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Authors: Anne Rice

Tags: #Histórico, Romántico

Un grito al cielo (32 page)

BOOK: Un grito al cielo
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Tonio, al verla, se puso en guardia. Lo siguió en silencio hasta la primera esquina, donde detuvieron un cabriolé que los llevó al teatro San Bartolommeo.

Se trataba de un antiguo edificio, resplandeciente de luz y completamente abarrotado. Las salas de juego bullían de humo y alboroto, y la representación ya había comenzado ante un público inquieto y charlatán. Era el teatro de Nápoles dedicado a la ópera heroica, la ópera seria, frecuentado por la aristocracia, que llenaba la primera fila de palcos.

Para Tonio fue una visión. Era como si nunca antes hubiera presenciado semejante esplendor, ni se hubiese criado entre candelabros de cristal de Murano, ni jamás hubiera visto tal derroche de velas de cera.

Guido había adoptado una nueva dignidad y sus ojos cobraban un brillo distinto: parecía casi un caballero. Compró el libreto y la partitura y no llevó a Tonio a los ruidosos palcos superiores, sino a los asientos más caros de la platea, junto a los focos.

El primer acto iba sólo por la mitad, lo que significaba que aún faltaban las arias principales. Cuando se hubo acomodado, Guido atrajo a Tonio hacia sí.

«¿Ésta es la bestia que desde hace un mes no hace otra cosa sino gruñir?», pensó Tonio. Aquella actitud lo confundía hasta tal punto que no podía apartar los ojos del maestro.

Había dos
castrati
, explicó Guido, y una hermosa
prima donna
; sin embargo, aseguró que sería el viejo eunuco quien cantaría mejor que nadie, y no porque tuviera una voz hermosa, sino porque dominaba la técnica a la perfección.

Tan pronto como el
castrato
comenzó a ejecutar una pieza, Tonio quedó cautivado. La voz era sedosa, desprendía ternura, y el público le dedicó una gran ovación.

—¿Y eso no es una gran voz? —preguntó Tonio entre susurros.

—Las notas altas eran todo falsetes porque su voz no posee un gran registro, pero tiene un control tan preciso del falsete que no lo notas. Escúchalo bien y verás a qué me refiero. En cuanto al
tempo
, lo escribieron para él, y es lento justamente para permitirle seguirlo sin dificultad. En realidad, lo único que le queda es la escala media, el resto es pura técnica.

A medida que la velada avanzaba, Tonio descubrió que Guido tenía razón. Mientras, la pequeña
prima donna
había cautivado a todo el público con su manera de cantar espontánea y sentimental; no obstante se había criado en las calles, observó Guido, cantando al igual que hacía Tonio, y aunque sus notas altas producían escalofríos, apenas controlaba las notas bajas. Se perdían entre los sonidos del clavicémbalo. Sus labios se movían pero de ellos no brotaba nada.

El
castrato
joven fue otra sorpresa, porque se trataba de un buen contralto, algo que Tonio rara vez había escuchado en un hombre. Su voz era sedosa, tenía una textura aterciopelada, pero cuando subía mucho se quebraba.

Cualquiera de aquellos dos jóvenes hubieran podido cantar mejor que el viejo en virtud de su talento, pero ninguno de ellos sabía cómo hacerlo, y una y otra vez era el viejo
castrato
quien avanzaba hacia los focos y el público guardaba silencio para escucharlo.

Guido no se conformaba sólo con las voces. Atrajo la atención de Tonio hacia la partitura, le explicó cómo se habían añadido las distintas arias para las diversas voces, las pequeñas lides que tenían lugar entre el joven
castrato
y la
prima donna
, por qué el viejo evitaba moverse cuando cantaba, ya que, de haber gesticulado con aquellos brazos tan largos y delgados, hubiese parecido un bufón. El
castrato
joven era guapo, eso al público le gustaba, y sus poses eran elegantes, a imitación de las estatuas clásicas. La pequeña
prima donna
no dominaba las técnicas de respiración pero ponía mucho sentimiento.

Cuando bajó el telón, Tonio había bebido vino, mucho vino en los entreactos y discutía acaloradamente con Guido acerca de si la partitura era sólo una flagrante imitación de Scarlatti o se trataba realmente de algo nuevo. Guido afirmaba que en ella había originalidad, que Tonio tenía que escuchar más compositores napolitanos y, casi sin darse cuenta, se encontraron caminando por el vestíbulo, empujados por la excitada multitud.

Hombres y mujeres se acercaban a hablar con Guido y los carruajes iban llegando ante las puertas abiertas.

—¿Adónde vamos? —preguntó Tonio. Estaba aturdido, y cuando el coche arrancó con una sacudida, estuvo a punto de perder el equilibrio. Se dio cuenta de que sentada delante de él había una mujer que se reía de él. Tenía el cabello negro y un cuello blanco como la leche. Sólo la fina gasa de sus mangas le cubría los brazos y pudo apreciar unos pequeños hoyuelos en sus manos.

