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Authors: Nick Hornby

Un gran chico (18 page)

BOOK: Un gran chico
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Fiona estuvo muy distinta de las veces anteriores. No decidió decirle a la cara que le parecía un inútil, y tampoco quiso acusarlo de haber abusado de su hijo. Fue casi como si hubiera llegado a la conclusión de que la relación entre ambos era un hecho. A Will no le gustó lo que cabía deducir de esto.

—Lamento lo de ayer —dijo ella.

—No pasa nada.

Will encendió un cigarrillo y Fiona puso cara de asco y apartó el humo con la mano. Él odiaba a las personas que hacían eso en lugares donde no tenían ningún derecho a hacerlo. No pensaba pedir disculpas por fumar en un pub; se dijo que fumaría hasta crear una niebla tan espesa que no consiguieran verse el uno al otro.

—Cuando te llamé estaba muy alterada. Cuando Marcus me dijo que creía que necesitaba cierta aportación masculina, me sentí como si me hubieran dado una bofetada.

—Me lo imagino —repuso Will, que en realidad no tenía la menor idea de qué le estaba hablando. ¿Por qué iba nadie a tomarse el trabajo de reparar en lo que hubiera querido decir Marcus?

—Ya sabes, es lo primero que piensas cuando te has separado del padre de tu hijo: que seguramente necesitará un hombre cerca y todo eso. Y entonces el sentido común feminista se apoderaba de la situación. Lo cierto es que desde que Marcus tiene edad de entender las cosas, hemos hablado de esta cuestión, y siempre me ha garantizado que no pasa nada. Y ayer, de buenas a primeras, me viene con esto... Siempre ha sido consciente de lo mucho que me preocupa.

A Will no le apetecía nada verse implicado en todo aquello. No le importaba que Marcus necesitase un hombre en su vida. ¿Por qué iba a importarle? No era un asunto de su incumbencia, por más que él pareciera ser el hombre en cuestión. No había pedido permiso para serlo; además, estaba seguro de que si Marcus necesitaba a un hombre, no era a uno como él. Sin embargo, al oír hablar a Fiona comprendió que, en ciertos aspectos al menos, posiblemente estuviera más capacitado que ella para entender a Marcus, y lo admitió de mala gana, porque era un hombre y Fiona una mujer, y quizás porque Marcus era, desde luego que a su manera, con un punto juvenil y excéntrico, un hombre que se salía de la norma. Y Will entendía a los hombres que se salían de la norma.

—Bien, pues ahí estás —dijo Will llanamente.

—¿Dónde estoy?

—Eso fue lo que dijo él, porque sabía que con eso conseguiría lo que estaba buscando.

—¿Y qué estaba buscando?

—No lo sé, lo que estuviera buscando en ese momento. Sospecho que es una observación que se ha guardado en la manga. Ésa era una carta decisiva. ¿De qué estabais discutiendo?

—Yo acababa de reiterarle mi oposición a la relación que mantiene contigo.

—Vaya.

Se trataba de una malísima noticia. Si Marcus había optado por usar sus últimas cartas por culpa de Will, significaba que éste estaba metido mucho más hasta el fondo de lo que se había temido.

—¿Estás diciendo lo que yo creo que estás diciendo, o sea, que me quiso atacar en el punto más vulnerable para poder ganar una discusión?

—Sí, por descontado que sí.

—Marcus no es capaz de algo semejante.

Will soltó un resoplido.

—Lo que tú digas.

—¿De veras lo crees?

—El chico no es bobo.

—No es su inteligencia lo que me preocupa, sino... su honradez emocional.

