Rayas comenzó a respirar suave y acompasadamente. Empezaba a disfrutar de unos maravillosos sueños de cien colores distintos.
Y empezó el nuevo día.
Catalina se despertó muy pronto, contenta y llena de ganas de hacer mil cosas. Se lavó y se vistió en un periquete y bajó las escaleras de dos en dos.
Un gozo tibio y bullicioso le rebrincaba por dentro y no tenía más remedio que canturrear a media voz mientras se movía por la cocina.
—¡Hija! ¿Cómo es posible que tengas ganas de cantar con la desgracia tan grande que nos ha caído encima? —le reprochó su madre.
—Bueno, tampoco hay que exagerar. Nada de lo que ha ocurrido es tan malo.
—¿Ah, no? ¿Y qué me dices de las manzanas caídas, y de la verja rota, y de los pollos perdidos, y de las flores tronchadas? ¿Y qué me dices del azucarero hecho añicos?
—Era feo, madre.
—Era un regalo de boda y yo lo apreciaba mucho…
—Aunque fuera un regalo de boda y le tuvieras cariño, tendrás que reconocer, madre, que era feo. Si de veras ha sido el Duende Negro Arrugado el responsable de que se haya roto, yo te aseguro que le estoy muy agradecida. Tan agradecida que le voy a subir, hasta el último peldaño de la escalerilla del henar, un platito con galletas de nata. Quizás le gusten, ¿no crees?
—¿Cómo sabes que el duende está en el henar?
—¡Ah, pues no estoy segura, pero me parece que lo he visto en sueños…!
Y la muchacha no quiso decirle a su madre, así, de pronto, que sus sueños le habían llenado la cabeza, además, de algunas otras buenas ideas.
Luego, eligió cinco galletas bien doradas y las colocó sobre un platillo de porcelana. Abrió la puerta trasera y se encaminó a través del patio hacia el henar. Detrás de ella, su madre gritó indignada:
—¡Estás loca! ¡Mira que ofrecerle cosas ricas a ése…! Si no le gustan inventará alguna nueva maldad para atormentarnos, y si le gustan decidirá quedarse a vivir para siempre con nosotros…
Catalina subió las escalerillas del henar y colocó el platillo con cuidado en lugar bien visible sobre el último peldaño. Después se volvió hacia su madre y habló en voz alta:
—Estoy segura de que este duende nos ha traído buena suerte, madre, ya lo verás, y me agradaría que se quedase con nosotros mucho tiempo.
Arrugado la oyó hablar y se revolcó furioso entre el heno. Luego, cuando la muchacha hubo entrado de nuevo en la cocina, se acercó al platito, lo agarró lleno de rabia y lo lanzó al corral. Cayó sobre el gallo, que se llevó un susto terrible. Soltó un indignado ¡quiquiriquí…! y corrió a refugiarse detrás del tronco de una acacia.
El platillo no se rompió, pero las galletas saltaron por los aires y se quebraron en cientos y cientos de pedazos. Las gallinas y los pollitos se apresuraron a picotearlos. Tanta prisa se dieron, que hicieron desaparecer la última migaja en menos tiempo del que empleó el gallo en cantar pidiendo que le dejaran siquiera un pedacito para probar a qué sabían. Catalina dijo a su madre:
—¿Lo ves? ¿No te lo había yo anunciado? Este duende nos trae suerte. El platillo ha caído desde allá arriba, pero ha sido guiado con tanto acierto que ha chocado contra el gallo y no se ha roto. Las gallinas y los pollos han aprovechado hasta la última migaja de las galletas. Seguro que mañana los pollos habrán crecido y estarán más gordos, y que las gallinas pondrán todas huevos más hermosos…, ¡esas galletas son muy alimenticias!
En aquel momento Jacobo y Juan entraron en la cocina:
—¡Alguien ha recogido las manzanas!
—¡La valla del corral está arreglada!
—¡Los siete pollos perdidos han vuelto!
—¡En la ventana del establo hay una bandeja con veinte porciones de requesón fresco!
