Un mar de problemas (28 page)

Read Un mar de problemas Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Un mar de problemas
6.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

Su cerebro estaba todavía procesando esa información cuando su cuerpo empezó a actuar por su cuenta, sustrayéndose a la reflexión, el razonamiento causa-efecto y la capacidad de sacar conclusiones, en suma, todo aquello que, según se dice, define al ser humano, y se lanzó por la escalera arriba, con un rugido de agresividad animal. Bonsuan giró sobre sí mismo pausadamente, con elegancia, como el novio que va a besar a la novia, y cayó por la escalera. Su cuerpo pasó rodando por el lado de Brunetti, que no pudo detener la caída del corpulento piloto. La madera que le asomaba del pecho, una astilla gruesa y puntiaguda de lo que podía ser un remo o una rama, rozó las piernas de Brunetti arañándole los muslos a través de la lana del pantalón.

El instinto le dijo que nada podía hacer por Bonsuan y lo hizo salir disparado a la luz del tranquilo atardecer de primavera. Se encontró frente a un hombre bajo y grueso, uno de los que había visto en la tienda de la
signora
Follini, que levantaba las manos en actitud y ataque. El grito y la súbita aparición de Brunetti, lo habían sorprendido momentáneamente, pero ya avanzaba, andando con las piernas abiertas. La mano izquierda relucía, roja, al sol del ocaso.

Brunetti estaba desarmado. Desde que era adulto, no había necesitado más armas que las del ingenio y la elocuencia y, desde que era policía, pocas veces había tenido que defenderse con la fuerza. Pero era un veneciano de familia pobre, con un padre dado a la violencia y a la bebida, que muy pronto había aprendido a defenderse, no sólo de su padre sino de los chicos que se burlaban de él por lo que hacía su padre. Ahora, olvidándose de la civilización, dio al hombre un patadón entre las piernas.

Spadini se dobló y cayó aullando y asiéndose el vientre con desesperación. Mientras el hombre aullaba en el suelo, paralizado por el dolor, Brunetti bajó corriendo la escalera y, suavemente, dio la vuelta a Bonsuan: el piloto lo miraba con ojos de sorpresa. Brunetti le abrió la chaqueta y sacó la navaja del bolsillo de la derecha del pantalón, donde le había visto guardarla cien veces, mil veces, durante más años de los que tenía Chiara. Volvió a subir corriendo, con la navaja en la mano.

El hombre seguía en el suelo, gimiendo. Brunetti miró en derredor y vio en el suelo una bolsa de plástico: la recogió y, con la navaja de Bonsuan, la cortó en tiras. Asió bruscamente las manos del hombre y se las puso a la espalda. Con saña, queriendo hacer daño, Brunetti le ató las muñecas y, con otra bolsa, repitió la operación, apretando sin miramientos. Probó la solidez de las ligaduras tratando de separar los brazos del hombre, y no cedieron. Hizo tiras de una tercera bolsa y le ató los tobillos. Entonces, recordando algo que había leído en un informe de Amnistía Internacional, pasó una tira entre las muñecas y los tobillos, atándoselos al hombre a la espalda y dejándole el cuerpo arqueado hacia atrás en una postura que Brunetti deseaba que fuera aún más dolorosa de lo que parecía.

De nuevo bajó la escalera, esta vez más despacio, para volver junto a Bonsuan. Sabía que no hay que tocar el cuerpo de una víctima de asesinato hasta que el forense lo declare muerto, pero se inclinó y cerró los ojos a Bonsuan manteniendo durante largos segundos la presión de los dedos sobre sus párpados. Cuando retiró las manos, los ojos permanecieron cerrados. Registró los bolsillos de la chaqueta y los del chaleco de lana, ahora ensangrentado, de Bonsuan hasta encontrar el
telefonino
del piloto.

Salió a la playa y marcó el 112. El teléfono sonó quince veces antes de que una voz de hombre contestara. Brunetti, muy cansado para comentar la tardanza, dio su nombre y rango y explicó dónde estaba. Hizo una breve descripción de la situación y pidió el envío inmediato de una lancha o un helicóptero.