Will volvió a resoplar. Se había propuesto guardar para sí sus pensamientos e impresiones a lo largo de la conversación, pero no paraban de escapársele por la nariz. ¿En qué planeta vivía aquella mujer? Era un personaje tan de otro mundo que le parecía improbable que fuese una depresiva con tendencias suicidas, por más que le gustara cantar con los ojos cerrados; seguro que una persona capaz de flotar por encima de todas las cosas contaba con alguna forma de protección interior. Sin embargo, eso también formaba parte del problema. Si estaban allí sentados los dos se debía a que la astucia de un chico de doce años había logrado que ella se estrellase de golpe contra el suelo. Y si Marcus era capaz de tal cosa, cualquier amigo o novio, o su jefe en el trabajo, o el dueño de su vivienda, esto es, cualquier adulto que no la amase, podría hacer lo mismo. Contra eso no existía protección de ninguna especie. ¿Por qué se empeñaba aquella gente en hacer que todo fuera tan difícil? La cosa no podía ser más fácil, en realidad estaba chupada, era pan comido incluso para un niño, simple cuestión de aritmética elemental: amar a los demás y dejar que los demás te amaran era un esfuerzo que únicamente valía la pena si las probabilidades estaban a tu favor. Aunque, por supuesto, éste no era el caso. Había unos setenta y nueve trillones de personas en el mundo, pero sólo unas quince o veinte a lo sumo terminarían amándolo a uno, y eso con suerte. ¿Había que ser muy listo para darse cuenta de que el riesgo no valía la pena? De acuerdo, Fiona había cometido el error de tener un hijo, pero eso no suponía el fin del mundo. Si Will hubiese estado en su pellejo, no habría dejado que el pequeño mamón lo arrastrase a lo más bajo.

Fiona lo miraba un tanto perpleja.

—¿Por qué será que reaccionas de ese modo ante todo lo que te digo?

—¿De qué modo?

—Resoplando.

—Lo siento. Es que... Yo no tengo ni idea de las distintas etapas del desarrollo infantil, de lo que deberían hacer los chicos a la edad que tienen... En fin, ya sabes. Lo que sí sé es que ya va siendo hora de que no te fíes de lo que cualquier varón, de la edad que sea, te diga acerca de sus sentimientos.

Fiona contempló desolada su media pinta de Guinness.

—Y, según tu opinión de experto, ¿cuándo dejan de ser así las cosas?

Lo de la «opinión de experto» lo dijo como si la frase tuviera un filo dentado y herrumbroso, pero Will no hizo caso.

—Cuando tenga unos setenta u ochenta años. Entonces podrá hacer uso de la verdad en momentos sumamente inapropiados e impresionar a la gente.

—Para entonces, yo habré muerto.

—Ya.

Fiona fue a la barra para traerle una cerveza a Will, y se dejó caer en su asiento.

—Pero... ¿por qué tenías que ser tú?

—Te lo acabo de decir. Él en realidad no necesita ninguna influencia masculina. Solamente lo dijo para salirse con la suya.

—Eso lo entiendo, pero ¿por qué tiene tantas ganas de verte y estar contigo, tantas como para hacerme algo semejante?

—No tengo ni idea.

—¿De veras que no tienes ni idea?

—De veras.

—Puede que lo mejor sea que no te vea.

Will no dijo nada. De la conversación del día anterior al menos había sacado algo en claro.

—¿Tú qué piensas? —preguntó ella.

—Nada.

—¿Cómo?

—Que no pienso, que no pienso nada. Tú eres su madre. Las decisiones las tomas tú.

—Pero ahora estás implicado en todo esto. Él no deja pasar la ocasión de ir a tu casa. Tú lo llevas de compras y le regalas unas deportivas. Él empieza a vivir una vida que no estoy en condiciones de controlar, y eso significa que serás tú quien la controle. A la fuerza.

—Yo no pienso controlar nada.

—En ese caso, lo mejor es que no vuelva a verte.

—Eh, ya hemos pasado antes por este punto. ¿Qué es lo que quieres que haga si llama a la puerta de mi casa?

—Que no lo dejes entrar.

—Estupendo.