—¡En el jardín hay flores nuevas!
Teresa solamente pudo poner la cara más incrédulamente asombrada que nadie pueda imaginar.
Catalina, en cambio, sonrió con suficiencia:
—Ya te había dicho yo, madre, que este duende nos traería suerte…
Creo que deberíamos hacer todo lo posible para que se encontrase a gusto entre nosotros… Mis galletas no le han agradado, al parecer; a lo mejor tú tienes más suerte si le ofreces un flan de esos tan ricos que sabes hacer.
Luego, la muchacha se echó su mantoncillo por los hombros y se fue a dar una vuelta por el pueblo.
A todos los que se cruzaron con ella los informó de que el Duende Negro Arrugado estaba en el henar de su casa y de que la familia estaba encantada de la buena suerte que les había proporcionado con su presencia.
Algunos no quisieron creerla del todo: pero otros muchos no tuvieron más remedio que estar completamente de acuerdo con ella.
—¡Es cierto! Ese duende trae buena suerte… El eje de mi carreta está magníficamente arreglado.
—Hazme caso, demuéstrale al duende tu agradecimiento. Llévale una jarra de tu mejor cerveza… —aconsejó Catalina.
—¡Sí que lo haré, ya lo creo! —prometió el tío Juan.
Catalina prosiguió su camino.
—¡Mi dedal de plata apareció sobre la mesa de la cocina! Si tu duende es goloso, ya puede contar con un tarro de mermelada de frambuesa.
—Seguro que le encantará.
Catalina siguió dialogando con los vecinos del pueblo:
—¡Yo le llevaré media docena de unos exquisitos bollos que encontré esta mañana sobre el tablero del obrador!
—¡Hemos encontrado terminado de una manera maravillosa el tapiz de nuestro telar! Tu duende tendrá una buena fuente de natillas con canela.
—En la Escuela volaban esta mañana dos mariposas bellísimas… ¡Seguro que es obra del duende! Tendrá pastelillos de crema como muestra de mi agradecimiento.
Arrugado, hecho un ovillo sobre la paja del henar, empezó a sentir que algo extraño le estaba ocurriendo.
Notaba que no podía apretar los dientes tan rabiosamente como antes, que no podía fruncir el entrecejo con tanta furia, ni mirar con la misma ferocidad.
—¿Qué me puede estar pasando? —rezongó.
Y es que la gratitud es algo maravilloso. No se ve, pero se siente de una manera profunda y poderosa. Y tan profunda y poderosa era la gratitud que las gentes del pueblo estaban empezando a experimentar hacia Arrugado, que el duende empezó a sentir que algo muy agradable comenzaba a circular por el interior de su arrugado cuerpecillo. Era casi como sentirse a gusto, por primera vez, dentro de su propia piel. Le parecía adivinar que la gente ya no le molestaba tanto y que él ya no le resultaba tan fastidioso a la gente.
Y en aquel preciso momento vio el flan que Teresa acababa de colocar sobre el peldaño superior de la escalera.
Arrugado trató de despreciarlo, pero el tufillo que le llegó a la nariz resultaba tan apetecible… que no tuvo más remedio que acercarse al plato ¡solamente para ver qué podía ser aquello! Luego, clavó un dedo en el flan ¡solamente para desbaratarlo! Lo malo, mejor dicho, lo bueno, fue que se chupó el dedo y ya fue incapaz de resistir la tentación de zamparse el flan en dos bocados: ¡estaba tan rico…!
Después, se volvió a su rincón y se tumbó sobre el heno. Sentía todavía el regusto del dulce en la boca y una extraña sensación de calorcito en el estómago, y un poco más arriba, hacia la izquierda.
—¿Qué será esto que siento? —volvió a refunfuñar Arrugado.
Se hizo un ovillo sobre la mullida alfombra de heno y se quedó dormido de nuevo.
