre no va a sobrevivir y no le veo el sentido a alargar esta agonía innecesariamente, como se ha venido haciendo.

26 de noviembre.

El timbre del teléfono me despertó a las tres de la mañana. No hubo de sonar ni cuatro veces: el primer toque me sacó del sueño, al segundo salté de la cama y al tercero descolgué el auricular y escuché la noticia que ya sabía que me iban a dar. No quise volver a la cama, donde tu padre dormía sin haberse enterado siquiera de que el teléfono había atronado. Pensé en hacerme un café, pero no necesitaba de excitantes para mantenerme despierta si ya sabía que no dormiría en toda la noche. Empecé a pasear cocina arriba y cocina abajo, andando y desandando mis pasos como un animal enjaulado. Y por fin me calcé unas botas y me puse un abrigo sobre el pijama y bajé a la calle.

En la puerta del karaoke, Tibi hacía su turno de todas las noches, inamovible y referente como un faro. No me preguntó nada cuando me vio llegar, y me acogió en su pecho enorme y cálido, negro y narcótico como la muerte.

Ahora son las siete de la mañana. Salgo para el hospital.

Tercera parte.
LAS ÚNICAS FAMILIAS FELICES

Todas las familias felices se parecen entre sí, pero cada familia desdichada ofrece un carácter peculiar.

León Tolstói,

Anna Karenina

FAMILIA:
La familia funciona como un sistema. Como tal, establece canales de comunicación entre sus miembros, los protege de las presiones exteriores y controla el flujo de información con el exterior, siendo su meta conservar la unidad entre los miembros y la estabilidad del sistema. Cuando hay demasiada permeabilidad el sistema se cierra y se aisla, provocando desviaciones significativas en las interacciones que se dan entre los miembros de la familia, lo cual lleva al sistema a un estado de desequilibrio, como es el caso específico de la violencia intrafamiliar.

La dinámica es lo que en su momento permite diferenciar a una familia de otra. Para definir la dinámica familiar han de tenerse en cuenta diversas variables; principalmente la relación que existe entre cada uno de los miembros de la familia, y también los lazos comunicativos, las expresiones de afecto, las pautas de crianza, los castigos y los métodos de manejo de autoridad y poder.

La familia como sistema configura las condiciones inmediatas del espacio social en el cual el individuo afronta las posibilidades reales de realizar o no lo que desea y puede hacer. Esta situación lo pone en perspectiva del tiempo, sus vivencias del pasado y del presente como posibilidades del futuro, las cuales se unen en un sentido estructurante en cada individuo, expresado en un estilo de vida.

Este sentido estructurante define las posibilidades psicológicas de la persona, que según algunos psicólogos tiene que ver con una doble dimensión de la conciencia individuo-familia: a.) La conciencia de sí mismo que distingue unos de otros; b) La conciencia de la procedencia familiar, como también de la experiencia de la pertenencia a un universo psíquico, social y espiritual.

Así propuesto, el sentido estructurante/estilo de vida hace
referencia al modo en que cada uno modela o intenta modelar su propia vida, define cómo se construyen significaciones a partir de situaciones cotidianas y consecuentemente cómo cada cual decide interactuar con los otros. El sentido tiene un carácter cognoscitivo que afecta al modo en que se construyen las posibilidades de comprensión de lo vivido. El ser humano atribuye significación en el ámbito de su vida de acuerdo con los elementos de la cultura y gracias a la apropiación que de ella hace como sistema activo de personalidad.

Enciclopedia Médica y Psicológica de la Familia

Han pasado ya dos meses desde que mi madre falleciera y en esos dos meses he sido incapaz de sentarme frente al ordenador y acabar lo que empezó siendo una carta para ti, Amanda, continuó siendo una especie de diario y, sinceramente, no sé en qué acabará. He escrito sobre muchas otras cosas, he redactado innumerables artículos sobre drogas y adicciones para todo tipo de publicaciones: para revistas femeninas (
Elle:
«La droga no está de moda») o juveniles
(Ragazza:
«Cómo y por qué decir no»), para boletines de organizaciones feministas (
Emakunde:
«Género y drogadicción: Marginación dentro de la marginación»), para gacetas gratuitas de la Comunidad de Madrid (
In Juve:
«Adolescentes y drogas: Medidas útiles de prevención»), hojas universitarias (
Información del Campus:
«Éxtasis o ésta no: qué lleva realmente una pastilla») o semanarios de información política (
Tiempo:
«Droga, el negocio del siglo»)... En fin, he aceptado todos los encargos que me han ido ofreciendo, incluyendo algunos que nada tenían que ver con las drogas (un reportaje para
Gentleman
sobre comida y sexo, una entrevista para
Marie Claire
a Laia Marull, una serie de críticas de libros para la revista de
Club Cultura,
y no te sigo haciendo la relación porque no acabaría nunca). Y cuando empezaba a redactarlos todo fluía con facilidad, los dedos tamborileando ágiles sobre el teclado, haciendo ese ruidito familiar que con probabilidad empezará a sonarte a música conocida porque normalmente cuando trabajo tú estas cerca de mí, en tu cuna, jugando con tu sonajero o mordisqueando tu manojo de llaves de plástico, entonando extrañas cancioncitas de tu invención a gorgorito pelado. Dice la pediatra que puedo estar contenta de que chilles de esa manera, que eso significa que no eres sorda, que estás ensayando las capacidades de tu propia voz, preparándote para hablar. Dice también que eres una niña precoz, aunque eso no hacía falta que me lo dijera: ya lo sabía yo. Es cierto que a veces pensaba que todo era pasión de madre, que quizá yo te viera más lista de lo normal porque eres hija mía y que el hecho de que tú hicieras muchas más cosas de lo que los manuales de pediatría decían que estabas capacitada para hacer podía deberse a que éstos estaban anticuados o a que yo veía donde no había, que exageraba tus capacidades y tus logros llevada por el orgullo o el deseo. Hasta que una tarde bajé a la plaza de Lavapiés a pasearos al perro y a ti, y mientras el bicho corría a su bola yo me senté al sol y llegaron entonces otras dos chicas con sus niños, las dos ecuatorianas, las dos muy jóvenes, mucho más que yo según calculé a primera vista, y se sentaron a mi lado. Una traía dos críos, una niña de dos años y un rorro de seis meses, y la otra sólo uno, un bebé de cinco. Sé la edad porque las madres me lo dijeron, no porque sea fácil calcular por su aspecto la edad. Y comparé. Tú, que acababas de cumplir los cuatro meses, reías cuando yo te hacía morisquetas, agarrabas el manojo de llaves al vuelo si te lo agitaba por delante de las narices, mirabas al perro cuando te lo señalaba y lo seguías con la mirada mientras él correteaba detrás de los otros chuchos, me tirabas del pelo en cuanto tenías oportunidad y subrayabas con enfervorizados grititos cada uno de tus triunfos. Eras activa, en resumidas cuentas, y te interesabas por las cosas y te comunicabas, mientras que los otros dos bebés, mayores que tú, se limitaban a permanecer plácidamente en sus carritos, adormilados al sol como los viejos, y apenas sonreían sino muy de cuando en cuando y después de muchos esfuerzos por parte de sus madres, que tenían que recurrir al halago exagerado, a las cancioncitas entonadas con voz de pito o a las palmas palmitas.

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