—Lo que quiero decir es que si no estás preparado para pensar de qué forma puedes ayudarme, más vale que no te metas en esto.

—Entendido.

—Dios, eres un egoísta increíble.

—Pero estoy solo. Únicamente me tengo a mí. No pienso ponerme por delante de nadie, porque resulta que no hay nadie más.

—Vaya. Pues resulta que ahora él sí que está en medio. No puedes dar un portazo y echarlo de tu vida así por las buenas, ¿sabes?

Will estaba casi seguro de que en eso se equivocaba. Se podía dar un portazo. Bastaba con no contestar cuando llamaban a la puerta. Así, ¿quién iba a entrar?

19

A Marcus no le hizo ninguna gracia que su madre hubiera hablado con Will. Tiempo atrás le habría entusiasmado, pero ya había dejado de pensar en que él y su madre y Will y Ned y quizás otro bebé fueran a vivir juntos al piso de Will. De entrada, Ned ni siquiera existía. Y de entrada, en caso de que fuesen posibles dos entradas, Fiona y Will no se gustaban mucho. Y, para postre, el piso de Will no era tan grande, no iban a caber allí, aun cuando ni siquiera fuesen tantos como él había supuesto en un principio. Ahora, en cambio, todos sabían demasiado, y eran demasiados los temas de los que él no quería que hablasen sin estar presente. No quería que Will hablase con su madre del hospital, por si acaso a ella le daba por hacer tonterías de nuevo; tampoco quería que Will le dijera cómo había intentado él chantajear a Will para que saliera con ella; no quería que su madre le hablase de los programas de televisión que le permitía ver, no fuera que, cuando volviese a visitarlo, le diera por apagar la tele. Por lo que alcanzaba a saber, casi cualquiera de los posibles temas de conversación habría significado problemas de una u otra especie.

Su madre sólo estuvo fuera un par de horas después de la merienda, así que ni siquiera tuvieron que buscar a una canguro que cuidase de él. Puso la cadena de la puerta, hizo la tarea, vio un poco la tele, jugó con el ordenador, la esperó. A las nueve y cinco llamaron al timbre de tal manera que sólo podía ser ella. Marcus abrió la puerta y la miró a la cara, tratando de averiguar si estaba enojada o deprimida, pero le pareció que estaba francamente bien.

—¿Lo has pasado bien?

—No ha estado mal.

—¿Y eso qué quiere decir?

—No es un tío así como muy simpático, ¿no?

—A mí me parece que sí. Me compró aquellas deportivas.

—Bueno, pues ahora se supone que no has de ir a su casa nunca más.

—No puedes impedírmelo.

—Desde luego que no, pero si él no te abre la puerta, será una pérdida de tiempo.

—¿Cómo sabes que no piensa hacerlo?

—Porque me lo ha dicho.

Marcus imaginó a Will en el momento de pronunciar aquellas palabras, pero no le preocupó en absoluto. Sabía con qué potencia sonaba el timbre dentro del piso, y él disponía de todo el tiempo del mundo para pulsarlo cuanto hiciese falta.

Marcus tuvo que ir a ver a la directora del colegio por lo de sus deportivas. Su madre se había quejado a la dirección por más que Marcus le había pedido, le había suplicado que no lo hiciera. Pasaron tanto tiempo discutiendo sobre esa cuestión que terminó por pasar muchos días pensando en ella a todas horas. Ahora al menos estaba en condiciones de elegir entre mentir a la directora y decirle que no sabía quién le había robado las deportivas, aunque para eso tuviera que pasar por idiota, y decirle quién había sido, y perder entonces los zapatos, la chaqueta, la camisa, los pantalones, los calzoncillos y seguramente un ojo o una oreja por el camino de vuelta a casa. Comprendía que si seguía preocupándose por ello perdería muchas horas de sueño.