Y a lo largo de los días siguientes, cada vez que se despertaba, algo apetitoso le esperaba en la puerta del henar. Y siempre que se acercaba a la ventana que daba al corral podía oír un comentario amable:
—Es un duende encantador.
—¡Menuda suerte hemos tenido con su llegada!
—¡Ojalá decida quedarse con nosotros para siempre!
Arrugado comía pastelillos de nata y dormía. Escuchaba una frase amable, bebía cerveza y dormía. Tomaba una buena ración de mermelada de frambuesa, oía alegres risas y dormía. Lamía un gran plato de natillas, escuchaba una bonita canción y dormía… El heno a su alrededor formaba un cobijo tibio, suave, blando y perfumado.
Y un atardecer, Arrugado descubrió una cosa sorprendente.
Al principio casi no podía dar crédito a lo que estaba viendo. Se miró las piernas, se miró los brazos, se miró las manos… No pudo mirarse la cara porque eso nadie puede hacerlo sin la ayuda de un espejo. Así que Arrugado decidió acercarse al lago para poder contemplarse en el agua.
Era ya noche cerrada cuando se decidió a salir. No quería que nadie se diese cuenta de que abandonaba el henar.
La familia no le oyó moverse, pero el búho, que no había dejado de vigilarle ni un solo momento, le vio aparecer. Y tan pronto como tuvo completa certeza de la buena noticia, recorrió la comarca para llevar a todos el estupendo mensaje.
Arrugado llegó hasta la orilla del lago y se inclinó sobre el agua. Y en cuanto vio su imagen reflejada en la superficie, pudo comprobar el enorme cambio que se había producido en él…
La luz de la luna llena le iluminaba de pleno. ¡No cabía la menor duda! ¡¡¡Había dejado de ser un Duende Negro Arrugado!!!
Seguía siendo un Duende Negro, eso sí, pero ahora era un duende gordito y con la piel lisa, estirada y lustrosa.
Continuó mirando su imagen, maravillado, durante un largo rato…
Y antes de que hubiera pasado suficiente tiempo como para que se hubiera podido dar cuenta del todo de su nuevo aspecto, se vio rodeado de duendes. Duendes que le saludaban sonriendo amistosamente, llenos de alegría:
—¡Bienvenido, hermano!
—¡Nos sentimos muy felices con tu llegada!
—¡Estamos muy contentos de tenerte entre nosotros!
—¡Mirad, es como yo! Mucho más joven, claro, pero como yo —exclamó gozoso el Duende Negro.
Arrugado, es decir, el nuevo Duende Negro, descubrió otra nueva y agradable sensación, completamente desconocida para él hasta ese momento: los ojos se le entrecerraron y la boca se le estiró hacia los lados…
—¿Qué me pasa?
—¡Que estás empezando a sonreír, hermano! —le explicó Rayas—. Todavía lo haces muy mal porque no tienes práctica, claro; pero no te preocupes, dentro de nada habrás aprendido a reírte estupendamente ¡y te vas a divertir mucho haciéndolo!
Los duendes se apretujaban alrededor del nuevo Duende Negro porque todos querían darle un fuerte abrazo de bienvenida. Hablaban todos al mismo tiempo y armaban tal algarabía de gritos y de risas que el abuelo Añil y tía Púrpura tuvieron que apartarse a un lado para poder entenderse.
—La idea de Rayas ha sido magnífica.
—Y todos han trabajado tan bien…
—¡Todos hemos trabajado bien! No te quedes fuera, tú también has contribuido en mucho a que esto haya salido tan estupendamente.
—¿Crees que todos los Duendes Negros Arrugados dejarían de serlo si se les aplicase el mismo tratamiento?
—Pues… es muy posible. Yo espero que no aparezca por aquí ningún otro de su especie, pero si apareciese…
—¡Oh, sí, desde luego! Si apareciese… —y tía Púrpura rió alegremente.
Su risa y la del abuelo Añil se confundieron con el coro de carcajadas de los duendes más jóvenes, que celebraban una divertida ocurrencia del más gracioso y disparatado de los duendes: Rayas.