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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Un mar de problemas

BOOK: Un mar de problemas
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La décima novela del comisario Brunetti se desarrolla en Pellestrina, una isla de pescadores del el sur de la laguna de Venecia. Dos pescadores de almejas, un padre y un hijo, han sido asesinados: un caso aparentemente fácil para Brunetti. Cuando el comisario se da cuenta de que no puede vencer la dificultad de entenderse en un dialecto diferente y la desconfianza que la cerrada cofradía de almejeros abriga contra la policía, accede a que la enigmática
signorina
Elettra pase unos días de vacaciones con unos parientes en la isla y averigüe, de incógnito, lo que esconde la impenetrable comunidad. El protagonismo de la infatigable
signorina
Elettra, los códigos de lealtad de una población sumamente peculiar, las alianzas, la amistad y el amor, convierten a
Un mar de problemas
en una de las creaciones más ricas de la gran «dama del crimen» actual.

Donna Leon

Un mar de problemas

Saga Comisario Brunetti 10

ePUB v1.0

Creepy
28.04.12

Título Original:
A Sea of Troubles
, 2001

Autor: Donna Leon
[*]

Fecha edición española: 2003

Editorial: Editorial Seix Barral, S.A.

Traducción: Ana María de la Fuente Rodríguez

Para Rudolf C. Bettschart y

Daniel Keel

Soave sia il vento

Tranquilla sia l'onda

Ed ogni elemento

Benigno risponda

Ai vostri desir.

Suave sea el viento

tranquila la ola,

y cada elemento

benigno responda

a vuestros deseos.

Mozart, Così fan tutte

Capítulo 1

Pellestrina es una península arenosa, larga y estrecha que, con el paso de los siglos, se convirtió en tierra habitable. Discurre de norte a sur, entre San Pietro in Volta y Ca'Roman, a lo largo de diez kilómetros, sin alcanzar en ningún punto más de doscientos metros de ancho. Por el este, se encara al Adriático, mar que no se distingue por su placidez, pero la orilla occidental descansa sobre la laguna de Venecia, a resguardo de vientos y tempestades. El suelo es pobre, por lo que los habitantes de Pellestrina siempre han sacado su sustento del mar.

Se cuentan muchas historias acerca de los hombres de Pellestrina, de la resistencia y de la fuerza que se han visto obligados a desarrollar, en su afán por arrancar del mar un medio de vida. Los viejos de Venecia recuerdan el tiempo en el que se decía de los hombres de Pellestrina que en invierno y en verano dormían en el suelo de tierra de sus barracas, y no en la cama, para levantarse de madrugada más ligeros y aprovechar la marea que los llevaría a sus caladeros del Adriático. Probablemente, esta historia sea apócrifa, como casi todas las cosas con las que se nos quiere convencer de lo dura que era la gente en los viejos tiempos. Sin embargo, lo cierto es que la mayoría de las personas que la oyen contar, si son de Venecia, la creen, como creerían cualquier relato que ponderase la rudeza de los hombres de Pellestrina y su indiferencia por el dolor y el sufrimiento, propios o ajenos.

Durante el verano, Pellestrina bulle de turistas, llegados de Venecia y su Lido o de Chioggia, en el continente, para degustar marisco fresco y vino de aguja en bares y restaurantes. En lugar de pan, se sirven
bussolai,
pastas secas ovaladas cuyo nombre, quizá, se derive de
bussola,
brújula, por su forma. Con los
bussolai
se toma un pescado tan fresco que a buen seguro aún estaba vivo en el momento en que los turistas iniciaban el largo e incómodo viaje a Pellestrina. Cuando los turistas se levantaban de la cama del hotel, las branquias de las
orate
aún tremolaban al aire, ese elemento extraño; cuando los turistas embarcaban en Rialto, en un
vaporetto
madrugador, las
sardelle
aún se retorcían en las redes; cuando desembarcaban del
vaporetto
y cruzaban
piazzale
Santa Maria Elisabetta, donde subirían al autocar que los llevaría a Malamocco y el Alberoni, el
cefalo
era sacado del mar. Los turistas suelen dejar el autocar en Malamocco o en el Alberoni, toman un café, pasean un poco por la playa y contemplan los largos espigones que se adentran en el Adriático para tratar de impedir que sus aguas se precipiten en la laguna.

Para entonces el pescado ya está muerto, aunque no es de esperar que esto lo sepan, ni les importe mucho, a los turistas, que vuelven a subir al autocar para hacer la breve travesía del canal en el transbordador y luego seguir viaje, en el mismo autocar o a pie, hasta Pellestrina y su almuerzo.

En el invierno, las cosas varían. Cruza el Adriático desde la antigua Yugoslavia un viento helado cargado de aguanieve que te corta la cara. Entonces los restaurantes, tan concurridos en el verano, están cerrados y no volverán a abrirse hasta bien entrada la primavera. Mientras tanto, los turistas tienen que comer donde buenamente pueden.

Lo que está igual en invierno y verano son los
vongolari,
los barcos almejeros que a docenas se alinean en el lado interior de la estrecha península y que salen a pescar todo el año, con y sin turistas, con frío y con calor, y sin que a sus tripulantes parezcan importarles todas esas leyendas que se cuentan de los aguerridos y nobles hombres de Pellestrina que no cejan en la lucha por arrancar al mar cruel el sustento para sus mujeres e hijos. Los barcos tienen nombres sonoros,
Concordia, Serena, Assunta
y son barrigudos y altos de proa, como los barcos de los cuentos infantiles. Cuando paseas junto a ellos al sol del verano, alargarías la mano para darles una palmada como acariciarías a un simpático poni o a un labrador cariñoso.