Fue a verla a la hora del almuerzo, tal como el tutor de su clase le había dicho que hiciera, pero la señora Morrison no pudo recibirlo. La oyó a través de la puerta; estaba hartándose de gritarle a alguien. Al principio esperó a solas, pero al rato apareció Ellie McCrae, una chica malhumorada, malcarada, de décimo, que se cortaba ella sola el pelo de cualquier manera y se ponía lápiz de labios de color negro. Se sentó en el otro extremo de la hilera de sillas que había en la salita de espera. Ellie era famosa. Siempre andaba metida en algún lío, por la razón que fuese, aunque por lo general era algo de lo peorcito.

Permanecieron los dos sentados en silencio un rato, y entonces a Marcus se le ocurrió dirigirse a ella. Su madre siempre le decía que hablase con los chicos del colegio.

—Hola, Ellie —dijo. Ella lo miró, rió entre dientes y desvió la mirada. A Marcus le dio igual. De hecho, poco le faltó para echarse a reír. Ojalá tuviera una cámara de vídeo, pensó. Le habría encantado enseñarle a su madre qué era lo que pasaba cuando uno intentaba hablar con otro de los chicos del colegio, sobre todo si era mayor, y más aún si era chica. No volvería a tomarse la molestia.

—¿Cómo es que todos los niñatos gilipollas saben cómo me llamo?

Marcus no acababa de creerse que estuviera hablándole a él. Cuando se volvió hacia ella le pareció que tenía toda la razón del mundo al dudarlo, porque Ellie seguía mirando hacia otro lado. Decidió no hacerle ni caso.

—¡Eh, tú! Que te estoy hablando. No seas tan maleducado, joder.

—Ah, perdona. Me parecía que no hablabas conmigo.

—Pues no veo ningún otro niñato gilipollas por aquí. ¿Tú ves alguno?

—No —reconoció Marcus.

—Pues eso. ¿Cómo coño sabes mi nombre? Yo no tengo ni puta idea de quién eres.

—Porque eres famosa —respondió él, y al instante comprendió que había cometido un error.

—¿Y se puede saber por qué soy famosa?

—Ni idea.

—Sí que lo sabes. Soy famosa porque siempre ando metida en líos.

—Sí.

—Me cago en todo.

Permanecieron sentados un rato más. A Marcus no le apeteció romper el silencio. Si sólo decir «Hola, Ellie» había causado semejantes problemas, no estaba dispuesto a preguntarle si había pasado un buen fin de semana.

—Siempre ando metida en líos —añadió ella—, y eso que nunca he hecho nada malo.

—Ya.

—¿Y cómo lo sabes?

—Pues porque tú misma lo has dicho. —A Marcus le pareció una buena respuesta. Si Ellie McCrae decía que no había hecho nada malo, era que no lo había hecho.

—Si eres tan descarado, te llevarás un buen tortazo.

Marcus deseó que la señora Morrison no tardara mucho más. Aun cuando estaba más que dispuesto a creer que Ellie nunca había hecho nada malo, entendió por qué había gente que pensaba justamente lo contrario.

—¿Sabes qué es lo que he hecho esta vez?

—Pues nada —respondió Marcus con todo convencimiento.

—De acuerdo. ¿Sabes qué es lo que se supone que he hecho esta vez?

—Nada —contestó él. Ésa era su estrategia y pensaba mantenerse firme.

—Ya, pero ellos deben de creer que he hecho algo malo. De lo contrario, no estaría sentada aquí, ¿no crees? —Sí.

—Es por culpa de esta camiseta. No quieren que me la ponga, y no tengo intención de quitármela. Así que se va a armar un buen follón.

Marcus miró la camiseta de Ellie. Todos los alumnos del colegio tenían, en principio, que llevar camisetas o sudaderas con el logotipo de la institución, mientras que ella llevaba en la suya la foto de un tipo esquelético y con barbita. Tenía los ojos grandes y se parecía un poco a Jesucristo, sólo que con aire de moderno y el pelo teñido de rubio.

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