Read Un barco cargado de arroz Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Ninguna.
—¿Dará la revisión de las cuentas algún resultado?
—Supongo que lo tienen todo atado y bien atado. De cualquier modo, dígale a Sangüesa que les haga una auditoría a fondo. De las de tres meses, si es necesario.
—¿Y nosotros?
—Nosotros vamos a husmear como dos viejos perros sarnosos.
—¡Vaya comparación!
—Invite a las dos secretarias de la fundación a tomar el té en comisaría.
—Oiga, inspectora, antes de tomar el té con quien sea deberíamos hablar usted y yo más extensamente.
—¿Para qué?
—Para conjeturar cuál de los dos Ayguals se ha cargado a Flores.
—De eso no diré ni una sola palabra.
—¿Por qué?
—Porque no lo sé.
—Está usted muy ocurrente.
—Todo lo que me permite la situación. ¿Qué me dice si le propongo también hacer una visita a un anticuario?
—Le diría que usted sabe algo que no sé yo.
—Es sólo un pálpito, Fermín, pero puede funcionar.
—¡Eso me ha gustado, inspectora! Usted sabe que, para mí, un pálpito suyo vale más que doce horas de investigación de Scotland Yard.
No era la primera vez que visitábamos a un anticuario para nuestro ejercicio profesional, y a Garzón seguía pareciéndole un tipo de tienda en el que no se hubiera dejado ni un céntimo por placer.
—No puedo entender que la gente valore algo por el mero hecho de ser viejo. Si es arte, de acuerdo, pero esas jofainas antiguas, esos percheros que yo he visto tirar a la basura cuando empecé a crecer...
—Imagine que se trata de personas. Usted siempre da prioridad a la experiencia sobre la juventud.
—¡Justamente!, porque las personas servimos para algo, mientras que una jofaina descascarillada no tiene más utilidad que plantificarla en un rincón.
—Pocos piensan como usted, los anticuarios suelen ser muy ricos. Tienen clientes fijos a quienes ofrecen su mercancía. Al final, como en todo, los amantes de las antigüedades forman una especie de pequeño grupo. Bueno, al menos en esta ocasión espero que sea así.
—Por cierto, ¿a qué vamos a esa tienda?
Lo miré con falsa ternura antes de soltarle una pulla monumental, pero entonces sonó mi teléfono móvil. Miré el registro: era Ricard. Lo apagué. Mi compañero, que desplegaba más antenas que el firmamento de una ciudad, no tardó ni un instante en preguntarme:
—¿Qué tal le va con el psiquiatra?
—Aún no necesito psiquiatras, pero no lo descarto.
—Sabe perfectamente a qué me refiero. ¿Se va a casar con él?
—Casarse con un psiquiatra debe de ser como cruzar el Atlántico con un profesor de natación, siempre puede resultar útil.
—De acuerdo, pitorréese si quiere. Pero no me gustaría enterarme por terceros de que se casa.
—No se preocupe, antes de pasarlo a los ecos de sociedad, hablaré con usted.
Anticart era una tienda de antigüedades situada junto al barrio gótico. La regentaba un matrimonio de mediana edad, los Salvat. Cuando supieron que éramos policías, demostraron una energía en atendernos que me pareció excesiva. En ningún momento les dijimos el motivo por el que estábamos allí, pero ellos se apresuraron a enseñarnos las instalaciones y contarnos cómo funcionaba el negocio. Probablemente pensaban que íbamos tras algún robo de objetos antiguos, alguna que otra vez habrían acudido colegas en busca de información. Al decirles que pertenecíamos a la Brigada de Homicidios, su ímpetu inicial disminuyó. Fue como si, en vez de preocuparse por una circunstancia tan poco tranquilizadora, se serenaran.
—¿Conocían ustedes a un hombre llamado Arcadio Flores?
La esposa se adelantó al marido para negar. Él se quedó callado. Comprendí que él era el flanco débil del matrimonio. Lo encaré directamente.
—Ha aparecido muerto, entre sus cosas figuraba una tarjeta de esta tienda.
Respondió la mujer, sin dar tiempo a nadie para una reacción:
—¿Y por eso deduce que lo conocíamos? ¡Inspectora, por Dios! Llevamos veinte años en este negocio, cualquiera puede tener una tarjeta nuestra, cualquiera.
—¿Las distribuyen como publicidad?
—No, pero están en los stands de las ferias a las que acudimos, y aquí mismo las tenemos, se la pudimos dar a alguien que visitó la tienda, pero...
—En ese caso, puedo mostrarles una fotografía y pueden decirme si recuerdan o no a la persona. A no ser que recuerden que no lo recuerdan.
La señora Salvat se estrujó levemente las manos, nerviosa. Saqué la foto de Arcadio, se la mostré. Ambos la miraron con aprensión.
—¿Tú lo recuerdas? —preguntó la anticuaría. El marido negó con la cabeza—. Pues no, ya ve, por aquí pasa mucha gente.
—Sin embargo, creo que este hombre les compró algunas piezas. Llevan un registro, ¿verdad?
—Lo llevamos, pero...