—Esto son los
carabinieri,
comisario —explicó el joven agente—. Quizá fuera preferible que hiciera la petición a su propio comandante.

El frío que había penetrado en los huesos de Brunetti se comunicó ahora a su voz:

—Agente, ahora son las 6.37. Si en su registro de llamadas no consta que ha pedido una lancha o un helicóptero antes de dos minutos, lo lamentará. —Mientras hablaba, ya hacía planes terribles para averiguar cómo se llamaba aquel individuo, conseguir que el padre de Paola usara su influencia para hacer que el mando lo expulsara, decir a los otros pilotos quién era el que se había negado a ayudar a Bonsuan…

Antes de que Brunetti agotara las posibilidades de represalias, el hombre dijo:

—Sí, señor —y colgó.

De memoria, Brunetti marcó el número de Vianello.

—Vianello —respondió el sargento a la tercera señal.

—Soy yo, Lorenzo.

—¿Qué ha ocurrido?

—Bonsuan ha muerto. Estoy en Ca'Roman, en el fuerte. —Esperó la respuesta de Vianello, pero el sargento callaba, expectante—. Tengo al que lo ha matado. —El hombre estaba a sus pies, con la cara roja, forcejeando con las ligaduras que lo mantenían en aquella postura dolorosa. Brunetti lo miró y el hombre abrió la boca, para protestar o suplicar.

Brunetti le dio un puntapié. No apuntó a ninguna parte, ni a la cabeza, ni a la cara. Sólo extendió la pierna derecha, que fue a darle en el hombro, junto al nacimiento del cuello. El hombre gimió y calló.

—He pedido una lancha o un helicóptero —dijo entonces a Vianello.

—¿A quién lo ha pedido?

—Al 112.

—Son unos inútiles —sentenció el sargento—. Avisaré a Massimo y en media hora estaremos ahí. ¿Dónde está exactamente?

—Al lado del fuerte —dijo Brunetti, sin preocuparse de averiguar quién era Massimo ni qué haría su sargento.

—Ahora mismo vamos —dijo Vianello.

Brunetti se guardó el
telefonino
en el bolsillo, olvidando desconectarlo. Sin una mirada para el hombre que estaba en el suelo, se sentó en una piedra, con la espalda apoyada en la pared del fuerte, de cara al oeste y al calor del último sol de la tarde. Sacó las manos de las axilas y expuso las palmas al sol, como el que se calienta al fuego de la chimenea. Pensó en quitarse la chaqueta, pero le pareció demasiado esfuerzo, aunque comprendía que librarse de aquella especie de emplasto pesado y frío lo ayudaría a entrar en calor.

Se quedó esperando acontecimientos. Éstos no se producían. El hombre gemía y se revolcaba, pero Brunetti no lo miraba más que de vez en cuando, y sólo para cerciorarse de que tenía los tobillos y las muñecas bien atados. Hubo un momento en que pensó que, si golpeaba al hombre en la cabeza con uno de los pedruscos que había por allí, podría decir que el hombre lo había atacado después de matar a Bonsuan y que había muerto durante la lucha. Lo alarmó haber tenido semejante idea, y lo alarmó más aún descubrir que, si no la ponía en práctica era porque comprendía que las marcas de las ligaduras en las muñecas y los tobillos del hombre delatarían lo que había sucedido realmente.

Poco a poco, el sol se escondió en la planicie gris de la costa llevándose consigo el calor de la tarde. Por el norte, huía la luz y se borraba el perfil anárquico, erizado de baluartes y espiras, del horror de Marghera. Brunetti oyó zumbar una mosca y, al escuchar atentamente, descubrió que el zumbido, agrio y agudo, no era de una mosca sino de un motor que se acercaba a gran velocidad. ¿Una lancha de la
questura
? ¿Vianello y el heroico Massimo? Brunetti no sabía cuál de sus posibles salvadores sería. También podía tratarse de un barco-taxi o de algún viajero que volvía a casa ahora que la tormenta había pasado. Pensó en el alivio que sentiría al ver a Vianello, el imperturbable Vianello, robusto como un oso, y entonces recordó que Vianello era el mejor amigo que tenía Bonsuan en el cuerpo.