Tonio no recordaba haber entrado en la casa. Caminó por una interminable sucesión de habitaciones, salpicadas todas ellas con los vibrantes colores que tanto gustan a los napolitanos, muebles dorados con adornos esmaltados arrimados a las paredes, ventanas ocultas tras cortinas de brocado rematadas con borlas y candelabros incrustados de cera blanca y ribeteados de suave luz. Cientos de músicos, agrupados en distintas orquestas, acariciaban y soplaban sus lujosos instrumentos para colmar las amplias salas de mármol de una música apasionada y casi violenta.

Bandejas con copas de vino blanco flotaban en el aire. Tonio cogió una y se la bebió entera, luego tomó otra, y también la apuró mientras el criado, con peluca y chaqueta de satén azul, permanecía inmóvil como una estatua.

De repente se sintió perdido. Hacía mucho rato que no veía a Guido; innumerables mujeres lo abordaban, una tras otra, hablándole en francés, inglés o italiano. Una mujer madura avanzaba hacia él, y entonces extendió su largo brazo como si fuera una caña y lo atrajo hacia sí hasta que sus secos labios se posaron sobre su pecho.

—Niño radiante —le dijo en dialecto napolitano.

Se soltó de ella, perdió el equilibrio y sintió la urgencia de huir. Mirase adonde mirara le parecía ver pieles perfectas, las pequeñas protuberancias de unos pechos bajo una tira de encaje. Una mujer cuya risa era tan violenta que le impedía respirar se sujetaba los pechos con las manos como si fueran a reventar las costuras de su vestido de tafetán estampado, y al ver a Tonio, ocultó los labios tras un abanico de encaje blanco en el que se abría un arco de rosas rojas.

Tonio se tambaleaba junto a una mesa de billar. Entonces divisó en el otro extremo de la sala a un hombre demacrado y consumido, con una piel tan blanca que se le transparentaban los huesos bajo la carne, que lo miraba y le sonreía.

Por unos instantes no supo de quién se trataba, pero estaba seguro de conocerlo. De pronto recordó que era aquella visión de la muerte, aquel cadáver viviente que se le había acercado mientras yacía en el Vesubio. Se encaminó hacia aquel hombre. Sí, era la misma agonía sólo que ataviada con una frívola chaqueta de brocado dorado que le daba un aspecto vulgar, como las estatuas de mármol de las iglesias a las cuales los fieles vestían con prendas de tela.

El hombre llevaba una peluca empolvada, y sus ojos, hundidos y rodeados de sombras, se movieron casi con ternura sobre Tonio a medida que éste se le acercaba.

Otra copa de vino, el frágil cristal en sus manos. Estaba justo frente al hombre y se miraban el uno al otro.

—Veo que estás sano y salvo —dijo el hombre con voz hueca y quebrada. Al momento, como abatido por el dolor, se llevó el pañuelo a los labios, mostrando los anillos de los dedos ensartados en blancos huesos, se dobló ligeramente hacia delante y un torbellino de faldas lo envolvió.

—Quiero salir de aquí —susurró Tonio—. Tengo que salir de aquí.

Se le acercó otra mujer, a quien observó con tanta lujuria que ella retrocedió ofendida. Se volvió y, dando tumbos, llegó a un comedor vacío con una larga mesa dispuesta con suntuosas vajillas y flores recién cortadas para unas cien personas.

Al fondo de la estancia, junto a una de las ventanas de amplios arcos, se encontraba una mujer joven y sola que lo observaba.

Durante un instante creyó que era la pequeña
prima donna
de la ópera, y lo invadió una oleada de desesperación. Oyó la riqueza de su voz, sus intensos agudos; vio de nuevo sus pequeños pechos, debatiéndose con su inexperta respiración, y sintió que la desesperación daba paso al pánico.

Pero no se trataba de ella. Era otra mujer joven con el cabello igualmente hermoso y los ojos azules, aunque más alta y algo más corpulenta. Tenía una mirada triste, casi sombría. Lucía un sencillo vestido de seda violeta sin ninguno de los frunces ni lazos que había visto en el escenario, un vestido que le moldeaba los hombros y los brazos de forma exquisita. Parecía llevar tiempo observándolo, y sus ojos delataban que habían estado llorando antes de que él entrara.

Tonio comprendió que debía salir de aquella habitación. Sin embargo, al mirarla, sintió que en él se mezclaban la rabia y una ebria pasión. Aquella muchacha parecía etérea, con el cabello lleno de encantadores y pequeños mechones que dulcificaban sus elaborados rizos y le daban una aureola a la luz de las velas.

Sin quererlo, se fue aproximando a la joven. No era sólo su encanto lo que le atraía. En ella había algo que rezumaba abandono y falta de cariño. Lloraba, lloraba, pensó, ¿por qué lloraba? Tropezó. Estaba muy borracho. Ante él una vela se tambaleó sobre el mantel y cayó. Se apagó dejando una fragante estela de humo que subió hasta el techo.

De pronto se halló ante ella, maravillado ante aquellos oscuros ojos azules que no parecían temerle.

No le tenía miedo. No le tenía miedo. Pero, en el nombre de Dios, ¿por qué habría de tenerle miedo? Tonio apretó los dientes. No quería tocarla y sin embargo había extendido la mano.