—¿Puedo verlo?
El hombre se acercó a mí, me hizo una indicación con la mano.
—Pase por aquí.
Nos llevó a una enorme trastienda donde había una mesa con un ordenador. Se sentó frente a él, lo encendió. Buscó un programa y entonces el subinspector Garzón le pidió que le dejara sentarse en su lugar:
—¿Me permite? Yo mismo lo haré.
La mujer empezaba a alterarse:
—Oigan, todas estas informaciones son confidenciales.
—Investigamos un asesinato, señora Salvat.
—Eso no les da derecho. Nuestros clientes son gente importante que a lo mejor han decidido invertir y...
—Si lo prefiere, podemos volver con la orden de un juez, y mientras tanto la tienda permanecerá cerrada cautelarmente. No podrán sacar nada de aquí.
El marido tomó la iniciativa por segunda vez:
—Miren lo que tengan que mirar.
Garzón siguió con su labor mientras por la habitación se extendía una tensión sorda que aumentaba por momentos.
—Aquí está —dijo por fin—. Arcadio Flores figura en su lista de clientes. Según esto, hizo tres adquisiciones en dos años: una tabla medieval y varios objetos modernistas.
—Bueno, ¿y qué? —soltó la mujer montando casi en cólera.
—Pues que pensé que no lo conocían.
—Y es verdad, ¿cree que podemos conocer de nombre o de cara a todos nuestros clientes?
—Señora Salvat, no comprendo por qué se pone tan nerviosa.
—Inspectora, entran ustedes aquí preguntando por un hombre que no nos suena de nada y, acto seguido, se ponen a meter la nariz en nuestras informaciones confidenciales, ¿cómo se pondría usted?
—Acabemos con esto, señora, ¿venden ustedes armas de fuego?
Se puso a chillar de forma histérica:
—¿Nosotros?, pero ¿qué se ha creído? Éste es un negocio respetable, ¿piensa que está en un bar de alterne?
—Repetiré la pregunta con más precisión: ¿tienen ustedes algunas armas de la guerra civil que pudieran vender a un coleccionista?
La mujer iba a ponerse a gritar de nuevo, pero su marido la tomó del brazo, la hizo callar:
—Eventualmente puede haber alguna pieza, pero son armas fuera de uso para las que ni siquiera existe munición. De todas maneras, sólo las vendemos a quien puede presentar una licencia de armas.
—¿Está seguro?
—Sí.
—¿Le vendieron una pistola Astra del nueve corto a Arcadio Flores?
—No, en ningún caso.
—¿Conocen a Adolfo Ayguals Escudero?
Se quedaron patidifusos. Yo los miraba tomando buena nota de su reacción.
—Sí, por supuesto que lo conocemos, es uno de nuestros mejores clientes. ¿Pero qué tiene que ver...?
—Nada, no tiene nada que ver; simplemente el hombre por el que preguntamos trabajaba para él. De modo que están seguros de que no vendieron ninguna arma a Arcadio Flores.
—Puede consultar nuestro listado, verá que todo es perfectamente legal.
—Sí, apuesto a que todo es perfectamente legal.
No obtendríamos ni un solo dato más de aquel interrogatorio. Salimos a la calle y miré a mi alrededor. Hacía un día espléndido. Garzón, sonriendo con plena tranquilidad dijo:
—Nunca había visto a nadie mentir tan mal.
—Cierto, forman un perfecto dúo de la mentira. Entérese de si es cierto que tienen permiso para vender armas.
—Eso está hecho. Lo que parece claro es que, con permiso o sin él, le vendieron una pistola Astra a Flores.
—La pistola que acabó matándolo.
—El problema es saber quién la tiene ahora.
—Olemos el final y no tenemos ni una maldita prueba. Odio ese tipo de situaciones.
—¿Sabe qué es lo mejor cuando se vive una de esas situaciones? ¡Largarse a comer! La invito a un menú en La Jarra de Oro.
Los sistemas del subinspector para sobrellevar la dureza, tanto del servicio como de la existencia, siempre acababan frente a un plato lleno. Pero a él parecía funcionarle bien. Lo miraba mientras daba cuenta de una fabada asturiana y me preguntaba cómo era capaz de apañárselas para seguir a flote. En el momento en que se llevaba un trozo de morcilla ahumada a la boca le pregunté:
—¿Es usted feliz, Fermín?
Dejó de masticar y clavó sus ojos amarillentos en mí.
—¿Habla en serio o se prepara para alguna ironía?
—¿No puede relajarse jamás?
—Con usted, no.
—Le ruego que me conteste sinceramente.
Rebañó las alubias con la cuchara y luego picoteó un trocito de pan, pensando intensamente.
—Pues... sí, no está mal. Tengo buena salud, buen apetito, un trabajo variado, amigos, una amante, un apartamento muy agradable... Bien es verdad que podría ser más joven, más guapo, tener más dinero... pero a estas alturas tampoco voy a llorar por lo que me falta. Creo que debo de ser bastante feliz, porque nunca me pregunto ya si soy feliz.