Bonsuan tenía tres hijas: una médica, una arquitecta y una abogada, y todo, con un sueldo de piloto de la policía. Y Bonsuan siempre era el primero en invitar a una ronda de cafés o de copas. En la policía se decía que su mujer ayudaba a una bosnia, compañera de estudios de su hija pequeña, que aún tenía que aprobar dos exámenes para licenciarse. Brunetti no sabía si eso era verdad y probablemente ya nunca lo sabría. Tampoco importaba.

El zumbido se acercó, cesó y entonces oyó una voz de hombre que gritaba su nombre.

Capítulo 26

Brunetti se levantó y, por primera vez en su vida, oyó el disparo de aviso que le hacían desde el territorio de la vejez. Así pues, sería eso: la cadera dolorida, los músculos de los muslos que tardan en responder, el suelo que parece hundirse bajo tus pies y la sensación de que, sencillamente, todo empieza ya a pesarte demasiado. Echó a andar hacia la playa, en la dirección de la voz. Tropezó con una planta rastrera y dio un brinco cuando un pájaro aleteó casi debajo de sus pies, seguramente, para ahuyentar de su nido al intruso.

El ave protegía a sus crías. Todos los padres protegen a sus hijos, ¿quién protegería ahora a las hijas de Bonsuan, aunque ya no fueran niñas? Brunetti oyó un ruido que llegaba de la dirección opuesta y se volvió, esperando ver a Vianello, pero era la
signorina
Elettra. O, por lo menos, una mujer desastrada que se parecía a la
signorina
Elettra. Había perdido una manga de la chaqueta y por un desgarro del pantalón se le veía la pantorrilla. Tenía un pie descalzo y una herida en la planta. Pero lo más curioso era el pelo, que en el lado derecho de la cabeza tenía cortado casi a ras de la oreja, y le formaba mechoncitos hirsutos como los que asoman de las orejas de las crías de jaguar.

—¿Está bien? —preguntó él.

Ella levantó una mano hacia Brunetti.

—Venga, por favor. Búsquelo.

Sin esperar respuesta, dio media vuelta y retrocedió por donde debía de haber venido. Él observó que cojeaba del pie izquierdo, el descalzo.


Signore
—oyó gritar a Vianello a su espalda.

Brunetti se volvió y lo vio, vestido con pantalón vaquero y un grueso jersey. Colgado del brazo traía otro jersey. Detrás venía otro hombre, con un rifle de caza en una mano: seguramente, el Massimo que Vianello había dicho que lo traería tan pronto.

—Al lado del fuerte, en el suelo, hay un hombre. Vigílelo —gritó Brunetti al hombre del rifle, hizo una seña a Vianello y se fue tras la
signorina
Elettra.

La playa estaba sembrada de desechos de todas clases, los cientos de cosas que cada tormenta saca del fondo de la laguna y que quedan esparcidas, pudriéndose a la intemperie, hasta que la marea o la tormenta siguiente las devuelve al vertedero submarino. Trozos de salvavidas, infinidad de botellas de plástico, algunas, con el tapón bien roscado, grandes trozos de redes de pescar, zapatos, y cubiertos de plástico para un regimiento. Cada vez que Brunetti veía un trozo de madera, la astilla de un remo o de una rama, apartaba la mirada, y buscaba las botellas y los vasos de plástico.

Cuando llegaron a su lado, ella se había arrodillado en la arena, al borde del agua. Encallado en el bajío había un barco de pesca, con el costado izquierdo hundido, en medio de una negra mancha de fuel que iba expandiéndose.

Al oírlos acercarse, ella levantó la cabeza.

—No sé qué ha pasado, pero ha desaparecido.