A los ojos del profano, todas estas embarcaciones se parecen, con sus mástiles de hierro y la cesta metálica que se deja izada sobre la proa cuando el barco está amarrado al muelle. La cesta es rectangular y tiene el armazón cubierto por una especie de reja de gallinero, aunque mucho más robusta, ya que debe soportar el choque con las rocas del fondo o con algún obstáculo sumergido en la laguna. También ha de vencer la resistencia del lecho marino en el que se hinca para barrerlo y sacar a la superficie los kilos de chirlas y almejas que quedan atrapadas en la bandeja rectangular, de la que chorrean el agua y la arena, que vuelven a la laguna.

Las diferencias que pueden observarse entre las embarcaciones son insignificantes: cesta un poco más pequeña o más grande, boyas despintadas o impolutas, una cubierta limpia que reluce al sol, o con manchas de herrumbre junto a la borda. Durante el día, los barcos de Pellestrina se mantienen muy juntos, en amigable compañía; no más alejados unos de otros viven sus dueños, en las casas bajas del pueblo, que se extiende entre la laguna y el mar.

Alrededor de las tres y media de una madrugada de primeros de mayo, se declaró un pequeño incendio en el camarote de una de estas embarcaciones, el
Squallus,
cuyo dueño y patrón era Giulio Bottin, que vivía en el número 242 de Via Santa Giustina. Los hombres de Pellestrina ya no tienen necesidad de regirse exclusivamente por las mareas y los vientos, ni limitar sus salidas a cuando éstos son favorables, pero cuesta abandonar costumbres seculares, y la mayoría de los pescadores madrugan y zarpan al amanecer, como si las brisas de la mañana aún pudieran influir en su velocidad. Faltaban dos horas para que los pescadores de Pellestrina —que ahora duermen en su casa, en la cama— tuvieran que levantarse, aún estaban en lo más profundo del sueño, cuando se inició el fuego a bordo del
Squallus.
Las llamas avanzaron sosegadamente por el suelo de la cabina de mando, hacia las paredes de madera de cada lado y el cuadro de instrumentos situado en la parte delantera, que era de teca. La teca es madera dura y arde despacio, pero a temperatura más alta que las maderas blandas y, al pasar del cuadro al techo de la cabina y la cubierta, el fuego avanzó a una velocidad pavorosa y abrió un agujero en la cubierta. Unas astillas ardientes cayeron en el compartimento del motor, donde incendiaron unos trapos húmedos de fuel que, a su vez, pasaron las llamas al conducto del carburante.

Lentamente, el fuego consumió la madera que rodeaba el tubo hasta convertirla en ceniza, y entonces una partícula de soldadura se fundió, dejando un orificio por el que la llama entró en el tubo y avanzó a la velocidad del rayo hacia los motores y los dos depósitos de combustible que los alimentaban.

Ninguno de los que aquella noche dormían en Pellestrina sospechaba la actividad de las llamas, pero todos se despertaron a un tiempo cuando los depósitos de fuel del
Squallus
explotaron llenando el aire de la noche de una llamarada deslumbrante, seguida, a los pocos segundos, de una estruendosa detonación que hasta los habitantes de la lejana Chioggia aseguraban, al día siguiente, haber oído.

El fuego aterra en todas partes, pero en el mar y, en general, en el agua, sobrecoge todavía más. Los primeros que lo vieron desde la ventana del dormitorio dijeron después que habían visto el barco envuelto en un humo denso y viscoso que se formaba al contacto del fuego con el agua. Pero entonces las llamas habían tenido tiempo de pasar del
Squallus
a las embarcaciones amarradas a cada lado, que ya empezaban a arder, y el fuel despedido en siniestro surtidor había salpicado no sólo las cubiertas de los barcos vecinos sino también el atracadero, donde había incendiado tres bancos de madera.

A la explosión de los depósitos del
Squallus,
siguió un momento de silencio y estupor, pero a continuación hubo en Pellestrina un estallido de ruido y movimiento. Se abrían puertas violentamente y los hombres salían corriendo a la noche; unos se habían puesto un pantalón encima del pijama, otros iban en pijama, unos se habían vestido y dos iban completamente desnudos, aunque nadie parecía reparar en ello, por la urgente necesidad de salvar los barcos. Los dueños de las embarcaciones amarradas a uno y otro lado del
Squallus
saltaron del muelle a la cubierta casi al mismo tiempo, a pesar de que uno venía de la cama de la mujer de su primo y había tenido que recorrer el doble de distancia. Los dos arrancaron los extintores de sus soportes y empezaron a rociar las llamas que había esparcido el líquido inflamado.

Los dueños de los barcos amarrados más lejos del espacio ahora vacío en el que antes estaba el
Squallus
hicieron arrancar los motores y dieron marcha atrás rápidamente, para apartarse de los barcos incendiados. Uno de ellos, del pánico, olvidó soltar la amarra y arrancó un metro de tablas del costado. Pero ni al ver la madera astillada flotando en el agua pensó en volver atrás sino que siguió alejándose hasta que tuvo su barco a cien metros de tierra, lejos de las llamas.

El hombre vio entonces que, poco a poco, en las cubiertas de los otros barcos, las llamas decrecían. De las casas más próximas llegaron dos hombres con sendos extintores. Saltaron a la cubierta de uno de los barcos y atacaron las llamas. Al mismo tiempo, el dueño del otro barco, que no había recibido tantas salpicaduras de fuel, conseguía controlar y extinguir las llamas con ayuda de la densa espuma blanca. El hombre seguía rociando la cubierta mucho después de que se hubieran apagado las llamas y no soltó el extintor hasta agotar la carga.

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