De pronto, sin motivo aparente, las lágrimas asomaron de nuevo a sus ojos. Lloraba desconsolada.

La joven apoyó la cabeza en el hombro de Tonio.

Transcurrió un momento angustioso, lleno de terror. Su cabello suave y dorado olía a lluvia al acariciar el rostro de Tonio, y a través del escote fruncido vio sus senos descansar contra el cuerpo de él. Supo que si no se separaba de ella, le pegaría, le infligiría algún daño terrible y, no obstante, la sujetaba con tanta fuerza que a buen seguro la estaba lastimando.

La tomó por la barbilla y se la levantó. Cerró su boca sobre los labios de la muchacha y entonces la oyó llorar. Ella se debatía.

Tonio cayó hacia atrás. Ella estaba lejos, muy lejos, y la expresión de su rostro en aquella penumbra manifestaba tal inocencia y congoja que Tonio no pudo sino huir de aquel lugar hasta estar de nuevo a salvo en medio del baile y de la gran confusión de gente que danzaba.

—Maestro —murmuró mirando a uno y otro lado, y cuando de pronto Guido lo tomó del brazo, insistió en que tenía que salir de allí.

Una mujer anciana le hacía una seña con la cabeza. El hombre que tenía al lado le decía que la marquesa quería bailar con él.

—No… no puedo —contestó sacudiendo la cabeza.

—Oh, sí, claro que puedes. —La grave voz de Guido retumbó en sus oídos y notó la mano del maestro en la espalda.

—Tengo que marcharme de aquí, maldita sea —susurró—. Ayúdeme a… a volver al conservatorio.

Pero Guido hacía una reverencia a la anciana y le besaba la mano. En la expresión de la mujer había una gran dulzura, los restos de un rostro hermoso, y cierta gracia en el marchito brazo que le tendía.

—¡No, maestro!

Ella se volvió ligeramente sobre sus blancas sandalias. La sala no paraba de dar vueltas alrededor de Tonio. No debía ver a aquella chica rubia, no debía verla. Se volvería loco si de repente aparecía, y sin embargo, si tan sólo pudiera decirle…

Decirle ¿qué?

Que él no tenía la culpa, que ella no tenía la culpa.

Estaban frente a frente, la marquesa y él, sonaba una pieza y, como por milagro, hizo una reverencia a la mujer y empezó a moverse recorriendo la larga hilera de parejas, como si lo hubiera hecho toda la vida, aunque constantemente olvidaba lo que estaba haciendo.

Apareció Guido, con aquellos ojos castaños desmesuradamente grandes.

De repente, estaba apoyado en Guido, diciendo algo a alguien, disculpándose, tenía que marcharse, tenía que salir de allí, volver a su habitación, o quizá subir a la montaña. Sí, eso era, subir a la montaña, de inmediato. Ésa era la única cosa que había sido incapaz de reconocer ante sí mismo, y le resultaba demasiado doloroso.

—Estás cansado —dijo Guido.

No, no, no, sacudió la cabeza. Era imposible decírselo a nadie, pero la sola idea de que nunca más podría yacer con una mujer le resultaba insoportable. Si no dejaba de pensar en ello empezaría a gritar. ¿Dónde estaba ella? Siempre había creído que Alessandro no podía hacerlo. Siempre había visto a su madre como una niña, y Beppo, inconcebible. Y Caffarelli, ¿qué había hecho en realidad al quedarse solo con ellos?

Guido lo ayudaba a subir al carruaje.

—¡Quiero subir a la montaña! —reclamó de nuevo furioso—. Déjeme en paz, quiero ir, sé adónde voy.

El carruaje se estremecía. Vio las estrellas en el cielo, notó la brisa fresca en el rostro y vio las ramas de los árboles llenas de hojas inclinarse hacia el suelo como si quisieran acariciarlo. No debía pensar en la pequeña Bettina en la góndola, en aquel tierno nido de blanca y sedosa piel entre sus piernas, o se volvería loco. ¡Proscrito! Nunca volvería a poner los pies allí, hasta que… y cuando…

Iba apoyándose en Guido. Se encontraban ante la verja del conservatorio.

—Quiero morir.

Morir antes que confiarte mi pena, pensó. De nuevo aquella voz resonó en su interior diciéndole: «Compórtate como si fueras un hombre», y subió las escaleras hacia su cuarto aparentando una total indiferencia.

4

Enseguida quedó establecido casi como un acuerdo tácito que siempre que Tonio estuviera demasiado cansado para trabajar, Guido lo recompensaría de algún modo. Iban a la Opera o le daba unas cuantas arias para que disfrutase, aunque Guido no era fácil de engañar. Sabía perfectamente cuándo su alumno había llegado al límite de su resistencia, y una tarde en que Tonio se sentía abatido por el desaliento, lo sacó de la sala de prácticas y bajaron al teatro del conservatorio.

—Siéntate aquí y limítate a mirar y escuchar —le ordenó, dejándolo en la hilera de sillas traseras para que Tonio pudiera estirar sus doloridos miembros sin que lo viera nadie.

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