Vianello se acercó a ella, le puso el jersey sobre los hombros y le ofreció la mano para ayudarla a levantarse. Ella hizo como si no lo viera, movió los hombros y dejó resbalar el jersey a la arena.

Vianello se puso en cuclillas a su lado, recogió, solícito, el jersey y volvió a arroparla con él, atándole las mangas bajo la barbilla.

—Venga con nosotros —dijo, se levantó y la ayudó a ponerse de pie a su lado.

El sargento fue a decir algo, pero se contuvo al oír un ruido que llegaba de la dirección de Pellestrina. Los tres volvieron la cabeza al mismo tiempo en dirección al zumbido estridente que anunciaba la llegada de los
carabinieri.

Elettra empezó a tiritar.

La lancha se acercaba describiendo una curva cerrada. El piloto paró el motor y dejó derivar la embarcación hasta pocos metros de la orilla. En la proa, tres agentes con chalecos antibalas apuntaban con sus metralletas a las tres personas de la playa. Cuando el hombre que estaba al timón, al reconocer a Vianello, les ordenó bajar las armas, pareció que les costaba obedecer.

—Dos de ustedes, vengan a ayudarla —gritó Brunetti, indiferente a la circunstancia de que su rango no le daba autoridad sobre aquellos hombres—. Llévenla al hospital. —Los tres agentes miraron al piloto, esperando instrucciones. Él movió la cabeza de arriba abajo. No había embarcadero, y tendrían que saltar al agua. Mientras los hombres dudaban, la
signorina
Elettra miró a Brunetti y dijo:

—No puedo irme sin él.

Antes de que Brunetti respondiera, Vianello la tomó en brazos para llevarla a la lancha. Brunetti vio que ella protestaba, pero tanto sus palabras como la respuesta de Vianello quedaron ahogadas por el chapoteo de los pies del sargento en el agua. Cuando Vianello llegó a la lancha, uno de los
carabinieri
se arrodilló junto al costado, extendió los brazos e izó a bordo a la
signorina
Elettra.

El hombre la sentó con la espalda erguida, y Brunetti vio que Vianello se inclinaba hacia la lancha y que le ceñía el jersey a los hombros. El motor volvió a roncar y la lancha se puso en movimiento. Vianello desde el agua y Brunetti desde la playa la vieron alejarse, pero la
signorina
Elettra no miró atrás.

Vianello volvió a la arena y, en silencio, los dos hombres fueron hacia donde estaban Massimo y el prisionero. Encontraron al amigo de Vianello sentado en la piedra en la que Brunetti los había esperado, con el rifle atravesado sobre las rodillas. El prisionero les gritó:

—¡Soltadme! —Era una orden. Ellos hicieron como si no le hubieran oído.

—Bonsuan está ahí abajo —dijo Brunetti señalando la puerta de la escalera que descendía. Era más difícil ver el interior ahora que la luz de la tarde se apagaba.

—Massimo —dijo Vianello a su amigo—. Dame la linterna. —De uno de los muchos bolsillos de su cazadora, Massimo sacó una linterna negra que tendió a Vianello.

—Espere aquí —dijo Brunetti al hombre del rifle. Él y Vianello bajaron la escalera siguiendo el haz luminoso de la linterna. Mientras bajaba, Brunetti suplicaba a algo en lo que no creía que hiciera que encontraran a Bonsuan vivo; herido y aturdido, pero vivo. Hacía mucho tiempo que Brunetti había abandonado la costumbre de su infancia de tratar de hacer un pacto con quienquiera que controlara esas cosas, por lo que se limitó a suplicar sin ofrecer nada a cambio.

Other books

The Valley of the Wendigo by J. R. Roberts
Cinnamon Twigs by Darren Freebury-Jones
The School for Brides by Cheryl Ann Smith
The Santiago Sisters by Victoria Fox
A Midsummer Tempest by Poul Anderson
Unmerited Favor by Prince, Joseph
Secret of the Wolf by Susan Krinard
Make Her Pay by Roxanne St. Claire
Spaceland by Rudy Rucker