—A las mujeres nos han inculcado la idea de que o tienes un gran amor o te falta algo.
—Sí, y a todos, hombres y mujeres, nos han inculcado que es necesario ser feliz. Cuando mis padres eran jóvenes, eso de la felicidad era una cosa que no se estilaba. Tenían comida, tenían casa, no se les moría ningún hijo... ¡pues cojonudo!, nadie aspiraba a más. Pienso que la felicidad es un invento moderno.
—Un invento para los que no pasan hambre.
—Algo por el estilo. Y usted, ¿pasa hambre usted?
—¡Ni pizca! Yo, excepto a la televisión, me apunto a todos los inventos modernos.
Se ocultó levemente tras la servilleta para reír. Lo miré afectuosamente:
—¿Cree que yo debería vivir con alguien, subinspector?
—¿Con una amiga?
—Si no quiere hablar en serio, podemos dejarlo.
—No se ofenda, Petra, pero es que plantearlo así... Si tiene que cuestionárselo tanto, es que no ve la necesidad. Usted misma me ha dicho muchas veces que el ideal, de no existir un gran amor, es que cada uno continúe viviendo en su casa.
—El tipo con el que salgo quiere que vivamos juntos a toda costa.
—Estará muy enamorado de usted.
—Creo que no, pero le apetece vivir con alguien.
—Ya. Eso es porque a los hombres nos han inculcado que vivir solos es una especie de fracaso.
—Pues vaya mierda, ¿no, Garzón?
—¿El qué?
—Que todos vayamos haciendo lo que nos han inculcado.
—Pues sí, una mierda total. Por eso hay que hacer lo que nos pida el cuerpo, y nada más.
—Me pregunto qué me pide el cuerpo a mí.
—Le pide el segundo plato, el segundo plato y probablemente seguir como está. Además, ¿cómo me dará cobijo cuando mi hijo aparezca por aquí con su novio, si vive con alguien?
—Eso es verdad. Pero es que un día me haré vieja, Garzón.
—Sí, pero se hará igual de vieja estando sola que acompañada.
Lo observé con detenimiento. Podría haber parecido que todo aquello le resultaba indiferente, pero no era verdad. Garzón no quería que yo me liara con nadie, y no sólo por el sentido de propiedad que desarrollan todos los hombres con respecto a su entorno, sino porque deseaba que nada cambiara. Es increíble hasta qué punto nos aferramos al orden que nos rodea. Supongo que no cambiar podría equivaler a no envejecer, o quizá es sólo pereza. En cualquier caso, mi compañero no se dejó impresionar demasiado por mis problemas. Como segundo plato pidió un bistec y se lo atizó sin olvidarse de las patatas.
—No debería comer tanto, Fermín.
—Me da igual estar gordo.
—No lo digo por eso. Es que esta tarde vamos a merendar.
—¿Ah, sí?
—Con las dos secretarias añejas de Igualdad y Paz. Quiero que nos cuenten muchas cosas sobre el hijo de Ayguals.
—Saber cosas seguro que las saben, pero ¿las dirán?
—Para eso cuento con usted. Se le dan muy bien las señoras mayores.
—¡No me joda, inspectora, la que me faltaba!
Quedar en una cafetería con las dos secretarias de Ayguals me parecía un golpe maestro desde el punto de vista estratégico. Hablaríamos, nos relajaríamos, y entre comentarios sobre la santidad del patrón, aparecería la figura de su hijo. Me equivoqué sólo un poco, porque cuando ya estábamos cómodamente instalados, la mayor de ellas dijo que le hubiera encantado conocer una comisaría y que hubiéramos charlado allí.
—El subinspector las llevará un día a visitar la nuestra, ¿verdad, Garzón?
Mi subordinado me disparó con la mirada y luego farfulló con pocas ganas:
—Desde luego, será un placer.
—La suya sí debe de ser una vida llena de aventuras. ¡Habrán visto tantas cosas...! Tanto Virtudes como yo hemos trabajado toda la vida en la misma empresa, de modo que tenemos muy poco mundo.
—Cualquier lugar es bueno para ver cosas. Dicen que una empresa es como un pequeño cosmos completo.
—Es cierto que si vives con intensidad los acontecimientos acumulas muchas experiencias.
—Díganme, ¿la empresa siempre ha ido boyante?
—Bueno, ha tenido sus más y sus menos, pero hemos evolucionado bien.
—¿El futuro heredero no la venderá cuando falte el señor Ayguals?
Se miraron la una a la otra con cierta inquietud. Quizá fueran inexpertas, pero no eran tontas. La más joven me preguntó:
—¿Para eso nos han invitado a merendar, para hablar de Juan Ayguals?
Comprendí que mi bien elaborado plan podía desbaratarse con toda facilidad. Tomé la palabra con una seriedad fuera de contexto:
—Miren, ni el señor Ayguals ni su hijo están implicados en el crimen que investigamos, se lo digo con total franqueza. Sin embargo, algunas de las personas que los rodean podrían saber aspectos interesantes, cosas que nos aclararan la relación de Arcadio Flores con la fundación.